—¡Desde luego que no! —saltó Joram, dándose cuenta del error de Garald—. ¡No es
él
! —La amargura volvió a su voz—. Mi creación fue el crimen cometido por mi padre. Fue condenado a la Transformación, y ahora permanece, como una estatua viviente, guardando la Frontera.
—Dios mío —murmuró el príncipe, y ya no había compasión en su voz sino comprensión—. Así que venís de Merilon por nacimiento. —De nuevo estudió a Joram a la luz del sol—. Sí, encaja de algún modo. Sin embargo..., no puedo situar...
Irritado, sacudió la cabeza, intentando recordar; pero sus pensamientos se vieron interrumpidos por Simkin, quien lanzó un enorme y profundo bostezo.
—Odio tener que disolver esta reunioncita tan terriblemente fascinante, ¿sabéis? Y me siento realmente encantado de volver a verte, Garald, viejo amigo. Pero me vendría bien disfrutar de una pequeña siesta antes de la cena. —Lanzó otro bostezo—. No es fácil la vida de un cubo. Sin mencionar que esos enlutados guardias tuyos son, en realidad, dos enormes zoquetes que tropezaron conmigo dándome un buen golpe cuando estaba sobre la hierba. Me dio un vuelco el corazón, por así decirlo, del cual podría sin duda no recuperarme jamás.
Aspiró por la nariz indignado y se pasó el retal de seda naranja por la nariz, dándose pequeños golpecitos.
—Naturalmente, ve a descansar en el claro, amigo mío —sonrió Garald—. Sí que estás un poco blanco.
—¡Ay! —Simkin hizo una mueca—. Un juego de palabras indigno de vos, mi príncipe. Dulces sueños. También para ti, ¡oh Sombrío y Melancólico Amigo!
Despidiéndose de Joram con un gesto descuidado, el barbudo joven se deslizó hacia adelante, cabalgando sobre las cálidas corrientes de aire primaveral que podían sentirse a medida que se acercaban más al mágico campamento.
—¿Cómo es que conocéis a Simkin? —preguntó Joram sin querer, observando que la capa y el sombrero verde con la pluma de faisán se alejaban flotando por el aire.
—¿Conocer a Simkin? —Echando una mirada a Joram, el príncipe enarcó una ceja, divertido—. No sabía que nadie lo hubiera conseguido jamás.
—Bien, Radisovik, ¿qué habéis descubierto?
La noche, la noche real, no mágica, había descendido sobre el claro. Un fuego de campamento ardía en el centro de una zona limpia de maleza. Había sido utilizado para cocinar un par de conejos que el príncipe había atrapado a primeras horas del día, y ahora arrojaba una agradable y cálida luz por el tranquilo claro. Con la magia que él mismo poseía y con la de los soldados que tenía a sus órdenes, el príncipe Garald podría haber prescindido de hogueras y trampas para cazar. Los conejos podrían muy bien haberse cocido por ellos mismos. Pero a Garald le gustaba mantenerse en forma; uno nunca sabía, particularmente en aquellos tiempos tan revueltos, cuándo podría verse obligado a vivir sin magia.
Ahora, en plena noche, el príncipe y su Cardinal paseaban lentamente por entre los árboles, manteniendo el campamento dentro de su campo visual, y permaneciendo a la vez bajo la protectora y vigilante mirada de los encapuchados
Duuk-tsarith
. A alguna distancia del lugar por el que ellos andaban, se sentaba el catalista, dando cabezadas junto al fuego y bebiendo una taza de té caliente. Mosiah estaba tumbado cerca de él, dormido, envuelto en las suaves mantas que el príncipe había hecho aparecer para ellos con sus propias manos. Joram yacía cerca de su amigo, pero permanecía completamente despierto; sus ojos seguían los movimientos del príncipe y del Cardinal; la espada reposaba a su lado, al alcance de su mano. Garald se preguntó si el joven pretendería permanecer despierto toda la noche, vigilando. Sonriendo para sí, sacudió la cabeza. También él había tenido diecisiete años una vez; y tampoco hacía tanto tiempo. Ahora tenía veintiocho. Y aún se acordaba.
