La Profecía (24 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: La Profecía
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«¡Y Su Eminencia puede salvar el pellejo al mismo tiempo!», transmitió mentalmente la bruja a su compañero.

—Debéis buscar al catalista —continuó Vanya, aspirando profundamente por la nariz y espirando con un soplido, mirando ceñudo a los dos mientras lo hacía—. Os facilitaré una descripción del catalista y de Joram, además de la de otra persona con la que Joram estuvo asociado una vez: un joven Mago Campesino llamado Mosiah. Aunque, sin duda, irán disfrazados —añadió, ocurriéndosele de repente.

—Un disfraz, a menos que sea muy inteligente, es generalmente fácil de descubrir, Divinidad —dijo la Señora de la Guerra con frialdad—. La gente piensa únicamente en cambiar su apariencia exterior, no en cambiar su estructura química o sus modelos de pensamiento. Debería resultar relativamente fácil encontrar a un Mago Campesino entre la nobleza de Merilon.

—Eso espero —dijo el Patriarca, contemplando a los
Duuk-tsarith
con severidad.

—¿Por qué estáis tan seguro de que el muchacho, ese Joram, vendrá a Merilon, Divinidad? —preguntó el Señor de la Guerra.

—Merilon es una obsesión para él —dijo Vanya, agitando una mano enjoyada—. Según el Catalista Campesino que vivía en el pueblo donde se crió, esa loca, Anja, le contó al muchacho más de una vez que podría encontrar su herencia aquí. Si tuvierais diecisiete años, os hubierais encontrado con una sorprendente fuente de poder como es la piedra-oscura y creyerais que sois los herederos de una fortuna, ¿adónde iríais?

Los
Duuk-tsarith
inclinaron la cabeza en silencioso asentimiento.

—Ahora —dijo el Patriarca con energía—, si encontráis al catalista, entregádmelo a mí. Si encontráis a ese Mosiah...

—No necesitáis decirnos cuáles son nuestros deberes, Eminencia —observó la bruja, con un peligroso tono mordaz en la voz—. Si no hay nada más...

—Lo hay. Una cosa. —Vanya alzó la mano al ver que los dos parecían dispuestos a partir—. ¡Hago hincapié en ello! ¡
Nada
debe sucederle al muchacho! ¡Debe ser atrapado vivo! Los dos sabéis por qué.

—Sí, Divinidad —murmuraron.

Con una reverencia, las manos cruzadas frente a ellos, dieron un paso atrás. La mágica abertura del Corredor se abrió, admitiéndolos y los engulló en un instante.

Una vez que se hubo quedado solo, a la puesta de sol que empezaba a desvanecerse y un firmamento cada vez más oscuro, el Patriarca Vanya tuvo la intención de llamar a los Magos Servidores para que corrieran los tapices de seda y encendieran las luces de la sala del Patriarca. Pero la mano de Vanya, que estaba ya sobre la campanilla, se vio detenida por la aparición del Corredor que volvía a abrirse. Una figura salió del hueco y avanzó con seguridad hasta detenerse frente al escritorio del Patriarca.

Reconociendo al hombre por sus rojas vestiduras, el Patriarca hubiera debido alzarse en señal de respeto. Así lo hizo finalmente, pero permaneció sentado el tiempo suficiente para darle un significado a su retraso en hacerlo. Luego se puso en pie con una elaborada lentitud, alisándose profusamente las vestiduras y ajustando la pesada mitra sobre su cabeza.

El visitante sonrió para dar a entender que comprendía y apreciaba perfectamente aquel sutil insulto; su sonrisa no era agradable, ni siquiera en la mejor de las ocasiones. De labios delgados, la sonrisa jamás se extendía a ningún otro rasgo del rostro, particularmente a los ojos, que eran sombríos y quedaban oscurecidos por unas espesas y pobladas cejas.

