La Profecía (35 page)

Read La Profecía Online

Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: La Profecía
11.04Mb size Format: txt, pdf, ePub

Joram sacudió la cabeza, tozudo, la rizada cabellera negra cayéndole sobre el rostro. Se soltó de un tirón de las manos del catalista.

—¡Hijo mío, muchacho! —exclamó Saryon, juntando las manos—. Me satisface enormemente que sientas que puedes confiar en mí. Y yo sería un mal depositario de tu confianza si no te aconsejara tan bien como sé. Si supieras... Si yo pudiera...

—¿Supiera qué? —preguntó Joram, levantando los ojos veloz hacia el catalista.

Saryon parpadeó y se interrumpió, tragándose apresuradamente las palabras que estaban a punto de surgir de su boca.

—Si pudiera hacerte comprender... —terminó sin convicción, el sudor perlando su labio superior—. Sé que piensas casarte con esa muchacha —dijo lentamente, fruncidas las cejas.

—Sí —respondió Joram con frialdad—; cuando lo de mi herencia esté resuelto, desde luego.

—Desde luego —repitió Saryon con voz hueca—. ¿Has pensado en lo que discutimos el otro día?

—¿Os referís a lo de que yo estoy Muerto? —preguntó Joram sin alterarse.

El catalista no pudo hacer más que asentir con la cabeza.

Joram se quedó en silencio por un momento. Llevándose una mano distraídamente a la negra cabellera, empezó a pasársela por el pelo, peinándolo con los dedos como había hecho Anja, mucho tiempo atrás.

—Padre —dijo finalmente con voz tensa—, ¿es que no tengo el derecho de amar ni de ser amado?

—Joram —empezó a decir Saryon, desesperanzado, luchando por encontrar las palabras—. Ésa no es la cuestión. ¡Claro que tienes ese derecho! Todos los humanos lo tienen. El amor es un don de Almin...

—¡Excepto para aquellos que están Muertos! —exclamó sarcásticamente Joram.

—Hijo mío —repuso Saryon, compasivo—, ¿qué es el amor si no se dice la verdad? ¿Puede el amor crecer y florecer plantado en un jardín de embustes?

Se le quebró la voz antes de que terminara de hablar; la palabra «embustes» parecía brillar en la oscuridad más brillante incluso que la luna misma.

—Tenéis razón, Saryon —admitió Joram con voz serena—. A mi madre la destruyeron las mentiras; mentiras que ella y mi padre se dijeron el uno al otro, mentiras que ella se contó a sí misma. Los embustes la volvieron loca. He pensado sobre lo que me dijisteis, y he decidido...

Se detuvo y Saryon lo miró, esperanzado.

—... decirle a Gwendolyn la verdad —terminó Joram.

El catalista suspiró, estremeciéndose en el fresco aire de la noche. Aquélla no era la respuesta que había esperado escuchar. Se envolvió en su túnica y pensó cuidadosamente sus siguientes palabras.

—Estoy contento, terriblemente contento, de que te des cuenta de que no puedes engañar a esa muchacha —dijo finalmente—. Pero sigo pensando que sería mejor salir de su vida..., al menos en estos momentos. Quizá puedas regresar algún día. ¡Decirle la verdad sería poner tu propia vida en peligro, Joram! ¡La chica es tan joven! Podría no comprender, y tú sólo conseguirías ponerte en peligro.

—Mi vida no significa nada para mí sin ella —respondió Joram—. Sé que es joven, pero hay un núcleo de fortaleza en su interior, una fortaleza nacida de la bondad y de su amor por mí. Recuerdo un antiguo dicho de vuestro Almin, catalista —Joram miró a Saryon y le dedicó una sonrisa, una sonrisa auténtica, una sonrisa que iluminó con una suave luz sus oscuros ojos—: «La verdad os hará libres». Lo comprendo ahora y lo creo. Buenas noches, Saryon —añadió, poniéndose en pie.

Después, indeciso, posó una mano sobre un hombro del catalista.

