La Profecía (12 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: La Profecía
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Mosiah le escuchaba boquiabierto, apoyado contra un árbol. Joram, tumbado boca abajo, volvió la cabeza en dirección al sol, con una expresión extraordinariamente relajada que suavizaba sus facciones marcadas y angulosas. Escuchaba con aparente placer, luciendo una mirada soñadora en los oscuros ojos, viéndose a sí mismo, quizá, montado en uno de aquellos carruajes.

Súbitamente, Simkin saltó de pronto de detrás de un árbol, interrumpiendo al catalista, clavando la mirada en el claro con el entrecejo profundamente fruncido.

—Túmbate, nos estás volviendo locos —dijo, irritado, Mosiah.

—Si me tumbara, nunca me volvería a levantar —respondió Simkin, malhumorado—. Me encontraríais tieso de aburrimiento antes del anochecer, igual que encontramos al duque d'Grundie después de uno de los discursos del Emperador. Tuvimos que empaparle en vino para que recuperara la flexibilidad.

—Seguid, Padre —dijo Mosiah—. Contadnos más cosas sobre Merilon. No hagáis caso de este idiota.

—No es necesario —repuso Simkin con arrogancia—. Me voy. ¡Os vuelvo a repetir que no me gusta este lugar!

Simkin echó hacia atrás la cabeza, que ahora lucía un puntiagudo sombrero verde con una larga pluma de faisán balanceándose sobre su espalda, cubierta por una capa también de color verde. Luego abandonó el campamento, desapareciendo en el bosque.

—Está de un humor extraño —observó el catalista, pensativo. Dándose cuenta de que había extendido su manta sobre una raíz de árbol que sobresalía del suelo y se le clavaba en la espalda de forma muy molesta, Saryon se puso en pie y trasladó su manta a otro lugar—. Quizá no deberíamos dejar que se fuera...

—¿Cómo sugerís que le detengamos? —preguntó Joram perezosamente, lanzando pedazos de pan de su mochila a un cuervo. El pájaro había estado posado en las ramas del árbol bajo el que estaban tumbados, y ahora revoloteó hasta el suelo para aceptar la comida con aire condescendiente. Tan a gusto se sentían, que a ninguno de ellos se le ocurrió preguntarse qué hacía el cuervo allí, cuando no habían visto un solo animal durante días.

—Oh, a Simkin no le sucede nada —dijo Mosiah, contemplando el solemne pavoneo del ave con una sonrisa—. Sencillamente está furioso porque se ha perdido y no quiere admitirlo. Seguid hablando de Merilon, Padre. Habladnos de las plataformas flotantes de piedra y las Casas Gremiales...

—¡Si Simkin se ha perdido, también lo estamos nosotros!

Saryon perdió la tranquilidad. De repente, el sol que brillaba en el claro era demasiado fuerte, demasiado brillante. Le estaba produciendo dolor de cabeza.

—¡No empecéis a hablar de nuevo de Simkin, catalista! —exclamó Joram, frunciendo el entrecejo y golpeando accidentalmente al cuervo con un pedazo de pan. Con un graznido de indignación, el ave alzó el vuelo yendo a posarse en el árbol de nuevo, donde se quedó con aspecto melancólico arreglándose las erizadas plumas—. Estoy harto de los dos...

—¡Chissst!

Aparentemente surgiendo del aire, la voz los sobresaltó a los tres. Mosiah, perplejo, lanzó una asustada mirada al cuervo, pero antes de que pudiera reaccionar, Simkin se materializó en el centro del claro, con el sombrero torcido, y el delgado y afilado rostro totalmente pálido bajo la suave barba.

—¿Qué sucede? —Joram estaba ya en pie, y su mano iba dirigiéndose instintivamente hacia la espada.

—¡Al suelo! ¡Escóndete! —jadeó Simkin, haciéndolo caer sobre la hierba.

Los demás se dejaron caer también cuan largos eran sobre el estómago, sin atreverse apenas a respirar.

—¿Centauros? —preguntó Mosiah en un susurro entrecortado.

