La Profecía (18 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: La Profecía
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Se puso en pie, sin prestar atención al barro que se le había adherido en sus elegantes ropas. Situándose en posición de ataque, levantó la espada y le hizo una mueca a Joram.

—¿Lo intentamos de nuevo?

Pasaron las horas. El sol ascendió en el cielo y, aunque el día estaba muy lejos de ser caluroso, ambos se quitaron la camisa. Sus fatigosas respiraciones enturbiaban el aire a su alrededor; el terreno no tardó en tener el mismo aspecto que si un ejército hubiera luchado sobre él. En el bosque resonaba el sonido del entrechocar de las espadas. Finalmente, cuando ambos estaban tan agotados que no podían hacer otra cosa que apoyarse en sus armas y dar boqueadas, el príncipe hizo un alto.

Dejándose caer sobre una roca calentada por el sol, le hizo una seña a Joram para que se sentase junto a él; el muchacho obedeció, jadeando y secándose el sudor. Le brotaba la sangre de numerosos cortes y arañazos que tenía en brazos y piernas; tenía la mandíbula hinchada y dolorida, varios dientes sueltos y estaba tan cansado que incluso respirar le suponía un esfuerzo. Pero era un cansancio agradable. Había dado muy bien los últimos pases contra el príncipe y hasta, en una ocasión, le había arrebatado la espada de la mano.

—Agua —murmuró el príncipe, echando una mirada a su alrededor.

Vio un odre cerca de sus camisas, al otro extremo del claro; con un gesto cansado, Garald le ordenó al odre que se acercara a ellos. Éste obedeció, pero el príncipe estaba tan cansado que le quedaba muy poca energía para emplear en la magia, y, en consecuencia, el odre se arrastró hasta ellos por el suelo, en lugar de volar raudo por los aires.

—¡Me recuerda a como me siento yo! —exclamó Garald, jadeante.

Agarrando el pellejo cuando lo tuvo cerca, lo alzó y bebió unos sorbos; luego se lo pasó a Joram.

—No bebas demasiado —le advirtió—. O te sobrevendrá el hipo.

Joram bebió y le devolvió el odre; Garald se vertió un poco de agua en las manos y se la echó en el rostro y el pecho, mientras la piel le tiritaba por el cortante aire.

—Lo estás haciendo... bien, chico... —dijo Garald, mientras respiraba profundamente—. Muy... bien. Si... no estamos los dos muertos... cuando acabe la semana..., deberás estar... listo...

—¿Semana? ¿Listo? —Joram vio desdibujarse los árboles ante sus ojos. En aquel momento, hablar con coherencia estaba fuera de sus posibilidades—. Me... voy... Merilon...

—No antes de una semana. —Garald sacudió la cabeza, y volvió a beber del odre—. No lo olvides... —dijo haciendo una mueca, apoyando los brazos en las rodillas y dejando caer la cabeza para respirar con más facilidad—, eres mi prisionero. ¿O crees que... podrías luchar contra mí... y los
Duuk-tsarith
?

Joram cerró los ojos; la garganta le dolía, los pulmones le ardían, sentía punzadas en los músculos y las heridas le escocían. Le dolía todo el cuerpo.

—En este momento... no podría luchar... ni contra el catalista... —admitió, haciendo una mueca que era casi una sonrisa.

Ambos estaban sentados sobre la piedra, descansando. Ninguno hablaba, ninguno sentía la necesidad de hablar. A medida que iba recobrando sus fuerzas, Joram empezó a relajarse, sintiendo que un cálido y agradable sentimiento de paz lo invadía; tomó nota de lo que lo rodeaba: un pequeño claro en el centro del bosque, un claro que podría haber sido creado mágicamente, tan perfecto era. Sí, se dijo Joram, probablemente había sido abierto en el bosque con ayuda de la magia: la magia del príncipe.

