—¡Claro! ¡No sabía que querías aprender! —respondió Joram, impaciente—. Deberías haberme dicho algo.
Mosiah tomó el libro, apretándolo con fuerza entre las manos.
—Gracias, Alteza —repitió.
Ambos intercambiaron una mirada y, por un instante, el Mago Campesino y el noble se compenetraron perfectamente.
Garald se volvió.
—Ahora, Simkin, viejo amigo...
—Nada para mí, Alteza. Lo digo en serio. No aceptaré nada en absoluto. Bueno... —Simkin lanzó un suspiro, al ver que el príncipe iba a decir algo—, si insistes. Quizás una o dos de las joyas más valiosas del reino...
—Para ti —pudo finalmente intercalar Garald, y le entregó a Simkin un juego de cartas de tarot.
—¡Qué delicioso! —dijo Simkin, intentando ahogar un bostezo.
—Cada carta está pintada a mano por mis propios artesanos —observó Garald—. Están hechas al estilo antiguo, sin utilizar magia. El juego es, por lo tanto, muy valioso.
—Muchísimas gracias, amigo —manifestó Simkin con voz lánguida.
Garald levantó una mano.
—Observarás que tengo algo en la mano. Algo que le falta a tu juego de cartas.
—La carta del Bufón —dijo Simkin, mirándola con atención—. Qué divertido.
—La carta del Bufón —repitió Garald, jugueteando con ella—. Guíalos bien, Simkin.
—Te aseguro, Alteza —dijo Simkin con la mayor seriedad—, que no podrían estar en mejores manos.
—Tampoco tú —replicó Garald. Cerró los dedos sobre la carta y ésta desapareció. Nadie habló, mientras se miraban los unos a los otros, incómodos. Entonces el príncipe lanzó una carcajada—. Tan sólo se trata de una broma
mía
—dijo, dándole una palmada a Simkin en la espalda.
—Ja, ja —le hizo eco Simkin, pero su risa sonaba hueca.
—Y ahora vos, Padre Saryon —dijo Garald, colocándose frente al catalista, que permanecía con los ojos clavados en sus zapatos—. No tengo nada de valor material para daros. —Saryon levantó la vista aliviado—. Me doy cuenta de que tampoco os gustaría de todos modos; pero sí tengo algo parecido a un regalo, aunque es más un regalo para mí que para vos. Cuando vengáis a Sharakan con Joram —Saryon observó que el príncipe siempre hablaba de ello como algo seguro—, quiero que paséis a formar parte de mi servicio.
¡Catalista en la corte! Saryon lanzó de forma involuntaria una rápida mirada al Cardinal Radisovik, quien le sonrió para darle ánimos.
—Esto... —balbució Saryon, aclarándose la garganta—, esto es un honor inesperado, Alteza. Un honor demasiado grande para alguien que ha infringido los preceptos de su fe.
—Pero no demasiado grande para alguien que es leal, para alguien que es compasivo —terminó el príncipe Garald con voz amable—. Como he dicho, el regalo es para mí. Espero con ansia el día, Padre Saryon, en el que podré pediros de nuevo que me otorguéis Vida.
Apartándose del catalista, Garald llegó, al fin, frente a Joram.
—Sé que tampoco tú quieres nada —observó el príncipe, sonriente.
—Tal como ha dicho el catalista, nos habéis dado suficiente —dijo Joram con voz uniforme.
—Nos habéis dado suficiente,
Alteza
—repitió el Cardinal con severidad.
El rostro de Joram se ensombreció.
—Sí, bien... —Garald luchó por no perder la seriedad—, parece que estás predestinado a tener que aceptar cosas de mí, Joram.
Una vez más, el príncipe extendió las manos. Se produjo un destello en el aire, por encima de sus palmas extendidas, que empezó a fundirse, tomando la forma de una funda de espada, trabajada a mano. Había unos caracteres rúnicos grabados en oro sobre ella, pero, aparte de esto, no aparecía ningún otro símbolo. El centro de la funda estaba en blanco.
