Cuando dejó de nevar, el viento cesó y el cielo se abrió con rapidez. La quietud se instaló en el bosque, aunque existía una tensión en el ambiente que distaba mucho de ser apacible, como si un gigante hubiera absorbido las nubes y el viento, y la nieve estuviera ahora conteniendo el aliento en un ataque de malevolencia. Aquella tensión no cedió durante los días que siguieron, aunque el cielo permaneció despejado —con aquel luminoso color azul que únicamente se ve en invierno—, y no había ninguna señal de que fueran a regresar las tormentas.
Pero todos los acampados en el claro del bosque sabían que se había desatado una tormenta, aunque fuera tan sólo en el alma de un muchacho. Las tormentosas nubes no fueron nunca claramente visibles; desde la mañana en que regresara, Joram se había comportado siempre igual: frío e impasible, silencioso y reservado. Sólo hablaba cuando se le dirigía la palabra, y sus respuestas eran breves y negligentes, como si no hubiera oído; la mayoría del tiempo estaba fuera del campamento, pasando él y el príncipe la mayor parte del día juntos. Cuando regresaban, Joram se comportaba aún con más reserva; a los que lo observaban les parecía que sus nervios estaban tan tensos como las cuerdas de un instrumento desafinado.
Saryon tan sólo podía esperar (ya no rezaba) que una mano maestra estuviera trabajando lentamente para aliviar la presión a la que se veían sometidas aquellas cuerdas antes de que se partieran buscando aquella hermosa melodía que el catalista estaba convencido debía de estar encerrada en el sombrío espíritu del muchacho. ¿Era la mano de Garald? Saryon empezó a creer que así era, y aquella esperanza aligeró su pesada carga. Joram se negaba a comentar aquellos encuentros, mientras que Garald decía únicamente que estaban practicando la habilidad de Joram con la espada.
Entonces, una mañana al alba, casi a mediados de semana, invitaron al catalista a acompañarlos a lo que el príncipe llamaba en broma «la arena».
—Os necesitamos para que nos ayudéis a experimentar con la Espada Arcana, Padre —explicó Garald cuando él y Joram sacaron al catalista de su intranquilo sueño.
Los tres permanecieron hablando en el exterior de la tienda del Cardinal, conversando en voz baja para no despertar a los demás.
Observando la solemne y desaprobadora expresión de Saryon, Joram lanzó un suspiro de impaciencia, que fue reprimido por un ligero movimiento de la mano de Garald.
—Comprendo vuestros sentimientos, Padre Saryon —dijo el príncipe con amabilidad—, pero vos no enviaríais a Joram a Merilon sin que conociera los poderes de la espada, ¿verdad?
«No enviaría a Joram a Merilon ni por todo el oro del mundo», pensó el catalista, pero no lo dijo.
No obstante, Saryon aceptó acompañarlos. Se vio obligado a admitir que el argumento del príncipe tenía su mérito y el catalista sentía, además, una gran curiosidad en el fondo de su corazón en relación a la Espada Arcana. Envolviéndose en una confortable capa facilitada por el príncipe, acompañó a ambos al bosque.
—Lamento tener que molestaros, Padre —se disculpó Garald mientras atravesaban el helado bosque—. Podría habérselo pedido al Cardinal Radisovik, desde luego, pero tanto Joram como yo creemos que cuanta menos gente conozca la auténtica naturaleza de la Espada Arcana, mejor.
Saryon estuvo completamente de acuerdo en ello.
—Además —sonrió Garald—, aunque Radisovik es bastante progresista y liberal en su manera de pensar..., demasiado liberal según vuestro Patriarca..., me temo que la Espada Arcana podría ser demasiado para sus principios.
—Intentaré hacer todo lo que pueda para ayudaros, Alteza —replicó Saryon, envolviendo sus heladas manos en las amplias mangas de sus ropas.
—¡Excelente! —exclamó Garald de todo corazón—. Y nosotros haremos todo lo que podamos para que no tengáis frío; no creo que eso sea un problema ni para Joram ni para mí.
Intercambió una mirada con el muchacho. Saryon se quedó asombrado al descubrir una tenue sonrisa en la severa expresión de los labios y un cálido destello en los sombríos ojos de Joram. La propia angustia de Saryon cedió al momento y sintió ya más calor.
La «arena» resultó ser un pedazo de terreno congelado y desbrozado, localizado en el bosque a una cierta distancia del claro. Aunque Saryon sabía que los vigilantes
Duuk-tsarith
debían de estar por allí, no podía verlos, y los tres tenían la impresión de que estaban solos. O quizá los
Duuk-tsarith
no estaban allí, después de todo; el príncipe podría haber dicho en serio que deseaba mantener en secreto los poderes de la Espada Arcana.
Garald instaló al catalista cómodamente en un auténtico nido de almohadones que hizo aparecer en un momento, y habría añadido vino y alguno que otro manjar exquisito que el catalista hubiera deseado si Saryon, turbado, no lo hubiera rechazado.
