La Profecía (46 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: La Profecía
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«Esto no tiene sentido —se dijo Joram—. ¿Por qué está vacío? La Muerte, el Noveno Misterio... —Y entonces comprendió—. ¡Claro! —añadió para sí. ¡La Tecnología! Ése es el motivo de que no haya nada aquí, puesto que ha sido, supuestamente, desterrada de este mundo. Pero alguna vez debe de haber habido algo aquí —siguió observando en derredor con atención, mirando al interior de aquel vacío—. Quizás aquellos inventos de la antigüedad que leí en los libros: las máquinas de guerra que escupían fuego, el polvo que arrancaba árboles de cuajo, las máquinas que estampaban palabras sobre papel. Ahora olvidadas, quizá para siempre. ¡A menos que yo pueda recuperarlas!

Apretando los dientes con determinación, Joram continuó su ascensión. Aún le quedaba un nivel por atravesar.

Éste era el nivel del Espíritu, de la otra vida. Tiempo atrás debía de haber sido increíblemente hermoso y habría transmitido al que lo contemplara la paz y la tranquilidad de espíritu que experimentaban quienes habían pasado de este mundo al otro. Pero ahora tenía algo de caduco, como si la ilusión fuera desapareciendo paulatinamente. En realidad, era esto precisamente lo que estaba sucediendo; el arte de la Nigromancia —comunicarse con los espíritus de los difuntos— se había perdido durante las Guerras de Hierro, para no volver a ser recuperado jamás. Por lo tanto, nadie recordaba ya el aspecto que se suponía debía de tener aquel nivel.

En lugar de sentirse impresionado, Joram estaba sencillamente agotado y muy contento de que la larga ascensión estuviera llegando a su fin. Por un instante, consideró la posibilidad de que se vería obligado a subir aquellas escaleras cada vez que fuera a visitar al Emperador —una vez que le fuera otorgado el título de barón, desde luego— y decidió que tendría que encontrar algún medio de transporte. Quizás un cisne negro...

Emergiendo del mundo del Espíritu, se encontró en medio de la puesta de sol, o eso le pareció, y se dio cuenta de que, finalmente, había llegado al Salón de la Majestad.

3. El Salón de la Majestad

Todavía aturdido por las visiones y maravillas por las que había pasado, Joram contempló el Salón de la Majestad, atemorizado.

Flotando en lo alto del Palacio como si se tratara de una burbuja que flotase sobre el agua, el salón era totalmente redondo y estaba hecho enteramente de cristal, tan puro y transparente como el aire que lo rodeaba. Aunque en aquellos momentos reposaba sobre lo que se conocía como la Ascensión de los Nueve Misterios, la burbuja de cristal podía ser trasladada a capricho —un capricho que treinta y nueve catalistas y un número equivalente de
Pron-Albans
tardaban doce horas en poder cumplir— a cualquier otro lugar, tanto a un lado, como encima o debajo del Palacio. No era únicamente la redonda burbuja que constituía el salón la que estaba hecha de cristal —con unas paredes tan delgadas que se podían golpear con una uña y al instante se oía un sonoro y delicado tintineo—, sino que también era de cristal el suelo que la atravesaba dejando una cuarta parte de la burbuja bajo él. Surgiendo vacilante y aturdido de la Escalera de los Catalistas, Joram tuvo la inequívoca y turbadora sensación de que si daba un paso hacia adelante se precipitaría en el vacío.

El sol acababa de ponerse. Almin había extendido ya su negro manto sobre la mayor parte del firmamento y los
Sif-Hanar
habían ayudado al gran Mago a realizar su deber a fin de que los convidados pudieran disfrutar del misterio y la belleza de la noche. Pero, al oeste, Almin mantenía alzado ligeramente el borde de su manto para ofrecer una última y fugaz imagen de aquel día que tocaba ya a su fin, los tonos rojos y violetas filtrándose en la oscuridad con un hilillo de sangre.