—Lo he dejado así a propósito, Joram —dijo el príncipe—, de modo que puedas hacer dibujar el escudo de tu familia más tarde. Ahora deja que te muestre cómo funciona.
»Está pensada especialmente para ti —continuó Garald con orgullo, exhibiendo las características de la vaina—. Estos tirantes se atan alrededor del pecho de esta forma, de modo que puedas llevarla a la espalda, escondida debajo de tus ropas. Las runas que lleva grabadas en la piel hacen que la espada se encoja de tamaño, reduciéndose de peso también, cuando está dentro de la vaina, lo cual te permite llevarla encima en todo momento.
»Eso es de la mayor importancia, Joram —añadió el príncipe, mirando al joven muy seriamente—. La Espada Arcana es a la vez tu mejor protección y tu mayor peligro. Llévala siempre; no se la menciones a nadie. No reveles su existencia; y utilízala únicamente si peligra tu vida.
Lanzó una mirada a Mosiah.
—O para proteger las vidas de otros.
Los claros ojos castaños del príncipe regresaron a Joram, y Garald vio, por vez primera, cómo se hacía añicos su pétrea fachada.
Joram contempló la funda atentamente, sus ojos llenos de anhelo, deseo y gratitud.
—No... no sé qué... decir —balbuceó con voz entrecortada.
—¿Qué te parece «Gracias, Alteza»? —preguntó Garald en voz baja, y depositó la funda en las manos de Joram.
El fuerte olor del cuero invadió la nariz de Joram. Deslizó las manos por la lisa superficie, posándolas en las intrincadas runas y examinando el complejo trabajo realizado en el cuero. Levantando los ojos, vio que el otro le miraba fijamente, divertido, pero también expectante, seguro de la victoria.
Joram sonrió.
—Gracias, amigo mío. Gracias..., Garald —dijo resueltamente.
El Patriarca Vanya estaba sentado detrás de su escritorio en sus elegantes aposentos de la Catedral de Merilon. Aunque no eran tan suntuosos como sus habitaciones en El Manantial, los aposentos del Patriarca en Merilon eran amplios y cómodos, consistiendo en un dormitorio privado, una salita, un comedor y una oficina con una antecámara para el Diácono que actuaba como su secretario. La panorámica desde cualquiera de las habitaciones era magnífica, aunque no era la amplia extensión de llano ni las dentadas crestas de las montañas que estaba acostumbrado a contemplar en El Manantial. Desde la Catedral, con sus paredes de cristal, podía contemplar, allá abajo, la ciudad de Merilon; mirando un poco más allá, podía ver al otro lado de la cúpula el paisaje campestre que rodeaba la ciudad; o, levantando la mirada, podía ver —a través de las espiras de cristal que coronaban la Catedral— el Palacio Real, que flotaba sobre la ciudad, con sus paredes de reluciente cristal brillando en los cielos como un sosegado y civilizado sol.
Aquella tarde, la mirada del Patriarca se dirigía hacia abajo, sus ojos fijos en la ciudad de Merilon, aunque no sus pensamientos. Los ciudadanos ofrecían un espectáculo asombroso consistente en una puesta de sol realizada mágicamente; un regalo de los
Pron-Alban
pertenecientes al Gremio de los Moldeadores de Piedra, hecho con la intención de dar la bienvenida a la ciudad a Su Divinidad. Aunque el invierno hacía estragos fuera de la cúpula mágica de la ciudad y la nieve cubría la tierra, en Merilon era primavera, la estación favorita de la Emperatriz. La puesta de sol era, por lo tanto, una puesta apropiada para la primavera, acrecentada mágicamente por los
Sif-Hanar
para brillar con diferentes tonalidades de rosa pálido, que lucían aquí y allí una ligera pizca de un rosa más oscuro o también (con gran atrevimiento) una pincelada de morado en su mismo corazón.
