La bruja habló en voz alta ahora, asegurándose de que el tono de su voz y la modulación eran los correctos.
—Lord Samuels, lamento comunicaros que el Padre Dunstable ha sufrido una recaída durante la noche. Su joven amigo me ha enviado a buscar. He tenido que transportar al catalista a las Casas de Curación...
Las manos de la noche lo agarraron, envolviendo su cuerpo con sus encantamientos. Viajó por Corredores de oscuridad que lo condujeron a más oscuridad. Allí permaneció tendido y esperó el horror que sabía estaba a punto de aparecer. Una voz pronunció su nombre, pero reconociéndola no quiso escucharla. Frenético, intentó coger el amuleto que le colgaba del cuello, sabiendo que lo protegería, ¡pero no estaba allí! Había desaparecido, y supo que las manos de la noche se lo habían quitado. Una parte de su ser pugnó por no despertar, pero otra parte ansiaba terminar aquella oscura pesadilla que parecía haber durado toda su vida. La voz no estaba enojada con él, sino que sonaba amable y llena de una serena aflicción. Era la voz de su padre, regañando a su hijo desobediente...
—Saryon...
—
Obedire est vivere. Vivere est obedire
—musitó Saryon febrilmente.
—Obedecer es vivir. Vivir es obedecer. —La voz sonaba muy triste—. Nuestro precepto más sagrado. Y tú lo has olvidado, hijo mío. Despierta ahora, Saryon. Déjanos ayudarte a atravesar la oscuridad que te envuelve.
—¡Sí! ¡Sí!, ¡ayudadme! —Saryon extendió una mano y sintió que se la cogían con fuerza.
Abrió los ojos, esperando confusamente ver a su padre —el bondadoso mago de quien apenas se acordaba—; pero el catalista vio, en su lugar, al Patriarca Vanya.
Saryon lanzó una ahogada exclamación y luchó por incorporarse. Tenía un vago recuerdo de haber sido atado. Empezó a luchar contra sus ataduras, encontrándose con que éstas no eran más que sábanas agradablemente perfumadas. A un gesto del Patriarca Vanya, un joven Druida sujetó al frenético catalista por los hombros y lo empujó con suavidad hacia atrás obligándolo a acostarse de nuevo.
—Relajaos, Padre Saryon —dijo el Druida con voz amable—. Habéis sufrido mucho. Pero estáis en casa ahora, y todo irá bien.., si nos dejáis que os ayudemos.
—Mi... mi nombre... no es Saryon —dijo el trastornado catalista, mirando a su alrededor mientras el Druida colocaba las frescas almohadas debajo de su cabeza.
No estaba, como había soñado, prisionero en una oscura y espantosa mazmorra, rodeado de figuras vestidas de negro. Se encontraba acostado en una habitación iluminada por la luz del sol y llena de plantas en flor. Reconocía el lugar... En casa, había dicho el Druida.
«Sí —pensó Saryon, embargado por una sensación de paz y de alivio que hizo brotar lágrimas de sus ojos—. ¡Sí, estoy en casa! En El Manantial...»
—Hijo mío —dijo el Patriarca Vanya, y la voz estaba teñida de tan profundo dolor y desilusión que las lágrimas empezaron a resbalar por el rostro de Saryon, su extraño rostro, el rostro que pertenecía a otro hombre—, no ennegrezcas aún más tu alma con esta mentira. Su corrupción se ha extendido desde tu corazón a tu cuerpo. Te está envenenando. Mira. Quiero presentarte a alguien.
Saryon volvió la cabeza al tiempo que una figura aparecía ante sus ojos.
—Saryon —presentó el Patriarca—, quiero que conozcas al Padre Dunstable, al
auténtico
Padre Dunstable.
Sintiendo un sabor amargo en la boca, Saryon cerró los ojos. Ya todo había terminado. Estaba sentenciado. No había nada que pudiera hacer ahora, nada excepto proteger a Joram. Y lo haría, aunque le costara la vida. Después de todo, qué valía esa vida, pensó con desesperación. No demasiado... Incluso su dios lo había abandonado...
