Lady Rosamund siempre bromeaba diciendo que Gwen tenía la sangre de un Druida en sus venas, ya que la muchacha tenía una habilidad con las plantas bastante notable para alguien que no había nacido dentro de aquel misterio. Podía lograr que diera flores el más huraño de los rosales sólo con la voz. Pequeños árboles que habían perdido las ganas de vivir alzaban sus larguiruchas ramas al sentir el dulce contacto de sus manos, mientras que las malas hierbas se encogían al verla aparecer e intentaban esconderse de su vista.
Gwen jamás se sentía tan feliz como cuando paseaba por el jardín por las mañanas, y fue, sin duda, la casualidad lo que llevó también a Joram al jardín a aquella hora del día. Al menos él
dijo
que había sido la casualidad, ya que lo único que había pretendido era respirar un poco de aire fresco. Ciertamente se había mostrado sorprendido al verla flotar por encima de él entre los rosales, con la dorada cabellera —arrollada y trenzada alrededor de su cabeza de manera muy elaborada— brillando a la luz del sol y el vestido de color rosa con sus ondulantes cintas, que le daban un aspecto muy parecido al de una rosa.
—Que el sol os alumbre, señor —saludó Gwendolyn, mostrando el color de las rosas en sus mejillas.
—Que el sol os alumbre, mi señora —correspondió Joram con voz grave, levantando los ojos hacia ella desde el suelo.
—¿No queréis uniros a mí? —preguntó Gwen, señalando hacia arriba.
Ante el asombro de Gwen, el rostro de Joram se ensombreció y frunció sus negras cejas hasta formar una espesa y gruesa línea sobre sus ojos.
—No, gracias, mi señora —contestó con voz acompasada—; no tengo suficiente Vida...
—¡Oh! —exclamó Gwen con vehemencia—. Marie os concederá Vida si vuestro propio catalista no se ha levantado todavía. ¡Marie! ¿Dónde estás?
Al desviar la mirada en busca de la catalista, Gwen no pudo ver el repentino espasmo de dolor que contrajo durante un breve instante el rostro de Joram. Marie, que se acercaba por detrás de su señora, sí miraba directamente al joven y lo vio con toda claridad; aunque no podía adivinar a qué se debía, era lo bastante sensible cómo para darse cuenta de que, por alguna razón, el muchacho no podía o no quería utilizar su magia. Pero como todo buen sirviente, le facilitó una excusa: su propia debilidad.
—Si mi señora y el caballero me disculpan —dijo—, me siento demasiado fatigada. He estado despierta toda la noche a causa de los pequeños.
—Y yo me he comportado como una terrible egoísta, absorbiendo tu energía durante toda la mañana —repuso Gwen, mostrándose muy arrepentida al instante—. Bajaré. No os mováis.
Con el ligero vestido revoloteando a su alrededor, envolviéndola en una nube de tela rosa, Gwen descendió suavemente hasta el suelo, flotando por encima del sendero para no herirse los desnudos pies con las piedras.
Marie dirigió los ojos hacia Joram y recibió una mirada de gratitud. Pero había algo más en aquellos ojos oscuros: un profundo escrutinio, como si estuviera intentando adivinar cuánto sabía, que la catalista encontró muy inquietante.
—Os mostraré el jardín, si queréis, señor —ofreció Gwen tímidamente.
—Gracias, me gustaría muchísimo —replicó Joram, pero sus oscuros ojos seguían fijos en Marie, aumentando su malestar—. Mi padre fue un catalista —añadió, como si sintiera la necesidad de dar una explicación—. Yo soy Altanara, pero tengo un nivel muy bajo de Vida.
—¿De veras, señor? —replicó Marie cortésmente, sintiéndose desconcertada y, si no fuera porque parecía demasiado absurdo, amenazada por la intensidad de la mirada del muchacho.
—¿Un catalista? —preguntó Gwen con inocencia—. ¿Y vos no sois un catalista? ¿No es eso extraño?
—Mi vida ha sido extraña —dijo Joram con seriedad, pasando la mirada de Marie a Gwen y dándole la mano a ésta con toda cortesía para que se apoyara mientras se movía lentamente por el aire junto a él.
—Me encantaría que me hablarais de ella —repuso Gwen—. Habéis recorrido mundo, ¿verdad? —Suspiró y lanzó una mirada al jardín—. Yo he pasado toda mi vida aquí. Jamás he salido de Merilon. Habladme del mundo. ¿Cómo es?
—A veces, muy duro —dijo Joram en voz baja, mientras su mirada se tornaba soñadora y algo sombría.
Bajó los ojos y vio la blanca mano de la muchacha reposando sobre su encallecida palma; la piel de ella, suave y tersa, la de él, marcada por el fuego de la fragua.
—Os contaré mi historia, si queréis oírla —repuso, posando la mirada bruscamente en un magnífico macizo de lirios tigrados—. Se la conté a vuestro padre anoche. Mi madre, al igual que vos, nació y se crió en Merilon. Se llamaba Anja, y era
Albanara
...