—Gracias —dijo torpemente—. A veces pienso... que si mi padre se hubiera parecido a vos; si hubiera sido más sensato y responsable, entonces la tragedia de su vida y de la mía podrían no haber ocurrido.

Joram se volvió bruscamente y se alejó con pasos rápidos por el serpenteante sendero del jardín. Turbado y avergonzado por haber desnudado su alma, no volvió la cabeza ni una sola vez para mirar a Saryon mientras se alejaba.

Fue una suerte que Joram no viera al catalista. Saryon hundió la cabeza entre las manos, mientras las lágrimas se le agolpaban en los ojos.

—La verdad os hará libres —musitó, sollozando—. ¡Oh, dios mío! ¡Me obligas a comerme mis propias palabras y son como veneno para mí!

7. La helada

Pasaron varios días tras los encuentros acaecidos en el jardín, días de una felicidad idílica para los dos enamorados, días de tormento para el catalista, que se iba hundiendo lentamente bajo el peso de su secreto. Lord Samuels y lady Rosamund contemplaban embelesados a los «chiquillos». Nada en la casa era demasiado bueno para el futuro barón y sus amigos, y lady Rosamund empezó a pensar en cuánta gente podría caber en el comedor para celebrar el banquete nupcial y si sería adecuado o no invitar al Emperador.

Pero una mañana, lord Samuels salió a su jardín como tenía por costumbre, para regresar casi de inmediato a la casa, utilizando un lenguaje que escandalizó a la servidumbre y provocó que su esposa, que estaba desayunando, alzara las cejas en mudo reproche.

—¡Malditos
Sif-Hanar
! —tronó lord Samuels—. ¿Dónde está Marie?

—Con los pequeños. Querido, ¿qué es lo que sucede? —preguntó lady Rosamund, alzándose de la mesa, preocupada.

—¡Una helada! ¡Eso es lo que sucede! ¡Deberías ver el jardín!

Toda la familia se precipitó al exterior; el jardín presentaba realmente un aspecto lastimoso. Una mirada a sus adoradas rosas, que colgaban negras y marchitas de sus tallos, hizo que Gwendolyn se cubriera los ojos con desesperación. Los árboles estaban cubiertos de escarcha; las flores muertas caían al suelo como copos de nieve; el suelo estaba lleno de hojas amarillentas. Contando con Marie para facilitarle Vida, lord Samuels hizo todo lo que pudo para reparar los peores daños, pero predijo que pasarían muchos días antes de que el jardín se hubiera recuperado por completo.

La destrucción no se limitaba tan sólo al jardín de lord Samuels. Toda la ciudad de Merilon se mostraba furiosa y, durante unos terribles momentos aquella misma mañana, varios
Sif-Hanar
se vieron a sí mismos consumiéndose en las mazmorras de los
Duuk-tsarith
. Finalmente se descubrió que la culpa recaía sobre dos de ellos, cada uno de los cuales había creído que el otro se ocuparía de regular la cúpula durante la noche. Ninguno lo hizo, y el clima invernal del exterior convirtió el clima del interior de primavera a otoño en un instante, y todo Merilon se marchitó, amarilleando y muriendo.

Lord Samuels se fue a trabajar de muy mal talante; pasó la mañana melancólicamente, y la tarde no sirvió para mejorarle los ánimos, pues lord Samuels regresó a casa de un humor aún peor que el matutino. Sin apenas decir nada a nadie, salió al jardín para inspeccionar los daños. A su regreso a la casa, se sentó a cenar con sus invitados y familia como de costumbre, pero permaneció silencioso y pensativo durante toda la comida, con la mirada fija en Joram, ante la consternación del muchacho.

Observando el abatimiento de su padre, Gwendolyn perdió el apetito inmediatamente. Preguntar qué era lo que le preocupaba hubiera sido una imperdonable falta de buen gusto, ya que la única conversación que se consideraba apropiada para la mesa era el despreocupado recuento de las actividades del día.