Oyó voces que murmuraban y tuvo la impresión de que el Patriarca Vanya estaba despidiendo al Druida y al catalista. Saryon no estaba seguro, pero tampoco le importaba.
«El Patriarca enviará a buscar ahora a los
Duuk-tsarith
—pensó—. Ellos tienen sistemas, dicen, para ver en la mente de un hombre, de penetrar a través de la carne, la sangre y los huesos, entrando en el cerebro y sacando al exterior la verdad. El dolor es atroz, dicen, si uno se resiste. Lo más probable es que no salga vivo de eso.»
Se sintió alegre ante la perspectiva y repentinamente impaciente porque no estuviese sucediendo nada.
«Empezad de una vez», les ordenó en silencio, irritado.
—Diácono Saryon —empezó el Patriarca Vanya, y el catalista se sorprendió al oírse llamar por su viejo título. Se sorprendió también ante el continuado tono de tristeza que percibía en la voz del Patriarca—, quiero que me digas dónde podemos encontrar al joven, a Joram.
¡Ah! Saryon había estado esperando aquello. Sacudió la cabeza con firmeza.
«Ahora los harán venir», pensó.
Pero, en lugar de ello, no hubo más que silencio. Oyó el roce de las suntuosas vestiduras de seda de Vanya cuando éste cambió de posición en la silla; oyó también la lenta y trabajosa respiración del Patriarca. Era la respiración de un anciano, se dio cuenta de repente Saryon, que jamás había pensado en el Patriarca como en una persona vieja. Sin embargo, él mismo se estaba acercando ya a los cincuenta. Vanya era de mediana edad cuando Saryon era un muchacho. El Patriarca debía de tener ya ¿setenta, ochenta? Seguía sin haber otra cosa que silencio, interrumpido sólo por aquella respiración...
Saryon abrió los ojos cautelosamente. El Patriarca lo estaba mirando con fijeza, contemplándolo con expresión pensativa, como indeciso sobre la línea de acción a seguir. Ahora que el catalista miraba a su superior de cerca, pudo observar otras señales de vejez en el rostro. Curioso, lo había visto por última vez hacía... ¿cuánto?, ¿un año? Menos de un año. ¿Sólo había pasado ese tiempo desde que Vanya lo había ido a ver a aquella miserable casucha de Walren? Parecía como si hiciera siglos... Y parecía como si aquellos siglos también hubieran dejado su huella en el Patriarca.
Saryon se sentó en la cama, se apoyó en el cabezal y miró a Vanya con atención. Sólo una vez en su vida había visto al Patriarca trastornado, y eso había sido durante la ceremonia de las Pruebas del pequeño Príncipe. Las Pruebas hechas a Joram, mediante las cuales habían descubierto que estaba Muerto. Y ahora que Saryon miraba a su superior de cerca, vio la misma expresión en el rostro de aquel hombre, una expresión de preocupación, de inquietud... No; era más que eso: era de temor...
—¿Qué sucede? ¿Por qué me miráis de esa forma? —exigió Saryon—. ¡Me habéis mentido! Ahora lo sé, lo supe hace meses. ¡Decidme la verdad! ¡Tengo derecho a saberla! En nombre de Almin —exclamó el catalista de repente, echándose hacia adelante y extendiendo una mano temblorosa—. ¡Merezco saber la verdad! ¡Esto ha estado a punto de costarme el juicio!
—Cálmate, Hermano —dijo el Patriarca con severidad—. Te he mentido, sí. Pero no por mi gusto; no podía elegir. Mentí porque se me prohíbe por el más sagrado de los juramentos hechos a Almin revelar este terrible secreto a nadie. Pero voy a contártelo, para que comprendas la gravedad de la situación y nos ayudes a remediarla.
Perplejo, Saryon se recostó en las almohadas, sin apartar la mirada del rostro de Vanya. No confiaba en aquel hombre. ¿Cómo podría hacerlo? Sin embargo, por mucho que buscaba, no encontraba señal de encubrimiento, ni de disimulo. Ante él no tenía más que a un anciano, con exceso de peso, de rostro pálido y fofo, cuya mano regordeta se movía nerviosamente por el brazo del sillón de madera.
