Leyó dos veces el nombre en la pantalla. Alba. ¿Alba? ¿Para qué llamaría después de tanto tiempo? Se quedó parado en mitad de la acera con el teléfono en la mano, mirándolo y sin atreverse a marcar. Se dijo que ella llamaría otra vez si se trataba de algo importante y siguió caminando, maldiciendo en voz baja a Losada y su absurdo programa de radio. ¿Por qué había tenido que tener el teléfono apagado cuando Alba le llamaba?
A los pocos pasos se detuvo en seco y marcó un número.
—¿Sí?
—¿Tienes apuntado a Santiago Losada en el libro de idiotas?
—¿Al locutor? —preguntó su padre, y él mismo se respondió—: Por supuesto.
Con un suspiro de alivio, Leo Caldas guardó el teléfono en el bolsillo del pantalón y, pensando en Alba, reemprendió la marcha hacia la comisaría.
1. Que no destaca por nada especial. 2. Que es habitual, común o frecuente, que ocurre o se hace a menudo. 3. Que está en vigencia. 4. Desplazamiento continuo de un líquido o aire en una dirección determinada. 5. Movimiento de cargas eléctricas a través de un conductor. 6. Curso o tendencia de los sentimientos o de las ideas.
Pasó la tarde sentado en su despacho, con la puerta de cristal cerrada y el teléfono sobre la mesa. Volvió a hablar con su padre y le prometió que acudiría al día siguiente al hospital. También abrió varias veces la carpeta azul con la documentación del caso Castelo, pero apenas logró concentrarse en lo que leía. Se le ocurrió que podían solicitar una orden al juez que les permitiese abrir la tumba del capitán Sousa. No encontraba otra manera de verificar si era en realidad Sousa el ahogado aparecido entre las redes del pesquero.
A última hora recibió la visita del comisario Soto para quitarle aquella idea de la cabeza.
—¿Algún sospechoso? —preguntó después de que Caldas le contase algunos pormenores del caso.
—No.
—¿Nada?
—Bueno…
—¿Bueno?
—Hay un tal Antonio Sousa que puede tener algo que ver.
No supo bien por qué lo había dicho.
—¿Dónde está? —preguntó Soto.
Silencio.
La puerta se abrió y Estévez se unió a la conversación.
—¿Sabes tú dónde está ese Sousa? —preguntó el comisario al aragonés.
—En una caja de pino desde hace más de doce años.
—¿Ése es el sospechoso?
—Tanto como sospechoso… —sonrió Estévez.
Soto se volvió hacia el inspector.
—¿Qué carallo te pasa, Leo? —exclamó antes de marcharse—. Si hasta Estévez ve que eso es un disparate.
Cuando estuvieron a solas, el inspector preguntó:
—¿Has venido sólo a ponerme en ridículo?
—Lo siento, jefe.
—Da igual —susurró Leo Caldas volviendo al contenido de la carpeta—. Dime.
—Mientras estaba en la radio ha llamado Clara Barcia. Hace unas horas, un hombre que hacía pesca submarina encontró un barco hundido. Podría ser el de Castelo. Van a tratar de izarlo esta tarde.
—¿Dónde estaba?
—No estoy seguro. ¿Quiere que nos acerquemos hasta allí?
Caldas marcó el número de Clara Barcia. Como no respondió, le dejó un mensaje en el contestador. Cuando colgó, Estévez silbaba la melodía de Gershwin.
—¿Qué silbas?
—Perdone, es muy pegadiza.
No podía ser.
—¿Escuchaste el programa?
—Como siempre.
Estévez estaba peor de la cabeza de lo que pensaba. ¿No tenía suficiente con verle a todas horas en comisaría?
—¿Enciendes la radio para oír
Patrulla en las ondas
?
—No hace falta, jefe. Olga lo conecta en el hilo musical.
—¿Cómo?
—¿No lo sabía?
