Lord Samuels se había enterado de toda la historia del arresto de Simkin y de su desaparición durante una reunión del Gremio aquella tarde. De hecho, todo aquello era la comidilla de Merilon, cuyos habitantes siempre gustaban de las historias estrafalarias y fuera de lo común.
A lord Samuels le había divertido la historia hasta que llegó a su casa y se encontró con que aquélla se seguía desarrollando en su sala de estar.
Simkin expuso con gran detalle el gran honor que suponía tenerlo a él como invitado.
—Mi querido señor, mil duques, por no mencionar a varios cientos de barones y uno o dos marqueses, se arrastraron, literalmente se arrastraron, a cuatro patas y me suplicaron que los obsequiase con mi presencia mientras permaneciera en la ciudad. Aún no me había decidido, claro está. Entonces tuvo lugar ese desafortunado incidente —mostró una expresión afligida y ofendida— del que su encantadora hija me libró... —lanzó un beso a Gwen, quien permanecía sentada con la vista baja—, ¿y cómo podía rehusar su amable oferta de asilo?
Pero aquél no parecía ser un honor que lord Samuels apreciara.
Además, el vigilante ojo del padre vio lo que la dedicada madre no había advertido. Comprendió inmediatamente el peligro que acechaba en la misteriosa postura de Joram. Los ardientes ojos negros eran realzados por la brillante cabellera que el príncipe Garald había convencido a Joram para que se la cortara y peinara. La llevaba suelta sobre los hombros, los espesos rizos enmarcando el rostro grave y austero. El hermoso físico del muchacho, su voz culta y las delicadas manos concordaban de una manera extraña con sus sencillas ropas, prestándole un aire de romántico misterio que era incrementado por la disparatada historia de un tío malvado y una fortuna perdida. Como si todo esto no fuera suficiente para hacer perder la cabeza a cualquier muchacha, aquel joven transmitía una sensación de cruda pasión animal que a lord Samuels le resultaba particularmente perturbadora.
Milord reparó en el sonrosado rostro de su hija y su respiración entrecortada. Observó que se había puesto el mejor de sus vestidos para la cena y que hablaba con todo el mundo
excepto
con el muchacho, señales inequívocas de que estaba «enamorada». Aquello en sí mismo no preocupaba demasiado a lord Samuels; últimamente, Gwen se había enamorado al ritmo de un muchacho al mes.
Lo que preocupaba a milord —y le hizo tomar la decisión de enviar a su hija a su habitación inmediatamente después de la cena— era que aquel muchacho parecía muy diferente de los jóvenes nobles por los que Gwen se extasiaba con regularidad. Éstos eran críos, tan jóvenes, frívolos e inestables como su dulce niña. Pero aquel muchacho no era así. Aunque joven en años, había adquirido la seriedad de propósito y la intensidad de sentimientos propia del hombre adulto. Lord Samuels temía que pudiera confundir totalmente a su vulnerable hija.
Joram reconoció a su enemigo inmediatamente. Ambos se miraron con frialdad durante la cena. El joven apenas si habló, concentrándose en mantener la ilusión de que tenía Vida, utilizando sus técnicas de prestidigitación para consumir aquella sabrosa comida y beber los excelentes vinos como si poseyera magia. Lo acompañó el éxito, gracias, en parte, a que Mosiah, aunque poseía grandes habilidades mágicas, era un palurdo a la hora de comer. De los cuencos que se suponía debían flotar grácilmente hasta sus labios se derramaba la sopa sobre su camisa. La candente brocheta de carne estuvo a punto de ensartarlo. Los cristalinos globos de vino rebotaban a su alrededor como si de pelotas se tratara.
Lilian y Majorie, que habían sido invitadas a pasar la noche, encontraban tan hilarantes aquellos contratiempos que se pasaron la mitad de la cena manteniendo los rostros ocultos detrás de las servilletas. Avergonzado y turbado, Mosiah fue incapaz de probar bocado y permaneció sentado, con el rostro enrojecido, silencioso y de mal humor.
Lord Samuels se retiró temprano e invitó con tono glacial a sus huéspedes a que hicieran lo mismo, manifestando que estaba seguro de que desearían descansar antes de iniciar su «inminente marcha». En cuanto a las afirmaciones de Simkin de que el Emperador concedería sin duda un ducado a lord Samuels como recompensa por su amabilidad hacia «alguien a quien el Emperador consideraba una persona de mucho ingenio y un
bonhomme
de primera categoría», milord no pareció sentirse halagado con aquella perspectiva, por lo que les dio las buenas noches con bastante frialdad.
En consecuencia, los invitados se fueron a sus camas, precedidos por los criados que les alumbraban el camino hasta la cochera. Aquella noche, mientras Saryon y Mosiah planeaban cómo abandonar Merilon, y Simkin parloteaba incansable sobre la terrible venganza que le pediría al Emperador que infligiera al
Kan-Hanar
de la Puerta, Joram pensaba en su enemigo, urdiendo cuidadosamente el derrocamiento y la derrota de lord Samuels.
Joram había decidido que Gwendolyn fuera su esposa.
