La Profecía (34 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: La Profecía
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Su matrimonio, arreglado entre sus dos familias como sucedía con tantas parejas en Merilon, no había sido por amor. Sus hijos habían sido concebidos —como era lo correcto y adecuado— mediante la intercesión de los catalistas, quienes transfirieron la semilla de él a ella en una solemne ceremonia religiosa. La unión física de dos personas estaba considerada como un pecado y una acción propia de bárbaros y animales. Pero lord Samuels y lady Rosamund eran más afortunados que la mayoría. El afecto había crecido entre ellos a través de los años, surgiendo de un mutuo respeto y de una compatibilidad de mente y de intereses.

—Sí, de veras —continuó lord Samuels, lanzando una mirada crítica a las rosas y recordándose que debía comprobar si tenían áficos para el día siguiente—. ¿Recuerdas un escándalo, hace varios años...?

—¡Un escándalo! —Milady pareció alarmarse.

—Tranquilízate, querida —dijo lord Samuels con dulzura—; fue hace diecisiete... casi dieciocho... años. Una muchacha de noble cuna... —milord se detuvo—. Podría decir de
muy
noble cuna —añadió significativamente, divertido porque veía a su esposa sobre ascuas—, tuvo la desgracia de enamorarse del catalista de la familia. La Iglesia prohibió el matrimonio y los dos se escaparon juntos. Más tarde, los encontraron en unas circunstancias terribles y vergonzosas.

—Recuerdo haber oído algo parecido —admitió lady Rosamund—. Pero nunca llegué a conocer los detalles. Nosotros aún no estábamos casados, si no lo has olvidado, y mi madre era muy protectora.

Lord Samuels se inclinó y susurró unas palabras en el oído de milady.

—¡Qué horrible!

Lady Rosamund retrocedió, apartándose de él, con expresión de repugnancia.

—Sí. —Milord adoptó un aspecto severo—. Un niño fue concebido de esta manera tan impía. El padre fue sentenciado a la Transformación. La Iglesia se hizo cargo de la muchacha, dándole asilo y un lugar donde cobijarse mientras duraba el embarazo. No hay motivos para dudar de que cuando hubiera regresado con su familia, todo le habría sido perdonado. Después de todo, era hija única, y la familia gozaba de una posición lo suficientemente desahogada como para silenciar el asunto sin problemas. Pero la terrible experiencia sumió a la joven en la locura. Cogió al niño y huyó de la ciudad, viviendo como Maga Campesina. La familia la buscó, pero sin éxito. Los padres de esta infortunada mujer están ya muertos, al igual que ella, según el muchacho. Las tierras y las propiedades revertieron a la Iglesia con la condición de que si el niño vivía, se le entregaría su herencia. Si este joven puede demostrar su derecho a ella...

Lady Rosamund se volvió hacia su esposo y posó una mirada inquisitiva sobre él.

—Conoces el nombre de esa familia, ¿verdad?

—Sí, querida —reconoció lord Samuels con seriedad, tomando una mano de su esposa entre las suyas—. Y tú también. Al menos, lo reconocerás cuando lo oigas. El muchacho dice que su madre se llamaba Anja.

—Anja —repitió milady, frunciendo el entrecejo—. Anja... —Abrió los ojos desmesuradamente, entreabrió los labios y se tapó la boca con la mano—. ¡Almin misericordioso! —murmuró.

—Anja, hija única del difunto barón Fitzgerald...

—... primo del Emperador...

—... emparentado de una forma u otra con la mitad de la nobleza, querida...

—... y uno de los hombres más ricos de Merilon —dijeron ambos al unísono.

—¿Estás seguro? —preguntó lady Rosamund. Había palidecido y se tocaba el pecho como queriendo calmar su palpitante corazón—. Este Joram podría ser un impostor.