Caldas se dejó caer en la butaca mirando al techo. Necesitaba descansar.
—Entonces, ¿vamos a ver el barco o no? —insistió Estévez.
—Vamos mañana mejor.
Rafael Estévez le acercó hasta el Ayuntamiento en el coche y Caldas entregó a la policía municipal las quejas recibidas durante el programa. Luego bajó caminando hasta el Eligio y, dejando el teléfono a la vista sobre la barra, pidió un vino blanco. Con el segundo, Carlos le ofreció unas croquetas de jamón.
Los catedráticos ya estaban al corriente de que la canción de Gershwin se titulaba de dos modos.
Cuando casi una hora después Leo Caldas se marchó de la taberna, alguien en el interior aún silbaba la puñetera melodía.
Al llegar a casa encendió la radio y se dejó caer en el sofá. Estaba dando cabezadas cuando el timbre de su teléfono móvil lo hizo levantarse de un brinco.
—¿Sí?
—Acabo de escuchar su mensaje, inspector. ¿Es tarde?
Caldas estuvo a punto de colgar.
—No te preocupes, Clara. ¿Habéis sacado el barco del agua?
—Sí, pero no creo que haya nada útil —se excusó la agente de la UIDC.
Caldas tampoco esperaba encontrar huellas en un barco que llevaba varios días bajo el mar.
—¿Estáis seguros al menos de que es el barco de Castelo?
—Sí, claro.
—¿Dónde estaba?
—Hundido muy cerca del faro de Punta Lameda, en Monteferro. ¿Sabe dónde es?
—¿Está cerca de la playa donde apareció el cuerpo?
—No, no. El barco estaba al otro lado del monte, pegado a las rocas —dijo la agente Barcia—. Tenía un agujero en el casco y varias piedras pesadas sobre la cubierta. Quien lo hundió quiso asegurarse de que no saliera a flote.
Cuando colgó, Caldas volvió a tumbarse en el sofá. Algo no cuadraba en la suposición de Clara Barcia. ¿Por qué lo habían dejado tan cerca de la costa si no querían que apareciese? ¿Por qué no lo habían hundido en alta mar? Pensando en eso se fue quedando dormido, observando el teléfono móvil colocado sobre la mesa como si pudiese hacerlo sonar con la mirada.
1. Señal o rastro de espuma y agua removida que deja tras de sí una embarcación u otro cuerpo en movimiento. 2. Rastro que deja en el aire un cuerpo en movimiento. 3. Rastro o huella que deja una cosa o un suceso. 4. Monumento conmemorativo, generalmente de piedra, que se erige sobre el suelo en forma de lápida, pedestal o columna.
Por la mañana se desnudó, se metió en la ducha y, con los ojos cerrados bajo el chorro de agua caliente, se agachó para recoger la cuchilla de afeitar de la repisa. Le gustaba afeitarse en la ducha, sin necesidad de jabón ni de espejo. Le bastaba con pasarse la palma de la mano a contrapelo para comprobar si quedaba alguna zona por rasurar. Sólo había dejado de afeitarse así durante unas pocas semanas, después de que Alba le regalase una maquinilla eléctrica a la que nunca se acostumbró.
Al terminar, devolvió la cuchilla a su sitio y se enjabonó concienzudamente. Estaba cubierto de espuma cuando oyó el timbre agudo del teléfono.
Sólo una persona podía llamarle tan temprano.
Salió de la bañera a toda prisa dejando una estela blanca en el suelo, un reguero de burbujas que le siguió desde el cuarto de baño hasta la mesa baja del salón.
—¿Sí?
—Leo, soy yo.
—¿Quién? —dijo, sintiéndose ridículo al preguntar.
—Yo, Alba —respondió ella, como si hiciese falta.
—Ah, hola.
—Disculpa que te llame tan pronto.
Ambos sabían que no era tan pronto.
—No te preocupes.
—Me enteré de lo de tu tío Alberto. ¿Cómo sigue?
