—¿Sólo con marea baja?
—Es la única forma de ver todas las piedras y de que el agua en la superficie esté tranquila.
—¿Y crees que se podría entrar remolcando otro barco?
—¿Uno como el del Rubio? —Trabazo negó moviendo la cabeza—. No, no hay espacio para maniobrar.
—Eso me temía —resopló Caldas.
—Iba solo en el barco cuando salió del puerto, ¿verdad?
El inspector asintió.
—Entonces fueron dos —dijo Manuel Trabazo como leyéndole el pensamiento.
—Por lo menos —susurró Leo Caldas, y luego preguntó—: ¿Y no te parece muy arriesgado traerlo hasta aquí?
—Si no conoces la costa no es que sea arriesgado. Es un suicidio.
—No me refiero a eso —le corrigió—. Alguien pudo verlo todo desde tierra o desde un barco.
—Lo dudo. Un domingo por la mañana no hay pescadores profesionales. Los demás no salimos a esas horas —sonrió—. Y mucho menos con lluvia.
—¿Sabes a qué hora fue la bajamar del domingo?
El médico entornó los ojos mientras hacía un cálculo mental.
—La primera bajamar fue alrededor de las cinco y media de la mañana y la segunda doce horas y pico después, sobre las seis de la tarde.
Caldas chasqueó la lengua.
—Tuvo que ser por la mañana —musitó mirando hacia arriba, a las peñas que se fundían con las laderas verdes de Monteferro.
Allí no había casas. Ninguna ventana tras la que encontrar un testigo.
—¿Desde ahí se puede saltar a tierra? —preguntó señalando la poza.
—¿No te digo que se queda en calma como una piscina? Se puede subir y bajar sin problema siempre que la marea no cubra la barrera. Algunos marineros del pueblo venían aquí hace años a colocar sus nasas.
Había un buen número de piedras amontonadas bajo el faro. Recordó las utilizadas para asegurar el barco en el fondo de la poza. No habían necesitado traerlas de otro lugar.
Trató de localizar al agente Ferro. Debía de estar husmeando por los alrededores, entre los peñascos que se sucedían en la pendiente. Dejó de buscar cuando el balanceo del barco comenzó a hacer mella en su estómago.
—¿Nos vamos?
—Claro —convino Trabazo moviendo la maneta del acelerador—. Hemos venido a pescar.
La proa de la gamela se levantó y Leo Caldas recibió con alivio la brisa del mar en el rostro.
Volvieron rodeando Monteferro en dirección al puerto de Panxón.
—Cámbiame el sitio —le pidió Trabazo, y paró de repente el motor de su gamela azul.
Caldas dio dos pasos inseguros y se dejó caer en el banco de popa. El olor de la gasolina era mucho más intenso allí. Trabazo se agachó bajo una banda de la gamela, sacó los remos y los apoyó en los escálamos. Luego se sentó en el banco que había ocupado Leo Caldas y, mirando al inspector, comenzó a remar.
—Eres un privilegiado, Calditas —le dijo—. Nadie más que yo conoce la piedra de las lubinas.
Caldas añoraba el aire fresco que le ventilaba la cara cuando el motor estaba en marcha.
—¿Hay que ir a remos? —preguntó.
—No querrás que los peces sepan que estamos aquí.
El inspector tragó saliva.
—No, claro —concedió.
Trabazo comenzó a silbar la canción de Léo Ferré que había canturreado en el puerto. En el barco era un hombre feliz.
Leo Caldas no.
—¿Está lejos? —volvió a preguntar al cabo de unos minutos.
Trabazo movió la cabeza.
—Ahí delante.
Caldas se inclinó hacía un lado y oteó la superficie del mar que se extendía ante la proa de la gamela. No había ninguna roca hasta la costa, a varios centenares de metros.
—¿Seguro? No veo ninguna piedra.
—Pues claro que no la ves, Calditas. ¿Crees que tendría mérito haberla encontrado si estuviese a la vista? La piedra de las lubinas está a veinte brazas bajo el agua.
—Ah.
—Ya verás, te apuesto un vino en El Refugio del Pescador a que en dos horas pican al menos cinco.
Caldas no estaba para pensar en vino. ¿Dos horas? No se vio con fuerzas para pedirle que abreviase la jornada de pesca. Trabazo parecía tan obsesionado con las lubinas como el capitán Acab con su ballena blanca.
Se puso en pie y sacó el teléfono móvil de su bolsillo. Al menos quería avisar a Estévez de que pasase a recogerlo algo más tarde.
—¿No irás a usar ese trasto cerca de mis peces? —le advirtió en voz baja Trabazo.
El sol de octubre era cada vez más molesto, casi tanto como el sonido de los remos en el mar y el balanceo del barco.
—¿Cómo?
—Ya estamos casi encima de la piedra. Si te oyen hablar ¿qué crees que van a hacer mis peces?, ¿quedarse a ver cómo los pescamos? Apágalo, anda.
Y Leo Caldas volvió a sentarse. Estaba mareado. Desconectó el teléfono y cerró los ojos inspirando cada vez más profundamente.
