El aragonés no estaba convencido.
—Todo eso tiene sentido —aseguró—, pero no justifica que tirasen la llave a las rocas.
—¿No ves que da igual dónde esté la llave si nadie la busca? Castelo apareció flotando en la Madorra. ¿Dónde estaba la llave? ¿A un kilómetro, a dos? ¿Quién iba a relacionar ambas cosas? Si nadie sabe que le dieron en la cabeza, qué importa encontrar el objeto con el que le golpearon.
—Estoy de acuerdo, ¿pero por qué se deshicieron del arma tan cerca de la orilla si resultaba igual de fácil tirarla en medio del mar?
Caldas se encogió de hombros.
—Quién sabe —dijo—. A las seis de la mañana aún es noche cerrada. Tal vez lanzaron la llave a la oscuridad yendo de camino al faro. Te repito que era un suicidio, les daba igual que alguien la encontrase.
—¿Por qué habla en plural?
—Porque estoy convencido de que hubo más de una persona —respondió—. ¿Recuerdas que la mujer de Hermida nos contó que Justo Castelo iba solo en su barco cuando salió del puerto?
Estévez asintió.
—Entonces sólo pudieron acercarse a él por mar —dijo Caldas, desplazando el paquete de cigarrillos sobre la mesa, como si fuese la embarcación del marinero—, y una sola persona habría tenido que dejar a la deriva su propio barco mientras navegaba con el de Castelo hasta el faro. Por eso tuvieron que ser al menos dos.
—También pudo remolcarlo.
—No lo creo. Trabazo sostiene que no es posible sortear la barrera de piedras remolcando un barco como el del Rubio. Además, una sola persona habría tenido problemas para reducir a Castelo en un espacio tan pequeño —añadió Leo Caldas, pasándose el paquete de cigarrillos sobre los dedos, cada vez más convencido de sus propias conclusiones—. Y, fíjate, el golpe que le dejó inconsciente estaba en la nuca. Lo más probable es que alguien lo entretuviese con cualquier pretexto y, mientras tanto, otro aprovechase para acercarse por detrás y sacudirle con la llave de tubo.
—Eso será si se confirma que le dieron con esa llave.
—Verás como tengo razón —anunció Leo Caldas.
Luego descolgó el teléfono de su despacho, marcó el número del doctor Barrio y activó el altavoz para que su ayudante pudiese escuchar la conversación.
—¿Qué me dices de esa llave, Guzmán? —preguntó tras los saludos.
—Estoy con ella.
—¿No me puedes adelantar nada?
—Podría ser, Leo —dijo el doctor Barrio—. La forma encaja.
—¿Hay alguna huella?
—Estuvo varios días en contacto con el mar —respondió el forense—. Está limpia.
—¿Podríamos saber cuántos días?
—¿Cuándo mataron al marinero?
—El domingo.
—Eso son cinco, ¿no? —calculó el forense—. Podría ser, sí.
Al cortar la comunicación, Caldas dio varios golpecitos en la mesa con el paquete de cigarrillos.
—Ya lo ves: confirmado.
—¿Confirmado? —preguntó atónito Estévez—. ¿Cómo que confirmado?
—¿No has oído al doctor?
—Ha dicho que podría ser. ¿A eso le llama usted confirmarlo?
—¿Qué querías, una declaración jurada? —contestó Leo Caldas—. A mí me basta.
Estévez se encogió de hombros.
—De acuerdo. Supongamos que le golpearon con eso. No hay huellas dactilares ni restos de ningún tipo. ¿De qué nos sirve?
El inspector se frotó los párpados con las yemas de los dedos. Estévez tenía razón. Habían transcurrido cinco días desde el asesinato de Castelo y apenas habían avanzado.
—¿Qué sabemos? —preguntó de nuevo el aragonés.
Caldas pensó en mandarlo al carallo. ¿Acaso su ayudante no veía que no estaba en condiciones de pensar, que el paseo en barco lo había dejado hecho un guiñapo?
