—¡Pero, padre! —exclamó Gwendolyn.
Pero al ver que su padre empezaba a fruncir el ceño casi imperceptiblemente, suspiró resignada. Lanzó una última mirada a Joram, una mirada en la que puso su corazón y su alma, hizo una pequeña reverencia a la Druida, quien correspondió con un gorjeo y un profuso aleteo de las manos, y se retiró luego de la habitación, cerrando la puerta tras de sí.
Lord Samuels lanzó un hechizo sobre la puerta en cuanto hubo salido su hija, para evitar que nadie los molestase.
—Joram —empezó con voz tranquila, al tiempo que hacía un gesto con la mano—, permíteme que te presenta a la
Theldara
Menni. La
Theldara
fue, durante muchos años, la Druida que supervisaba las Salas de Alumbramiento de El Manantial. En estos momentos tiene el honor —añadió con voz cautelosa— de atender a nuestra adorada Emperatriz, por cuya permanente salud rezamos todos cada día.
Joram observó que lord Samuels evitaba cuidadosamente mirarlo mientras hablaba; había comprobado que todo aquel que se refería a la Emperatriz lo hacía con prudencia y sin mirar directamente a su interlocutor.
El mismo Joram se sintió incapaz de mirar a la Druida a los ojos; para evitar mirarla, incluso inclinó la cabeza. Le repugnaba la idea de que aquella mujer cuidase a un cadáver. Un hormigueo le recorrió el cuerpo y le pareció oler a muerte y a putrefacción en aquella sofocante y bochornosa habitación. No obstante, se preguntaba al mismo tiempo, con una terrible y morbosa fascinación, qué tipo de encantamiento utilizaban para mantener el cuerpo a salvo de la descomposición. ¿Correrían elixires por su silencioso corazón en sustitución de la sangre? ¿Palpitarían pociones en sus venas y se utilizarían hierbas medicinales para evitar que su carne se pudriese? ¿Qué conjuros mágicos harían que las rígidas manos se moviesen con aquella terrible elegancia? ¿Qué alquimia haría que brillasen sus ojos apagados?
Era consciente de que llevaba la Espada Arcana sujeta a la espalda, y sentirla allí lo tranquilizaba. «Yo he dado Vida a algo sin vida, y por haberlo hecho se me llama Hechicero de las Artes Arcanas —se dijo—. Y, sin embargo, ¿hay mayor pecado que evitar que aquello que pertenece a los dioses, si uno cree en ellos, encuentre su auténtico destino entre las estrellas, manteniéndolo encadenado en su prisión de carne?»
Se irguió, temiendo no tener la suficiente presencia de ánimo para mirar a aquella mujer sin demostrar abiertamente la repugnancia que le producía, pero, entonces, se recordó a sí mismo con severidad que nada de aquello era asunto suyo. ¿Qué le importaba a él la Emperatriz? Era su vida la que importaba, no la muerte de otra persona.
Alzando los ojos y echando hacia atrás los negros cabellos que le caían sobre el rostro, Joram contempló a la Druida con ecuanimidad e, incluso, con una leve sonrisa. Ésta emitió una especie de graznido, como si conociera los pensamientos del muchacho y disfrutara con ellos. Alargó una mano que parecía una garra disecada y se la tendió a Joram para que la besara. El muchacho se adelantó e inclinó sobre ella, aunque le fue imposible —no habría podido aunque le hubiera ido la vida en ello— conseguir que sus labios tocaran aquella piel marchita.
Lord Samuels le indicó a Joram que se sentara. Aunque hubiera preferido continuar de pie, el muchacho obedeció muy a su pesar.
—Aún no he abordado el asunto con la
Theldara
Menni, Joram; he considerado como una cuestión de honor que tú estuvieras presente cuando se tocara por primera vez un tema tan delicado.
—Os lo agradezco, señor —dijo Joram, y realmente lo agradecía.