—¡Peor! —siseó Simkin—. ¡
Duuk-tsarith
!

9. ¡Capturados!

—¡
Duuk-tsarith
! —jadeó Mosiah.

—¡Pero eso es imposible! —exclamó Saryon—. Nunca podrían haber encontrado nuestro rastro; ¡la Espada Arcana nos protege! ¿Estás seguro?

—Por la sangre de Almin, Calvo Amigo —farfulló Simkin, mirándolo con ojos extraviados por entre las altas hierbas—. ¡Desde luego que estoy seguro! Reconozco que es un poco difícil ver en ese bosque tan oscuro, desde luego, especialmente si aquellos a los que uno está observando van todos
vestidos de negro
. Pero si queréis, puedo volver y preguntarles...

En aquel momento, el cuervo dejó escapar un sonoro graznido que sonó exactamente igual que una ronca carcajada y se alejó volando de los árboles.

—O mejor aún, preguntadle a él —dijo Simkin con un siniestro tono irónico—. ¿Cuánto tiempo ha estado aquí?

Saryon suspiró, meneando la cabeza. Tendido cuan largo era, se sentía poco protegido por aquellas hierbas altas y se aplastaba contra el suelo como si quisiera penetrar en la tierra. El bosque estaba a más de treinta metros de distancia. A lo mejor podrían escapar.

—En nombre de Almin, ¿qué hacemos ahora? —preguntó Mosiah, apremiante.

—¡Irnos! —dijo el catalista—. Salgamos de aquí rápidamente...

—¡Eso no servirá de nada! —replicó Simkin—. Saben que estamos aquí, y no se hallan muy lejos; en el bosque al otro lado de la cascada. Al menos hay dos de ellos. Evidentemente nos han estado vigilando a través de los ojos de su pequeño amigo emplumado. Adónde podemos ir para que él no nos descubra... a menos que utilicemos los Corredores...

—No —se apresuró a decir Saryon con el rostro pálido—. Eso sería arrojarnos en sus brazos.

—Esta vez estoy de acuerdo con el sacerdote —dijo Joram con brusquedad—. Te olvidas de que estoy Muerto. Una vez en los Corredores, me tendrían atrapado.

—Entonces, ¿qué podemos hacer? —preguntó Mosiah, con una voz demasiado aguda—. No podemos huir, no podemos escondernos...

—Chissst. Atacaremos —replicó Joram.

Los oscuros ojos aparecían imperturbables; una media sonrisa apareció en sus gruesos labios. Su rostro, visto desde su escondite entre las hierbas, tenía un aspecto casi bestial.

—¡No! —rechazó Saryon categóricamente, estremeciéndose.

—Una idea excelente, de verdad —susurró Simkin, entusiasmado—. El cuervo les dirá que sabemos que están ahí. Esperarán que huyamos y probablemente habrán hecho planes para esa eventualidad. ¡Lo que
no
esperarán es que los rodeemos y ataquemos!

—¡Es de
Duuk-tsarith
de quienes estamos hablando! —les recordó Saryon con amargura.

—¡Contamos con el elemento sorpresa y tenemos la espada! —replicó Joram.

—¡Blachloch estuvo a punto de acabar contigo! —exclamó Saryon sin alzar la voz, apretando los puños.

—¡Eso me enseño! Además, ¿qué otra opción tenemos?

—¡No lo sé! —murmuró Saryon con voz entrecortada—. Pero no quiero más muertes...

—Son ellos o nosotros, Padre. —Juntando las manos, Mosiah pronunció unas pocas palabras. Se produjo un resplandor tenue en el aire y un arco y un carcaj se materializaron en sus manos—. Mirad esto —dijo orgullosamente—; he estado estudiando conjuros guerreros. Todos lo hacíamos, allí en el pueblo. Y sé cómo utilizarlo. Contando con vos para otorgarme Vida, y teniendo a Joram y la espada...

—Será mejor que nos demos prisa —los apremió Simkin—, antes de que lancen algún conjuro para atraparnos o realicen un encantamiento en el claro del bosque.