Joram y el príncipe estaban solos, lo cual dio también que pensar a Joram. Habían hecho tanto ruido como un regimiento, por lo que el muchacho había esperado ver en cualquier momento al entrometido catalista sacando la nariz para averiguar qué estaba sucediendo, o por lo menos a Mosiah y al siempre curioso Simkin. Pero Garald había hablado con los
Duuk-tsarith
antes de que partieran, y Joram supuso que les había ordenado que mantuvieran alejado a todo el mundo.

—No me importa —decidió Joram.

Le gustaba aquello; pacífico, tranquilo, con el sol que calentaba la roca sobre la que se sentaban. Realmente, no podía recordar haberse sentido jamás tan contento; su inquieto cerebro redujo su frenético ritmo y se deslizó con facilidad por entre las copas de los árboles, mientras escuchaba la regular respiración de su compañero y el bombeo de su propio corazón.

—Joram —dijo Garald—, ¿qué planeas hacer cuando llegues a Merilon?

Joram se encogió de hombros, deseando que el otro no hubiera hablado, que se mantuviera callado y no rompiera el hechizo.

—No; tenemos que discutirlo —siguió Garald, viendo cómo el expresivo rostro se oscurecía—. Quizás esté equivocado, pero tengo la impresión de que «ir a Merilon» es como un cuento infantil para ti. Una vez que llegues allí esperas que tu vida sea «toda mucho mejor» simplemente porque estarás a la sombra de sus plataformas flotantes. Créeme, Joram —el príncipe meneó la cabeza—, no sucederá así. He estado en Merilon. No recientemente, desde luego. —Sonrió sardónicamente—. Pero sí en la época en que estábamos en paz. Y puedo asegurarte, ahora mismo, que no conseguirás ni llegar a ver las puertas de la ciudad. Eres un salvaje procedente del País del Destierro. No bien te acerques, ¡los
Duuk-tsarith
te atraparán —hizo chasquear los dedos— así!

El sol desapareció, envuelto en nubes, y se alzó un viento que empezó a silbar lúgubremente por entre los árboles. Tiritando, Joram se puso en pie y se dispuso a atravesar el claro hasta el lugar donde yacía su camisa sobre la hierba.

—No, espera. Yo la traeré —dijo Garald, poniéndole una mano en el brazo. Con un gesto, hizo que ambas camisas echaran a volar, revoloteando por el aire como pájaros de tela—. Lo siento; siempre me olvido de que estás Muerto. Tenemos tan pocos Muertos en Sharakan, que nunca he conocido a nadie como tú.

Joram torció el gesto, sintiendo aquel repentino y agudo dolor que experimentaba siempre que se le recordaba la diferencia que existía entre él y el resto de los habitantes del mundo. Miró al príncipe, enojado, seguro de que se estaba burlando de él. Pero Garald no lo estaba mirando, porque se estaba embutiendo la camisa por la cabeza.

—Siempre he envidiado la habilidad de Simkin para cambiarse de ropa a su antojo. Sin mencionar —gruñó el príncipe, pasándose la fina camisa de batista por los hombros— la facultad de cambiar su apariencia cuando le apetece. ¡Un cubo!

Sacando la cabeza por el cuello de la camisa, Garald se alisó el cabello, mientras hacía una mueca al recordar a Simkin. Luego, poniéndose serio, continuó con el tema que tenía en la cabeza.

—Hay muchos que nacen Muertos en Merilon, o al menos eso he oído —dijo, haciendo que su tranquila aceptación de aquel hecho sofocara lentamente la cólera de Joram—. Sobre todo entre la nobleza. Pero ellos tratan de deshacerse de estos seres, matando a los bebés o enviándolos clandestinamente al País del Destierro. Se están pudriendo por dentro —sus claros ojos se ensombrecieron, oscurecidos por su propio enojo—, y extenderían su enfermedad al mundo entero si los dejaran. Bien —suspiró profundamente, sacándoselo de encima—, no podrán.

—Hablábamos de Merilon —intervino Joram con aspereza.

Volviéndose a sentar, cogió un puñado de guijarros del suelo y empezó a arrojarlos contra el tronco de un árbol que había a lo lejos.