Lord Samuels inclinó la cabeza ligeramente y continuó:
—La
Theldara
ha tenido la bondad de reunirse con nosotros como un favor a mi amigo el Padre Richar. Te toca a ti ahora, muchacho, explicarle la situación.
La
Theldara
contempló a Joram impaciente, mientras apretaba los delgados labios, que parecían el pico de un ave.
Aquello era inesperado. Sin saber por qué, Joram no había esperado tener que explicar él mismo la situación, aunque le estaba agradecido a lord Samuels por no inclinar la balanza de su caso hacia un lado u otro discutiéndolo sin estar él presente. Deseó que Saryon estuviese allí. El catalista sabía reducir las cosas a un lenguaje sencillo que era fácil de comprender. Joram no estaba muy seguro de por dónde debía empezar; se sentía además terriblemente asustado al darse cuenta de lo mucho que estaba en juego.
—Me llamo Joram —manifestó sin convicción, intentando pensar, intentando reunir todas las piezas de aquel rompecabezas—. Mi madre se llamaba Anja. ¿Os dice algo ese nombre?
La Druida picoteó la palabra como si se tratase de una migaja de pan, balanceando su pequeña cabeza, pero aparte de eso siguió en silencio.
No sabiendo si considerarlo como una respuesta afirmativa o negativa, Joram siguió hablando atropelladamente:
—Me crié en un pueblo de Magos Campesinos y... pasé allí toda mi vida. Pero... mi madre siempre me había dicho que yo tenía —sintió que el rostro le ardía— sangre noble y que mi familia provenía de Merilon. Ella..., mi madre..., me dijo que mi padre era un... un catalista. Habían cometido un acto criminal porque habían mantenido relaciones carnales, y de esta forma me concibieron. Los cogieron —Joram no pudo evitar que su voz se tiñese de amargura—, y a mi padre lo condenaron a la Transformación. Ahora monta guardia en la Frontera...
Calló, recordando la estatua de piedra, sintiendo el calor de la lágrima que había caído sobre su cuerpo. «¿Querría él que yo estuviese aquí?», se preguntó Joram de pronto; luego, sacudiendo la cabeza enojado, continuó:
—Mi madre me dio a luz en El Manantial, según me dijo. Luego, llevándome con ella, huyó. No sé por qué se fue. Quizá tenía miedo. O quizás estaba ya un poco loca...
Le resultó muy difícil pronunciar aquella palabra y se atragantó al hacerlo. No había creído que aquello resultaría tan doloroso. Le era imposible mirar a lord Samuels o incluso a la
Theldara
. No podía hacer más que permanecer sentado mirando ceñudo sus manos, que se abrían y cerraban espasmódicamente ante sus ojos.
—Me contaba que algún día regresaríamos a Merilon y reclamaríamos lo que era nuestro por derecho, pero —respiró hondamente al llegar aquí— murió antes de ver ese día. Por un motivo u otro, tuve que huir del pueblo donde me había criado y desde entonces he estado viviendo en el País del Destierro. Pero encontré la forma de venir a Merilon y reclamar mi herencia.
—El problema,
Theldara
Menni —intervino lord Samuels, dándose cuenta de que Joram había contado aparentemente todo lo que sabía—, es que no existe constancia escrita del nacimiento de este joven. Eso no es demasiado insólito, según tengo entendido. —Hizo un gesto de desaprobación con las manos—. El número de indigentes y... llamémoslas... mujeres caídas que acuden a El Manantial para dar a luz a sus hijos es muy grande y, en medio de tal confusión, ha habido casos en los que se han extraviado documentos. O, lo más probable en el caso de Joram, la madre abandonó El Manantial en secreto y, temiendo que la persiguiesen, es posible que destruyera las actas o se las llevara con ella. Lo que nosotros esperamos es que podáis identificarlo como...
—Había una Luna de Parto, además, aquella noche —graznó la
Theldara
de repente con voz aguda.