—Si no queréis venir, Padre —dijo Mosiah—, facilitadme Vida aquí mismo. Podéis quedaros...

—No, Joram tiene razón —repuso Saryon en voz muy baja—. Si insistís en esta locura, yo también voy. Podéis necesitarme para... para otros menesteres. Puedo hacer otras cosas además de facilitar Vida —dijo, dirigiendo una mirada significativa a Joram—. También puedo quitarla.

—¡Seguidme, entonces! —susurró Simkin.

Se puso en cuclillas y empezó a gatear lentamente a través de la alta maleza en dirección a la cascada.

—¿Dónde estarás? —preguntó Mosiah a Simkin, que se iba cambiando de vestimenta a medida que avanzaba.

—En lo más reñido de la batalla, puedes estar seguro —replicó Simkin con voz profunda y áspera.

Estaba vestido con una piel de serpiente, sumamente apropiada para arrastrarse por entre la hierba. Por desgracia, el conjunto quedaba bastante deslucido por culpa de un casco de metal con visor incluido que le cubría la cara, le oscurecía la visión y recordaba vagamente un cubo volcado.

—Sí, son
Duuk-tsarith
—murmuró Saryon.

Empezaba a caer la tarde. El sol estaba ya iniciando su descenso hacia la noche. Agazapado en la hierba en el límite entre el prado y el bosque, el catalista podía ver a los dos hombres y sus negras y largas túnicas con claridad. Saryon suspiró con desánimo; había estado esperando que se tratase de los «monstruos» de Simkin, que desaparecían inexplicablemente en cuanto alguien iba en su busca.

Pero aquellos eran, realmente, Señores de la Guerra; miembros de la terrible Orden de los
Duuk-tsarith
. Sus manos estaban cruzadas frente a ellos, tal como era característico; sus rostros se hallaban ocultos bajo las sombras de sus capuchas puntiagudas. Cualquier duda que pudiera existir quedó disipada a la vista de un cuervo, posado en la rama de un árbol cerca de los dos hombres, cuyos ojos desprendían un fulgor rojizo bajo la luz solar que se filtraba por entre las hojas. Saryon observó con atención a los enlutados personajes. Su mente regresó por un momento a El Manantial, al día en el que aquellos dos
Duuk-tsarith
lo habían descubierto leyendo los libros prohibidos...

—Ése debe de ser su catalista —susurró, desterrando apresuradamente aquellos espantosos recuerdos.

Moviéndose cautelosamente, temeroso de que oyeran el sonido de su mano al elevarse, indicó a un tercer individuo que llevaba una larga capa de viaje. Aunque la capa ocultaba sus ropas, la cabeza tonsurada de aquel hombre lo señalaba como sacerdote. Él y un cuarto hombre permanecían algo alejados de los Señores de la Guerra. Uno al lado del otro, conversaban evidentemente entre ellos y alguna que otra vez la mano del cuarto hombre se movía como para acentuar algún punto. Fue aquel cuarto hombre el que atrajo la atención del catalista. Más alto que el resto, su capa estaba hecha de un tejido suntuoso, y, cuando hizo un gesto con la mano, Saryon pudo ver el destello de varias alhajas en sus dedos.

El catalista lo señaló con una mano.

—No estoy muy seguro de quién es el cuarto hombre. No es un
Duuk-tsarith
; no va vestido de negro...

—¿Es alguna especie de Señor de la Guerra? —preguntó Joram.

Moviendo la espada en su mano nerviosamente para poder agarrar con más fuerza la pesada arma, estuvo a punto de dejarla caer, y, con gesto malhumorado, se secó las sudorosas manos en la camisa.

—No —respondió, perplejo, el catalista—. Es extraño, pero a juzgar por sus ropas yo lo tomaría por un...

—No importa, mientras no sea un
Duuk-tsarith
—interrumpió, impaciente, Joram—. Ahora sólo tenemos que preocuparnos de dos de ellos. Yo me ocuparé de uno. Vos y Mosiah ocupaos del otro. ¿Dónde está Simkin?

