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Authors: Domingo Villar

Tags: #Policíaco

La playa de los ahogados (30 page)

BOOK: La playa de los ahogados
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Pasaban algunos minutos de las diez y media de la noche cuando Leo Caldas salió de la comisaría. Le acompañaban el hambre y la sensación de llevar toda la semana orbitando alrededor de la muerte de Justo Castelo, avanzando por un camino circular que terminaba por devolverle al lugar de origen por más pasos que anduviese.

Recuerdo:

1. Imagen o conjunto de imágenes de hechos o situaciones pasados que quedan en la mente. 2. Objeto que sirve para recordar un lugar, circunstancia, suceso, etc. 3. Saludo afectuoso que se envía a alguien por escrito o por medio de una tercera persona.

Estaba cansado, y a pesar de la tentación que suponían los fideos con almejas, desechó la idea de subir otra vez hasta el Eligio. Prefería cenar algo rápido y marcharse pronto a casa, de modo que dobló la esquina y entró en la cafetería Rosalía de Castro. Se acercó a la barra y pidió una taza de caldo, tortilla y vino. Luego se sentó en una mesa junto a la ventana a esperar la cena.

En el televisor colocado en alto se repetían las imágenes aéreas del barco escorado entre las olas del Gran Sol. El movimiento del mar en la pantalla le recordó el mareo que le había obligado a desembarcar por la mañana en la cala de Monteferro. Trató de consolarse pensando que, al menos, había servido para que Trabazo encontrase la llave de tubo entre las rocas. Estaba convencido de que era el objeto empleado para golpear al marinero muerto. ¿Por qué, sino para deshacerse de una prueba, iba alguien a querer arrojar al mar una llave nueva como aquélla?

Cuando terminó de cenar eran las once y cuarto. Pidió la cuenta, encendió un cigarrillo y, después de pagar, salió a la calle. Sintió el viento que había enfriado la noche y el alboroto de los jóvenes en los jardines de Montero Ríos junto al puerto deportivo. Como cada viernes, habían bajado desde todos los puntos de la ciudad para celebrar el fin de semana.

Se frotó con fuerza las manos y echó a andar hacia su casa. Al pasar frente a la comisaría, apagó el cigarrillo y entró a comprobar si había recibido la denuncia enviada por Nieves Ortiz desde la jefatura.

Encontró la copia del atestado en la cestilla contigua al fax, y se sentó en una de las mesas vacías para leer aquel documento fechado trece años atrás en el que Diego Neira Díez, de quince años de edad, denunciaba la desaparición de su madre, Rebeca Neira Díez, de treinta y dos.

El chico había comparecido ante la policía a las once de la mañana del domingo 22 de diciembre de 1996, para declarar que desde la noche del viernes 20 no había vuelto a ver a su madre, con la que residía en la parroquia de Aguiño.

Según constaba en la denuncia, hacia las once de la noche del viernes Rebeca Neira comentó a su hijo que se había quedado sin cigarrillos y salió de casa. Regresó más de una hora después, y Diego la oyó conversar con alguien bajo el tejadillo de la entrada.

Cuando un hombre soltó una carcajada, la mujer le pidió que bajase la voz, recordándole que su hijo se encontraba en el interior de la vivienda.

Aquel comentario incomodó a Diego Neira, que abrió la puerta de su domicilio y, encontrando a su madre con dos hombres, murmuró que se iba a dormir a casa de un compañero de estudios y se alejó a la carrera.

Como llovía a cántaros, se detuvo a resguardarse en un cobertizo cercano. Desde allí pudo ver cómo uno de los hombres entraba con su madre en la vivienda mientras el otro se marchaba hacia el puerto. Cuando la lluvia amainó, Diego Neira prosiguió su camino hasta la casa de su amigo.

Regresó al día siguiente, sábado, alrededor de la una de la tarde. Encontró la casa vacía, con la planta baja limpia y recogida. Diego permaneció en casa, y al caer la noche se acostó.

No se alarmó hasta que, el domingo por la mañana, comprobó que su madre no había dormido en su cama. Entonces telefoneó a Irene Vázquez, amiga íntima de su madre, quien le confirmó que tampoco tenía noticias de ella desde la tarde del viernes y, tras escuchar en boca del joven el relato de los hechos, le acompañó a presentar la denuncia. Diego Neira aseguraba desconocer la identidad de los dos hombres y manifestaba que a uno de ellos ni siquiera había podido verlo, pues sólo había distinguido su silueta en la oscuridad. Sin embargo, mientras aguardaba a que remitiese la lluvia, pudo ver con claridad al que se había dirigido hacia el puerto, pues había pasado por el camino iluminado, a pocos metros del cobertizo.

Era un hombre de unos treinta años, vestido con impermeable y botas de plástico, como las que utilizaban los marineros. Diego Neira no lo había visto nunca con anterioridad en el pueblo. Era delgado y tenía el cabello abundante y muy rubio.

Leo Caldas volvió a leer la descripción que hacía el chico de aquel forastero. No podía tratarse de una coincidencia. Se levantó de la mesa en la que estaba apoyado y caminó hasta su despacho. Allí, sentado en su butaca, volvió a leer el atestado.