—¿Cómo? —Lord Samuels la miró con asombro.
Joram, conteniendo el aliento, levantó la cabeza.
—Una Luna de Parto —repitió, irritada, la anciana—. Había luna llena. Cuando la vimos brillar en el cielo supimos que nuestra sección de maternidad también estaría llena aquella noche, y no nos equivocamos.
—Entonces, ¿os acordáis? —preguntó Joram en voz baja, inclinándose hacia adelante en su asiento, tembloroso.
—¿Recordarlo? —La Druida lanzó una estridente carcajada, luego tosió y se pasó la mano garra por la picuda boca—. Recuerdo a Anja. Yo estuve presente en la Transformación —dijo con cierto orgullo—. Fui para ocuparme de ella. Se encontraba muy mal y yo sabía que hacerle contemplar aquello significaría la muerte del bebé, cuando no la de la misma madre. Pero era lo que ellos habían decretado. Era lo que decía la ley.
La anciana se envolvió en sus ropas, esponjándolas a su alrededor.
—¡Seguid!
Joram sintió el deseo de tomarla entre sus brazos con fuerza de tan adorable como le parecía en aquellos momentos.
La Druida clavó la mirada en el fuego gorjeando y cloqueando para sí, golpeándose el pico con la garra hasta que, alzando la cabeza con un movimiento brusco, se quedó mirando a Joram fijamente.
—Yo tenía razón —continuó con una voz aguda que resonó por toda la habitación—. Yo tenía razón.
—¿Razón? ¿Qué queréis decir?
—¡Nació muerto, desde luego! —cloqueó la Druida—. El bebé nació muerto. Resultó muy extraño, además. —Los ojos de la anciana centellearon extrañamente; su aguda voz se apagó hasta convertirse en un susurro de complacido horror—. ¡El bebé se había convertido en piedra en el interior de su madre! ¡Convertido en piedra, igual que su padre! Jamás había visto nada parecido —añadió, torciendo la cabeza hacia arriba para mirar a lord Samuels y comprobar la reacción que provocaba en él—. ¡Nunca había visto nada parecido! Fue como un castigo divino.
Joram parecía petrificado. Era como si se hubiera convertido en el bebé o en el padre.
—No comprendo...
Se le quebró la voz. Lord Samuels, algo más allá, hizo un gesto, pero Joram no levantó los ojos, manteniéndolos fijos en el rostro de la
Theldara
. Había dejado de temblar; nada se movía en su interior, ni siquiera su corazón.
La
Theldara
hizo un gesto con aquellas manos que parecían garras como si tirara de algo.
—La mayoría de ellos salen tan fláccidos como un gato, pobrecillos, cuando nacen muertos. Pero no éste, no el hijo de Anja. —La Druida parecía arañar cada palabra con la mano—. Los ojos abiertos de par en par mirando al vacío. El cuerpo frío y duro como una piedra. Habían sido castigados los dos, dije yo.
—¡Eso no puede ser verdad! —exclamó Joram con una voz que no era la suya.
La Druida estiró la cabeza, entrecerrando sus negros ojillos y sacudiendo amenazadora una de sus garras ante él.
—¡No sé de qué madre eres hijo, jovencito, pero de Anja no! Desde luego que estaba loca. De eso no había duda. —La pajaril cabeza se balanceó en el aire—. Y me doy cuenta ahora de que hizo lo que siempre sospechamos: robar alguna pobre criatura de la habitación donde estaban los bebés que nadie quería y fingir que era su hijo. Eso es lo que los
Duuk-tsarith
nos dijeron cuando nos interrogaron, y ahora me doy cuenta de que era verdad.
Joram no podía replicarle. Las palabras de la mujer llegaban hasta él como en sueños. No podía hablar, ni reaccionar. Como proviniendo del mismo sueño, oyó la voz de lord Samuels que preguntaba con severidad:
—¿Los
Duuk-tsarith
? Entonces, ¿esto fue investigado?