No obstante, estaba ya lo bastante oscuro como para que unos globos de luz empezaran a centellear en el salón. En medio de ellos se movían los invitados del Emperador, flotando en la burbuja de cristal, cruzándose, reuniéndose, separándose. Las luces, amortiguadas para no empañar la belleza del crepúsculo, brillaban sobre joyas y sedas, centelleaban en los ojos risueños y arrancaban destellos de las rizadas cabelleras.

Joram nunca había notado lo pesado que era su cuerpo sin Vida tanto como en aquel momento. Sabía que si avanzaba, si se introducía en aquel reino encantado, el suelo de cristal se resquebrajaría bajo sus pies y las paredes se harían añicos cuando él las tocara con sus torpes dedos. Por ello, permaneció quieto, sin saber qué hacer, acariciando la idea de volver a bajar, de replegarse en el interior de su propia oscuridad, que, al menos, tenía la ventaja de ser un refugio familiar y cómodo.

Pero otro catalista —un compañero silencioso de ascensión, que había subido penosamente detrás de Joram— se abrió paso, murmuró una disculpa y rodeó al muchacho, para deslizarse aparentemente en la noche. El
clap clap
que producían las sandalias del catalista sobre el suelo de sólido cristal resultaban un sonido tranquilizador y dio a Joram el estímulo suficiente para imitarlo. Moviéndose cautelosamente, el joven dio algunos pasos; luego se detuvo otra vez, rendido por la magnificencia de lo que se ofrecía a sus ojos.

Por encima de él y a su alrededor, las estrellas ocupaban sus lugares de costumbre en el firmamento nocturno como cortesanos de segundo orden que hubieran acudido a ofrecer sus respetos al Emperador, manteniéndose a distancia como correspondía a su humilde rango. Bajo sus pies, la ciudad de Merilon eclipsaba a las mediocres estrellas. El centelleo de éstas era frío, blanquecino y sin vida, mientras que la ciudad hervía de luz y color. Las Casas Gremiales brillaban como teas encendidas, las casas particulares centelleaban; aquí y allí brillantes haces de luz en forma de espiral abandonaban la ciudad para alzarse furtivos en dirección al Palacio: se trataba de nuevos carruajes que se unían al brillante tropel de invitados que se dirigían a la fiesta.

Joram, de pie, lo dominaba todo desde las alturas.

El corazón henchido por la belleza que lo rodeaba, el espíritu de Joram crecía con aquella sensación de poder. Diminutas burbujas de emoción le hormigueaban por las venas; ni siquiera el vino le había resultado nunca tan embriagador. Aunque su cuerpo debía permanecer anclado en la tierra, su espíritu se elevó. Era un
Albanara
, nacido para andar por aquel lugar, nacido para gobernar, y quizá dentro de pocas horas, todos aquellos enjoyados y deslumbrantes personajes que en aquellos momentos se encontraban tan por encima de él se apresurarían a postrarse a sus pies.

«Bueno, quizás esto sea un poco exagerado —se dijo esbozando una forzada sonrisa que no ocultó el aire grave de su rostro sombrío, pero que prestó un cálido brillo a sus ojos marrones—. Supongo que la gente no se postra ante un barón; no obstante, ordenaré que los subalternos anden cuando estén ante mí. No creo que pudiera considerarse de buena educación hacer lo contrario. Tendré que consultárselo a Simkin, aunque no sé dónde demonios está...»

Pensar en Simkin le recordó a Joram que había prometido no presentarse ante el Emperador sin su amigo. Así que lanzó una mirada a su alrededor con cierta impaciencia. Ahora que había superado su temor inicial, podía oír cómo se anunciaban nombres en el otro extremo del salón. La luz brillaba allí con más fuerza y atraía, como hojas atrapadas en un remolino, a diferentes grupos de magos. Esforzándose por ver y oír, al tiempo que intentaba localizar a Gwendolyn, a lord Samuels y a Saryon, Joram se acercó más, atisbando por entre la multitud. No obstante, no debía alejarse demasiado de las escaleras, ya que Simkin lo buscaría, sin duda, en aquel lugar. ¿Dónde demonios
estaría
el muy idiota? Nunca estaba donde debía...