—Sí; lo siento —repuso Garald—. Respecto a la entrada en la ciudad...

—Mirad —le interrumpió Joram, impaciente—, ¡no os preocupéis de ello! Nos disfrazaremos, si hace falta. Los desechos del guardarropa de Simkin por sí solos podrían abastecernos durante años...

—Y luego ¿qué?

—Luego... luego... —Joram se encogió de hombros, enojado—. ¿A vos qué os importa, de todas formas..., Alteza? —preguntó, haciendo una mueca de desprecio.

Volvió la vista y vio que Garald lo contemplaba con una expresión tranquila y severa, sus ojos claros ahondando en las profundidades de aquellas regiones oscuras y lóbregas del alma de Joram que ni siquiera el mismo Joram se había atrevido a explorar. Al instante, el muchacho reforzó el muro de piedra con el que se rodeaba.

—¿Por qué hacéis esto? —exigió, enojado, señalando con un gesto la Espada Arcana que yacía en el suelo cerca de él—. ¿Qué os importa si vivo o muero? ¿Qué obtendréis con ello?

Garald observó a Joram en silencio; luego sonrió lentamente. Era una sonrisa de tristeza y pena.

—Eso es lo único que ves, ¿verdad, Joram? —dijo—. Lo que pueda obtener con ello. No te importa que haya oído tu historia de labios del catalista, que sienta lástima por ti... Ah, sí, eso te pone furioso, pero es verdad. Te tengo lástima... y te admiro.

Joram desvió los ojos del príncipe, se apartó de la mirada intensa de aquellos ojos claros y límpidos, clavando los suyos oscuros en las enmarañadas ramas de los desnudos y muertos árboles.

—Te admiro —continuó el príncipe, imperturbable—. Admiro la inteligencia y la perseverancia que demostraste al descubrir algo que había estado perdido para la humanidad durante siglos. Sé el valor que necesitaste para enfrentarte a Blachloch, y te admiro por salir con bien de ello. Aunque no fuera por otro motivo, te debo algo por salvarnos, aunque fuera involuntariamente, del doble juego del Señor de la Guerra. Pero veo que eso no te satisface; quieres conocer además mi «segunda intención».

—No me digáis que no tenéis una —murmuró Joram con amargura.

—Muy bien, amigo mío, te diré «qué saco yo con esto». Tú coges tu espada, tu Espada Arcana, como tú la llamas, y te vas a Merilon; y con ella o sin ella —Garald se encogió de hombros— recuperas tu herencia. Ocultas el hecho de que estás Muerto, cosa que puedes hacer perfectamente mientras tengas al catalista para que te sirva de pantalla. Nunca pensaste en eso, ¿verdad? Es una buena idea, considérala. Hasta ahora, no había importado si tú le pedías o no a un catalista que te facilitara Vida; no había ningún catalista en el pueblo de los Hechiceros a quien pedírselo. Pero será diferente en Merilon. Se esperará de ti que utilices a un catalista, que lleves a uno contigo. Teniendo a Saryon a tu lado, puedes seguir fingiendo que tienes Vida.

«Pero ¿por dónde iba? Ah, sí. Encuentras a la familia de tu madre y los convences para que te acepten en el seno familiar. Quién sabe, a lo mejor aún lloran a su desgraciada hija, que huyó antes de que ellos pudieran demostrarle cuánto les importaba y lo dispuestos que estaban a perdonar. O a lo mejor la familia se ha extinguido, y quizá puedas probar tus pretensiones y obtener sus tierras y sus títulos.

»No importa —continuó Garald, malicioso—. Supongamos que todo esto tiene un final feliz y te conviertes en un noble, Joram; un noble de Merilon, con título, tierras y riquezas incluidas. ¿Qué es lo que quiero de ti, noble caballero? Mírame, Joram.

El muchacho no pudo evitar volverse ante el apremiante tono de aquella voz. Ahora no sonaba con ligereza ni malicia.