Su otro invitado, Simkin, había extendido las mantas en un macizo de flores a alguna distancia de sus compañeros. Ataviado con una camisa de dormir con volantes de encaje, que incluía un gorro de dormir con borla, roncaba sonoramente, pero nadie podía adivinar si estaba dormido realmente o tan sólo lo fingía. Desde luego, Garald no tenía ni idea. Sin embargo, conocía lo bastante a Simkin como para saber que
era
imposible estar seguro.
—¿Alteza?
—Oh, perdonadme, Cardinal. Estaba dejando vagar mi imaginación. Continuad, por favor.
—Esto es muy importante, Alteza.
La voz del Cardinal traslucía una sombra de reproche.
—Tenéis toda mi atención —dijo el príncipe con seriedad.
—El catalista, Saryon, ha estado en contacto directo con el Patriarca Vanya.
—¿Cómo?
Una expresión preocupada apareció en el rostro de Garald al instante.
—La Cámara de la Discreción, indudablemente, milord, aunque el pobre hombre no tiene la menor idea de lo que es eso. De todas formas, yo la he reconocido por la descripción. Según él, el Patriarca Vanya está trabajando activamente para lograr nuestra destrucción.
—No es una novedad, precisamente —murmuró Garald, frunciendo el entrecejo.
—No, milord. Lo que es una novedad es el hecho de que Blachloch estuviera actuando como agente doble. Sí, Alteza —siguió, respondiendo a la expresión de sorpresa del príncipe—, ese hombre era un instrumento de Vanya, enviado al pueblo de los Hechiceros para convencernos de que declarásemos la guerra. Una vez que dependiéramos de los Hechiceros y de sus armas fabricadas con Artes Arcanas, Blachloch se volvería contra nosotros y contra ellos. Hubiéramos caído, derrotados, a manos de nuestros enemigos, y los Hechiceros hubieran sido destruidos.
—Un bastardo inteligente, ese Blachloch —dijo Garald, ceñudo—. Pero observo que os referís a él en pasado.
—Está muerto, Alteza. El muchacho... —Radisovik dirigió una mirada a Joram— lo mató.
—¿A un
Duuk-tsarith
? —pareció ponerlo en duda Garald.
—Con la espada, milord, y la ayuda del catalista.
—Ah, la espada de piedra-oscura. —Garald desarrugó el ceño. Luego volvió a fruncirlo y clavó los ojos en Joram—. Realmente es un muchacho peligroso —añadió y después se quedó en silencio, inmerso en sus pensamientos.
El Cardinal, que andaba junto a él, se quedó callado a su vez.
—¿Confiáis en ese catalista? —preguntó repentinamente Garald.
—Sí, milord, hasta cierto punto —contestó Radisovik.
—¿Qué queréis decir con «hasta cierto punto»?
—En el fondo, Saryon es un estudioso, Alteza, un genio de las matemáticas; por eso se sintió atraído por el estudio de las Artes Arcanas de la Tecnología. Es un hombre sencillo, que anhela refugiarse entre las paredes de El Manantial, dedicando su vida a los libros. Pero es indudable que algo le ha sucedido, y fuera lo que fuese, está proyectando una sombra sobre su vida.
—¿Algo que tiene que ver con el muchacho?
—Sí, Alteza.
—Simkin dijo otro tanto; algo acerca de que Vanya había enviado a este catalista en busca de Joram para llevarlo de vuelta a El Manantial. —Garald se encogió de hombros—. Pero... eso es lo que dice Simkin. No creí gran parte de lo que dijo.
—El catalista corrobora su historia, Alteza. Según él, fue enviado por el Patriarca Vanya para llevar a Joram ante la justicia.