Saryon no podía evitar que el príncipe le cayera bien. Garald trataba al catalista con el mayor respeto y cortesía, ansioso por su bienestar y su comodidad, pero procurando siempre comportarse de forma que el otro no se sintiera inferior o tratado con aire protector. No se daba esto sólo en el caso del catalista; Garald trataba a todo el mundo de esta forma, desde Simkin y Mosiah a los
Duuk-tsarith
y Joram.
«Cómo deben de amar al príncipe sus súbditos», pensó el catalista, contemplando cómo aquel noble cortés y elegante conversaba con el torpe y tímido joven, escuchando a Joram respetuoso, tratándolo como a un igual y sin embargo no dudando en señalar aquello en lo que consideraba que el muchacho estaba equivocado.
Joram, por su parte, parecía estudiar a Garald. Quizás era aquello lo que provocaba la confusión en que se encontraba su espíritu. Saryon sabía que Joram daría cualquier cosa por tener el mismo respeto y amor que aquel hombre recibía; a lo mejor, el muchacho estaba empezando a darse cuenta de que debía darlo antes de recibirlo.
Joram y el príncipe ocuparon sus lugares en el centro de la «arena», pero no adoptaron inmediatamente la postura de ataque.
—Dame tu espada un momento —pidió Garald.
Los ojos de Joram centellearon, juntó las cejas y se lo vio vacilar. Saryon meneó la cabeza; desde luego, no podía esperar milagros, se dijo. Garald, con la vista fija en la espada, no pareció advertirlo sino que por el contrario aguardó, paciente.
Finalmente Joram le entregó la espada con un gesto poco amable.
—Tomad.
Cuidando de mantener el rostro totalmente inexpresivo, fingiendo no haber prestado atención a aquel gesto tan grosero, Garald aceptó el arma y empezó a estudiarla con atención.
—Estos últimos días hemos practicado con ella simplemente por practicar esgrima —dijo—. Sin embargo, todo el tiempo, noto que tira de mí, absorbiendo mi magia, de modo que, al finalizar el día, siento que mi cuerpo se ha debilitado. Pero no tiene ese efecto sobre mí, por ejemplo, cuando estamos de regreso en el campamento. No lo noto en absoluto.
—Creo que tiene que ser empuñada para producir ese efecto de absorción de Vida —repuso Joram, olvidándose de sí mismo en su interés por la espada—. Observé el mismo efecto cuando luché contra el Señor de la Guerra. Cuando Blachloch entró en la herrería, la espada no reaccionó; pero cuando me atacó, y yo alcé la espada para defenderme, pude sentir que ésta empezaba a luchar por su cuenta.
—Creo que ya lo comprendo —murmuró Garald, pensativo—. El arma debe reaccionar mediante algún tipo de energía que percibe en ti: ira, miedo, cualquiera de las fuertes emociones que se generan en una batalla. Toma —desabrochó despreocupadamente la funda de su propia espada y le tendió aquella hermosa arma a Joram—, toma la mía. Vamos. Puedes usarla. El que estés Muerto no importará; sus propiedades mágicas pueden activarse mediante una orden. —El príncipe se colocó en posición de ataque, alzando la Espada Arcana con torpeza—. Ojalá alguien te hubiera enseñado el arte de forjar espadas —murmuró—. Ésta será siempre un arma pesada, incómoda. Pero eso no importa ahora. Di las palabras «halcón, ataca» y atácame.
Envolviendo amorosamente con sus manos la primorosa empuñadura labrada de la espada del príncipe, Joram se enfrentó a Garald con el arma en alto.
—Halcón, ataca —invocó y avanzó para atacar.
Garald alzó la Espada Arcana para defenderse pero, rápida como el rayo, su propia arma burló su guardia, hiriéndolo en un hombro.
—¡Dios mío! —Al ver correr la sangre por el brazo del príncipe, Joram dejó caer la espada—. ¡Yo no quería hacerlo, lo juro! ¿Estáis bien?
Saryon se puso en pie de un salto.
—Es culpa mía —dijo Garald con severidad, apretando una mano sobre la herida—. No es nada. Sólo un rasguño, como dicen los actores de una obra de teatro justo antes de caer muertos... Estoy bromeando, Padre. Realmente es un rasguño, mirad.
Exhibió la herida y Saryon vio, con alivio, que la espada le había causado únicamente un rasguño. Pudo detener la sangre con un conjuro para curaciones sencillas, y la «lección» prosiguió.
«Al menos —pensó Saryon, ceñudo—, esto demuestra que los
Duuk-tsarith
no están por aquí. Joram hubiera sido hecho pedazos al instante.»
También le había agradado infinitamente percibir una nota de preocupación auténtica en la voz de Joram, aunque, a juzgar por la uniforme y fría expresión del joven, el catalista estuvo a punto de creer que lo había imaginado.
—Ha sido mi propia estupidez —dijo Garald, pesaroso—. ¡Podría haberme matado con mi propia espada! —Miró, airado, la Espada Arcana—. ¿Por qué no funcionaste? —le preguntó, blandiéndola.
La respuesta acudió de inmediato a la mente de Saryon, pero, como buen matemático que era, tenía que probarla primero hasta quedar satisfecho antes de revelarla.