El Patriarca Vanya lanzó un profundo y tembloroso suspiro.
—Hace mucho tiempo, al término de las terribles Guerras de Hierro, el mundo de Thimhallan estaba sumido en el caos. Tú lo sabes, Saryon. Tú has leído las historias. No necesito entrar en detalles. Fue entonces cuando nosotros, los catalistas, nos dimos cuenta de que, finalmente, teníamos una oportunidad de obtener el control de aquel mundo hecho pedazos y de utilizar nuestro poder para unir los destrozados fragmentos de nuevo. Cada ciudad-estado continuaría gobernándose a sí misma en apariencia, pero lo harían bajo nuestra vigilante tutela. Los
Duuk-tsarith
serían nuestros ojos y oídos, nuestras manos y pies.
»En esto tuvimos éxito. Ha existido una paz continuada durante cientos de años. Paz hasta ahora. —Lanzó un suspiro y cambió de postura su enorme mole en la silla, con dificultad—. ¡Sharakan! ¡Esos locos! ¡Catalistas renegados predicando la libertad de la tiranía de su Orden! El rey asociándose con Hechiceros de las Artes Arcanas...
Saryon sintió que la piel le ardía de vergüenza. Ahora fue él quien se agitó en la cama, pero manteniendo la mirada fija en el Patriarca.
—De ordinario... —Vanya agitó una mano gordezuela— esto no hubiera significado nada que no pudiéramos controlar. Hubo disturbios en el pasado, no tan serios, pero los controlamos, utilizando a los
Duuk-tsarith
, a los
Dkarn-duuk
, las Justas. Pero esto... Esto es diferente. Hay otro factor implicado... Otro factor.
Vanya volvió a quedar callado. La lucha que tenía lugar en su mente era claramente visible en su rostro, en todo su cuerpo en realidad. Frunció el ceño; crispó la mano alrededor del brazo del sillón, los nudillos blancos por la tensión.
—Lo que voy a contarte, Saryon, no está en las historias.
El catalista se puso rígido.
—Para poder gobernar mejor, los catalistas de la época de las Guerras de Hierro intentaron ver el futuro. No hay necesidad ni tiempo de describirte cómo se hace eso. Es una habilidad que hemos perdido. Quizá... —Vanya suspiró de nuevo— sea mejor así. De cualquier modo, el Patriarca de entonces, junto con uno de los únicos Adivinos que habían sobrevivido, decidió utilizar este poderoso conjuro que implica entrar en contacto directo con el mismo Almin. Salió bien, Saryon. —La voz de Vanya quedó apagada por el temor—. Al Patriarca se le permitió ver el futuro; pero no era como él había pensado, como todos habían pensado. Éstas son las palabras que pronunció ante los asombrados miembros de la Orden que estaban reunidos a su alrededor:
»"Nacerá de la Casa Real alguien que está muerto y que no obstante vivirá, que morirá de nuevo y volverá a vivir. Y cuando regrese, en su mano llevará la destrucción del mundo..."»
Las palabras no tenían ningún sentido para Saryon. Era como si estuviera escuchando una historia contada por uno de los Magos Servidores antes de irse a la cama. Se quedó mirando al Patriarca, quien no añadió nada más. Contemplaba a Saryon con atención, esperando que el impacto de las palabras surgiera de dentro del catalista en lugar de provenir del exterior, sabiendo que, de esta manera, causarían mayor efecto.
Así fue. La comprensión golpeó a Saryon como si se tratara de una estocada. Se introdujo en su cuerpo y se abrió paso hasta llegar a su misma alma.
«Nacerá de la Casa real... alguien que está muerto... Vive... muere de nuevo... destrucción del mundo...»
—¡En nombre de Almin! —exclamó Saryon, quedándose sin habla. La espada de la comprensión, que parecía hecha de acero, le estaba arrebatando la vida—. ¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho? —gritó, desesperado.
Una loca esperanza empezó a latir de repente en su corazón. «Estáis mintiendo! —pensó—. Ya me habéis mentido antes...»
Pero no había ninguna mentira en el rostro dé Vanya. No había más que temor, un temor puro y real.