—Aquí —contestó una voz sepulcral desde detrás del casco—. Ha oscurecido muy deprisa, ¿verdad?

—Levanta la visera, estúpido. Tú ocúpate del cuarto hombre.

—¿Qué visera? —les llegó la patética respuesta, mientras el casco se volvía a un lado—. ¿Qué cuarto hombre?

—El hombre que está junto... ¡Oh, olvídalo! —gruñó Joram—. Lo que tienes que hacer es quitarte de en medio. Vamos. Mosiah, a la izquierda. Yo iré por la derecha. Quedaos cerca de nosotros, catalista.

Se arrastró hacia adelante a través de la maleza. Mosiah se movió en dirección opuesta mientras Saryon, con el rostro descompuesto y pálido, lo seguía.

—No es culpa mía —masculló Simkin, deprimido, desde detrás del casco—. Esto es un maldito invento. Estoy completamente a oscuras. Caballeros de la antigüedad y todo eso. Un condenado disparate. No me extraña que Arturo tuviera una mesa redonda: ¡no podría ver aquella maldita cosa! Probablemente se pasaba la vida tropezando con ella y rompiéndole las esquinas. Yo...

Pero Simkin estaba hablando solo.

Mosiah puso una flecha en el arco. Le temblaban tanto las manos a causa del miedo y la excitación que tuvo que intentarlo varias veces antes de conseguirlo.

—Otorgadme Vida, Padre —susurró. Con la garganta reseca por el miedo, el catalista repitió con voz cascada las palabras que absorben la magia de la tierra y la transfieren al cuerpo. No había sido adiestrado en el arte de apoyar a Señores de la Guerra en la batalla; aquello requería unos conocimientos especializados que él no poseía. Podía aumentar los ya de por sí grandes poderes mágicos de Mosiah, permitiendo al joven efectuar conjuros que de otra forma hubieran estado fuera de su alcance, tal y como había sucedido durante la pelea en el pueblo. Pero aquello había sido utilizar la magia contra unos brutos incapaces de pensar por sí mismos. Esto era totalmente diferente. Luchaban contra Señores de la Guerra experimentados, y ninguno de ellos había estado jamás en una batalla como aquélla, ninguno sabía en realidad lo que estaba haciendo.

«¡Esto es de locos! —se repetía Saryon una y otra vez—. ¡Una locura! ¡Detenla antes de que llegue demasiado lejos! Pero ya ha ido demasiado lejos —añadió Saryon—. ¡Ahora no tenemos elección!»

—¡Padre! —susurró, apremiante, Mosiah. Con la cabeza baja, Saryon colocó su mano en el tembloroso brazo del muchacho y entonó las palabras que abrían el conducto hacia él. La magia fluyó del catalista a Mosiah como vino espumoso.

Contemplando el rostro de Mosiah a la luz del sol, el catalista vio cómo los labios del muchacho se entreabrían, y sus ojos centelleaban. Parecía un niño saboreando sus primeros dulces.

Saryon tuvo un presentimiento e intentó detenerlo.

—No, Mosiah, espera... No puedes... Pero ya era demasiado tarde. Murmurando unas palabras que el muchacho había aprendido de los Hechiceros, Mosiah lanzó su flecha en dirección al hombre vestido de negro que estaba más cerca de él. Había apuntado con demasiado apresuramiento, pero aquello no importaba; mientras la flecha surcaba el aire, el joven mago la embrujó, de modo que la flecha buscara y matara a cualquier ser vivo de sangre caliente. Aquel hechizo, que utilizaran los Hechiceros de antaño, permitía que incluso tropas no entrenadas resultaran altamente efectivas en combate.

Pero no en aquel combate.

¿Qué fue lo que atrajo la atención del Señor de la Guerra? Quizá fuera el roce de las ropas de Mosiah al entrar en contacto con la hierba. Quizá fuera el sonido vibrante de la flecha al salir despedida o el murmullo de las plumas de la flecha al volar por el aire. O quizá fuera el graznido de advertencia del cuervo, aunque éste llegó tarde.

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