Su voz sonaba como si no hubiese dejado de oírla un solo día.
—Regular.
—¿Y tu padre?
—Bueno…
—¿Le darás un beso de mi parte?
—Claro —susurró.
—¿Tú cómo estás, Leo?
Mal, pensó, yo estoy mal.
—Bien —dijo, en cambio—. ¿Y tú?
—Sí…, también.
Cuando se despidieron, sacudió el agua del teléfono y lo dejó boca abajo sobre un periódico. Luego volvió a la ducha con la sensación de que Alba se le había escapado para siempre, como la espuma que había resbalado por su cuerpo hasta formar un charco en el suelo.
1. Indicio que permite deducir algo de lo que no se tiene un conocimiento directo. 2. Superficie señalizada donde despegan y aterrizan aeronaves. 3. Terreno acondicionado para diversas manifestaciones deportivas o recreativas. 4. Camino o carretera de tierra. 5. Espacio de una cinta magnética en que se registran grabaciones que se pueden oír luego por separado o simultáneamente.
Monteferro era el último espacio costero virgen en la orilla sur de la ría de Vigo. Como por milagro, había resistido el asedio urbanizador y, aunque había numerosas casas bajas en el istmo que lo unía a tierra, los acantilados todavía rodeaban un promontorio verde en cuya cima se levantaba un monumento de piedra de veinticinco metros de altura, un monolito en honor a los navegantes muertos en el mar.
Por tercera vez en pocos días tomaron la carretera que, desde Panxón, conducía a Monteferro. En esta ocasión no se desviaron hacia la izquierda, por el camino estrecho que desembocaba en la vivienda rectangular de Marcos Valverde, sino que continuaron al frente, entre los troncos blanquecinos de los eucaliptos, cuyo aroma intenso se deslizaba a través de la rendija abierta en la ventanilla de Leo Caldas.
Alba iba dentro de sus párpados cerrados.
—¿Es por ahí? —preguntó Estévez, deteniendo el vehículo frente a un carril sin asfaltar que partía hacia la derecha, como un túnel bajo los árboles.
El inspector abrió los ojos. Miró a los lados. Clara Barcia había hablado de una pista forestal que conducía al faro de Punta Lameda.
—Puede que sí.
Estévez giró el volante e hizo avanzar el vehículo entre los baches y el techo de hojas. Luego, la pista abandonaba el bosque y bordeaba el monte sobre un mar que el sol de la mañana llenaba de reflejos.
Los últimos cien metros del camino estaban asfaltados. Llegaba hasta un pequeño faro sobre las rocas, en el extremo occidental de Monteferro. Allí vieron aparcada la furgoneta de la UIDC.
Cuando el inspector salió del coche tenía el estómago revuelto. Inspiró varias veces para refrescar sus pulmones con el aire del mar y siguió al aragonés hasta la reja que protegía el faro. El agente Ferro les saludó levantando una mano desde una roca cercana y se acercó a ellos. Les contó que habían estado buscando indicios alrededor del lugar en el que había aparecido el barco, pero la lluvia de los días pasados se había encargado de borrar cualquier rastro.
—¿Dónde estaba el barco? —preguntó Caldas.
—Ahí abajo —indicó Ferro—. Hundido en una especie de poza que se forma entre las rocas. ¿Quieren ver el sitio?
—¿Se puede llegar?
—Sí —aseguró—, pero vigilen dónde ponen los pies. Algunas de estas piedras son traicioneras.
El agente Ferro estaba disfrutando del día junto al mar, como un adelanto al fin de semana de pesca en su barco. Le siguieron de roca en roca. Leo Caldas pisaba los mismos puntos que Ferro, y Estévez los mismos que el inspector. A pesar de que el mar estaba casi en calma, las olas levantaban salpicaduras al batir en la costa.
—Eligieron el único lugar un poco resguardado. Ahí delante hay unas rocas que forman una muralla —explicó Ferro, y se detuvo al borde del agua para señalar con el dedo una rompiente separada de la costa.