Si Saryon hubiera estado en la habitación, habría notado al instante el parecido familiar en las espesas y negras cejas de aquel hombre y en la severa expresión de su rostro apuesto y frío. Pero el catalista no hubiera encontrado en aquel hombre el calor interior que había visto en su sobrino, un destello en los oscuros ojos de Joram, como si fuera el reflejo del fuego de la fragua. No había luz en los ojos de aquel hombre, tampoco había luz en su alma.

—Patriarca Vanya —dijo el hombre, inclinándose.

—Príncipe Lauryen —contestó el Patriarca, inclinándose a su vez—. Me siento honrado. Esta inesperada y no anunciada —recalcó las palabras— visita es una sorpresa para mí.

—No tengo la menor duda —dijo Lauryen con voz tranquila y uniforme.

Siempre hablaba con el mismo tono de voz; nunca se advertía el menor signo de emoción. Jamás se permitía sentirse enojado, aburrido, irritado o feliz.

Nacido en el Misterio del Fuego, era un Señor de la Guerra de la más alta graduación, un
Dkarn-duuk
, adiestrado en el arte de hacer la guerra. Era también el hermano pequeño de la Emperatriz y —lo que era más importante porque la Emperatriz no tenía hijos— el heredero al trono de Merilon. De ahí el título de «príncipe» y de ahí también el que Vanya le hubiera tenido que rendir homenaje a regañadientes.

Lauryen cruzó las manos detrás de los faldones de sus largos y amplios ropajes. Puesto que estaba en la corte, Lauryen hubiera podido vestir el traje cortesano, como todo el mundo, ya que, al revés que los
Duuk-tsarith
, a los
Dkarn-duuk
no se les exige que lleven sus ropas carmesí, que son una indicación de la Orden a la que pertenecen. Pero Lauryen encontraba que aquel tipo de vestido tenía sus ventajas: recordaba a la gente —sobre todo a su cuñado, el Emperador— el gran poder que poseía aquel Señor de la Guerra.

—Deseaba daros la bienvenida a Merilon, Divinidad —saludó Lauryen.

—Sois muy amable, mi señor, de verdad —agradeció el Patriarca—. Y ahora, aunque me doy perfecta cuenta del honor que me hacéis y de que soy totalmente indigno de tales atenciones, os agradecería que os retiraseis. Si no hay nada que pueda hacer por vos, claro está.

—Ah, sí
hay
algo.

El príncipe Lauryen sacó una mano de detrás de la espalda y la colocó ante él. Con aquella mano podía hacer caer relámpagos de los cielos y hacer surgir demonios del suelo. Al Patriarca le resultó sumamente difícil apartar los ojos de aquella mano, y aguardó algo nervioso.

—Mi señor no tiene más que nombrarlo —dijo, mansamente.

—Podéis terminar esta charada.

Una ola de comprensión cruzó el rostro del Patriarca, haciéndolo aparecer como si alguien hubiera dado una sacudida a un cuenco con un flan. Crispó los labios y puso una mano rechoncha sobre ellos.

—Perdonadme, Alteza, pero no tengo la menor idea de lo que estáis hablando. ¿Una charada? —repitió Vanya con educación, sin apartar la mirada de la mano del Señor de la Guerra.

—Sabéis perfectamente de lo que estoy hablando. —La voz de Lauryen era uniforme y agradable, y extraordinariamente siniestra. Pero dejó caer la mano a un costado, jugueteando con un adorno de plata que colgaba de su cintura—. Sabéis que mi hermana está...

El príncipe Lauryen dejó de hablar bruscamente. Los ojos de Vanya, medio ocultos por los enormes y abultados pliegues de su rostro, habían sobresalido de repente y lo contemplaban con astuta atención.

—Sí, vuestra hermana, la Emperatriz —le urgió el Patriarca con suavidad—. ¿Decíais? Está... ¿qué?

