El oyente se despidió, y Caldas anotó en su cuaderno: «Municipales ocho, Leo cero».
Dos llamadas más tarde concluyó
Patrulla en las ondas
. Leo Caldas se desprendió de la opresión de los cascos mientras Santiago Losada todavía engolaba la voz convocando a la audiencia al programa siguiente.
Cuando la luz roja indicadora de que estaban en el aire se apagó, Caldas preguntó a Losada:
—¿Qué hacía esa música ahí?
—¿Cuál?
—La que has pedido cuando iba a contestar al tipo de los controles de alcoholemia y a los que llamaron después.
—¡Ah! —sonrió el locutor—. Se me ocurrió poner una sintonía a los momentos en que estás pensando.
—¿Cómo?
—Para amenizar la espera a la audiencia. Es sólo mientras piensas —repitió, convencido de la idoneidad de aquella melodía.
Caldas estaba asombrado. Si no paraba los pies a aquel botarate, pronto pretendería celebrar cada una de sus respuestas a los oyentes con toques de corneta.
—¿Y no se te ha ocurrido que puede servir precisamente para lo contrario, que podría distraerme un ritmillo como ése cuando tengo que reflexionar? —dijo Leo Caldas—. Además, ¿qué es eso de mientras pienso? ¿Qué coño crees que hago el resto del tiempo?
—Mira, Leo, si te vas a poner así te quedas sin melodía y listo.
Caldas abandonó el estudio y, mientras se asomaba al control de sonido para despedirse de Rebeca y del técnico, encendió su teléfono. Inmediatamente sonó advirtiéndole de dos llamadas perdidas. La primera era de Guzmán Barrio. El forense había quedado en telefonearle en cuanto terminase la autopsia del ahogado. La otra era de su padre.
—Hasta el jueves —dijo Rebeca, moviendo velozmente todos los dedos de su mano derecha.
1. Causar aturdimiento, molestia o fastidio a una persona solicitando su atención continuamente o entorpeciendo la tarea que está realizando. 2. Producir vahídos de cabeza y náuseas. 3. Dirigir o gobernar una embarcación.
Seguía lloviendo a cántaros cuando Leo Caldas volvió a la comisaría. Pidió a su ayudante que le acercase al edificio del Ayuntamiento. Estévez le esperó con el motor en marcha mientras el inspector dejaba a la policía municipal la retahíla de quejas recogidas durante el programa de radio. Después fueron a ver al forense.
—Mira si está en su despacho —dijo Caldas, al tiempo que echaba un nuevo vistazo a su teléfono móvil.
Rafael Estévez abrió bruscamente una puerta, se volvió hacia el pasillo y gritó:
—Sí, jefe, aquí está.
—Carallo, Estévez —se sobresaltó Guzmán Barrio, que recuperaba horas de sueño recostado en un sillón—. ¿Siempre abre así las puertas?
—No, la mayor parte de las veces las echa abajo de una patada —contestó Caldas desde detrás de su ayudante—. Tenía una llamada tuya.
—Es por lo del hombre que apareció esta mañana en Panxón —explicó el médico—. ¿Estás al tanto?
Caldas le dijo que sí con otra pregunta:
—¿Terminaste de examinarlo?
El forense se levantó de su asiento, se estiró con disimulo y se abrió paso entre los policías hacia la puerta.
—Si queréis ver el cadáver… —propuso, saliendo al pasillo—. Hace un momento lo estaban cosiendo para devolverlo a la familia.
—Un trabajo bonito —murmuró Estévez.
—Al menos, nuestros clientes no se quejan —dijo el forense.
Como en otras ocasiones en que los había acompañado, Estévez fue protestando hasta la puerta batiente de la sala de autopsias. No le apetecía encontrarse de nuevo con el ahogado, y todavía menos si los forenses le habían añadido unas costuras. Cuando el inspector y el forense entraron, tomó aire y los siguió.
—¿Dónde está el ahogado? —preguntó Guzmán Barrio a dos auxiliares que lavaban el cuerpo de una mujer, preparándolo para la autopsia.
—En la nevera, doctor. ¿Quiere que se lo traiga? —se ofreció uno de ellos.
—No hace falta, gracias. Seguid con eso.
Barrio se dirigió hacia una enorme puerta metálica, atrajo hacia sí el tirador con fuerza y entró en la cámara de frío. Salió a los pocos segundos empujando una camilla sobre la que descansaba un cuerpo cubierto por una funda plástica de color gris. Después se acercó a un estante y sacó de una caja de cartón un par de guantes de látex y dos mascarillas desechables que ofreció a los policías.
Cuando se colocó los guantes, el forense abrió la funda de un tirón y la dejó caer hacia los lados de la camilla descubriendo el cuerpo desnudo del marinero.
—Os presento a Justo Castelo —dijo.
—Yo ya lo conozco —apuntó Estévez manteniéndose en segundo plano, sin intención de acercarse a la camilla.
En la piel extremadamente blanca del muerto destacaban como cremalleras las suturas que cerraban las incisiones de la autopsia. Los dos cortes oblicuos nacían a ambos lados del cuello, se unían bajo el esternón y descendían por el abdomen en una sola línea que, tras contornear el ombligo, se detenía en el pubis.
