La Profecía (29 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: La Profecía
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La dama frunció las cejas y crispó los labios, como si sospechara que era objeto de alguna broma. Tendió entonces una mano para tomar el tulipán...

...Y tocó la amplia manga de seda morada de Simkin.

—¡Almin misericordioso! —gritó, retrocediendo, sobresaltada. Luego añadió—: Os pido perdón, Padre, por la blasfemia.

Y enrojeció casi tanto como su hija.

—Ha sido una reacción muy comprensible, querida señora —disculpó Saryon con voz solemne.

Miró a Simkin, que se tambaleaba por el jardín, respirando fatigado y abanicándose con el pañuelo de seda naranja.

—¡Por la sangre de Almin! Querido muchacho —exclamó, volviéndose hacia Joram—, es necesario un baño. ¡Vaya! —posó una mano sobre su frente, mientras ponía los ojos en blanco, y terminó—: Me siento mareado.

—¡Pobrecito! —exclamó lady Rosamund, haciendo formar a la servidumbre con una mirada.

Con voz tranquila y pausada, milady dio instrucciones y dirigió los movimientos de la tropa doméstica con la autoridad de un Señor de la Guerra. Al mismo tiempo, mostraba la más tierna de las preocupaciones por Simkin, que tenía un aspecto más marchito en su forma humana del que había tenido como flor. Llamando a los más fuertes de sus Magos Servidores, milady les ordenó que acompañaran a Simkin al interior, al mejor salón de la parte delantera de la casa. Con un gesto de la mano, hizo que un diván se situara rápidamente junto a Simkin; éste se dejó caer sobre el diván.

—Marie —ordenó lady Rosamund—, conjura las hierbas reconstituyentes...

—Gracias, querida —expresó Simkin con voz débil, arrugando la nariz ante el olor del té—, pero sólo el coñac puede curarme este sobresalto. ¡Ah, señora! —Dirigió una patética mirada a lady Rosamund—. ¡Si supierais por qué terrible prueba he tenido que pasar! ¡Ah, oye! —llamó a la criada—. Trae el Uva del Año de la Helada, ¿quieres, querida? ¿Que es de las viñas del duque d'Montaigne? ¿Y únicamente tenéis la producción doméstica? Bien, supongo que servirá.

La doncella reapareció con un recipiente lleno de coñac. Recostando la cabeza sobre los almohadones de seda del diván, Simkin dejó que Marie le acercara una copa a los labios y bebió un sorbo.

—Con eso basta —dijo Marie apartando la copa.

—Sólo un poquitín más, querida...

Tomando la copa, Simkin se sentó y la vació de un trago; se dejó caer luego sobre los almohadones, exhausto.

—¿Podría tomar otra más, querida? —preguntó en un tono de voz que, a juzgar por su debilidad, podría muy bien haber estado dictando sus últimas voluntades a Marie para que ésta redactara el testamento de Simkin.

La catalista acudió con otra copa de coñac mientras lady Rosamund ordenaba a una silla que se acercara. A un gesto suyo, una silla flotó por los aires para detenerse cerca del diván donde yacía el joven.

—¿Qué quieres decir, Simkin? ¿Por qué terrible prueba
has tenido
que pasar?

Simkin le sujetó la mano.

—Mi querida señora —dijo—; hoy... —hizo una dramática pausa— ¡parece increíble, pero he sido arrestado!

Se cubrió el rostro con el pañuelo de seda naranja.

—Bendito sea Al... Cielos —balbució lady Rosamund, desconcertada.

Simkin apartó el pañuelo del rostro.

—¡Ha sido un terrible error! Pero jamás en mi vida me había sentido tan humillado. ¡Y ahora soy un fugitivo, un vulgar criminal!

Abatió la cabeza, poseído por la desesperación.

—¿Un vulgar criminal? —repitió lady Rosamund con una voz que se había vuelto fría de repente, dirigiendo la mirada a los sencillos vestidos de Mosiah y Joram y posándose incluso, por un instante, en la nada adornada túnica del catalista—. Alfred —ordenó a uno de sus criados, hablando rápidamente en voz baja—, ve a las Tres Hermanas y dile a lord Samuels que regrese a casa inmediatamente...