El médico arrastró con el pie la caja de plástico.
—¿Por qué en vez de tomar el sol no vas cebando los anzuelos?
Caldas abrió los ojos.
—¿Cebarlos?
—En esa caja hay varias bobinas. Saca dos de las que tengan un anzuelo enganchado en el sedal. Así ganamos tiempo.
Trabazo tenía razón. Cuanto antes terminase la excursión, mejor.
—En la cajita de metal hay
miñocas
—le dijo el médico—. Elige dos y pásales los anzuelos.
—¿Dos qué?
Haciendo un esfuerzo abrió la cajita metálica. Entre la arena húmeda que contenía se retorcían varias lombrices.
—Están vivas —dijo.
—Claro que están vivas. Rézales un padrenuestro y al anzuelo.
—Joder —masculló.
—¿Tú no eres policía?
Leo Caldas sujetó una de las lombrices entre sus dedos, pero antes de poder aproximarla a la punta del anzuelo le sobrevino la primera náusea.
El inspector mantenía la vista fija en algún punto del cielo azul. Como no había dejado de vomitar mientras estaban a bordo, Trabazo había decidido no prolongar su padecimiento y acercarlo cuanto antes a tierra firme. El lugar más próximo resultó ser aquella cala en la falda de Monteferro donde Leo Caldas, desmadejado sobre la arena, trataba de recuperar el color.
—Tiene cojones el grumete que me he buscado —rumió Trabazo, poniéndose en pie y marchándose hacia la gamela varada en la orilla—. ¿A ti no te da vergüenza estropearle a un viejo su mañana de pesca?
No tenía fuerzas para sonreír.
—Menos mal que mis lubinas estarán contentas —le oyó decir el inspector—. Les dejaste comida para dos semanas.
Leo Caldas permaneció tumbado, sintiendo latir la sangre en sus sienes. Su estómago se iba restableciendo poco a poco, pero el vahído le había generado una intensa cefalea. Pensó en Alba. Su voz le había parecido cercana al principio, pero en la despedida había sonado distante. Resopló y se incorporó apoyándose en los codos.
Le dolía la cabeza y le dolía el alma.
Vio a Manuel Trabazo caminando entre las rocas con una bolsa en la mano. ¿Estaba buscando cangrejos? ¿Cuántos años tenía, setenta? ¿De dónde coño sacaba tanta vitalidad?
Esperó inmóvil a que Trabazo volviera de su paseo.
—¿Cómo te encuentras?
—Como si me hubiesen dado una paliza.
—¿Tienes fuerzas para embarcar?
—¿Qué posibilidades hay de que vuelva a marearme?
—¿Sinceramente?
—Sí.
—Todas.
Leo Caldas miró a su alrededor.
—Entonces me quedo a vivir aquí.
Trabazo sonrió.
—Ahí arriba termina un camino. Se puede llegar en coche.
Caldas consultó su reloj y encendió su teléfono. Rafael Estévez ya debía de estar en Panxón. Se alegraba de no haberle pedido que pasase a buscarlo más tarde.
—¿Crees que podrías indicar a mi compañero cómo se llega hasta aquí?
—¿Sabe orientarse?
—Como una paloma mensajera —dijo Caldas, y marcó el número de su ayudante.
Trabazo transmitió las indicaciones al aragonés y luego se sentó junto al inspector.
—¿Has pescado algo? —preguntó Leo Caldas señalando la bolsa de plástico que Trabazo había llenado entre las rocas.
—Vinagre —murmuró el médico—. ¿Por qué hay gente tan cochina?
Trabazo levantó la bolsa.
—Mira todo lo que he recogido en dos minutos: latas, botellas de plástico, trozos de vidrio… Y eso que hasta aquí no es fácil llegar. Incluso habían tirado una llave de tubo entre las rocas.
—¿Una qué?
—Una llave de tubo —repitió, sacándola de la bolsa y entregándosela a Leo Caldas—, para apretar los tornillos de las ruedas de los coches. Y nuevecita. Estaba en un hueco entre las rocas. Cualquier día tiran un volante.
El inspector miró la llave. Era una barra estrecha con una protuberancia en el extremo.
—¿Dónde la encontraste? —preguntó poniéndose en pie.
Estévez hizo sonar varias veces la bocina desde el camino.
—Ya no paras en Panxón, ¿verdad? —preguntó Trabazo antes de volver a su gamela.
Caldas deseaba mostrar cuanto antes la barra al forense.
—No —respondió—, me vuelvo a Vigo.
—Vaya…
—¿Por qué? —preguntó el inspector.
—Quería comentarte un asunto.
—¿No me puedes hablar ahora?
El médico se encogió de hombros.
—Antes te conté que algunos marineros colocaban sus nasas en el sitio en que hundieron el barco del Rubio, ¿te acuerdas?
El inspector no lo recordaba.
—Sí —dijo de todas formas.
—Pues sólo he conocido a un hombre que pescase allí. ¿Sabes quién?
¿Cómo lo iba a saber?
—¿Quién? —preguntó.
—Antonio Sousa. El capitán.