—¿Investigado? —La vieja lanzó una especie de cacareo—. ¡Claro que sí! Los necesitamos a
ellos
para poder arrebatarle a Anja de los brazos al niño muerto. Lo había envuelto en un manto blanco e intentaba darle el pecho y calentarle los pies. Cuando intentamos acercarnos empezó a chillar. Sus dedos se convirtieron en inmensas garras y sus dientes en afilados colmillos. Era una
Albanara
—añadió la Druida con un estremecimiento—. Vinieron, se llevaron al bebé y le lanzaron un hechizo para que se durmiera. La dejamos descansando, y fue aquella noche cuando escapó.
—Pero, en ese caso, ¿por qué no hay constancia de todo esto? —inquirió lord Samuels, con rostro grave.
Joram miró a la Druida con atención, pero los ojos de ésta estaban tan muertos como los del niño de piedra.
—¡Ah, claro que existían actas! —cloqueó la mujer, indignada—. Todo quedaba anotado. —La mano garra se crispó convirtiéndose en un puño del tamaño de una cucharilla—. Manteníamos un registro muy completo cuando yo estaba allí. Muy bueno realmente. Los
Duuk-tsarith
se llevaron las actas a la mañana siguiente, cuando descubrimos que Anja había desaparecido. Pedidles a ellos vuestro precioso expediente; aunque no te servirán de mucho a ti, mi pobre muchacho —añadió, mirando a Joram con compasión, con la cabeza ladeada.
—¿Y estáis totalmente segura de que este joven —lord Samuels señaló a Joram con la cabeza, mirándolo con tristeza y preocupación más que con enojo— fue robado de la sala de maternidad?
—¿Segura? Sí, estuvimos seguros de ello. —Sonrió abiertamente; tenía la boca tan desdentada como el pico de un ave—. Los
Duuk-tsarith
dijeron que eso era lo que había sucedido, y eso nos hizo estar seguros. Totalmente seguros, señor mío.
—Pero ¿los contasteis bien? ¿Faltaba alguna de aquellas criaturas?
—Los
Duuk-tsarith
dijeron que así era —repitió la mujer, frunciendo el entrecejo—. Los
Duuk-tsarith
dijeron que así era.
—Pero, ¿lo comprobasteis vos misma? —volvió a preguntar lord Samuels.
—Pobre muchacho —fue todo lo que dijo la
Theldara
. Mirando a Joram, sus diminutos ojillos centellearon—. Pobre muchacho.
—¡Callaos! —Joram se puso en pie tambaleante. Su rostro se había oscurecido, en la boca le brillaba un hilillo de sangre donde se había mordido los labios—. Callaos —gruñó de nuevo, mirando a la
Theldara
con tal furor que ésta se derrumbó en el sofá y lord Samuels se apresuró a interponerse entre ambos.
—Joram, por favor —empezó a decir—, ¡cálmate! ¡Recapacita! Hay muchas cosas en este asunto que no tienen sentido... Pero Joram no lo veía ni lo oía. Sentía unas terribles punzadas en la cabeza, como si ésta fuera a estallarle. Tambaleante, sin apenas ver, se agarró la cabeza con ambas manos y se estiró los cabellos, frenético.
Viendo que los cabellos arrancados goteaban sangre, y dándose cuenta también de la expresión enloquecida de los ojos del muchacho, lord Samuels intentó tranquilizar a Joram sujetándolo con ambas manos. Joram lanzó un penetrante alarido y lo apartó de un violento empujón, que estuvo a punto de hacerlo caer al suelo.
—¡Compasión! —jadeó Joram. Apenas si podía respirar—. ¡Sí, compadecedme! ¡Estoy... —luchó por recuperar el aliento—, soy un don nadie! —Volvió a echarse las manos a la cabeza, arrancándose más cabellos—. ¡Mentiras! ¡Todo son mentiras! Muerto..., muerte...