—Padre —dijo Joram con gran seriedad—, necesito vuestro consejo, vuestra ayuda. ¡La amo, Saryon! Toda la noche, sin poder dormir..., no quería dormir, porque eso significaba que desapareciera su imagen en mi corazón y no podía soportarlo, ni siquiera por un instante. Ni siquiera a cambio de la posibilidad de soñar con ella. La amo y... —la voz del muchacho cambió sutilmente, volviéndose más sombría, más fría—, la quiero, Padre.
—¡Joram! —El dolor que Saryon sentía en el corazón era como una obstrucción física. Quería decir tantas cosas..., pero las únicas palabras que surgieron a través de aquel terrible dolor fueron—: ¡Joram, estás Muerto!
—¡Al diablo con eso! —gritó el joven, colérico.
Saryon miró de nuevo temeroso hacia la puerta y Joram, poniéndose en pie de un salto, se dirigió hacia ella a grandes zancadas y la cerró de golpe. Volviéndose, señaló al catalista con el dedo.
—No volváis a decirme eso jamás. ¡Sé lo que soy! Hasta ahora he engañado a la gente. ¡Puedo seguir haciéndolo! —Con un gesto de furia, señaló al piso superior—. ¡Preguntad a Mosiah! ¡Él me ha conocido siempre! Preguntadle y él os dirá, os jurará por los ojos de su madre, ¡que tengo magia!
—Pero no la tienes, Joram —dijo Saryon en voz baja pero firme a pesar de su evidente reticencia a pronunciar aquellas palabras—. ¡Estás Muerto, completamente Muerto! —Frotó con una mano el brazo del banco—. ¡Esta madera tiene más Vida que tú, Joram! ¡Puedo percibir su magia! La magia que vive en todas las cosas de este mundo palpita bajo mis dedos. Sin embargo, ¡no hay nada en ti! ¡Nada! ¿No lo comprendes?
—¡Y yo os estoy diciendo que eso no tiene importancia! —Los oscuros ojos llameaban, poseídos por una pasión intensa y abrasadora. Inclinándose sobre el banco, Joram agarró a Saryon de un brazo—. ¡Miradme! ¡Cuando reclame mis derechos, cuando sea un noble, no importará! ¡A nadie le importará! ¡Todo lo que verán será mi título y mi dinero...!
—Pero ¿qué pasará con ella? —preguntó Saryon, afligido—. ¿Qué verá
ella
? ¿A un Muerto que le dará hijos Muertos?
El fuego que ardía en los ojos de Joram abrasó el alma de Saryon. Una mano del muchacho se cerró sobre un brazo del catalista, obligando a éste a hacer una mueca de dolor; pero no dijo nada. No hubiera podido hablar aunque hubiera querido; su corazón estaba ahíto de emociones. Se quedó quieto, sin dejar de mirar a Joram con una mirada de compasión.
Y, lentamente, el fuego de aquellos ojos negros se extinguió. Muy lentamente las brasas se consumieron y la luz lanzó un tenue destello y se apagó, el color le desapareció del rostro, dejándole la piel lívida, los labios cenicientos. La sombría oscuridad regresó. Joram le soltó el brazo y se incorporó; su rostro era, una vez más, severo, pétreo, en su decisión.
—Gracias de nuevo, catalista —dijo con voz impasible, una voz tan firme como su rostro.
—Joram, lo siento —musitó Saryon, sintiendo el corazón destrozado.
—¡No! —Joram levantó la mano. Por un instante el color le volvió al rostro, y se le aceleró la respiración—. Me habéis dicho la verdad, Saryon. Y necesitaba oírla. Es algo... sobre lo que tendré que pensar..., que deberé solucionar. —Respiró profundamente y sacudió la cabeza—. Soy el que más lo siente; pero perdí el control. No volverá a suceder. Me ayudaréis, ¿verdad, Padre?