También lady Rosamund observó el mal humor de su esposo y se preguntó temerosa qué nueva desgracia habría sucedido. Era evidente que aquello era algo más que la simple preocupación por el estado del jardín. Ella, sin embargo, no podía hacer nada, excepto intentar ocultarlo lo mejor posible y entretener a los invitados. Lady Rosamund empezó a hablar de esto y de lo otro con una fingida alegría que sólo consiguió hacer más deprimente la cena.

El joven señorito Samuels había aprendido a volar fuera de su cuna aquella mañana, informó, pero, sintiéndose asustado ante tal hazaña, había perdido aparentemente el sentido de la magia y había ido a dar contra el suelo, asustando a todos los de la casa durante unos instantes, hasta que el chichón fue examinado por Marie y ésta declaró que no era nada serio.

Nada se sabía de Simkin, quien había desaparecido aquella mañana, inexplicablemente y sin decir nada a nadie. Pero un amigo bien situado de un amigo bien situado de un amigo peor situado de milady había informado a ésta que se lo había visto en la corte en compañía de la Emperatriz. Este mismo amigo de un amigo de un amigo había informado que la Emperatriz estaba deprimida; pero esto era perfectamente natural, teniendo en cuenta el aniversario que se celebraría dentro de poco.

—Qué horrible fue —recordó lady Rosamund, estremeciéndose delicadamente, mientras mordisqueaba una fresa helada—. Ese día en que declararon Muerto al Príncipe. Teníamos una espléndida fiesta preparada para celebrar su nacimiento, y tuvimos que cancelarla. ¿Recuerdas, Marie? Toda la comida que habíamos conjurado... —Lanzó un suspiro—. Me parece que se la enviamos a nuestros primos para que no se desperdiciara.

—Lo recuerdo —dijo Marie con voz seria, intentando mantener la conversación—. Nosotros... Vaya, Padre Dunstable, ¿se encuentra bien?

—Se ha atragantado con algo —dijo lady Rosamund, solícita—. Traedle un vaso de agua —añadió, haciendo una señal a un criado.

—Gracias —murmuró Saryon.

Agradecido, hizo esfuerzos por respirar y escondió el rostro tras la copa de agua que uno de los Magos Servidores envió flotando en el aire hacia él. Tan nervioso y trastornado estaba el catalista que se vio obligado a cogerla con una mano temblorosa y beber su contenido de aquella manera tan poco ortodoxa, en lugar de utilizar los recursos de la magia para mantener la copa suspendida en el aire cerca de sus labios.

Al poco rato, lord Samuels se levantó bruscamente de la silla.

—Joram, Padre Dunstable, ¿os gustaría tomar un coñac en mi biblioteca? —preguntó.

—Pero... ¿y el postre? —interrogó lady Rosamund.

—Yo no quiero, gracias —replicó lord Samuels con frialdad, y abandonó la habitación tras lanzar a Joram una significativa mirada.

Nadie dijo ni una palabra; Gwen permanecía acurrucada en su silla, con un aspecto muy parecido al de las rosas que la helada había marchitado. Joram y Saryon se excusaron ante lady Rosamund, y lord Samuels acompañó a sus invitados a la biblioteca, seguido de un sirviente.

Una figura se levantó de un salto de una silla en el interior de la biblioteca.

—¡Mosiah! —exclamó lord Samuels, sorprendido.

—Os ruego me disculpéis, señor —farfulló Mosiah, enrojeciendo.

—Te echamos en falta a la hora de la cena, muchacho —dijo lord Samuels con severidad.

Aquélla era una mentira cortés. En la ominosa atmósfera que había reinado en el comedor, nadie en absoluto se había dado cuenta de la ausencia del muchacho.

—Creo que me olvidé de la hora. Estaba tan absorto leyendo... —Mosiah mostró un libro.

—Ve y pídeles a los criados que te den algo de comer —le atajó lord Samuels, abriendo la puerta con un gesto de despedida.

—Gra... gracias, señor —tartamudeó Mosiah, sus ojos yendo del sombrío rostro del amo de la casa al de Joram, que denotaba gran preocupación.