—Sois muy amable, señora, os lo aseguro —dijo Simkin, incorporándose sobre sus brazos temblorosos—, pero dudo muy seriamente que Su Señoría pueda hacer algo. Después de todo, no es más que un mero Maestre del Gremio.

El rostro de lady Rosamund se tornó extremadamente gélido.

—Mi señor —empezó—, no...

—... va a serme de ninguna ayuda, me temo, querida —repuso Simkin con un suspiro. Echándose hacia atrás de nuevo, dobló el pañuelo naranja y se lo colocó cuidadosamente sobre la frente—. No, lady Rosamund —continuó antes de que ella pudiera replicar—, si Alfred ha de salir, enviadle a ver al Emperador. Estoy seguro de que todo esto podrá aclararse.

—¡A... a ver al Emperador!

—Sí, claro —dijo Simkin con un tono de irritación en la voz—. Supongo que Alfred
tiene acceso
al Palacio Real.

La gélida expresión de lady Rosamund se derritió en su febril turbación.

—Bien, si he de ser franca..., la verdad es que nosotros nunca..., quiero decir que se celebró la ceremonia en la que se concedió el título, pero eso fue...

—¿Qué? ¿Sin acceso al Palacio? ¡Increíble! —murmuró Simkin, cerrando los ojos, poseído por la desesperación más absoluta.

Durante aquel intercambio verbal, Mosiah y Saryon habían permanecido en un rincón sintiéndose extremadamente incómodos, olvidados y totalmente fuera de lugar. Mosiah se sentía intimidado por lo que había visto de aquella ciudad encantada y de su gente, que parecían estar tan por encima de él en aspecto, cultura y educación que bien podrían haber sido ángeles celestiales. No pertenecía a aquel ambiente. No se lo quería allí. Gwen y sus primas sonreían cada vez que él hablaba. Bien educadas como eran, las muchachas intentaban disimular su hilaridad ante su rústica forma de expresarse; pero sin demasiado éxito.

—Teníais razón, Padre —le susurró a Saryon aprovechando que todo el mundo estaba pendiente de la farsa de Simkin—. Hemos sido unos estúpidos al venir a Merilon. ¡Vayámonos, ahora mismo!

—Eso no es tan fácil, muchacho —suspiró Saryon, sacudiendo la cabeza—. Los
Kan-Hanar
deben dar su permiso a los que quieren abandonar la ciudad a través de la Puerta de la Tierra como se lo dan a los que entran. No se nos permitiría salir ahora. Hemos de intentar sobrevivir a esto.

—¿Sobrevivir? —repitió Mosiah, creyendo que Saryon estaba bromeando. Pero entonces se fijó en el rostro del catalista—. Lo decís en serio.

—El príncipe Garald dijo que sería peligroso —respondió Saryon con voz grave—. ¿No le creíste?

—No —musitó Mosiah, mirando a Simkin con mirada azorada—. Creí que estaba exagerando. ¡Pero no supuse que pudiera ser... tan... diferente! ¡Somos forasteros! Algunos de nosotros, por lo menos —añadió en voz baja, lanzando una mirada a Joram. Mosiah sacudió la cabeza—. ¿Cómo lo consigue, Padre? ¡Parece parte de todo esto, como si perteneciera a este lugar! ¡Incluso más que Simkin! Ese idiota es sólo un juguete. Lo sabe y disfruta con la atención que consigue. Pero Joram... —Mosiah hizo un gesto con la mano, indeciso— posee todo lo que tiene esta gente: gracia, belleza —su voz se apagó, abatida.

«Sí —pensó Saryon, mirando a Joram—. Pertenece a este lugar...»