Era realmente una hermosa puesta de sol. Los habitantes de la Ciudad Superior de Merilon: la nobleza y los miembros de la clase media alta, flotaban por las calles vestidos con ligeras sedas, revoloteantes encajes y relucientes rasos, admirando el panorama.
No así el Patriarca Vanya. El sol podría no haberse puesto, por lo que a él concernía; afuera podría estar aullando un huracán. De hecho, aquello hubiera concordado con su estado de ánimo. Sus dedos regordetes se arrastraban por encima del escritorio, empujando esto, apartando aquello, volviendo a colocar aquello otro. Era el único signo externo que demostraba su descontento y nerviosismo, ya que el amplio rostro del Patriarca permanecía impasible, con su regio porte tan sereno como de costumbre. Las dos figuras enlutadas que permanecían de pie y silenciosas ante él observaron, sin embargo, aquel movimiento de papeles al igual que se daban cuenta de todo lo que sucedía a su alrededor desde la puesta de sol hasta los restos intocados de la cena del Patriarca.
La mano de Vanya dejó de arrastrarse de repente, golpeando con la palma sobre el escritorio de madera de palisandro.
—No lo comprendo. —Su voz era uniforme y controlada, un control que le costaba mantener—. ¡No comprendo por qué unos
Duuk-tsarith
como vosotros, con vuestros tan apreciados poderes, sois incapaces de encontrar a una persona!
Las dos capuchas negras giraron ligeramente para mirarse a través de los relucientes ojos. Luego las negras capuchas se volvieron hacia Vanya y uno de los encapuchados, una mujer, con las manos cruzadas al frente, habló. Su voz era respetuosa sin ser conciliadora. Evidentemente, aquella bruja se sabía dueña de la situación.
—Os repito, Divinidad, que si este joven fuera normal, no tendríamos ningún problema en localizarlo. El hecho de estar Muerto dificulta la tarea de encontrarlo; pero es, sin embargo, el que lleve piedra-oscura sobre su persona lo que convierte nuestra tarea en algo casi imposible.
—¡Sigo sin comprenderlo! —estalló Vanya—. ¡Existe! ¡Es de carne y hueso!
—No para nosotros, Divinidad —lo corrigió la bruja, mientras su compañero apoyaba sus argumentos con un ligero asentimiento de la encapuchada cabeza—. La piedra-oscura lo oculta, lo protege de nosotros; nuestros sentidos están adaptados para percibir la magia, Eminencia. Nos movemos entre la gente, arrojando minúsculos filamentos de magia como la araña arroja los sedosos filamentos de su tela. Cuando un ser normal de este mundo penetra en nuestro radio de acción, esos filamentos se estremecen llenos de Vida..., llenos de magia. Esto nos facilita información vital sobre esa persona: todo, desde sus sueños hasta el lugar donde se crió, pasando por lo último que ha comido durante la cena.
»Con los Muertos, debemos tomar medidas extremas. Hemos de reajustar nuestros sentidos para que reaccionen al entrar en contacto con la Muerte que habita en su interior, con esa falta de magia. Pero con este muchacho, protegido como está por la piedra-oscura, nuestros sentidos, nuestros filamentos de magia, por así decirlo, son absorbidos y engullidos. No percibimos nada, no oímos nada, no vemos nada. Para nosotros, Divinidad, él literalmente no existe. Ése era el tremendo poder de la piedra-oscura en la época antigua; un ejército de seres Muertos llevando armas hechas de piedra-oscura podría llegar a la ciudad para apoderarse de ella y no ser detectado en absoluto.
—¡Bah! —resopló Vanya—. Habláis como si fuera invisible. ¿Me estáis diciendo que podría entrar en esta habitación en este mismo instante y no lo veríais? ¿Que yo no lo vería?