—¡Mi querido amigo, no estés ahí de pie como un pasmarote! —Se oyó una voz irritada—. Demos gracias a Almin por no haber traído a Mosiah con nosotros. El ruido que has hecho con la barbilla al chocar contra el suelo lo debe de haber oído todo el mundo. Procura parecer tan displicente y aburrido ante todo esto como el resto de los presentes; eso es, buen chico.

Haciendo revolotear en el aire el pañuelo de seda color naranja, Simkin descendió lentamente desde la parte superior de la cúpula, la ropa arremolinándosele en los tobillos.

—¿Dónde has estado? —exigió Joram.

Simkin se encogió de hombros.

—En las fuentes de champán. —Enarcó una ceja al ver que Joram fruncía el ceño—. ¡Vaya, vaya! Ya te lo he comentado otras veces, Sombrío y Melancólico Amigo, y te lo vuelvo a decir ahora: un día de éstos, esa terrible expresión se te quedará congelada en el rostro. Sencillamente
tenía
que entretenerme en algo mientras ascendías penosamente los nueve niveles del infierno. Ahora ya sabes por qué no hay catalistas gordos en Merilon. Bueno, casi ninguno.

Un rollizo catalista, con el sudor resbalándole por la tonsurada cabeza, dirigió una feroz mirada a Simkin mientras alcanzaba, jadeante, el último escalón.

—Animaos, Padre —dijo Simkin, haciendo aparecer el pañuelo de seda naranja y ofreciéndoselo con gesto solícito—. ¡Pensad en toda la grasa que habéis perdido! Y además habéis abrillantado el suelo. ¿Os seco la cabeza?

Sonrojándose aún más, el sacerdote apartó de un empujón la mano del muchacho y, mascullando algo irreverente, se alejó tambaleante para dejarse caer en una silla cercana.

Juntando las manos en actitud de oración, Simkin hizo una ligera inclinación.

—Yo también os envío mi bendición, Padre.

El pañuelo naranja se agitó nerviosamente en el aire y, de repente, el catalista desapareció.

Joram miraba fijamente la silla vacía en la que había estado sentado aquel hombre hacía tan sólo un instante, cuando sintió que le tiraban de la manga.

—Y ahora, querido muchacho —dijo Simkin—, préstame atención, por favor.

La voz tenía el tono festivo habitual, pero, al volver la mirada, Joram descubrió un desacostumbrado destello de severidad en los ojos azul pálido, un cierto toque siniestro en la sonrisa negligente, que le llamó la atención.

Simkin asintió ligeramente con la cabeza.

—Sí, señor, ahora es cuanto empieza la diversión. ¿Recuerdas que las cartas dijeron que serías Rey y que yo me ofrecí para ser tu bufón? Bueno pues, hasta ahora, has sido el Rey, querido muchacho. Nosotros te hemos seguido sin hacer preguntas y sin quejarnos a pesar de que yo estuve a punto de ser arrestado, al pobre catalista le cayó encima una maldición de Almin y Mosiah tiene que ocultarse para salvar el pellejo.

Simkin hablaba en voz muy baja; una voz que se desvaneció, convirtiéndose casi en un susurro al llegar a este punto. Observó a Joram atentamente.

—Sigue —le instó Joram.

Su voz sonaba fría y serena, pero ensombreció la expresión del rostro y un ligero rubor apareció bajo su piel como dando a entender que, en algún lugar, en lo más profundo de su ser, la flecha había dado en el blanco.

La sonrisa de Simkin se torció en una mueca sarcástica.

—Y ahora, mi rey —dijo, acercándose más y hablando en voz muy baja, mientras observaba a la muchedumbre que los rodeaba—, debes seguir los consejos de tu bufón. Porque tu vida y la vida de aquellos que te siguen están en las manos de tu bufón. Debes seguir mis instrucciones sin hacer preguntas. ¿Lo haréis, Majestad?