Miró a Saryon en busca de una explicación, pero el catalista simplemente meneó la cabeza. Haciendo una inclinación, Mosiah abandonó la habitación y lord Samuels hizo un gesto al criado para que sirviera el coñac.

La biblioteca era una habitación muy confortable. Obviamente diseñada por y para el señor de la casa, estaba llena de numerosas piezas de madera finamente modelada: un gran escritorio de madera de roble, varios cómodos sillones y una gran cantidad de estanterías amorosamente modeladas. Los libros y manuscritos que contenían eran los apropiados a la posición social y al status de lord Samuels. Era un hombre culto, como exigía su categoría de Maestre del Gremio, pero no
demasiado
culto. Eso hubiera sido considerado como un intento de elevarse por encima de su posición social, y lord Samuels —como su esposa— se cuidaba mucho de mantener una respetuosa distancia entre él y los que estaban por encima de él. Por esta causa, se lo admiraba mucho, particularmente sus superiores, a quienes se les oía comentar con frecuencia que lord Samuels
sabía
cuál era su lugar.

Joram lanzó una ojeada a los libros al entrar. Atraído por el conocimiento igual que a un hombre hambriento le atrae la comida, le eran ya familiares cada uno de los títulos de la biblioteca, puesto que, cuando por fuerza se veía obligado a separarse de Gwen, pasaba la mayor parte del tiempo allí dentro con Mosiah. Fiel a su promesa, Joram había enseñado a su amigo a leer. Mosiah era un alumno aventajado, agudo e inteligente. Las lecciones iban muy bien, y ahora, en su forzada reclusión, la biblioteca era como una bendición para Mosiah.

Había iniciado sus estudios con gran seriedad, abriéndose paso en el mundo de los libros con sumo cuidado y, a menudo, sin ayuda, al tener Joram otras ocupaciones. A Mosiah lo fascinaban en particular los libros sobre teoría y utilización de la magia, ya que era la primera vez que se encontraba con algo semejante. Joram consideraba aquellos libros aburridos e inútiles, pero Mosiah dedicaba la mayor parte de su tiempo libre —y tenía mucho— al estudio de la magia.

Saryon, por su parte, ni tan sólo vio los libros. El catalista apenas si observó nada de lo que había en la habitación, incluyendo la silla que milord le acercó con un movimiento de la mano y que luego tuvo que colocar rápidamente, porque el catalista, absorto en sus pensamientos, había empezado a sentarse en el vacío.

—Os pido disculpas, Padre Dunstable —se excusó lord Samuels mientras el catalista se derrumbaba literalmente sobre la silla que se situó a toda prisa debajo de él.

—Ha sido culpa mía, mi señor —musitó Saryon—. No me había fijado... —se fue apagando su voz.

—Quizá debierais salir más, Padre —sugirió lord Samuels mientras el criado vertía el coñac del jarro de cristal en las frágiles copas, también de cristal—. Vos y ese joven..., Mosiah. Puedo comprender que este joven aquí presente prefiera mi jardín a los fabulosos jardines de la Ciudad Inferior —dirigió una significativa mirada a Joram, mientras una ligera crispación arrugaba su frente—, pero realmente creo que vos y Mosiah debierais ver las maravillas de nuestra hermosa ciudad
antes de marchar
.

De manera inconsciente, dio un cierto énfasis a las últimas palabras.

Alarmado, Joram miró a Saryon, pero el catalista únicamente pudo devolverle la mirada acompañada de un encogimiento de hombros. Ninguno de los dos podía decir o hacer nada; era evidente que lord Samuels mantenía la conversación lo más inocua posible hasta que el criado se hubiera retirado. Pero Joram se puso en tensión y se aferró con las manos a los brazos de su sillón.

Other books

Dangerous Games by Sally Spencer
Diana by Bill Adler
Around the World in 80 Men Series: Books 11-20 by Brandi Ratliff, Rebecca Ratliff
Crossroads by Irene Hannon
The Summer Wind by Mary Alice Monroe