—Quiero que vengas a Sharakan —dijo el príncipe—. Quiero que lleves tu Espada Arcana y luches junto a nosotros.

Joram lo contempló, incrédulo.

—¿Por qué creéis que lo haré? Una vez que
haya
obtenido mis legítimas posesiones, no haré nada, excepto...

—¿Contemplar cómo el mundo sigue su curso? —Garald sonrió—. No, no creo que lo hagas, Joram. No pudiste hacerlo estando con los Hechiceros; no fue el temor por tu propia seguridad lo que te empujó a luchar contra el Señor de la Guerra. Oh, no conozco los detalles, pero, si ése hubiera sido el caso, siempre hubieras podido huir, dejando que algún otro se enfrentase a él. No, lo hiciste porque existe algo en tu interior que siente la necesidad de proteger y defender a aquellos que son más débiles que tú.
Ésa
es tu herencia; naciste
Albanara
. Y debido a ello creo que contemplarás Merilon con ojos que no quedarán deslumbrados por las hermosas nubes en las que viven sus habitantes.

»Has sido Mago Campesino. ¡Por Almin! —continuó Garald con más apasionamiento mientras Joram, sacudiendo la cabeza, apartaba la vista dé nuevo—. ¡Has vivido bajo la tiranía de Merilon, Joram! ¡Sus rígidas tradiciones y creencias fueron la causa de que tu madre fuera expulsada y a tu padre lo condenaran a ser un muerto viviente! Verás una ciudad hermosa, desde luego, ¡pero es una belleza que encubre su descomposición! Se dice incluso que la Emperatriz... —Garald se detuvo con brusquedad—. Olvídalo —siguió hablando en voz muy baja, juntando las manos—. No puedo creer que
eso
sea verdad, ni siquiera viniendo de ellos.

El príncipe calló, mientras dejaba escapar un profundo suspiro.

—¿No te das cuenta, Joram? —continuó, más calmado—. Tú, un noble de Merilon, uniéndote a nosotros, dispuesto a luchar para devolverle a tu ciudad su antiguo honor. Mi gente se sentiría impresionada; y lo que es más importante aún, ayudarías a influir en los Hechiceros, entre quienes has vivido. Esperamos aliarnos con ellos, pero estoy seguro de que seguirían a mi padre con más facilidad si él pudiera señalarte con la mano y decir; «¡Mirad, aquí tenéis a uno a quien conocéis y en quien confiáis, que lucha también a nuestro lado!». Los Hechiceros te conocen y les gustas, ¿no es así? —preguntó el príncipe de improviso.

Si Joram hubiera sido una persona entendida en las pullas verbales y en saber llevar las conversaciones al terreno adecuado, se hubiera dado cuenta de que el príncipe lo estaba llevando a donde él quería.

—Me conocen, al menos —respondió Joram sucintamente, sin darle demasiada importancia al asunto.

Estaba considerando las palabras del príncipe; podía verse a sí mismo entrando a caballo en Sharakan, resplandeciente bajo los atavíos propios de su rango, para ser recibido por el Rey y su hijo. Eso sería algo magnífico. Pero ¿ir a la guerra con ellos? ¡Bah! Qué le importaba a él...

—¡Ah! —exclamó Garald, con un tono despreocupado—. «Me conocen, al menos», dices. Lo cual significa, supongo, que te conocen pero no les gustas especialmente. Y, desde luego, eso te tiene por completo sin cuidado, ¿no es así?

Joram alzó los oscuros ojos y se puso en guardia al instante; pero ya era demasiado tarde.

—Fracasarás en Merilon, Joram. Fracasarás allí donde vayas.

—¿Y eso por qué... Alteza?

Lleno de desprecio, Joram no se dio cuenta de que tenía el extremo de aquel estoque verbal apoyado sobre su corazón.

—Porque quieres convertirte en un noble, y quizá por derecho
eres
un noble. Pero desgraciadamente, Joram, no hay ni un gramo de nobleza en ti —respondió Garald con tranquilidad.

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