—Y vos creéis...
—Está diciendo la verdad, milord, pero no toda la verdad. En realidad, Alteza, creo que es por eso por lo que está siendo tan liberal con su información. Saryon parecía hallarse ansioso de una forma totalmente patética por contarme todo o más de lo que yo quería saber sobre Blachloch. El pobre hombre es totalmente transparente. Desde luego, está batiendo el ala rota para mantenerme alejado de lo que tiene escondido en el nido.
—¿Qué razón da para que Vanya quisiera capturar al muchacho?
—Únicamente la razón obvia de que Joram está Muerto, milord, y de que es un asesino también. El chico mató a un capataz; según el catalista, Joram fue provocado. El capataz mató a su madre.
—¡Bah! —Garald arrugó aún más el entrecejo—. El Patriarca Vanya no se hubiera molestado por un delito tan insignificante. Habría pasado el asunto a los
Duuk-tsarith
. ¿El catalista mantiene esa absurda historia?
—Y la mantendrá, Alteza, hasta la muerte. Observo otra cosa interesante en el catalista, milord.
—¿Y es?
—Ha perdido la fe —declaró Radisovik, con suavidad—. Es un hombre que vaga solo en la oscuridad de su alma, sin la guía de su dios. Un hombre así, que guarda un secreto como éste, se aferrará aún con más tenacidad a ese secreto porque es lo único que le queda. —El Cardinal encogió los hombros y se estremeció ligeramente a causa del frío que hacía en el bosque—. No estoy seguro, no obstante. Quizá los Señores de la Guerra podrían sacárselo con sus sistemas especiales...
—¡No! —gritó Garald con firmeza, dirigiendo involuntariamente la mirada hacia las enlutadas figuras que permanecían de pie en disciplinado silencio cerca del fuego—. Le dejaremos ese tipo de cosas a Vanya y a su Emperador títere; si es deseo de Almin que lleguemos a conocer el secreto de este hombre, entonces lo descubriremos. Si no es así, querrá decir que no es nuestro sino conocerlo.
—Amén —murmuró el Cardinal, con aspecto aliviado.
—Después de todo, ha sido Almin quien ha querido que descubriéramos la traición de Blachloch a tiempo —continuó Garald con una sonrisa.
—Alabemos a nuestro Creador —respondió el Cardinal—. Y ahora, sabiendo esto, milord, ¿seguiremos con nuestro viaje al poblado de los Hechiceros?
—Sí, desde luego. Si estáis de acuerdo, claro —añadió Garald apresuradamente. Acostumbrado como estaba a actuar con rapidez y decisión, el joven príncipe olvidaba algunas veces pedir consejo al Cardinal, quien, por su mayor edad, era un hombre con más experiencia; aquélla era una de las razones por las que su padre, el rey, los había enviado a los dos juntos en aquella misión.
—Creo que sería acertado, Alteza; particularmente ahora —dijo Radisovik, tocándole el turno ahora a él de ocultar una sonrisa—. Los Hechiceros estarán desconcertados, después de la muerte de su cabecilla. Según el catalista, una facción desea la paz; pero otra, más fuerte, está en favor de llevar adelante la guerra. Debería ser relativamente fácil intervenir, tomar el control y trabajar con ellos en serio ahora que el Señor de la Guerra ha desaparecido.
—Sí, así es como lo entiendo yo también —sonrió Garald—. Entretanto, supongo que no habrá ninguna prisa.
El Cardinal pareció sorprenderse.
—Bueno, no, yo diría que no, Alteza. Aunque debemos llegar al poblado antes de que sus habitantes hayan tenido la oportunidad de elegir a un cabecilla...
—Una semana más o menos no importaría demasiado, ¿no os parece?
—N... no, milord —contestó el Cardinal, perplejo—, creo que no.
—¿Y cuáles son las intenciones de nuestros invitados? ¿Adónde se dirigen?