—Dadle la espada de nuevo a Joram, milord —ordenó Saryon—. Vos tomáis vuestra espada y lo atacáis utilizando el mismo conjuro.
Garald frunció el entrecejo.
—Es un conjuro muy poderoso, como habéis visto. Podría matarlo.
—No lo haréis —dijo Joram con calma.
—Estoy de acuerdo, milord —añadió Saryon—. Por favor, creo que os interesará el resultado.
—Muy bien —repuso Garald, aunque con evidentes reticencias.
Intercambiaron las espadas obedientemente; luego él y Joram volvieron a ocupar de nuevo sus anteriores posiciones.
—Halcón, ataca —ordenó Garald.
Al instante, la plateada hoja de su espada refulgió a la luz del sol, alzándose en el aire como el ave cuyo nombre llevaba en dirección a su víctima. Joram se defendió con la Espada Arcana, con movimientos torpes y desmañados comparados con los del arma del príncipe, cuyos poderes habían sido aumentados mágicamente. La hoja plateada se deslizó hacia el corazón del muchacho, siendo rechazada en el último instante y desviándose como si hubiera chocado contra un escudo de hierro.
—¡Ahhh! —gritó Garald. Bajando el arma, se frotó el brazo que se estremecía a causa del choque. Dirigió la vista a Saryon—. Me parece que esto es lo que queríais que viera. Muy bien, ¿por qué funciona con él? ¿Conoce a su dueño?
—En absoluto, milord —respondió el catalista, satisfecho por el éxito de su experimento—. Ahora comprendo una afirmación que leí en uno de los antiguos textos. Decía que las espadas hechas de piedra-oscura eran empuñadas por legiones de muertos. No hice caso, creyendo que era una leyenda extravagante de fantasmas y espíritus. Pero ahora me doy cuenta de que los antiguos Hechiceros se estaban refiriendo a legiones de hombres que, como Joram, están Muertos. Tiene que ser utilizada por alguien que posea muy poca o ninguna magia capaz de actuar contra la energía de la espada.
—Fascinante —comentó Garald, contemplando el arma con respeto—. Esto permite que aquellos que, de otra forma, serían poco menos que inútiles en una batalla contra magos se conviertan en un ejército poderoso.
—Y requiere un mínimo de adiestramiento, milord —dijo Saryon, interesándose cada vez más por el tema. Sus pensamientos corrían como el mercurio—. Al contrario que los Señores de la Guerra, cuyo entrenamiento empieza prácticamente desde el momento en el que nacen, a los guerreros que utilizan armas de piedra-oscura se les puede enseñar a usarlas en cuestión de semanas. Además, no necesitan catalistas...
Saryon se detuvo bruscamente, dándose cuenta de que había hablado demasiado.
Pero Garald captó lo que quería decir inmediatamente.
—¡No, estáis equivocado! —exclamó, excitado—. Quiero decir que sí, que tenéis razón... hasta cierto punto. Las armas hechas de piedra-oscura no
requieren
un catalista para funcionar; pero vos hablasteis de darle Vida a la espada cuando fue forjada, Saryon. ¿Qué sucedería si le dieseis Vida ahora? ¿No aumentaría eso sus poderes?
—¡Debería! —dijo Joram, ansioso—. Probemos.
—¡Sí! —aprobó Garald, alzando su espada de nuevo.
—¡No! —replicó Saryon.
Ambos se volvieron para mirarlo: Joram, enojado; Garald, decepcionado.
—Padre, reconozco que esto es difícil para vos... —empezó a argumentar con tacto.
—No —repitió Saryon en voz baja y hueca—. No, Alteza. Cualquier otra cosa que me pidierais os la otorgaría, si pudiera. Pero no volveré a hacer eso nunca más.
—¿Se trata de un juramento hecho a vuestro dios? —no pudo evitar Joram preguntar con amargura.
—Un juramento hecho a mí mismo —replicó Saryon en un susurro.
—¡Oh, por el amor de...! —empezó Joram, pero Garald intervino con voz tranquila.
—Era por curiosidad, nada más —dijo el príncipe, encogiéndose de hombros. Se volvió hacia Joram—. Ciertamente, no tiene por qué afectar tu utilización de la espada. No puedes estar seguro de que tendrás a un catalista contigo cuando te veas obligado a utilizarla. Vamos, probémosla con magia más poderosa. Lanzaré un conjuro de protección a mi alrededor y veremos si puedes atravesarlo. Padre, si pudierais
facilitarme
Vida...
Saryon otorgó Vida al príncipe, sintiendo un auténtico placer al verter la magia del mundo en tan noble recipiente. Incluso tuvo la satisfacción de ver que Joram luchaba por contener su ira y lo conseguía finalmente. Sentándose de nuevo entre los almohadones, el catalista pudo contemplar y disfrutar de la contienda entre ambos, aprendiendo muchas más cosas de la Espada Arcana mientras lo hacía. Pero sabía en su corazón que había perdido un punto en la opinión de Garald; un guerrero hasta la médula, el príncipe no podría comprender lo que él debería considerar una remilgada renuencia del catalista a otorgar Vida a la espada.