—Joram —dijo Saryon con suavidad, poniéndose en pie para mirar al muchacho directamente—, si realmente te importa esa muchacha, saldrás de su vida inmediatamente. El único regalo de boda que le podrías dar sería dolor.
Joram contempló a Saryon en silencio. El catalista se dio cuenta de que sus palabras habían hecho blanco en el muchacho. Una batalla se estaba librando en su interior. Quizá lo que Joram había dicho era verdad, tal vez
había
cambiado durante aquella larga noche o bien aquel cambio se había producido de forma gradual, natural, bajo la larga influencia de una amistad paciente y de un interés también paciente.
Saryon no sabría nunca cómo se habría resuelto aquella batalla que se libraba en el alma de Joram, ni qué decisión habría tomado el joven en un momento en el que estaba herido y era vulnerable. Porque entonces estalló el caos. La familia acababa de regresar a casa procedente de la Catedral, cuando se avistó el carruaje del Emperador, que descendía del cielo como una estrella.
—Bien, Simkin —dijo el Emperador lánguidamente—, ¿en qué te has metido esta vez?
La confusión en la que la casa de los Samuels se había visto envuelta ante la visita de tan augusto personaje era indescriptible. El Emperador había descendido de su carruaje y había flotado hasta el interior del jardín delantero antes de que nadie pudiera reaccionar. Afortunadamente, Simkin se había abalanzado al exterior en aquel mismo instante y se había arrojado en los brazos del Emperador, gimoteando algo incoherente sobre «vergüenza» y «degradante».
El Emperador se ocupó de Simkin; lady Rosamund recuperó la serenidad, reunió a sus tropas, como un excelente general, y se dedicó a organizar la cuestión doméstica. Le dio la bienvenida al Emperador con elegancia, lo condujo hasta el salón, lo entronizó en el mejor sillón de la casa y desplegó a su familia e invitados a su alrededor.
—La verdad, Bunkie, es que no podría describirlo —replicó Simkin con voz herida—. Es terriblemente humillante, ¿no lo sabéis?, que le pongan a uno las manos encima en la Puerta como si uno fuera un asesino...
Saryon, de pie en una esquina con expresión de humildad, se puso rígido ante aquel comentario. Advirtió también que los ojos de Joram lanzaban un destello de alarma. Simkin, sin darse cuenta de nada, siguió hablando:
—Lo más tremendo de todo esto —continuó con pesimismo— es que ahora me veo obligado a esconderme dentro de esta... vivienda... y aunque la casa está muy bien y lady Rosamund ha sido la hospitalidad personificada... —le lanzó un beso a la dama con aire negligente, mientras ella se inclinaba—, esto no se parece en nada a lo que estoy acostumbrado, desde luego.
Se pasó el pañuelo de seda naranja por el rabillo de un ojo.
—Creemos, Simkin, que deberías considerarte afortunado —replicó el Emperador esbozando una sonrisa y agitando vagamente una mano—. Tenéis una casa encantadora, señor —le dijo a lord Samuels, que le hizo una profunda reverencia—. Vuestra señora esposa es una joya y veo a una réplica suya en vuestra deliciosa hija. Haremos lo que podamos por ti, Simkin... —el Emperador se incorporó para irse, creando una gran confusión de nuevo en la casa—, pero creemos que deberías permanecer aquí, entretanto, si a lord Samuels no le importa tener que soportarte, claro está.
Milord se inclinó..., se inclinó varias veces. Su respuesta fue efusiva, extensa; se sentiría muy orgulloso, muy satisfecho. El honor de albergar a un amigo de Su Majestad era indescriptible...
—Sí —repuso el Emperador con voz fatigada—. Claro. Gracias, lord Samuels. Mientras tanto, Simkin, intentaremos averiguar cuál es la acusación, de quién ha partido y haremos, en fin, lo que podamos sobre todo ello. Pero el asunto puede demorarse un día o dos, así que no vayas exhibiéndote por las calles. No tenemos poder absoluto sobre los
Duuk-tsarith
, ya lo sabes.