La negra tela que cubría la cabeza de la Señora de la Guerra se estremeció ligeramente, como si la mujer reprimiera un gesto de irritación o emitiera un suspiro de impaciencia. Cuando habló, su voz era extremadamente fría y la modulaba con cuidado, una mala señal para aquellos que la conocían, como evidenció la ligera crispación en los nudillos de su compañero.
—Desde luego que lo veríais, Divinidad; y también nosotros. Aislado y solo en esta habitación, con nuestra atención fija en él, podríamos reconocerlo por lo que es y por lo tanto ocuparnos de él. ¡Pero ahí fuera hay miles de personas!
La bruja hizo un movimiento repentino con la mano, que provocó que su compañero retrocediera involuntariamente, no muy seguro de lo que pudiera hacer la mujer. Aunque a los
Duuk-tsarith
se los entrena desde niños en una estricta disciplina, la Señora de la Guerra, un miembro de la Orden de alta graduación, tenía fama de tener un temperamento volátil. Su compañero no se habría sorprendido excesivamente si hubiera visto derretirse la pared de cristal que estaba detrás del Patriarca igual que el hielo en un día de verano.
No obstante, la bruja se contuvo. El Patriarca Vanya no era alguien a quien se debiera enojar.
—Así que, como has dicho antes, la única manera de cogerlo es que alguien nos lo traiga —musitó Vanya, mientras sus dedos volvían a arrastrarse por encima de la mesa.
—No es el único modo, Divinidad. Ése sería el más sencillo. Nos tendríamos que ocupar también de la espada, desde luego, pero dudo que haya tenido tiempo de aprender cómo utilizarla, ni de comprender todos sus poderes.
—Se nos ha informado, Eminencia —añadió el Señor de la Guerra—, de que uno de vuestros propios catalistas estaba con el muchacho. ¿No podríamos trabajar a través de él?
—¡El hombre en cuestión es un estúpido mentecato! Si hubiera podido mantener el contacto con él, podría haberlo tenido bajo mi control —dijo Vanya, mientras la sangre se agolpaba en su rechoncho rostro hasta que éste se puso casi tan colorado como la tela de las ropas que llevaba—. Pero ha descubierto alguna forma de evitar que lo llame mentalmente mediante la Cámara de la Discreción...
—La piedra-oscura —interrumpió la Señora de la Guerra con frialdad, cruzando de nuevo las manos ante ella—. Lo protegería tan efectivamente de vuestras llamadas como oculta al muchacho de nuestras miradas.
La bruja se quedó silenciosa un momento, luego se deslizó hasta quedar más cerca del Patriarca, causándole un cierto grado de inquietud.
—Divinidad —hablaba con una voz suave y persuasiva—, si nos dierais permiso para ir a la Cofradía de los Hechiceros, podríamos averiguar qué aspecto tiene, quiénes son sus compañeros...
—¡No! —exclamó con énfasis el Patriarca—. ¡No debemos dejar que adviertan que están en peligro! Incluso a pesar de que Blachloch está muerto, ha avanzado las cosas lo suficiente como para que los Hechiceros sigan colaborando con Sharakan y de esta forma se vean involucrados en la guerra.
—Sin duda el catalista les habrá advertido...
—Entonces, ¿preferiríais confirmar su historia apareciendo en persona, haciendo preguntas que más tarde o más temprano harían que hasta el más estúpido de ellos empezara a atar cabos?
—Un ejército de
Dkarn-duuk
podría atacarlos... —sugirió el Señor de la Guerra respetuosamente.
—... Y crear el pánico —masculló el Patriarca Vanya—. La noticia de su existencia se extendería como las llamas sobre la hierba seca. Nuestro pueblo cree que los Hechiceros fueron destruidos durante las Guerras de Hierro. Dejad que se enteren de que estos practicantes de las Artes Arcanas no sólo existen sino que han descubierto piedra-oscura y habría un alboroto. No, no nos moveremos hasta que estemos preparados para aplastarlos por completo.