—Podría serlo —concedió lord Samuels—, pero esta cuestión puede comprobarse con tanta facilidad, que un impostor sabría que no tenía ninguna posibilidad de éxito. La historia del muchacho suena auténtica. Sabe bastante, pero no demasiado. Hay lagunas, por ejemplo, que no intenta llenar, mientras que un impostor intentaría, creo yo, tener todas las respuestas. Se quedó totalmente desconcertado cuando le dije quién era en realidad su madre y lo que podría representar la herencia. No tenía ni idea. El muchacho estaba realmente aturdido. Y lo que es más, dijo que el Padre Dunstable podría corroborar su historia.

—¿Has hablado con el catalista? —preguntó lady Rosamund, ansiosa.

—Sí, querida. Esta misma tarde. El hombre no tenía demasiadas ganas de hablar de este asunto; ya sabes cómo se protegen entre ellos estos catalistas. Estaba avergonzado, sin duda, al tener que admitir que su Orden pudiera caer tan bajo. Pero reconoció ante mí que el Patriarca Vanya en persona lo había enviado para que localizara al muchacho. ¿Cuál podría ser el motivo excepto que quisiera a alguien que se encargara de las propiedades?

Lord Samuels tenía un aire triunfante.

—¡El Patriarca Vanya! ¡En persona! —exclamó lady Rosamund.

—¿Comprendes? Y... —lord Samuels se inclinó aún más para hablar confidencialmente con su esposa una vez más— ¡el muchacho me ha pedido mi autorización para cortejar a Gwendolyn!

—¡Ah! —Lady Rosamund dejó escapar un gritito sofocado—. ¿Y qué le has contestado?

—Le dije, con gran severidad, desde luego, que lo consideraría —replicó lord Samuels, sujetándose el cuello de la túnica con actitud muy digna—. La identidad del muchacho tendrá que ser verificada, naturalmente. Joram no se atreve a presentarse ante la Iglesia con las pocas pruebas que posee ahora, y no lo culpo. Podría ser contraproducente para su caso más adelante. Le prometí que haría algunas indagaciones más, para ver qué otras pruebas adicionales podemos descubrir. Necesitará el registro de su nacimiento, por ejemplo. Eso no debería resultar muy difícil de conseguir.

—¿Qué hay de Gwen? —persistió lady Rosamund, echando a un lado cuestiones tan masculinas.

Lord Samuels sonrió indulgente.

—Bien, deberías hablar con ella de inmediato, querida. Descubrir sus sentimientos en este asunto...

—¡Me parece que resultan evidentes! —exclamó lady Rosamund, con un cierto tono de amargura, que desapareció muy pronto; el origen de su amargura era la natural tristeza que le provocaba la posibilidad de perder a su adorada hija.

—Pero entretanto —continuó lord Samuels con más suavidad—, creo que podríamos permitirles que pasearan juntos, siempre que no los perdamos de vista.

—La verdad es que no sé cómo podríamos hacer otra cosa —dijo lady Rosamund con cierto temple. Con un gesto, hizo que una azucena saltara de su tallo y resbalara hasta su mano—. Jamás había visto a Gwen tan encaprichada de una persona como de ese Joram. En cuanto a que paseen juntos, ¡no han hecho otra cosa durante todos estos días! Marie está siempre con ellos, pero...

Milady sacudió la cabeza. La azucena le cayó de la mano y ella descendió ligeramente en el aire, tocando casi el suelo. Su esposo la sujetó por un brazo.

—Estás cansada, querida —dijo lord Samuels, solícito, sosteniendo a su esposa con su propia magia—. Te he hecho estar levantada demasiado tiempo. Seguiremos discutiendo esto mañana.

—Han sido unos días muy agotadores, debes admitirlo —replicó lady Rosamund, apoyándose en el brazo de su esposo en busca de consuelo—. Primero Simkin, luego el Emperador. Ahora esto.

—Realmente lo han sido. Nuestra niñita está creciendo.

—Baronesa Gwendolyn —murmuró lady Rosamund, con un suspiro que era en parte de orgullo maternal y en parte de pena.