—Empieza tú —dijo, sin embargo.
—Es que no sabemos nada —dijo Estévez abriendo los brazos—. No tenemos sospechosos, ni móvil… ¿No ve que no sabemos nada?
—Sabemos que lo habían amenazado.
—¿Y si las pintadas también formaran parte del decorado? —inquirió Estévez—. Si todo el mundo creía que Castelo estaba angustiado era todavía más sencillo que pensáramos en un suicidio.
¿Por qué se empeñaba en hacerle razonar?
—Al revés, Rafa. Asustándolo sólo conseguirían ponerlo en guardia. Además, no son sólo las pintadas. Están las palabras que oyó la vecina de Arias. ¿Recuerdas que Castelo entró en su casa diciendo que ya no aguantaba más? —dijo tamborileando con los dedos sobre la cajetilla de tabaco—. Y algo parecido nos contó también el camarero del Refugio del Pescador. Y luego están todos esos amuletos. Castelo estaba asustado de verdad.
—No seguirá pensando en el capitán Sousa, ¿no? Si da por bueno lo que dice el forense, la macana ya no tiene nada que ver.
Caldas se preguntaba cómo podía cesar su dolor de cabeza si Estévez no dejaba de atosigarle.
—La macana no, Rafa. Pero están las pintadas, los amuletos y las llamadas entre los marineros después de tantos años. Viste las caras de José Arias y Marcos Valverde como yo. ¿De qué tienen miedo esos dos? Además, había un marinero que pescaba en la poza en la que hundieron el barco del Rubio. ¿A que no adivinas quién era?
—¿El capitán Sousa?
—Exacto.
—¿Cómo lo sabe?
—Trabazo me lo contó. Sousa iba algunas veces a colocar allí sus nasas.
Estévez juntó las palmas de las manos y Caldas temió que fuese a arrodillarse y rezar un avemaría.
—Por favor… —le pidió el aragonés—. ¿Le importaría mucho dejar el paquete de tabaco tranquilo? Si necesita estímulos para pensar le puedo silbar la canción que le ponen en la radio.
Caldas notó el rubor calentando sus mejillas y dejó los cigarrillos sobre la mesa. ¿Pero quién diablos se creía Estévez para tratarle de aquel modo?
—¿No seguirá pensando que a ese marinero lo mató un fantasma? —insistió su ayudante.
—Un fantasma no —suspiró Leo Caldas.
—¿Entonces?
¿No se iba a marchar nunca?
—¿Entonces qué?
—¿Sigue creyendo que ese capitán Sousa tiene algo que ver en todo esto?
—Creo que no puede ser casualidad. No sé de qué modo pero… sí, pienso que está relacionado. ¿Llamaste a la emisora de Barcelona?
Estévez asintió.
—El hijo de Sousa tuvo guardia el fin de semana pasado —dijo—. Hay más de veinte testigos que pueden confirmarlo. Él no lo mató.
Leo Caldas no esperaba otra cosa.
—Ya… —dijo, y tomando un documento al azar del montón más próximo de la mesa, simuló que comenzaba a leer; pero el aragonés volvió a hablar.
—Se me ocurre algo.
Caldas dejó el papel.
—A ver.
—Tal vez Arias y Valverde tienen miedo de nosotros.
—¿De nosotros?
—De que estemos rondando, de que sepamos que no fue un suicidio. ¿No apuntó hace un instante a que hay al menos dos personas implicadas?
—No creo que fueran ellos —dijo el inspector, venciendo la tentación de acercar su mano al paquete de tabaco.
—¿Por qué no?
—Ya has visto que a Valverde le va bien alejado del puerto y Arias no parece un hombre de los que buscan problemas. No se han vuelto a tratar desde hace más de doce años. ¿Qué ganarían con la muerte del Rubio? Además, tanto Arias como Valverde recelaban de la posibilidad de un suicidio. ¿Lo harías tú si fueses el asesino? No —se convenció—, ésos tienen miedo de otra cosa.