Al día siguiente era el Día Séptimo, o Día de Almin, aunque muy pocos habitantes de Merilon lo tomaban como una jornada de oración. Era un día de descanso y meditación para unos pocos, y un día de placer y recreo para muchos. Los Gremios habían cerrado, al igual que todas las tiendas. En la Catedral se celebraban dos servicios por la mañana: una misa al alba para los madrugadores y la que se denominaba por chanza Misa del Borracho al mediodía para aquellos a los que les costaba levantarse tras una noche de juerga.
La familia de lord Samuels, como era de esperar, se levantó con el alba —que los
Sif-Hanar
hacían especialmente hermosa en honor al día— y se dirigió a la Catedral. Lord Samuels invitó con voz estirada y superficial a los jóvenes a que lo acompañaran. Joram podría haberse sentido inclinado a aceptar, pero una mirada de alarma de Saryon lo obligó a declinar la invitación; Mosiah se negó totalmente y Simkin comunicó que se sentía indispuesto y totalmente incapaz de reunir las energías necesarias para vestirse adecuadamente. Además, añadió con un portentoso bostezo, tenía que esperar la respuesta del Emperador. Saryon podría haber ido con la familia, pero dijo, sin faltar a la verdad, que aún no había tenido la oportunidad de comunicar oficialmente a sus hermanos su presencia y añadió, también sin faltar a la verdad, que prefería pasar el día solo. Lord Samuels, con una sonrisa más helada que un témpano, los dejó desayunando.
Fue una comida silenciosa, por la presencia de los criados que obstaculizaban cualquier conversación. Joram comió sin darse cuenta de lo que comía. A juzgar por la soñadora expresión de sus ojos, se estaba deleitando con la visión de unos labios rosados y una piel blanca. Mosiah comió con avidez, ahora que no estaba bajo el divertido escrutinio de las primas. Simkin, por su parte, regresó a la cama.
Saryon comió poco y se retiró de la mesa al poco rato. Un sirviente lo acompañó hasta la capilla familiar, donde el catalista se arrodilló ante el altar. Era una capilla muy hermosa, pequeña pero de elegante diseño. El sol de la mañana entraba a través de unas vidrieras de brillantes colores de cristal moldeado. El altar de madera de palisandro, que tenía tallados los símbolos de los Nueve Misterios, era una réplica exacta, en miniatura, del altar de la Catedral. Había seis bancos, suficientes para la familia y la servidumbre, y gruesas alfombras cubrían el suelo, absorbiendo cualquier ruido, incluido el canto de los pájaros en los jardines del exterior.
Era un lugar que invitaba al culto, pero los pensamientos de Saryon no estaban puestos en Almin ni tenía la mente concentrada en las palabras de ritual, que murmuraba en provecho de cualquier criado que acertara a pasar por allí.
«¡Cómo ha podido estar tan ciego! —se preguntaba una y otra vez, apretando el colgante de piedra-oscura que le pendía del cuello y que se ocultaba bajo la túnica—. ¿Cómo ha podido estar tan ciego el príncipe? Vi el peligro al que nos enfrentábamos, es verdad. ¡Pero lo que yo vi como una oscura grieta que podía saltarse con facilidad se ha abierto hasta convertirse en un enorme pozo sin fondo! ¡Vi el peligro en las cosas importantes pero no en las pequeñas! ¡Y es una de esas cosas pequeñas la que nos atrapará al final!»
El día anterior, por ejemplo, cuando contemplaban las maravillas de Merilon, Saryon había advertido que Gwendolyn estaba a punto de pedirle que les concediera Vida a todos para que pudieran volar en alas de la magia, algo que, desde luego, era totalmente imposible que Joram pudiera ni hacer ni pretender que hacía. Afortunadamente, la joven no había dicho nada, creyendo probablemente que estaban cansados del viaje. Hoy también habían tenido suerte; a los catalistas se les concedía el Día de Almin para que lo dedicasen al estudio y a la meditación, y por lo tanto no se esperaba de ellos que facilitasen Vida a la familia, excepto en casos de extrema necesidad.
Por lo tanto, todo el mundo iba andando hasta la Catedral, una proeza que resultaba una novedad para los habitantes de Merilon, que aquel día calzaban zapatos especiales, conocidos por el sacrílego nombre de Zapatos de Almin, Éstos tomaban diferentes formas, dependiendo de la riqueza y posición social de su portador, que iban de las zapatillas de seda a los más elaborados zapatos de cristal, de oro incrustado de joyas o moldeados a partir de las mismas joyas. Estaba muy de moda entonces adiestrar animales para que actuaran como zapatos, por lo que podía verse tanto a hombres como a mujeres paseando por la ciudad llevando serpientes, palomas, tortugas o ardillas envolviéndoles los pies. Desde luego, resultaba generalmente imposible andar con tales zapatos; por ello, la nobleza era transportada por sus sirvientes en sillas diseñadas especialmente para aquel día.