Un atardecer, tres o cuatro o quizá cinco días más tarde, Joram entró en el jardín en busca del catalista. No estaba seguro del tiempo que hacía que le había pedido a Gwendolyn que se casara con él y ella había aceptado. El tiempo ya no significaba nada para Joram. Nada significaba absolutamente nada excepto ella. Cada soplo de aire que respiraba estaba perfumado con su fragancia; sus ojos no veían a nada más que a ella. Las únicas palabras que escuchaba eran las pronunciadas por su voz. Se sentía celoso de cualquier otra persona que atrajera la atención de la muchacha; se sentía celoso de la noche, que los obligaba a separarse; se sentía celoso del mismo sueño.

Pero pronto descubrió que el sueño era portador también de una cierta dulzura, aunque ésta estuviera mezclada con un punzante dolor. En sus sueños podía realizar lo que no se atrevía a hacer durante el día: entregarse a sus fantasías de pasión y deseo, de satisfacción y posesión. Pero los sueños se cobraban su tributo. Joram se despertaba por las mañanas ardiéndole la sangre y con el corazón en llamas. Sin embargo, en cuanto veía a Gwendolyn paseando por el jardín, aquella visión era como una refrescante lluvia sobre su atormentada alma. ¡Tan pura, tan inocente, tan ingenua! Sus sueños lo hacían enfermar, se sentía avergonzado, como si fuera un monstruo; sus pasiones le parecían bestiales y corrompidas.

Y sin embargo su ansia seguía viva. Cuando contemplaba aquellos delicados labios hablándole de azaleas o dalias o madreselvas, recordaba el cálido y suave tacto que tenían en sus sueños y su cuerpo suspiraba por ella. Cuando la observaba mientras andaba junto a él, su flexible y elegante figura cubierta por la rosada nube de un vestido, recordaba cómo abrazaba ese cuerpo en sus sueños, apretándolo contra su pecho sin que existiera aquella débil barrera de ropa entre ellos, recordaba cómo la hacía suya. En tales momentos, se quedaba callado y apartaba los ojos de los de ella, temeroso de que pudiera ver el fuego que ardía en ellos, temeroso de que aquella hermosa y frágil flor se marchitara y muriera a causa de su calor.

Fue en medio de esta agridulce tortura que Joram penetró en el jardín, muy tarde, una noche, en busca del catalista, quien, según le dijeron los sirvientes, a menudo paseaba por allí cuando no podía dormir.

El resto de la familia se había ido a la cama. Los
Sif-Hanar
habían decidido que no soplaría viento aquella noche, y, por lo tanto, el jardín estaba silencioso y tranquilo. Doblando una esquina, Joram fingió sorprenderse al encontrar a Saryon sentado, solo, en un banco.

—Lo siento, Padre —dijo Joram, de pie entre las sombras de un eucalipto—. No quería interrumpiros.

Volviéndose a medias, comenzó a retroceder, muy lentamente.

Saryon se giró al oír su voz y alzó la cabeza. La luz de la luna le iluminó el rostro de lleno. Era un rostro extraño, este que le daba la apariencia de Padre Dunstable, y a Joram le resultaba siempre sobrecogedor y algo inquietante. Pero los ojos eran los del estudioso que había conocido en el pueblo de los Hechiceros, sabios, dulces, bondadosos. Sólo que ahora, además, Joram vio una expresión atormentada en sus ojos cuando el catalista lo miró y una sombra de dolor que no pudo interpretar.

—No, Joram, no te vayas —pidió Saryon—. No me molestas. De hecho, estabas en mi pensamiento.

—¿También en vuestras oraciones? —preguntó Joram a modo de chiste.

El afligido rostro del sacerdote palideció de tal manera que el muchacho hubo de decirse que sus bromas no resultaban nada divertidas. Joram oyó cómo Saryon lanzaba un profundo suspiro; luego el catalista se pasó una mano por los ojos y dijo:

—Ven, siéntate a mi lado, Joram.