Saryon lanzó un gemido.
—¿Qué he hecho? —repitió, afligido.
—¡Nada que no pueda deshacerse! —dijo Vanya, con apremio; y se inclinó hacia adelante para tomar la mano del catalista—. ¡Danos a Joram! ¡Debes hacerlo! ¡No importa cómo ha sucedido, pero la Profecía está siendo cumplida lentamente! Nació Muerto, vivió. Ahora tiene piedra-oscura, ¡el arma de las Artes Arcanas que estuvo a punto de destruir nuestro mundo la última vez!
Saryon meneó la cabeza.
—No sé —gritó con voz quebrada—. No puedo pensar...
El rostro de Vanya se sofocó y tomó un feo color rojo; la mano gordezuela se crispó, llena de frustración y cólera.
—¡Estúpido! —empezó a decir furioso, mudándosele la voz.
«Ya está —pensó Saryon, temeroso—. Ahora enviará a buscar a los Señores de la Guerra. ¿Y qué les diré? ¿Puedo traicionarlo, incluso ahora?»
Pero Vanya recuperó el control de sí mismo, aunque le costó un esfuerzo evidente. Aspirando varias veces profundamente por la nariz, se obligó a relajarse e incluso consiguió mirar al catalista con una sonrisa, aunque más parecía la sonrisa de un cadáver que la de un ser vivo.
—Saryon —dijo con voz hueca—, sé por qué proteges a ese joven, y es muy loable por tu parte. Amar y ayudar a nuestros semejantes es el motivo por el que Almin nos ha traído a este mundo. Y te prometo, Saryon, por todo aquello que es sagrado, por todo aquello en lo que yo creo, que no se matará a ese joven. —El rojo rostro del Patriarca se volvió moteado, salpicado de manchas blancas—. En realidad —musitó, secándose el sudor de la frente con la manga de su túnica—, ¿cómo podríamos matarlo? «Morirá de nuevo.» Eso es lo que dice la Profecía; debemos asegurarnos de que vive. Ésa será nuestra preocupación...
La tensión en el rostro de Saryon se suavizó.
—¡Sí! —susurró—. Sí, eso es verdad. ¡Joram no debe morir! Debe vivir...
—Era lo que yo intentaba hacer cuando era un bebé —dijo Vanya con suavidad—. Hubiera sido alimentado, protegido, amparado. Pero entonces aquella desgraciada loca... —se detuvo, aguantando la respiración.
El rostro de Saryon aparecía bañado por un resplandor. Elevó los ojos al cielo.
—¡Bendito sea Almin! —susurró el catalista, las lágrimas corriendo por sus mejillas—. ¡Perdonadme! ¡Perdonadme!
Saryon hundió la cabeza entre las manos y empezó a llorar, sintiendo que la oscuridad abandonaba su alma, expulsándola de ella como los
Theldara
eliminan la infección de una herida.
El Patriarca sonrió. Se puso en pie, se acercó a la cama y se sentó en ella, junto al sollozante catalista. Rodeó con un brazo los hombros de Saryon y lo acercó a él.
—Estás perdonado, hijo mío —concedió el Patriarca, afable—. Estás perdonado... Ahora dime...
Numerosos carruajes de alquiler se alineaban en la Avenida de los Carruajes, a la espera de clientes. Las carrozas, hermosas, estrafalarias, y a menudo ambas cosas, eran de una fantasía inimaginable. Ardillas aladas tirando de doradas cáscaras de nuez, calabazas incrustadas de diamantes guiadas por troncos de ratones (muy populares entre las jovencitas) y también transportes de un tono más serio y conservador, tirados por grifos y unicornios, diseñados para Maestres del Gremio y para todos aquellos que preferían viajar de forma menos ostentosa. Joram, impaciente por marchar de una vez, hubiera cogido el primer carruaje que había en la parada, un lagarto gigante al que se le había dado apariencia de dragón; pero Simkin dictaminó categórico que era de un mal gusto aterrador (lo que provocó la cólera del propietario) y se dedicó a recorrer la hilera de carrozas, examinándolas con ojo crítico.