Rafael Estévez asintió.
—Hay algo más que no entiendo —dijo después de un instante—. ¿Cómo sabían los asesinos que Castelo iba a salir al mar a primera hora del domingo?
Leo Caldas también se lo había preguntado.
—No lo sé —susurró.
Estévez miraba al suelo y Caldas no supo si lo hacía para admirar las manchas de sus zapatos o para no ver el paquete de tabaco haciendo otra vez figuras entre sus dedos.
—¿Qué piensas? —preguntó.
—Nada —respondió Estévez.
Caldas se retrepó en su asiento, resignado a soportar un nuevo torrente de consideraciones. Sin embargo, el aragonés se dio la vuelta y abandonó el despacho.
Para Rafael Estévez, «nada» significaba simplemente eso. Nada.
1. Enviar algo a alguien de otro lugar. 2. Perdonar o liberar a alguien de una obligación o una pena. 3. Perder una cosa su intensidad o parte de ella. 4. Atenerse alguien a lo que ella misma u otra persona ha dicho o ha hecho respecto de un asunto.
Ese mediodía Leo Caldas sólo salió de su despacho para frotar sus zapatos con papel higiénico en el cuarto de baño. El resto del tiempo permaneció recostado en su butaca negra, repasando los detalles de la investigación de la muerte de Justo Castelo, preguntándose si habría pasado algo por alto.
Abrió una vez más la carpeta azul. Al informe preparado por Clara Barcia había añadido el primer examen del barco hundido bajo el faro de Punta Lameda, en Monteferro. Indicaba que el boquete en el casco había sido realizado desde dentro. Desafortunadamente, la permanencia bajo el mar había limpiado de rastros la embarcación.
Llamó a la UIDC. El agente Ferro, de vuelta en la oficina tras pasar la mañana buscando pruebas alrededor del faro, corroboró que las piedras utilizadas para lastrar el barco habían sido recogidas junto a la poza. Ferro había encontrado rodadas de coches en el camino de tierra, pero ninguna huella alrededor de la poza. La lluvia caída durante la semana se había encargado de eliminarlas.
Volvió a leer el informe preparado por Clara Barcia y después todos los recortes de prensa acerca del naufragio del
Xurelo
. Recordó la llamada del Rubio a José Arias. Aquel barco hundido junto a la isla de Sálvora era el único nexo entre los marineros. Algo les había vuelto a poner en contacto después de tantos años, pero ¿qué?
Hojeó también el informe del levantamiento del cadáver del capitán Sousa. Había llegado a dudar que el cuerpo encontrado en las redes del pesquero perteneciera en realidad al patrón del
Xurelo
. Ahora pensaba que no tenía sentido que hubiese permanecido oculto tanto tiempo. Por otra parte, el forense había confirmado que el golpe en la cabeza no se había producido con la barra de madera que Sousa lucía al cinturón, sino con aquella llave para tuercas de ruedas encontrada entre las rocas. Además, los fantasmas no actuaban en parejas.
Había pensado que tal vez todo respondiese a una venganza, al castigo por el daño infligido años atrás, pero el único hijo del patrón tenía una coartada sólida: se encontraba a más de mil kilómetros de distancia el día que mataron al Rubio.
Pero si Sousa no estaba involucrado en la muerte de Castelo, ¿por qué diablos había aparecido la fecha del naufragio escrita en la chalupa?, ¿por qué iba a querer nadie remover todo aquello?
Después de cuatro días de dedicación, no habían logrado hallar un móvil ni identificar a un solo sospechoso. No tenían respuesta para el quién ni para el por qué.
Estévez estaba en lo cierto.
No tenían nada.