Se apartó para dejarle sitio en el banco.

Joram obedeció. Sentándose junto al catalista, se relajó y escuchó, por vez primera, el silencio que reinaba en el jardín durante la noche. Su paz y su tranquilidad descendieron sobre él como una suave nevada, y sus frías sombras tranquilizaron sus turbulentos pensamientos.

—¿Sabéis, Saryon? —empezó Joram, indeciso, poco acostumbrado a decir en voz alta lo que pensaba, pero sintiendo, no obstante, que le debía algo a aquel hombre y tenía que pagar su deuda sin dilación—, el otro día, cuando estuvimos en el interior de la capilla, era la primera vez que yo estaba en un..., un lugar sagrado. Bueno —se encogió de hombros—, había una especie de iglesia en Walren, un tosco edificio al que iban los Magos Campesinos una vez por semana para recibir su dosis diaria de culpa de manos del Padre Tolban. Mi madre jamás traspasó esa puerta, como supongo que podréis imaginar.

—Sí —murmuró Saryon, mirando a Joram, perplejo, sorprendido por aquella desacostumbrada profusión de palabras.

—Anja hablaba de dios, de Almin —continuó Joram, los ojos fijos en las rosas bañadas por la luz de la luna—, pero sólo para dar gracias de que yo fuera mejor que los otros. Yo nunca me molesté en rezar. ¿Por qué hubiera debido hacerlo? ¿Qué tenía que agradecer? —se preguntó el muchacho, con aquella vieja amargura filtrándose en su voz.

Se quedó callado, mientras su mirada pasaba de las delicadas flores blancas de la enredadera a sus manos, tan hábiles y delicadas, tan mortíferas. Entrelazando las manos, continuó con los ojos clavados en ellas, sin verlas, mientras hablaba.

—Mi madre odiaba a los catalistas, por lo que le habían hecho a mi padre, y a mí me alimentó con odio. Una vez me dijisteis... ¿Lo recordáis? —miró a Saryon—. Me dijisteis... que es más fácil odiar que amar. ¡Teníais razón! ¡Oh, cuánta razón teníais, Padre! —Las manos de Joram se separaron y se cerraron para convertirse en puños—. Toda mi vida, he odiado —siguió el muchacho con voz baja y apasionada—. ¡Me estoy empezando a preguntar si
puedo
amar! Es tan difícil, duele... tanto...

—Joram —empezó a decir Saryon, a punto de explotarle el corazón.

—Esperad, dejadme terminar, Padre —repuso Joram, las palabras surgiendo de sus labios como una explosión, llenas de frustración contenida—. Al entrar aquí esta noche, pensé en mi padre de repente —frunció las oscuras cejas formando una línea—. Nunca pensé mucho en él —continuó, contemplando sus manos de nuevo—, y cuando lo hacía, lo veía allí de pie en las Tierras de la Frontera, con aquel rostro de piedra congelado e inmóvil, las lágrimas cayendo de aquellos ojos que miran eternamente a la muerte que nunca conocerá. Pero, ahora, aquí dentro —levantó la cabeza para mirar el jardín que lo rodeaba y la expresión de Joram se suavizó—, pienso en él tal y como debía de haber sido... un hombre igual que yo. Con... pasiones como las mías, pasiones que
no
podía controlar. Veo a mi madre como debió de ser, una muchacha, hermosa y llena de gracia y...

Vaciló, tragando saliva.

—Inocente, confiada —añadió Saryon suavemente.

—Sí —respondió Joram con voz apenas audible.

Miró al catalista y se quedó asombrado ante la expresión de angustia que vio en el rostro de aquel hombre.

Saryon tomó las manos del muchacho, oprimiéndolas con una intensidad tan dolorosa como sus palabras.

—¡Vete! ¡Ahora, Joram! —apremió el catalista—. ¡No hay nada para ti en este lugar! ¡No hay nada para ella excepto una terrible desdicha... igual que le sucedió a tu pobre madre!

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