Después marcó el número de la jefatura Superior de Policía de Galicia y, por segunda vez aquella noche, pidió que le pasasen a Nieves Ortiz.

—¿Recibiste la denuncia?

—Sí, gracias —respondió Leo Caldas—. ¿Estás segura que no hay nada más en el legajo?

—Totalmente, Leo.

El inspector resopló.

—¿Y no puede haber un informe ampliatorio en otro sitio?

—No debería —aseguró Nieves Ortiz.

—¿Puedes comprobarlo?

—¿Ahora?

—¿Puede ser?

—Lo puedo intentar. ¿Pero por qué tanta prisa? Han pasado más de doce años, ¿no?

—Tal vez tenga relación con un asunto que estoy investigando.

—¿Cómo se llamaba la desaparecida?

Caldas leyó el nombre en la denuncia.

—Rebeca Neira —dijo—. Rebeca Neira Díez.

El inspector sacó el cenicero del cajón y encendió un cigarrillo mientras percibía a través del teléfono el rumor de las teclas presionadas por la agente Ortiz en la jefatura.

—En el ordenador no aparece nada más, Leo —dijo ella unos segundos después—. Pero déjame buscar otra vez en el archivo. Dame tres minutos y te llamo de vuelta con lo que sea.

Caldas le dio las gracias y colgó el teléfono pensando que, si el legajo no contenía más documentación que aquella denuncia, la mujer habría aparecido después. Sin embargo, estaba convencido de que el hombre rubio que aquel chico había visto era el mismo marinero que trece años más tarde flotaba entre las algas de Panxón.

Se preguntaba por qué motivo habían mentido José Arias y Marcos Valverde, por qué ninguno de los dos había mencionado que se abrigaron en el puerto de Aguiño durante el temporal. Quería ver sus rostros y oír sus respuestas, y conocer la razón que les había llevado a zarpar a pesar de la tormenta, a enfrentarse a un mar tan bravo que les hizo naufragar.

Descolgó otra vez el teléfono y llamó a Rafael Estévez.

—¿Sabe qué hora es? —preguntó el zaragozano.

Leo Caldas miró su reloj: las doce y media.

—¿Estabas durmiendo?

—No —gruñó.

—Creo que el
Xurelo
no volvía de faenar cuando se hundió.

—Eso fue hace más de doce años —protestó Estévez—. ¿No podía esperar al lunes para contármelo?

—Es que necesito hablar con José Arias y Marcos Valverde. Quiero saber por qué lo ocultaron. ¿Me recoges a las siete? Me gustaría estar en el puerto de Panxón cuando Arias regrese de faenar.

—¿Cuándo?

—Mañana.

—¿Cuando dice mañana se refiere a dentro de siete horas?

—Eso es.

Estévez dio un bufido que sonó como un huracán en el auricular.

—Mañana es sábado, inspector.

—Lo sé.

—¿No podemos preguntárselo el lunes?

—Los lunes no hay lonja, Rafa —respondió Leo Caldas—. ¿Me recoges a las siete delante de casa?

Cuando apagó el cigarrillo, se dirigió al cuarto de baño para vaciar el cenicero. Mientras lo enjuagaba, se le escurrió de las manos, cayó dentro del lavabo y se rompió en dos partes.

Leo Caldas, con un pedazo en cada mano, se acercó a la mujer que fregaba la comisaría.

—¿Tendrá pegamento? —preguntó, señalando el carro repleto de botes que la mujer empujaba con el pie.

—No —respondió ella mirando las dos mitades en que se había partido el cenicero—. Además, aunque lo pegue, nunca va a quedar igual que antes.

Cinco minutos más tarde volvió a descolgar el teléfono para atender la llamada de Nieves Ortiz desde la jefatura.

—He estado buscando, Leo, y no encuentro nada más que la denuncia que te mandé. La cosa debió de terminar ahí.

—¿Sabes si siguen viviendo en Aguiño?

—Aquí no consta un cambio de domicilio —explicó ella después de consultarlo.

Leo Caldas leyó en la copia del atestado el número de identificación del policía que había recogido la denuncia.

—¿Te importaría decirme a quién pertenece esta placa? —y enumeró el código de cifras.

—Déjame ver —dijo Nieves Ortiz, tecleando al otro lado de la línea—. Era del subinspector Somoza.

—¿Era?

—Ya no está en el servicio —explicó la agente—. Se jubiló hace ocho años. ¿Necesitas alguna otra cosa?

—Nada más, Nieves. Muchas gracias y perdona la lata.

—No te preocupes —dijo ella, y luego preguntó—. ¿Cómo está Alba?

—Bien —respondió lacónico Caldas.

—Dale recuerdos de mi parte.

—Se los daré.

—Y dile que te cuide —insistió—, que no te deje trabajar hasta tan tarde.

El inspector tragó saliva.

—Se lo diré.

Al colgar el teléfono se levantó de la butaca. Recogió su impermeable y la copia de la denuncia y, antes de salir, tiró los trozos de cenicero a la papelera. La mujer de la limpieza tenía razón: lo que se ha roto alguna vez no recupera su estado original.