—No veo esas rocas —dijo Estévez.
—No puede verlas porque ya está subiendo la marea, pero hace una hora aún estaban ahí mismo, asomando en la superficie. ¿No ve la espuma?
—Sí, la espuma sí.
—Pues ahí es donde rompe la mar. Lo de dentro queda protegido, ¿entienden? Con la marea baja es casi como una piscina y con la marea alta sólo se mueve el agua de la superficie.
Caldas miró en torno. Como había comentado el agente Ferro, era el lugar en que el agua estaba más tranquila.
—¿El barco de Castelo estaba hundido aquí abajo? —preguntó.
—Justo ahí —señaló Ferro—. Tenía un agujero en el casco y varias piedras dentro. Quisieron asegurarse de que se iba al fondo.
—¿El agujero en el casco fue abierto a propósito?
—Y tanto. Estaba roto desde dentro. Luego lo llenaron de piedras y dejaron que se hundiese.
—¿Y cómo puede un barco sortear la barrera de rocas para llegar hasta aquí? —preguntó Estévez.
—Hay un pasillo en ese lado —aclaró el agente de la UIDC—. Pero no entra cualquiera. Es necesario conocer bien la costa.
Leo Caldas asintió.
—¿Quién lo encontró?
—Un chico que hacía pesca submarina. Llegó hasta aquí siguiendo un congrio y se encontró el barco en el fondo. Pura casualidad.
—Una cosa está clara —dijo Estévez—. Un barco no llega hasta aquí arrastrado por la corriente.
—Claro que no —confirmó Ferro—. Lo trajeron a propósito, al lugar idóneo para dejarlo en el fondo. No querían que lo encontrasen.
—Pero si lo hubiesen hundido mar adentro aún sería más difícil encontrarlo, ¿no? —preguntó Leo Caldas.
—Si lo lleva muy lejos sí, claro. Pero siempre existe la posibilidad de que la corriente lo arrastre contra alguna roca, lo rompa y acabe saliendo a la superficie. En cambio ahí abajo la mar está quieta. Si el lastre cumple su papel, el barco no tendría que moverse ni un poco. El único riesgo es lo que ha ocurrido, que lo encuentre algún submarinista, pero en esta época del año quedan pocos valientes. Lo normal sería que hubiese permanecido todo el invierno en el fondo cubriéndose de algas.
Volvieron por la pista de tierra hasta la carretera y, en lugar de dirigirse hacia Panxón, Leo Caldas pidió a Estévez que continuase en el otro sentido, hasta la cima del promontorio.
La carretera se fue empinando y atravesó un soto de acacias que los eucaliptos aún no habían logrado invadir. Después aparecieron los pinos extendiéndose por las laderas hasta el mar y llenándolo todo con su perfume acre.
Aparcaron el coche en la explanada, cerca del monolito, y se dirigieron caminando hacia el mirador.
—Joder, qué bonito es esto —exclamó Estévez al ver el panorama.
Caldas asintió.
Mirando hacia el sur, Panxón estaba demasiado cerca y quedaba oculto por los árboles, pero podían ver el monte Lourido que limitaba Playa América, y más allá la playa de la Ladeira bajo los montes de la Groba. Baiona, con su fortaleza medieval, cerraba la bahía, y detrás se vislumbraba el Cabo Silleiro, el último quiebro de la costa gallega antes de que el mapa trazase una línea casi recta de cuatrocientos kilómetros hacia el sur, hasta el Cabo da Roca, cerca de Lisboa.
Al norte se levantaban las islas Cíes con sus playas de nácar, y más lejos la punta de Cabo Home, el extremo de la orilla norte de la ría de Vigo, como un animal recostado sobre el mar. El día era limpio y permitía ver aún más allá la silueta de la isla de Ons, frente a la ría siguiente, la de Pontevedra.