El muchacho permanecía de pie a cierta distancia de donde estaban Mosiah y Saryon acurrucados cerca de la pared. La separación no había sido intencionada, pero era como si, también él, notara la diferencia que existía entre ellos. Manteniendo la cabeza orgullosamente echada hacia atrás, contemplaba a Simkin con una media sonrisa en los labios, como si ambos compartieran una broma hecha al resto del mundo.

«Está en su casa ahora, y lo sabe —comprendió Saryon sintiendo una punzada de pena—. ¿Belleza? Jamás lo hubiera dicho de él, con lo frío, resentido y reservado que es. Sin embargo, miradlo ahora; gran parte de su aspecto se debe a la influencia de la muchacha, desde luego. ¿Qué hombre no se vuelve bello bajo el hechizo del primer amor? Pero es más que eso. Es un hombre en la oscuridad que anda a trompicones hacia la luz; y, en Merilon, esa luz cae sobre él, trayendo calor y resplandor a su espíritu.

»¿Qué hará —añadió Saryon para sí con tristeza— si alguna vez descubre que el resplandor de esa luz encubre únicamente una oscuridad aún más profunda que la suya?»

Saryon sintió una mano de Mosiah sobre uno de sus brazos y regresó al presente, meneando la cabeza.

La diligencia que había reinado en el hogar de lady Rosamund se apagó repentinamente. Simkin yacía, lánguido, sobre el diván, gimiendo lastimeramente algo relacionado con «banquillos, horcas y picotas» con un tono con el que no pretendía granjearse las simpatías de su anfitriona. Lady Rosamund flotaba en el centro del salón, demostrando bien a las claras que no sabía qué hacer. Los sirvientes permanecían no muy lejos, teniendo algunos tazas de té balanceándose en el aire frente a ellos, sujetando otros jarras de coñac o ropas de cama, mirando todos ellos vacilantes a su señora a la espera de órdenes.

Lilian y Majorie, las primas, se habían retirado a un alejado rincón, comprendiendo que tampoco a ellas se las quería allí y deseando fervorosamente encontrarse en su casa. Gwen estaba cerca de Marie, la catalista, intentando con todas sus fuerzas no mirar a Joram, aunque desviaba constantemente la mirada en dirección a él. El delicado rubor le había desaparecido de las mejillas ante el terrible giro que habían tomado los acontecimientos; pero la palidez la hacía aún más bella que antes. Los ojos azules le brillaban llenos de lágrimas; los labios le temblaban.

«Pero ella es nuestra única esperanza», se dijo Saryon.

Una vez más, le estaba dando vueltas a una idea, que, por fin, decidió llevar a cabo. Las cosas no podrían empeorar más. Era cada vez más evidente que lady Rosamund enviaría a buscar a su esposo. Y aunque éste no era más que un simple Maestre del Gremio, lord Samuels los entregaría sin duda a los
Duuk-tsarith
. Existía la posibilidad de que Saryon perdiera la baza que tenía en las manos; pero el catalista se mostró de repente totalmente decidido a jugarla hasta su definitivo y amargo final. Además, se sintió sorprendido al notar en su interior un perverso deseo de hacer que Simkin pusiera las cartas boca arriba.

El catalista avanzó silencioso y discretamente hasta detenerse junto a Gwendolyn.

—Criatura —dijo en voz baja—, ¿has pensado en los Ariels?

Gwen parpadeó. Había notado las lágrimas a punto, porque conocía las intenciones de su madre tan bien como el catalista. Pero entonces se le iluminó el rostro, mientras el color aparecía y desaparecía de las mejillas.

—Desde luego —dijo—. Mamá, el Padre Dunstable tiene una idea. Podemos llamar a los Ariels. ¡Ellos pueden llevar un mensaje al Emperador!

—Eso es verdad —repuso lady Rosamund, todavía indecisa.

Saryon retrocedió para situarse en un segundo plano mientras Gwen se adelantaba para suplicar a su madre.

—¿Qué
habéis
hecho? —preguntó Mosiah, espantado, cuando Saryon volvió a su lado.

—No estoy muy seguro —admitió el catalista a regañadientes, introduciendo las manos bajo la túnica.