Cabo:

1. Extremo de una cosa. 2. Punta de tierra que penetra en el mar. 3. Militar de tropa. 4. Cuerda que se emplea en las maniobras náuticas. 5. Fin, término, confín. 6. Parte, resquicio o circunstancia.

A las siete de la mañana todavía era noche cerrada. El inspector aguardó en el portal y, al cabo de unos minutos, vio los faros detenerse al otro lado de la puerta de vidrio. Entonces salió a la calle con paso apresurado, entró en el auto, se retrepó en el asiento del copiloto y bajó la ventanilla apenas unos dedos para dejar entrar el aire.

—Buenos días —saludó, y Estévez le respondió hundiendo el pie derecho en el acelerador.

Recorrieron la avenida de Orillamar y continuaron bordeando la línea de la costa hasta Bouzas. No había luces en los astilleros, ni rastro del resplandor de los soldadores que entre semana iluminaban el armazón de los barcos a medio construir. Sólo el neón de una discoteca destellaba al otro lado de la calle, alumbrando a los jóvenes que aguardaban turno para entrar a exprimir a la noche sus últimas horas de diversión.

Al abandonar la circunvalación y tomar la carretera de la costa, Leo Caldas puso al agente Estévez al corriente de sus descubrimientos. Le habló de la intención del capitán Sousa, transmitida por radio a otro patrón, de recalar en un puerto al desatarse la tormenta. Le explicó que el puerto más próximo al área de pesca del
Xurelo
era el de Aguiño y que había encontrado una referencia a la desaparición de una mujer en ese pueblo en uno de los recortes de periódico guardados por el cura de Panxón. Luego le contó cómo había localizado la denuncia interpuesta por el hijo de la desaparecida, donde el chico describía a uno de los hombres que conversaba con su madre aquella noche de temporal.

—Fíjate —dijo desdoblando la copia del atestado—. Habla de un hombre de unos treinta años, vestido con impermeable y botas de plástico. Un marinero delgado con el cabello muy rubio —volvió a guardar el papel—. Justo Castelo tenía veintinueve años. ¿Cuántos marineros muy rubios de esa edad pueden llegar en barco a un pequeño puerto pesquero como ése?

El aragonés se encogió de hombros.

—Estoy seguro de que era él —prosiguió Caldas—. ¿Te das cuenta? La noche del naufragio el
Xurelo
estuvo en el puerto de Aguiño y no solamente pescando en el mar como contaron a todo el mundo.

—¿De verdad cree que tiene importancia?

—No lo sé. Pero esa contradicción es lo único que tenemos y quiero comprobar hasta dónde nos conduce.

Rafael Estévez tamborileó con sus dedos en el volante.

—¿Qué pasó con esa mujer?

—¿Con Rebeca Neira? No hay nada más que la denuncia.

Estévez le miró de hito en hito.

—¿Nada más?

—No.

—Joder, inspector, entonces no ocurrió nada.

—Lo sé —convino Caldas—. Pero si el barco estuvo en Aguiño, quiero saber por qué no lo mencionaron ni Arias ni Valverde. Cuando pregunté a Valverde por qué motivo no habían buscado refugio en un puerto, ¿sabes qué me contestó? Dijo: «Eso habría que preguntárselo al capitán». Pues ahora quiero que sean ellos quienes respondan. Quiero saber por qué lo ocultaron, que me expliquen todo lo acontecido aquella noche, que me vuelvan a contar las circunstancias en las que se ahogó Antonio Sousa.

El aragonés meneó la cabeza hacia los lados negando.

—¿Sigue pensando que ese capitán tiene algo que ver en la muerte de Castelo?

—¿Has olvidado la pintada de la chalupa? «Asesinos», decía, junto a la fecha de la muerte del capitán Sousa, el 20 de diciembre de 1996. No puede ser casualidad que el bote del Rubio apareciese pintado así. Tiene que existir una relación entre la muerte de Sousa y la de Castelo, y pienso que esos marineros la conocen. ¿Por qué iban si no a mostrarse tan huidizos al oír nombrar al capitán?

—Tal vez sea sólo un mal recuerdo.

—Tal vez —dijo Leo Caldas, cerrando los ojos de nuevo y estirando el cuello hacia la rendija abierta en el cristal—. Pero entonces no tendrían por qué haber mentido.

Llegando a Panxón, con la silueta oscura de Monteferro insinuada sobre el cielo y el mar, Estévez comentó:

—Una cosa, inspector.

—Dime.

—Hoy es sábado. Yo no tendría que estar aquí.

—Yo tampoco —dijo Leo Caldas.

—No me joda —resopló Estévez—. Estamos aquí porque usted ha querido.

Leo Caldas abrió los ojos para mirar a su ayudante.

—No es un capricho mío, Rafa.

—Pues lo parece. ¿No podíamos esperar al lunes?

—Ya te dije que el lunes no hay lonja.

—¿Y qué?

—¿Cómo que y qué?

—El marinero ése no se desintegra los días que no hay lonja. No pasaba nada por esperar hasta el lunes e ir a interrogarlo a su casa.

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