—¡Ah, sí! ¡Esos perros! —Simkin lanzó una mirada furiosa, luego suspiró profundamente—. Sois muy bueno, Majestad, de veras. Si pudiera tener unas palabras con vos...
Llevó al Emperador a un lado, murmurando en su oído. Las palabras «condesa» y «encontrado por desgracia desnudo» fueron perfectamente audibles, y en una ocasión el Emperador lanzó una carcajada de una manera tan alegre y despreocupada como Saryon, que había estado en la corte muchas veces, no le había oído nunca. Su Majestad le dio unas palmadas a Simkin en la espalda.
—Comprendo... y ahora, debo marcharme. Asuntos de estado y todo eso. Nunca descansamos el Día de Almin —comentó el Emperador a la reunida familia, que esperaba en fila para despedir a su augusto huésped—. Lord Samuels, lady Rosamund —el Emperador alargó una mano para que se la besaran—, gracias de nuevo por conceder vuestra hospitalidad a este joven pícaro. Celebraremos una fiesta dentro de poco, y habrá un gran baile en Palacio. Acudirás, ¿verdad, Simkin? Y lleva a lord Samuels y a su familia contigo, ¿eh? —La mirada del Emperador se posó en Gwendolyn—. ¿Te gustaría asistir, jovencita? —preguntó, abandonando su tono y modales afectados y contemplando a la muchacha con una sonrisa paternal en la que Saryon vio un amago de melancolía y dolor.
—¡Oh, Majestad! —susurró Gwen, juntando las manos, tan abrumada por la alegría, que se olvidó completamente de hacer una reverencia.
—No os preocupéis, señora —rechazó amablemente el Emperador, cuando lady Rosamund regañó a su hija por sus modales—. Aún recordamos lo que era ser joven —comentó mientras, una vez más, aparecía en su rostro aquella melancolía teñida de pesar.
El Emperador se hallaba ya en la puerta y Saryon se estaba felicitando por haber sobrevivido a aquella última crisis sin ningún incidente cuando vio que Simkin miraba a su alrededor maliciosamente. El corazón le dio un vuelco. Se dio cuenta de lo que el muchacho tenía intención de hacer y, captando su atención, sacudió la cabeza enfáticamente, intentando desesperadamente confundirse con el enmaderado de la habitación.
Pero Simkin, con una sonrisa ingenua, dijo tranquilamente:
—¡Cielos!, el sobresalto producido por este terrible incidente me ha desconcertado. He olvidado presentar a mis amigos a Su Majestad. Majestad, éste es el Padre Dungstable...
—Dunstable —corrigió el infeliz catalista, inclinándose.
—Padre —dijo el Emperador con un elegante gesto e inclinando ligeramente la perfumada y empolvada cabeza.
—Y dos amigos míos... actores —siguió Simkin con voz tranquila—. Sus nombres artísticos son Mosiah y Joram. Podríamos representar una charada durante el baile...
Saryon no prestó atención a lo que dijo después Simkin... y tampoco lo oyó el Emperador.
El monarca, con aire de divertida y protectora tolerancia, extendió su mano hacia Mosiah, quien la besó, con el rostro casi tan rojo como los rubíes que había en los dedos del Emperador. Joram se adelantó para hacer lo mismo.
El joven había estado medio oculto en las sombras detrás de Saryon. Adelantándose, tomó la mano del Emperador y se inclinó sobre ella, aunque no la besó; luego se enderezó. Al hacerlo, se colocó directamente bajo un rayo de sol que penetraba por la ventana que tenía enfrente. La luz hizo resaltar los exquisitamente modelados rasgos del rostro de Joram, los pómulos salientes, la fuerte y orgullosa barbilla. Centelleó en la cabellera del muchacho; la cabellera de su madre; una cabellera celebrada en relatos y canciones por su belleza; una cabellera que, como el cabello de un cadáver, poseía vida propia...