—No creeréis que ese idiota decía en serio todas esas estupideces sobre el Emperador, ¿verdad?

—No lo sé —lo atajó Saryon, empezando a tener dudas también él—. Conocía al príncipe Garald...

—Un príncipe de una edad parecida que admite que le encanta dar fiestas alocadas de vez en cuando es muy diferente del Emperador de Merilon —rechazó Mosiah con expresión ceñuda—. ¡Miradlo! —exclamó mientras hacía un gesto con la mano señalando a Simkin.

El joven estaba reaccionando con su aplomo habitual.

—¿Ariels? Es una idea excelente. No puedo creer que no se me haya ocurrido a mí. Manifestad mi más sincero agradecimiento al Amigo Calvo del rincón, ¿queréis?

Simkin parecía complacido, pero Saryon creyó notar un inconfundible tono forzado en su dulce pero afectada voz.

—Bien, por lo menos habéis hecho feliz a una persona —dijo Mosiah con una entonación desagradable.

Joram miraba al catalista con manifiesta admiración. Incluso llegó a asentir ligeramente con la cabeza y apareció un destello de luz en sus oscuros ojos, un agradecimiento dado a regañadientes, que confortó el corazón de Saryon, aunque también le acrecentó las dudas.

—¿De qué nos sirve esto, aparte de alentar un amor incipiente? —preguntó amargamente Mosiah, en voz muy baja.

—Nos da tiempo, por lo menos —replicó Saryon—. Pasarán varios días antes de que recibamos una respuesta del Emperador.

—Seguramente tenéis razón —repuso Mosiah, pesimista—. Pero podéis estar convencido de que Simkin hará algo mucho peor antes de que ese momento llegue.

—Debemos abandonar Merilon —decidió Saryon—. Tengo una idea; pero para llevarla a cabo debo ir a la Catedral, y ahora es muy tarde. Estarán ya dirigiéndose a los Rezos Vespertinos.

—Iré con vos, con mucho gusto, Padre —repuso Mosiah con fervor—. Fue una locura venir aquí. No pertenezco a este lugar. Pero ¿qué hay de él? —Meneando la cabeza, se volvió y dirigió una mirada grave y preocupada a su amigo Joram, que tenía los ojos fijos en Gwen. Mosiah dulcificó su voz—. ¿Cómo conseguiremos que se vaya? Acaba de encontrar lo que ha estado buscando durante toda su vida.

«¿Qué habéis hecho, príncipe Garald? —se dijo Saryon—. Le enseñasteis a ser educado, a comportarse como un miembro de la nobleza; pero es sólo una actuación. El guante de seda esconde la garra del tigre. Ahora tiene las zarpas ocultas; pero algún día, cuando esté hambriento o se sienta amenazado, rasgarán la frágil tela. Y la seda se manchará de sangre. ¡Debo sacarlo! ¡Debo hacerlo!

»Lo harás —añadió para sí, tranquilizándose—. Tu plan es bueno. Puedes tenerlo todo arreglado mañana o pasado, y, para entonces, ya nos habrán echado con toda probabilidad de este agradable alojamiento. En cuanto al Emperador...»

Simkin estaba dictando una carta a Marie.

—«Querido Bunkie...» —empezó a decir Simkin—. Es su apodo —añadió, al ver que lady Rosamund palidecía.

Saryon sonrió, ceñudo. No parecía que el Emperador fuera a constituir un problema.

—¿Te das cuenta de que si tuviesen un establo, estaríamos durmiendo en él? —preguntó Mosiah con amargura.

—¿Qué puedes esperar que encuentre un fugitivo? —replicó Simkin, trágico, arrojándose sobre la cama.

Los jóvenes pasaban la noche en un lugar que evidentemente estaba destinado a ser la cochera cuando lord Samuels pudiera permitirse tal lujo. Los criados había hecho aparecer camas y sábanas limpias, pero el pequeño edificio, situado detrás de la vivienda principal, carecía de decoración y de cualquier tipo de comodidades.

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