A pesar de llevar puesta la mascarilla, Leo Caldas se volvió en un primer momento tratando de protegerse del mal olor. Luego buscó las marcas de las ataduras en las manos. Sólo después de fijarse en los surcos profundos de las muñecas, miró la cabeza coronada por una mata de pelo rubio. Distinguió la costura que cerraba el cuero cabelludo como una diadema.
El rostro de Justo Castelo presentaba numerosos golpes en la frente, las mejillas y el mentón. Dos tiras de esparadrapo contenían la retracción de los párpados, manteniéndolos cerrados. La presión del agua había reventado los capilares de la nariz y los ojos. Los labios estaban hinchados y vueltos hacia fuera, como si hubiese recibido a la muerte con un beso, lo que confería al conjunto un aspecto grotesco.
—Murió ahogado —dijo Guzmán Barrio con solemnidad.
—Vaya lince —musitó Estévez desde atrás.
El inspector Caldas se volvió para reprender a su ayudante lanzándole una mirada furibunda.
—Coño, es que no hacía falta una autopsia para saber eso —se justificó el aragonés.
—Me refiero a que estaba vivo cuando cayó al agua —aclaró Barrio—. No siempre es así. El mar es un buen lugar para deshacerse de un cadáver.
—Ya, ya —terció Caldas, y preguntó a su ayudante—: ¿No preferirías esperarnos fuera?
A Estévez se le iluminó el rostro:
—No faltaba más —dijo, y se retiró la mascarilla con un suspiro de alivio—. Entre la señorita que están aseando esos dos y aquí nuestro amigo el rubio, me empezaba a marear.
El doctor Barrio esperó a que Rafael Estévez abandonase la sala de autopsias para dar comienzo a su exposición:
—Como te decía, había evidencias de reacción vital. ¿Ves las equimosis? —preguntó señalando las pequeñas manchas rojizas acumuladas en los párpados—. Además, cuando llegamos todavía afloraba el hongo de espuma. Así que no hay duda de que estaba vivo cuando cayó al agua.
Caldas torció el gesto al imaginar aquel mismo rostro con los ojos desmedidamente abiertos y expulsando espuma por la nariz y la boca. Conociendo el efecto que la muerte tenía sobre su ayudante, no era extraño que se hubiera impresionado al verlo.
Dirigió su mirada a las hendiduras de las muñecas del muerto y el forense le dijo lo que ya sabía:
—Estaban atadas con una brida de plástico.
—Me dijo Estévez que no crees que se las atase él mismo.
—No, no lo creo —confirmó el forense—. La brida es de esas que se cierran pasando una punta por un agujero que hay en el otro extremo.
Por lo visto, no se podía entender el funcionamiento de aquellas bridas si no se ilustraba con mímica. Barrio, como Estévez en el bar Puerto, unió sus manos en el aire y separó luego una de ellas bruscamente.
—¿Sabes cómo son? —consultó el forense.
Caldas asintió.
—¿Y por qué no pudo ajustársela él mismo?
—Tenía las palmas de las manos unidas. ¿Cómo harías tú para colocarte la brida? —preguntó Guzmán Barrio, señalando las hendiduras de las muñecas del muerto.
Caldas unió sus propias manos.
—Supongo que primero trataría de pasar la punta de la brida por el agujero del otro extremo.
—¿Cómo?
—Con los dedos —dudó—, ¿no?
—Podría ser —admitió Barrio—. ¿Y cómo la ceñirías?
—¿Con los dientes?
—Exacto: con los dientes.
—¿Entonces? —preguntó el inspector.
—¿Te importaría juntar las manos otra vez? —le pidió el médico.
Leo Caldas unió nuevamente sus palmas.
—¿Cómo procederías si quisieras atarte una brida con los dientes alrededor de las muñecas?
—Así —dijo el inspector acercando sus manos a la boca.
—Pero para eso la brida tendría que cerrarse ahí, bajo tus dedos pulgares —señaló las muñecas del inspector en el punto más próximo a la boca—. Sin embargo, la que inmovilizaba las manos de este hombre tenía el cierre en el otro lado, bajo los dedos meñiques.
Caldas giró sus manos pegadas y las aproximó a su boca por el lugar que había indicado el forense.
—Así también podría haberlo hecho —dijo.
Barrio no estaba de acuerdo.
—Podrías haberlas apretado, Leo, aunque no sería lo natural.
—Pero se podría —insistió Caldas.
—Tal vez —dijo el médico—. Pero lo que resulta casi imposible es pasar la punta de la brida por el agujerito con los dedos meñiques, es tan difícil como enhebrar con ellos una aguja.
Caldas se miró las manos y asintió, desuniéndolas.
—¿Y no pudo moverse el cierre luego?
Barrio negó.
—La brida estaba demasiado apretada, Leo. ¿Ves las huellas que dejó en sus brazos? Estoy seguro de que no se movió ni un pelo. Tuve que romperla para poder soltarle las manos —continuó explicando el médico—. Clara Barcia se la llevó para examinarla, pero dudo que encuentre nada útil después de tantas horas en el mar.
