¿Cuándo, en realidad? Pronto, se esperaba; cuando su hija se convirtiera en la condesa Gwendolyn o la duquesa Gwendolyn o la marquesa Gwendolyn... Lady Rosamund lanzó un suspiro de placer mientras admiraba a su preciosa hija en la gélida faz de la superficie reflectante de aquel estanque helado que era su espejo.
—¡Ah, mamá, el espejo está llorando! —exclamó Gwendolyn extendiendo la mano para capturar una gota de agua antes de que cayera sobre los adornos de plumas para el pelo de su madre.
—Así es —suspiró lady Rosamund—. Marie, ven aquí. Facilítame Vida.
Con gesto negligente la dama le tendió la mano a la catalista. Tomándola entre la suya, Marie murmuró la plegaria ritual que transfería la magia desde su cuerpo al de la maga. Al igual que su esposo, lady Rosamund había nacido dentro del Misterio de la Tierra, y aunque sus habilidades eran más bien las de un Quin-alban —un hacedor de hechizos—, podía realizar las tareas necesarias para llevar una casa con admirable habilidad. Repleta de Vida, lady Rosamund colocó los dedos sobre la superficie reflectante y pronunció las palabras que mantendrían el agua, encerrada en un marco dorado colocado sobre su tocador, como una masa helada.
—Este tiempo es tan caluroso... —le dijo lady Rosamund a su hija—. Realmente no criticaría a Su Majestad por nada del mundo, pero no me importaría un cambio de estación. Una llega a aburrirse de la primavera, ¿no te parece, muñequita mía?
—Creo que el invierno sería divertido, mamá —repuso Gwendolyn, jugueteando con la cabellera de su madre. De un dorado más oscuro que el suyo, pero todavía abundante y espeso, no precisaba de magia para hacerlo brillar—. Lilian, Majorie y yo estuvimos en las Puertas, viendo a la gente que venía del Exterior. Es tan divertido verlos llegar cubiertos de nieve de pies a cabeza, con las mejillas y las narices coloradas por el frío y golpeando con los pies en el suelo para entrar en calor... Y entonces, cuando se abrió la Puerta, pudimos mirar al Exterior y vimos el campo, tan encantador y tan blanco. Vaya, ya está mi preciosa mamá frunciendo el ceño y poniéndose fea.
Lady Rosamund no pudo evitar una sonrisa, tan engatusadora era su Gwendolyn, aunque intentó adoptar una expresión severa.
—No me gusta que pases tanto tiempo con tus primas... —empezó.
Aquélla era una vieja discusión, que Gwen sabía cómo manejar.
—Pero, mamá —suplicó, persuasiva—. Soy tan beneficiosa para ellas...; tú misma lo dijiste. Mira lo mejoradas que estaban durante las vacaciones. Sus modales en la mesa y sus conversaciones resultaban mucho más refinadas y distinguidas. ¿No es verdad, Marie? —añadió, dirigiéndose a la catalista en busca de apoyo.
—Sí, mi señora —repuso la catalista con una sonrisa.
Había otras dos criaturas en la casa: un niño que conservaría el apellido de la familia y una niña para deleitar a sus padres, ya de mediana edad. Y aunque ambos eran muy despiertos, eran pequeños y ninguno había desarrollado demasiada personalidad todavía. La catalista, que, en aquella modesta familia, hacía las veces de niñera e institutriz, no ocultaba que Gwen era su favorita.
—Piensa, mamá —continuó Gwen—, qué agradable sería si mis primas se emparentaran con una de las familias de nuestros amigos. A Sophia le confió su hermano que el hijo del Maestre del Gremio Reynald, Alfred, le había dicho al día siguiente de nuestra fiesta que Lilian era «una persona maravillosa». Fueron sus palabras exactas, mamá. No puedo evitar pensar que, después de una alabanza como ésa, el compromiso entre ambos no puede estar muy distante.
—¡Mi niña, qué boba que eres! —Lady Rosamund lanzó una carcajada cariñosa y dio unas palmaditas sobre la blanca mano de su hija—. Bien, si tal acontecimiento tiene lugar, tus primas tendrán que agradecértelo. Espero que se darán cuenta de ello. No creo que esté mal que las visites hoy; pero después de esto, no considero correcto que se te vea en la Ciudad Inferior más de una vez a la semana. Eres una jovencita, no una niña, y estas cosas son importantes.
—Sí, mamá —aceptó Gwen, más sumisa; había observado la firme expresión de la boca y el arco de las cejas que indicaban a sirvientes, niños, catalista y esposo que lady Rosamund había promulgado un edicto y que éste no debía ser desobedecido.
Pero, a los dieciséis años, Gwen no podía mostrarse preocupada durante mucho tiempo. La semana próxima quedaba muy lejos. Antes tenía que pasar el día de hoy: un almuerzo con su querido papá, que iba a llevarla a una nueva posada cerca de los Salones Gremiales; una posada famosa por su chocolate. Luego pasaría el resto del día con sus primas. Sería un día dedicado al más nuevo y favorito de los pasatiempos de Gwen: el coqueteo.