—¿Qué tengo que hacer? —La voz de Joram sonó discordante.

Acercándose aún más, Simkin le habló al oído. La barba del joven le cosquilleó en la oreja; el fuerte olor a gardenias que emanaba de los cabellos de Simkin y los vapores del champán que se desprendían de su aliento le hicieron sentir náuseas e, involuntariamente, intentó apartarse; pero Simkin lo sujetó con fuerza y le susurró con insistencia:

—Cuando seas presentado a Sus Majestades,
no
, te lo repito,
no
mires a la Emperatriz directamente.

Simkin retrocedió, se alisó la barba y paseó la mirada por la concurrencia. La expresión malhumorada de Joram se distendió convirtiéndose en una media sonrisa.

—¡
Eres
un idiota! —murmuró, mientras se arreglaba las verdes vestiduras—. Por un momento me asustaste de verdad.

—¡Amigo mío! —Simkin lo miró con tal severidad que Joram se quedó desconcertado—. Lo he dicho totalmente en serio. —Puso una mano sobre el pecho de Joram a la altura del corazón—. Inclínate ante ella, háblale, dile algo agradable, irrelevante. Pero mantén la mirada baja. Mira hacia otro lado. Mira a Su Real Aburrimiento. A cualquier cosa. Recuérdalo, tú no puedes ver a los
Duuk-tsarith
, pero están aquí, vigilantes... Y ahora —añadió haciendo un lánguido movimiento con el pañuelo naranja—, debemos ocupar nuestro lugar en la fila.

Pasando un brazo alrededor del de Joram, lo hizo adelantarse.

—Afortunadamente para ti, mi terrestre amigo, todo el mundo está obligado a andar cuando se presenta formalmente ante Sus Majestades. Es un signo de humildad, una muestra de respeto y todo eso, además de que resulta terriblemente difícil hacer reverencias en el aire. La duquesa de Blatherskill se inclinó doblando la cintura y no pudo pararse. Empezó a girar sobre sí misma, dando volteretas. Y sin ropa interior. Fue muy chocante. La Emperatriz tuvo que guardar cama durante tres semanas, y, desde entonces, andamos...

Simkin y Joram cruzaron el suelo de cristal, junto a otros magos que descendían de las alturas como una centelleante lluvia, y se dirigieron a la entrada del salón. Joram lanzaba rápidas miradas a Simkin, perplejo y trastornado por sus palabras e instrucciones. Pero el joven parecía no advertir el desconcierto de su amigo y seguía relatando el desdichado accidente de la duquesa. Joram sacudió la cabeza y pasó junto a la silla, vacía ahora, donde había estado sentado el catalista. Vio que Simkin le dedicaba una sonrisa traviesa.

—A propósito —comentó Joram, volviendo la cabeza para mirar a la silla—, ¿qué le has hecho?

—Lo he vuelto a enviar al lugar donde empieza la escalera —respondió Simkin, despreocupado, mientras se golpeaba ligeramente la punta de la nariz con el pañuelo naranja.

Joram y Simkin se unieron a la fila que formaban quienes estaban considerados como los más ricos y agraciados de Merilon, todos ellos haciendo cola para presentar sus respetos a la Real Pareja antes de dispersarse para dedicarse a ocupaciones más interesantes, como emborracharse y divertirse. Algunos podrían pensar que resultaría algo difícil correrse una juerga, teniendo en cuenta la dolorosa naturaleza del aniversario que se celebraba. Y, efectivamente, los que aguardaban en la larga cola que se extendía por el cristalino suelo como una serpiente envuelta en sedas y joyas mostraban una expresión bastante más solemne y circunspecta que la que tenían al entrar en Palacio. Las alegres risas, las despreocupadas chanzas entre amigos, los chismorreos y comentarios sobre vestidos, peinados e hijas habían desaparecido como por arte de magia. Mantenían los ojos bajos y los colores de los ropajes y vestidos habían sido suavizados hasta alcanzar el tono adecuado de
Semblante Lastimero
, como informó Simkin a Joram en voz baja.

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