El Emperador se quedó paralizado en aquella postura vacía y sin sentido y lo miró fijamente. La sangre le desapareció del rostro, abrió los ojos de par en par, movió los labios sin emitir ningún sonido.
Saryon contuvo la respiración.
«¡Lo sabe! ¡Que Almin nos ayude! Lo sabe. ¿Qué hará? —se preguntó el catalista, presa del pánico—. ¿Llamará a los
Duuk-tsarith
? ¡Seguramente no! ¡Seguramente no podría traicionar a su propio hijo...!»
Saryon miró a su alrededor frenéticamente. ¡Seguramente todo el mundo se estaba dando cuenta! Pero, al parecer, nadie miraba, nadie excepto él. Volvió a mirar, apresuradamente, y parpadeó sorprendido.
El rostro del Emperador permanecía impasible. La sorpresa producida al reconocer al muchacho había sido como una ondulación en unas aguas plácidas, nada más. Le dedicó al joven una sonrisa del mismo modo mecánico con que le había tendido la mano. Joram retrocedió de nuevo entre las sombras. No se había dado cuenta de nada; había estado todo el rato deslumbrado por el sol. El Emperador se alejó negligente, reanudando su conversación con Simkin como si nada hubiera sucedido.
—Mis amigos son actores consumados —estaba diciendo Simkin, golpeándose ligeramente los labios con el pañuelo de seda—. Están incluidos en la invitación a Palacio, desde luego, Majestad.
—¿Amigos? —El Emperador parecía haberse olvidado ya de ellos—. Oh, sí, desde luego —dijo con magnanimidad.
—Es una época del año extraña para celebrar una fiesta, ¿verdad, Su Poderosa Majestad? —prosiguió el incontrolable Simkin, acompañando al Emperador fuera de la casa entre un frenesí de reverencias y saludos por parte de la familia de lord Samuels. El carruaje del Emperador flotaba sobre la calle; hecho totalmente de cristal tallado, había sido modelado de forma que capturara la luz y la reflejara, de tal modo que muy pocos podían contemplarlo sin quedar cegados por su resplandor—. Así de pronto, no puedo recordar, ¿qué es lo que estamos celebrando?
La respuesta del Emperador quedó ahogada por las aclamaciones del vecindario que se había reunido para vitorearle. La reputación de lord Samuels y su posición social quedaron establecidas en aquel mismo instante. Algunos vecinos, que habían concebido esperanzas de alzarse al nivel del Maestre del Gremio, quedaron en aquel mismo momento eliminados y desechados con la misma rapidez y pulcritud con que los Druidas arrancan los árboles muertos. Subiendo a su carruaje, el Emperador impartió su bendición a todos y cada uno de los presentes, y luego la estrella se elevó de nuevo hacia el firmamento, permitiendo que los terrestres mortales que quedaban a sus pies gozaran de la decadente luz de la gloria.
En casa de los Samuels, reinaba una alegría ilimitada. Lady Rosamund, rebosante de orgullo, posaba su mirada con satisfacción sobre sus vecinos. Gwen se sentía extasiada por la invitación al baile, hasta que se dio cuenta de que no tenía nada que ponerse y rompió a llorar. Mosiah se quedó mirando cómo se alejaba la maravillosa carroza del Emperador en un estado total de aturdimiento, del que lo sacó la prima Lilian al chocar con él; totalmente por accidente, según le aseguró la sonrojada muchacha. Tras recibir las disculpas del muchacho, la joven le preguntó si estaría interesado en ver el jardín interior, y le condujo al interior de la casa, gorjeando de placer ante la «pintoresca» forma de hablar del muchacho.
Joram descubrió que había derrotado a su enemigo: caballería, infantería y artillería incluidas.
Acercándose al muchacho, lord Samuels puso una mano afectuosa sobre uno de sus hombros.
—Simkin asegura que crees tener algún derecho sobre una fortuna de Merilon —dijo el lord con voz grave.