—¿Y no pudo pedir a alguien que le ciñese la brida y saltar al agua? —quiso saber Caldas.
—Por poder… —respondió el doctor Barrio, pero su mirada decía que no. Había comprobado en varias ocasiones que quienes decidían acabar con su vida arrojándose al agua tenían a su alcance demasiadas maneras de inmovilizarse como para necesitar recurrir a terceros.
—Ya —dijo Caldas, y luego señaló el rostro del muerto—. ¿Y esos golpes?
—La mayoría son lesiones postmortales. Pero hay dos heridas contusas producidas en vida. Una es ésa —el forense señaló una herida cercada por un enorme moratón en la sien derecha del muerto.
—¿Y la otra?
—Detrás, en el occipital —dijo levantando la cabeza del muerto para mostrar su cogote a Caldas.
El inspector rodeó la camilla para observar con detalle la zona.
—Este impacto en la nuca es suficientemente severo como para hacerle perder el conocimiento. Fue producido con un instrumento alargado, probablemente una barra de metal —expuso el forense—. ¿Lo ves?
A Caldas le costaba distinguir el golpe al que se refería el forense del resto de contusiones.
—Más o menos —dijo.
Barrio desenfundó el bolígrafo que llevaba en su bata y se acercó a buscar un cuaderno a una estantería.
—La huella es estrecha primero y más gruesa y redondeada en la punta —explicó, al tiempo que apoyaba la libreta sobre la camilla y dibujaba la silueta del golpe en una hoja en blanco—. Podría responder a una de esas llaves de tubo que se usan para apretar los tornillos de las ruedas de los coches o a cualquier otro objeto con una pequeña bola en el extremo.
Guzmán Barrio arrancó la hoja y se la entregó al inspector.
—¿Y la herida de la frente? —preguntó Caldas doblando el papel y guardándolo en el bolsillo trasero de su pantalón.
—Ésa tiene un contorno muy irregular. Posiblemente sea el impacto de una roca —opinó el forense—. Yo diría que le golpearon con la barra desde atrás y se hizo la herida de delante al caer sobre una piedra. Luego fue atado y arrojado al agua. Aunque el golpe en la sien también pudo producirse al lanzarlo el oleaje contra las rocas estando todavía vivo.
Caldas siguió contemplando la herida de la frente, oculta en parte por el flequillo rubio de Justo Castelo.
—Parece más lógico eso que caer sobre una piedra estando en un barco —apuntó.
—Sí, tiene más sentido.
—Pero hay algo que no se entiende bien —dijo el inspector—. Si estaba inconsciente, no hacía falta atarlo. Con lanzarlo por la borda habría bastado para ahogarlo.
—Querrían asegurarse. El contacto con el agua fría podría haberlo reanimado, pero no hay quien sea capaz de nadar en el mar con las manos amarradas. De hecho, tenía espuma en los bronquios, así que se ahogó intentando respirar en el mar. ¿Alguna vez has visto morir un pez fuera del agua, Leo?
—Alguna vez —dijo Caldas—. ¿Entonces piensas que lo mataron?
—Todavía no excluyas otras posibilidades —se apresuró a decir el médico—. Si por algún motivo este hombre estaba en un barco con las manos atadas, pudo perder el equilibrio y golpearse la cabeza con alguna parte del casco antes de caer al mar. A lo mejor trataba de escapar. Aún no hay rastro del barco, ¿verdad?
No lo había.
—¿Crees de verdad que pudo ser un accidente?
—No —respondió Barrio, y luego agregó—: Aunque no puedo descartarlo.
Caldas se aproximó para escrutar una vez más las manos del marinero, las heridas de las muñecas y la piel de las palmas arrugadas por el mar. Aunque Guzmán Barrio no la descartase, la probabilidad de que la muerte de Justo Castelo se hubiese producido de manera fortuita era demasiado remota. Leo Caldas no necesitaba esperar a la aparición del barco para saber que se enfrentaba a un asesinato. Se fijó en los codos. Tenían unas señales que no pudo identificar y preguntó al forense por su origen.
—Lo de los codos, los hombros y las rodillas es cosa nuestra —reveló el doctor Barrio con una sonrisa—. Estaba demasiado rígido y tuvimos que convencerlo con el martillo para lograr que se tumbase en la camilla.
—No me extraña que tenga la carne de gallina —dijo Caldas, y recordó que a su ayudante le había llamado la atención la temperatura del cuerpo. «Estaba helado», había dicho.
—¿Sabes la hora exacta de la muerte?
—¿En un ahogado, Leo? —preguntó Guzmán Barrio abriendo los brazos—. Llevaba en el mar más de dieciocho horas, eso me atrevo a asegurarlo. Un día, quizá dos…
—Me contó Estévez que estaba muy frío.
—No especialmente —dijo Guzmán Barrio haciendo oscilar su cabeza—. Estaba mojado con agua de mar, claro, y por eso pudo parecerle que la piel estaba tan fría.