—Lo que vos y todos los demás saben, y que sin embargo vos y el imbécil de mi cuñado habéis convertido en traición mencionar —replicó Lauryen, imperturbable—. Y es únicamente gracias a vuestro poder y al de vuestros catalistas que él puede mantener esta apariencia. Acabadlo. Ponedme en el trono. —Sonrió, y se encogió de hombros ligeramente—. Yo no soy un oso amaestrado como mi cuñado. No bailaré al extremo de vuestra cuerda. Sin embargo, puedo ser dócil, alguien con quien sea fácil trabajar. Me necesitaréis —continuó en voz más baja—, cuando vayáis a la guerra.

—Una trágica circunstancia que rogamos a Almin pueda evitarse —rogó el Patriarca Vanya en tono piadoso—. Vos sabéis, príncipe, que el Emperador se opone a la guerra. Él ofrecería la otra mejilla...

—... y recibiría una patada en el trasero —terminó Lauryen.

El Patriarca enrojeció, mientras entrecerraba los ojos con reproche.

—Con el debido respeto a vuestra posición, príncipe, no puedo permitiros ni siquiera a vos que habléis irrespetuosamente de mi soberano. No sé lo que queréis de mí. No comprendo vuestras palabras y me duelen vuestras insinuaciones. Debo pediros de nuevo que os marchéis. Es casi la hora de los Rezos Vespertinos.

—Sois un estúpido —dijo Lauryen con afabilidad—. Descubriréis que es muy ventajoso para vos trabajar a mi lado y muy perjudicial frustrar mis objetivos. Soy un enemigo peligroso. Oh, vos y mi cuñado estáis protegidos en estos momentos, lo admito. Tenéis a los
Duuk-tsarith
en el bolsillo; pero no podréis mantener esta charada siempre.

Lauryen pronunció una palabra y el Corredor se abrió a sus espaldas.

—Si vais a volver a Palacio, mi señor —lo despidió el Patriarca humildemente—, dad, por favor, recuerdos a vuestra hermana y decidle que espero se encuentre bien de salud...

Las palabras quedaron flotando en los labios del Patriarca.

Por un instante, el comportamiento estudiado y calmoso de Lauryen se resquebrajó, como una grieta en el hielo. Su rostro palideció y los oscuros ojos centellearon.

—Le daré vuestro saludo, Patriarca —respondió Lauryen, penetrando en el Corredor—. Y añadiré que
vuestra
salud también es buena, Patriarca. Por el momento...

El Corredor cerró sus fauces sobre él y lo último que Vanya vio del príncipe fue una mancha de color carmesí, flotando como un río de sangre en el aire. La imagen, que resultaba alarmante, permaneció junto al Patriarca hasta mucho después de que el príncipe hubiera desaparecido. Con mano temblorosa, Vanya hizo sonar la campanilla, pidiendo que se encendieran inmediatamente las luces de su habitación. Y ordenó también que le llevaran una botella de jerez.

LIBRO II
1. Gwendolyn

—¿Adónde vas a ir hoy, tesoro?

La joven a quien iba dirigida aquella cariñosa pregunta se inclinó sobre su madre, le rodeó el cuello con sus blancos brazos y posó su mejilla, de un delicioso tono rosado, sobre la mejilla que la magia mantenía todavía lozana.

—Voy a ir a visitar a papá a las Tres Hermanas y comeré con él. Me dijo que podía hacerlo, ya lo sabes. Y luego iré a la Ciudad Inferior para pasar la tarde con Lilian y Majorie. ¡Oh, no pongas esa cara, mamá! Se te llena la frente de arrugas cuando haces ese gesto; pero mira, observa ahora. ¿Lo ves?, han desaparecido.

La chiquilla, porque en el fondo seguía siendo una chiquilla, aunque su cuerpo y su rostro eran ya los de una mujer, puso sus delicados dedos sobre los labios de su madre y se los abrió, haciéndola sonreír.

El sol de media mañana penetraba en la habitación como un ladrón, pasando furtivamente por entre los pliegues de los corridos tapices, serpenteando por el suelo y centelleando repentinamente desde los lugares más inesperados; lanzaba destellos desde las copas de cristal moldeado y relucía en la seda de los trajes tirados descuidadamente sobre las sillas. El sol no tocaba la cama de plumas que flotaba bajo el abovedado baldaquino del rincón. No se hubiera atrevido a hacerlo. En la habitación no se permitía la entrada del sol hasta, por lo menos, el mediodía, ya que para entonces lady Rosamund ya se había levantado y realizado, con la ayuda de su catalista, los retoques mágicos necesarios para que milady pudiera enfrentarse al nuevo día.