—A Merilon, Alteza —respondió el Cardinal.
—Sí, eso tiene sentido —repuso Garald, hablando más para sí que para su compañero—. Joram busca su nombre y su fortuna. Esto podría salir muy bien...
—¿Alteza?
—Nada, simplemente hablaba conmigo mismo. Acamparemos aquí durante una semana, si no tenéis inconveniente, Radisovik.
—¿Y qué pretendéis hacer aquí, milord? —preguntó el Cardinal.
Convertirme en instructor de esgrima. Buenas noches, Eminencia.
Garald hizo una reverencia y después se dirigió hacia la fogata.
—Buenas noches, Alteza —murmuró Radisovik, siguiendo al príncipe con la mirada, perplejo.
Garald regresó junto al fuego, pensativo. El Cardinal siguió adelante, cruzando el claro, y penetró en una tienda de seda que había aparecido cerca de los manantiales de aguas calientes por orden de uno de los
Duuk-tsarith
. El príncipe se dio cuenta, mientras andaba, de que tanto él como el Cardinal estaban bajo el atento escrutinio del catalista y que la mirada de Saryon iba de ellos a Joram. El muchacho se había quedado dormido finalmente, manteniendo la mano apoyada sobre la espada.
«El catalista lo quiere, eso está claro —pensó el príncipe, estudiando a Saryon por entre los semicerrados párpados mientras se acercaba—. Y qué amor tan difícil debe de ser; aparentemente no es correspondido. Radisovik está en lo cierto. Aquí hay un gran secreto; él no lo revelará, eso es evidente. Pero durante una conversación acerca del muchacho, podría decirme más de lo que él cree. Y descubriré también algo sobre Joram.»
—No, por favor, no os levantéis, Padre —dijo el príncipe en voz alta, deteniéndose junto al catalista—. Si no tenéis inconveniente, me gustaría sentarme con vos un rato, a menos que estéis pensando en retiraros, claro.
—Gracias, Alteza —replicó el catalista, dejándose caer de nuevo sobre la suave y fragante hierba que había sido transformada mediante la magia en una alfombra tan gruesa y lujosa como cualquiera de las que podían encontrarse en la corte—. Me sentiría feliz de disfrutar de vuestra compañía. Re... resulta que sufro de insomnio algunas noches. —El catalista sonrió fatigadamente—. Y parece que ésta es una de esas noches.
—Yo también me desvelo a menudo —comentó el príncipe, sentándose con elegancia junto al catalista—. Mi
Theldara
me ha recetado una copa de vino antes de acostarme.
Una copa de cristal apareció en la mano del príncipe, llena de un líquido de color rojo intenso que despedía cálidos destellos a la luz de la hoguera. Se la entregó al catalista.
—Os lo agradezco, Alteza —dijo Saryon, enrojeciendo ante aquella atención—. A vuestra salud.
Bebió un pequeño sorbo de vino. Era delicioso y le devolvió el recuerdo de la vida en la corte y en Merilon.
—Me gustaría hablaros de Joram, Padre —comenzó Garald, acomodándose en la herbácea alfombra. Se apoyó en un codo y miró al catalista directamente a la cara, manteniendo la suya alejada de la luz que despedía la hoguera.
—Sois directo y conciso, milord —dijo Saryon, sonriendo débilmente.
—Sí, es un defecto mío —contestó Garald, mientras hacía una mueca de pesar y arrancaba manojos de hierba—. O al menos eso es lo que asegura mi padre; dicen que espanto a la gente porque me abalanzo sobre ella como un gato en lugar de acercarme sigilosamente por detrás.
—Os contaré con mucho gusto lo que sé del muchacho, milord —interrumpió Saryon, dirigiendo una mirada a la figura dormida que yacía cerca del fuego—. La historia de sus primeros años de vida la oí de otras personas, pero no tengo motivos para dudar de los hechos.