La Puerta de la Tierra de Merilon era un lugar de bulliciosa actividad. La enorme cúpula invisible que guardaba bajo su frágil cáscara los esplendores de Merilon se alzaba hacia el cielo surgiendo de la Muralla. La cúpula era atravesada por siete Puertas que facilitaban la entrada a Merilon desde el Exterior; pero seis de aquellas Puertas eran utilizadas muy raras veces. La mayoría del tiempo, permanecían cerradas mediante hechizos mágicos. La Puerta de la Muerte y la Puerta de los Espíritus no se utilizaban nunca porque los Nigromantes ya no estaban allí para tratar con los visitantes de ultratumba. La Puerta de la Vida estaba reservada para los desfiles victoriosos que seguían a la guerra, y no se había utilizado durante más de un siglo. En cuanto a la Puerta de los Druidas, lo único que la atravesaba era el río, ya que los Druidas entraban ahora por la puerta principal como todo el mundo. La Puerta de los Vientos y la Puerta de la Tierra canalizaban el comercio entre el mundo interior y el exterior; los
Kan-Hanar
—los Guardianes de las Puertas— sólo permitían a los Ariels volar a través de la Puerta de los Vientos. La Puerta de la Tierra era, por tanto, el único acceso a la ciudad.
Siempre se congregaba una muchedumbre alrededor de la Puerta de la Tierra esperando recibir a los amigos y a los parientes o despidiéndolos después de una visita. Entre los jóvenes de la ciudad estaba de moda pasar al menos una parte del día en aquel lugar, hablando con la gente, coqueteando y observando a todos los que entraban.
La primera en entrar en la ciudad aquel día fue una
Albanara
de alto rango proveniente de una de las regiones más distantes. La mujer había viajado por los Corredores y por lo tanto pareció materializarse en el aire. A la maga la habían ido a recibir sus familiares de la Ciudad Superior, que la esperaban en un carruaje de concha de tortuga tirado por un tronco de cien conejos, todo ello flotando a medio metro del suelo.
A la noble dama la siguió un grupo de catalistas que venían de El Manantial y se deslizaron a través de la Puerta de la Tierra en alados carruajes. La muchedumbre se inclinó respetuosamente ante los sacerdotes; los hombres se quitaron el sombrero, las mujeres hicieron lindas reverencias, agradeciendo la oportunidad de mostrar sus blancos pechos y sus tersos cuellos. Acto seguido apareció un humilde comerciante, que caminaba con dificultades porque el terreno estaba medio helado a causa de la nieve. Fue recibido con alegría por siete niños ruidosos, cuyas travesuras mientras esperaban a su padre habían estado volviendo loco al majestuoso
Kan-Hanar
de guardia. Finalmente hizo su entrada un grupo de estudiantes universitarios, que regresaban después de haber pasado unos días de diversión en pleno invierno. No hacían más que entrar y salir por la Puerta para recoger puñados de nieve que se arrojaban unos a otros y a la multitud.
El
Kan-Hanar
trataba siempre del mismo modo a todos los que entraban, fueran nobles de alcurnia o humildes comerciantes. Todo el que llegaba a Merilon se veía sometido al mismo examen y se le hacían las mismas preguntas. Los
Kan-Hanar
pertenecían al Misterio del Aire y por lo tanto se encargaban de la mayoría de los asuntos relacionados con el transporte en Thimhallan (los
Thon-Li
, los Amos de los Corredores, constituían la excepción; eran catalistas, puesto que los Corredores estaban controlados por la Iglesia). Los magos y archimagos que pertenecían a los
Kan-Hanar
servían al estado; eran una división de la guardia doméstica del Emperador. Entre sus muchas tareas, se encontraba la de cuidar y mantener a los Ariels, seres humanos dotados de alas por medio de la magia, que eran los mensajeros de Thimhallan. Y aunque los catalistas guardaban y controlaban los Corredores, era el
Kan-Hanar
quien empleaba su Vida mágica para mantenerlos en funcionamiento. No obstante, vigilar las puertas de la ciudad, no sólo las de Merilon sino las puertas de todas las ciudades-estado de Thimhallan, era su tarea principal. Se trataba de un cargo de confianza que se consideraba un honor; únicamente los archimagos —nacidos en noble cuna que habían alcanzado un puesto de gran categoría después de años de servicio y estudio— podían convertirse en Guardianes de las Puertas.
El
Kan-Hanar
tenía la obligación de asegurarse de que sólo los que
pertenecían
a Merilon entrasen en Merilon. Además, era su deber separar a quienes se les permite únicamente penetrar en la Ciudad Inferior de aquellos que pueden, literalmente, elevarse hasta la Ciudad Superior. Los así designados iban provistos de un amuleto que les permitía atravesar la invisible barrera mágica que separaba las dos ciudades.