A media tarde consultó el reloj de su muñeca. Si se daba prisa aún llegaría a tiempo al hospital. Guardó los documentos en la carpeta y la devolvió al montón de procedencia.
Después de despedirse de su ayudante hasta el lunes siguiente, salió a la calle y encendió un cigarrillo.
El dolor de cabeza había remitido.
1. Dejar una cosa o situación y tomar otra en su lugar. 2. Convertir algo en diferente, con frecuencia su contrario. 3. Hacer que una persona o cosa pase a ocupar otro sitio. 4. Mudarse de ropa. 5. Dar una cosa por otra de análogo valor. 6. Modificarse la apariencia, condición o comportamiento.
La puerta de la habitación 211 estaba entornada, y Leo Caldas llamó con los nudillos antes de deslizarse en su interior. Dos enfermeras atendían a su tío Alberto en la cama.
—¿Espero fuera? —preguntó.
—Mejor —respondió una de ellas.
Caldas salió al pasillo y caminó hasta la sala de visitas. Encontró a su padre sentado en una de las sillas, conversando con una mujer joven.
—¡Leo! —sonrió.
El inspector señaló la puerta de la habitación de su tío.
—¿Está bien?
—Lo están cambiando —le tranquilizó su padre, y luego le presentó a la mujer:
—Silvia tiene a su madre en la 208 —dijo—. Él es mi hijo Leo. Trabaja en la radio, ya sabes.
Leo Caldas devolvió una sonrisa fingida a la chica, que se levantó antes de que el inspector tomase asiento.
—Vuelvo adentro —se despidió.
—¿Así que trabajo en la radio? —preguntó cuando la mujer desapareció por el pasillo—. ¿Es posible que sea así como me presentas?
—¿Prefieres que diga que eres un lobo de mar?
—¿Has hablado con Trabazo?
—¿Tú qué crees? —sonrió.
Leo Caldas se sentó a su lado.
—Se quedó preocupado —añadió el padre.
—Supongo… No imaginas lo mal que lo pasé.
—Él, en cambio, sigue en plena forma, ¿no?
—Él sí.
Una de las enfermeras salió de la habitación y el padre del inspector se incorporó. Pero se dejó caer otra vez en la silla cuando vio que volvía a entrar.
—Por cierto, ¿conoces a un tal Marcos Valverde?
—¿Me tendría que sonar? —respondió su padre.
—Es un constructor de Panxón. Está empezando a hacer vino. Él sí te conoce. Te manda recuerdos.
Su padre miró hacia arriba tratando de hacer memoria.
—¿Cómo se llama su vino?
—Creo que aún no ha embotellado la primera cosecha.
—No caigo —dijo—. Pero devuélvele el saludo.
Leo Caldas sonrió.
—También me ha llamado Alba.
Su padre no le miró.
—¿Alba?
—Esta mañana, sí.
—No pensaba hablarte de ella si tú no mencionabas mi jubilación.
Caldas se preguntó si sería cierto que su padre sólo le hablaba de Alba para devolverle el golpe.
—Es broma —dijo el padre con una mueca—. ¿Qué cuenta?
—Sabía que el tío está ingresado y llamaba para interesarse.
El padre asintió.
—¿Por Alberto?
—Sí, por el tío y por ti.
—Querría algo más…
Leo se encogió de hombros.
—No, llamaba sólo para que te diese un beso de su parte.
—¿Un beso?
—Sí.
—¿Eso es todo?
—Todo —respondió.
El padre le miró a los ojos.
—¿Y cómo la encontraste?
—Bien, supongo.
—¿Supongo?
—Sólo hablamos un minuto —aclaró el inspector, bajando la mirada al suelo blanco del hospital, a un punto entre sus pies, como hacía Alicia Castelo el día que la conoció en la sala del forense. Empezaba a pensar que no había sido buena idea revelar a su padre la llamada. Cada vez que Alba aparecía en sus conversaciones, éstas terminaban mal.