No quiere ello decir que lady Rosamund necesitara de mucha magia para realzar su aspecto; precisamente se enorgullecía de ello y limitaba sus retoques al mínimo, la mayoría de los cuales reflejaba únicamente lo que estuviese de moda en aquel momento en Merilon. Lady Rosamund no intentaba de ninguna manera ocultar su edad. Hubiera sido muy poco digno, sobre todo porque tenía una hija que, con dieciséis años, acababa de abandonar los juegos para penetrar en el mundo adulto.

Milady era una mujer sensata y observadora; había oído a las damas de la nobleza burlarse desde detrás de sus abanicos de aquellas de su misma posición social que parecían más jóvenes que las hijas a la que acompañaban. La familia de lord Samuels y lady Rosamund no pertenecía a la nobleza, pero le faltaba tan poco que lo único que se necesitaba era una mano tendida en ofrecimiento de matrimonio para elevarlos hasta el reluciente mundo cortesano. Por lo tanto, lady Rosamund mantenía su dignidad, vestía bien pero no por encima de su posición social y tenía la satisfacción de verse considerada «elegante» y «encantadora» por aquellos que estaban por encima de ella.

Milady se contempló atentamente en el espejo de hielo que se hallaba frente a ella sobre su tocador y sonrió ante lo que vio. Pero su orgullosa mirada no reparaba en su rostro sino en aquella juvenil repetición de sus rasgos que sonreía desde detrás de ella.

El tesoro de la familia —y tesoro resultaba ser la palabra más adecuada— era Gwendolyn, la hija mayor. Aquella criatura era su inversión para el futuro. Sería ella quien los elevaría desde la clase media, conduciéndolos hacia arriba en las alas de sus rosadas mejillas y su sustanciosa dote; Gwendolyn no era hermosa en el sentido clásico de la palabra que tan en boga estaba en aquellos momentos en Merilon. No parecía haber sido esculpida en mármol ni poseía aquel encanto pétreo y frío que resultaba apropiado a tal tipo de belleza. Era de mediana estatura, pelo dorado, con chispeantes y enormes ojos azules que se ganaban el corazón de un hombre, y poseía un carácter generoso y amable que la mantenían allí.

Su padre, lord Samuels, era un
Pron-Alban
, un artesano, aunque ya no realizaba las poco valoradas actividades mágicas de su profesión. Ahora era Maestre del Gremio, habiendo obtenido tan alta posición entre las filas de los Moldeadores de Piedra con su inteligencia, el trabajo duro y con acertadas inversiones. Fue el Maestre Samuels quien encontró la forma de reparar una grieta en una de las gigantescas plataformas de piedra sobre las que estaba construida la Ciudad Superior, siendo premiado por el Emperador con el título de caballero.

Pudiendo anteponer «lord» a su nombre, el Maestre del Gremio y su familia se habían mudado entonces desde su antigua casa en la parte noroeste de la Ciudad Inferior hasta el mismo borde de la Avenida Baja de la Ciudad Superior. Situada en el lado oeste del Parque Mannan, la nueva mansión de los Samuels daba a la ondulante extensión verde de césped cuidadosamente arreglado y árboles perfectamente modelados y abonados con alguna flor, aquí y allá.

El vecindario era acomodado sin ser
demasiado
rico. Lady Rosamund conoció entonces el placer de oír cómo sus nobles visitantes admiraban «las cosas tan encantadoras que le has hecho a esta pequeña y querida vivienda» de veinte habitaciones más o menos. Y también la complacía infinitamente oírlos comentar benévolamente cuando se iban: «Tan indigna de ti, querida. ¿Cuándo vais a mudaros a algo mejor?».

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