En cuanto a los viajeros que no podían demostrar un motivo válido para estar en Merilon, eran expulsados de la Puerta sin que importara su rango o posición social. Los
Kan-Hanar
eran expertos en estas lides, pero, en caso de producirse alguna dificultad, recibían la ayuda de varios enlutados
Duuk-tsarith
, que permanecían ocultos entre las sombras; silenciosos, discretos y vigilantes.
Aquel día, las Puertas estaban extraordinariamente concurridas, debido en parte a que la nobleza de las regiones más alejadas huía del riguroso invierno que los
Sif-Hanar
—los magos que controlaban los vientos y las nubes— habían decretado que era necesario para el buen desarrollo de las cosechas en primavera. Gwendolyn y sus primas, de diecisiete y quince años respectivamente, estaban pasando una tarde muy divertida, paseando por entre las tiendas y los cafés al aire libre que rodeaban la Puerta, observando a los que entraban, estudiando sus vestidos y peinados con el ojo crítico de la juventud, y destrozando los corazones de casi una docena de jóvenes.
Estaba siendo una tarde particularmente entretenida para Gwen, ya que sus coqueteos no se veían obstaculizados por la presencia de Marie. De ordinario, Marie la hubiera acompañado en una salida en público, como era lo apropiado en una jovencita soltera; pero aquel día uno de sus hermanitos se había estado comportando de forma muy «díscola», debido sin duda a la salida de los dientes, y, por lo tanto, Marie era necesaria en casa para vigilarlo.
En un principio, durante un terrible instante, pareció como si lady Rosamund fuera a insistir en que su hija se quedara en casa también. Pero un torrente de lágrimas acompañado de un «pobre papá, se sentirá tan desolado...; lo ha estado planeando durante tanto tiempo...» había conseguido salir triunfante. Lady Rosamund sentía un gran cariño por su esposo. La vida de un Maestre del Gremio era muy agotadora, y nadie mejor que ella sabía lo que le costaba a su esposo mantener su ritmo de vida. El buen hombre esperaba realmente con anhelo aquel almuerzo con su hija —una nada frecuente pausa en su ajetreada existencia— y milady no tuvo valor para privarlos, ni a él ni a Gwen, de aquella oportunidad de estar juntos. Se daba también el caso de que algunos miembros de la aristocracia permitían a sus hijas que salieran sin compañía, una señal del nuevo espíritu de libertad tan en boga en aquellos momentos. Lady Rosamund se dejó convencer, lo que no fue tarea difícil para su encantadora hija, y Gwen salió rebosante de felicidad, tras haber recibido de Marie Vida suficiente para toda la jornada.
Había sido un día realmente perfecto. Los empleados de la oficina de su padre la habían admirado. El chocolate había merecido todos los elogios y su padre había bromeado agradablemente con ella sobre ciertos jóvenes nobles, uno de los cuales abandonó a un grupo de jóvenes para acercarse a ellos y presentarles sus respetos. Ahora, ella y sus primas estaban en la Puerta, divirtiéndose entre la multitud y poniendo en práctica las últimas argucias en el juego entre los sexos.
Las reglas del juego eran las siguientes: cada jovencita llevaba un pequeño ramo de flores, cogidas en los magníficos jardines tropicales situados en el corazón de la Ciudad Inferior. Mientras se deslizaba por los senderos aéreos, sus diminutos y pintados pies, desnudos —el signo de la alta burguesía, que casi nunca se veía obligada a andar y por lo tanto no precisaba de zapatos—, la joven dejaba caer, como por accidente, su ramo. Las flores se desparramaban entonces por el suelo, pero el ramo era rescatado por algún joven, que se lo devolvía a la dama no sin antes hacer aparecer una preciosa flor que añadía al ramo.
—Mi señora —dijo un galante joven de la nobleza, recogiendo las flores de Gwen, que se desparramaban en la fragante brisa primaveral—, este encantador ramillete no puede perteneceros más que a vos, pues veo reflejado en él el azul de vuestros ojos, aunque sin tanta brillantez, en los nomeolvides, el oro de vuestros cabellos en las flores de maíz. Pero falta algo que os agradeceré me permitáis la libertad de añadir. —Una rosa roja apareció en la mano del muchacho—. Es el corazón del ramo, tan ardiente como el que palpita por vos en mi pecho.
—Cuán amable sois, señor —murmuró Gwen con los ojos bajos, que mostraron a la perfección la largura y el espesor de sus pestañas.
Se sonrojó delicadamente y aceptó el ramo, lanzando unas risitas nerviosas mientras lo contemplaba junto a sus primas, al tiempo que el joven continuaba su camino, haciendo aparecer rosas a docenas aquel día y entregando su corazón con cada una de ellas.
A media tarde, el ramo de Gwen —aunque no tan grande como los ramos que llevaban otras jóvenes— decía mucho en su favor. Además, lo que verdaderamente había de tenerse en cuenta es que era mucho mayor que los que llevaban sus menos agraciadas primas. Las tres flotaban en el aire cerca de la Puerta de la Tierra, preguntándose si deberían o no detenerse en uno de los cafés para tomar una copa de hielo azucarado, cuando las puertas se abrieron para admitir a un grupo que llegaba del Exterior.