El inspector trepó hasta el lugar en que aguardaba Rafael Estévez y desde allí se volvió a mirar hacia abajo, a la pequeña cala abierta entre las rocas. En el mar, la gamela azul celeste de Trabazo enfilaba el puerto de Panxón con la proa levantada. Volvía a ser Manuel el Portugués.
Saludó a su ayudante, entró en el coche, bajó la ventanilla y cerró los ojos.
Llevaba la barra en una bolsa.
Estaba dejando de creer en fantasmas.
1. Instrumento que permite abrir y cerrar una cerradura. 2. Herramienta que sirve para apretar o aflojar tuercas. 3. Instrumento que regula la corriente eléctrica o el paso de un fluido. 4. En ciertas luchas, movimiento que inmoviliza o derriba al adversario. 5. Principio que facilita el conocimiento de otras cosas. 6. Medio para descubrir algo oculto o secreto.
—¿Se encuentra mejor? —preguntó Rafael Estévez entrando en el despacho del inspector.
Leo Caldas asintió, recostado en su butaca negra.
—¿Le llevaste eso al doctor Barrio?
—De allí vengo.
—¿Y qué te dijo?
—Que llamaría con lo que fuese.
—¿Pero le pareció que se podía corresponder con la huella del cráneo de Castelo?
—¿Cómo quiere que sepa lo que le pareció?
—¿No te dijo nada?
—Que llamaría con lo que fuese.
Caldas dio un suspiro y estiró las piernas.
—De acuerdo.
Estévez bajó la vista al suelo.
—¿Ha visto cómo tiene los zapatos? —preguntó el aragonés.
Leo Caldas encogió una pierna y comprobó que, además del dolor de cabeza, el mareo en el barco de Trabazo le había dejado varias salpicaduras como recuerdo.
—Ya —dijo—. Muchas gracias, Rafa.
Estévez no se movió.
—Yo creo que es imposible que le golpeasen con esa llave de tubo —dijo.
—¿Se puede saber la razón? —preguntó el inspector.
—¿Dónde estaba?
—¿Otra vez? La encontró Manuel Trabazo sumergida en el agua, entre las rocas, en la cala donde me recogiste.
—Y una pieza de metal como ésa no la puede arrastrar la marea, ¿verdad?
—Me imagino que no, claro.
—Pues eso, inspector. Piénselo. No puede ser.
—¿Por qué no?
—Porque es una estupidez que alguien lance el arma con el que ha cometido un crimen a las rocas teniendo todo el mar a su disposición. ¿No le parece ridículo? Tan absurdo como dejar el barco en esa poza pegada al monte en lugar de hundirlo mar adentro.
—Eso sí tiene sentido —le corrigió el inspector—. Recuerda lo que dijo Ferro: de la poza el barco no se mueve. En cambio, si lo hubiesen hundido en otro lado, la corriente habría acabado por estrellarlo contra alguna roca y los restos habrían salido a la superficie.
—Pues más a mi favor. Si se tomaron tanta molestia en esconder el barco, por qué no iban a hacer lo mismo con el arma que usaron para matar al Rubio.
—No lo mató esa llave, Rafa. Justo Castelo murió ahogado.
—Es igual, inspector. Si usted estuviese en un barco, ¿tiraría el objeto que le incrimina en un crimen a las rocas o lo lanzaría al fondo del mar?
—Pues depende.
—¿Cómo que depende? No depende de nada, inspector. ¿Se desharía de las pruebas o las iría sembrando como las migas de pan del cuento para señalarnos el camino?
—Es que tú estás presumiendo que alguien investigaría el asesinato de Castelo, pero yo no estoy tan seguro —dijo Leo Caldas, sacando de un cajón un paquete de cigarrillos. El último se lo había fumado mientras esperaba a Manuel Trabazo sentado en el noray del puerto de Panxón.
—¿Por qué no?
Caldas sacó un cigarrillo, lo olió y lo volvió a guardar en la cajetilla. Aún no le apetecía fumar.
—Porque nadie investiga un suicidio.
Rafael Estévez iba a añadir algo, pero rectificó y se mantuvo en silencio.
—Trata de verlo de esa otra forma —continuó el inspector—. Tenemos a un marinero depresivo que se va al mar en su día de descanso. Lo hace a primera hora, para evitar cruzarse con algún vecino y tener que responder preguntas incómodas. A las pocas horas aparece flotando en la orilla con las manos atadas, como tantos suicidas. ¿Por qué iba a tener la policía que investigar su muerte? Es un suicidio de libro. Si hubiera tenido la brida ceñida junto a los dedos pulgares en lugar de al lado de los meñiques, nosotros también lo habríamos creído. Habríamos hecho algunas preguntas y todos nos habrían confirmado que Castelo era un tipo extraño y solitario. Sus amuletos nos hablarían de un hombre supersticioso… No habría habido investigación, Rafa. Seguro. Se enterraría al Rubio, se rezaría por su alma y se acabó.
—¿Y el golpe de la cabeza?
—Barrio reparó en esa herida porque la ligadura de las manos lo puso en guardia. Si no, la habría atribuido a la caída. Habría sido sólo un golpe más, uno de tantos.