Lord Samuels y su familia, al pertenecer tan sólo a la alta burguesía, llevaban zapatillas de seda muy delicadas pero muy sencillas. No les ajustaban muy bien —tampoco era necesario— y una de las zapatillas de Gwen se le escapó del pie en el momento de abandonar la casa. Joram la recuperó y Gwen le concedió el honor —tras dirigir una tímida mirada a su padre— de que volviera a ponerle la zapatilla en su diminuto y blanco pie. Cuando Joram lo hubo hecho, bajo la severa y vigilante mirada de lord Samuels, la familia siguió su camino. Pero Saryon sorprendió la mirada que Joram dirigía a Gwendolyn; vio cómo el rubor se apoderaba de las mejillas de la muchacha y cómo su pecho, oculto por su diáfano vestido, subía y bajaba, agitado. Obviamente, ambos se estaban lanzando de cabeza al amor, con toda la velocidad y puntería de dos rocas cayendo a plomo por la ladera de una montaña.
Saryon estaba considerando aquel acontecimiento imprevisto, sintiendo que su peso aumentaba la pesada carga que llevaba a cuestas, cuando una sombra cayó sobre él. Levantando la cabeza bruscamente, alarmado, el catalista dejó escapar un suspiro de alivio al comprobar que se trataba de Joram.
—Perdonadme, catalista, si interrumpo vuestras oraciones... —se disculpó el muchacho con aquel tono de voz frío que utilizaba para dirigirse a Saryon.
Luego se quedó en silencio de repente, mirando a la puerta, malhumorado, con sus oscuros ojos inescrutables.
—No me estás interrumpiendo —dijo Saryon, poniéndose en pie lentamente y apoyando una mano en el respaldo del moldeado banco de madera—. Me alegro de que hayas venido. Tengo muchas ganas de hablar contigo.
—La verdad es, ca... —se atragantó Joram, mientras posaba los ojos en el rostro del catalista—, Saryon —añadió vacilante—, que he venido para... daros las gracias.
Saryon se sentó con cierta brusquedad sobre los almohadones de terciopelo que cubrían el banco.
Ante la sorprendida expresión del catalista, Joram sonrió pesaroso, una sonrisa que le hizo curvar los labios y llevó a sus ojos oscuros un destello de luz que surgía de lo más profundo de su ser.
—Me he comportado como un bastardo desagradecido, es verdad —dijo; era una afirmación, no una pregunta—. El príncipe Garald me lo dijo; pero no le creí, hasta anoche. No he dormido demasiado —añadió, mientras un lento rubor se extendía por su rostro bronceado—, como podréis adivinar... Anoche —pronunció las palabras con reverencia, con suavidad, recordando a un joven y dedicado novicio que alaba a Almin—. Anoche, cambié, cata..., Saryon. Pensé sobre todo lo que Garald me había dicho y... de repente... ¡lo vi claro! ¡Vi lo que yo había sido y me odié a mí mismo! —Hablaba con rapidez, sin pensar, purificando su alma—. Me di cuenta de lo que hicisteis por nosotros ayer, cómo vuestra rapidez de pensamiento nos salvó... Nos habéis salvado..., me habéis salvado a mí... más de una vez y yo jamás...
—¡Chissst! —musitó Saryon, mirando, temeroso, a la puerta de la capilla, que permanecía entreabierta.
Siguiendo su mirada y comprendiendo, Joram bajó la voz.
—Jamás os he dicho una palabra de agradecimiento. Por eso... y por todo lo demás que habéis hecho por mí. —Señaló la Espada Arcana, que llevaba atada a la espalda en la funda, oculta debajo de las ropas—. Almin sabe por qué lo hicisteis —añadió con amargura.
Joram se sentó en el banco junto a Saryon y levantó los ojos hacia la vidriera, y sus oscuros ojos reflejaron los colores del cristal.
—Me decía a mí mismo que vos erais como yo, sólo que no queríais admitirlo —continuó Joram, hablando en voz baja—. Me gustaba pensar que me utilizabais para ayudaros a vos mismo. Pensaba eso de todo el mundo, sólo que muchos eran demasiado hipócritas para admitir la verdad.
»Pero eso ha cambiado. —El reflejo de la luz brillaba con fuerza en los oscuros ojos de Joram, recordando al catalista un arco iris en un cielo oscurecido por la tormenta—. Ahora sé lo que es preocuparse por alguien —añadió, alzando la mano para evitar que Saryon lo interrumpiese—, y sé que hicisteis algo que iba en contra de vuestra conciencia porque os importaban los demás, no porque tuvierais miedo. ¡O quizá no yo! —Joram lanzó una breve y amarga carcajada—. No soy tan estúpido como para pensar eso. Sé cómo os he tratado. Me ayudasteis a crear la espada y a matar a Blachloch por Andon y la gente del pueblo.
—Joram... —empezó a decir Saryon con voz entrecortada, pero no pudo continuar.
Antes de que Saryon pudiera detenerlo, el muchacho había abandonado el banco y se había arrodillado en el suelo, a los pies del catalista. Joram estaba ahora de espaldas a la iluminada vidriera y Saryon vio que los oscuros ojos relucían con una intensidad que le recordó el fuego de la fragua, las brasas que ardían con más fuerza a medida que el aliento de los fuelles les daba vida; una vida que, finalmente, las reduciría a cenizas.