Siguió hablando, contando la trágica historia de Anja (hasta donde consideró prudente que supiera la muchacha), con voz a veces vacilante o tan baja que Gwen se veía obligada a flotar más cerca de él para poder oírlo.
Siguiéndolos a una discreta distancia, Marie los vigilaba sin que pareciera que los miraba y los escuchaba sin que pareciera que los oía.
—Después de la muerte de vuestra madre, ¿vinisteis a buscar vuestra fama y vuestra fortuna aquí? —preguntó Gwen, con las lágrimas brillándole en los ojos, cuando Joram hubo terminado el relato.
—Sí —respondió el muchacho con voz firme.
—Creo que lo que estáis haciendo es extraordinario —continuó Gwen—, y espero que encontraréis a la familia de vuestra madre y haréis que sientan un gran remordimiento por la forma tan terrible en que la trataron. ¡No creo que se pueda hacer nada más cruel! ¡Obligarte a contemplar cómo el hombre a quien amas muere de esa forma! —Gwen sacudió la cabeza, y una lágrima brilló en su mejilla—. No es de extrañar que se volviera loca, pobrecilla. Debió de haber amado mucho a vuestro padre.
—Y él la amaba a ella —dijo Joram, volviéndose y tendiendo una mano para tomar la otra mano de Gwendolyn—. Permitió que lo condenaran a ser un muerto viviente, por amor a ella.
Gwen se sonrojó hasta las raíces de sus rubios cabellos; el corpiño de su vestido rosa se alzaba y descendía veloz. Vio el inconfundible mensaje en los ojos de Joram, sintió cómo pasaba de las manos de él a las suyas. Un dolor delicioso le atravesó el corazón, estropeado únicamente por una punzada de temor. De repente, estar cogidos de la mano de aquella forma parecía totalmente impropio; dirigiendo una mirada a Marie, Gwen retiró las manos de entre las del muchacho; éste no intentó volver a tomarlas.
Gwen cruzó las manos a la espalda —poniéndolas a salvo—, apartó los ojos de la inquietante mirada de aquellos ojos oscuros y empezó a hablar de lo primero que le vino a la mente.
—Una cosa no entiendo, de todas formas —dijo, arrugando la frente, pensativa—. Si la Iglesia prohibió a vuestro padre y a vuestra madre que se casaran, ¿cómo es que fuisteis concebido? ¿Hicieron los catalistas...?
En aquel momento, Marie se acercó precipitadamente a su señora.
—Gwendolyn, mi cielo, estás temblando. Me parece que los
Sif-Hanar
han cometido un error esta mañana. ¿No encontráis que hace frío para ser primavera? —preguntó a Joram sin reflexionar siquiera.
—No, Hermana —contestó el muchacho—; pero yo estoy acostumbrado a todo tipo de climas.
—No tengo nada de frío, Marie —empezó a decir Gwen, irritada; pero la asaltó una idea repentina—. Tienes razón, como siempre, Marie —dijo entonces, frotándose los brazos—.
Tengo
un poco de frío. Sé buena y ve dentro a buscar mi chal.
La catalista se dio cuenta, demasiado tarde, de que había cometido un error.
—Mi señora puede hacer que el chal venga a ella —replicó Marie, con voz algo severa.
—No, no. —Gwendolyn sacudió la cabeza, sonriendo traviesa—. No me queda Vida, y tú estás demasiado fatigada para facilitarme más. Por favor, tráemelo, Marie. Ya sabes cómo se preocupa mamá cuando me resfrío. Te esperaremos aquí. Supongo que este caballero no pondrá objeción a hacerme compañía.
El caballero no hizo la menor objeción, y Marie no tuvo más remedio que regresar a la casa en busca del chal, que Gwen deseó fervientemente que estuviera bien escondido.
Manteniendo todavía las manos a la espalda, aunque sintiendo sin embargo un perverso deseo de experimentar de nuevo aquel extraño y delicioso dolor, Gwendolyn se volvió para mirar a Joram. Alzó la cabeza y miró fijamente al interior de aquellos ojos oscuros. La sensación de dolor volvió, aunque ya no era tan agradable. De nuevo le pareció como si el ardor y la alegría que anidaban en su espíritu estuvieran siendo absorbidos por aquel joven, como si estuviera alimentando una terrible ansia en su interior, mientras que él no le daba nada a ella a cambio.
La mirada de aquellos ojos oscuros era aterradora, más aterradora que el contacto de su mano, y Gwen apartó la vista.
—Ha... hace frío —titubeó, apartándose ligeramente—. Quizá debería entrar...
—No te vayas, Gwendolyn —le pidió Joram con una voz que hizo que toda ella se estremeciera, como si habiendo intentado coger una nube de tormenta hubiera recibido una descarga—. Ya sabes lo que siento por ti...
—No sé qué es lo que sientes, en absoluto —replicó Gwen con frialdad, reemplazado su miedo por el repentino placer del juego. Ahora jugaban según las reglas que ella conocía—. Y lo que es más —añadió con arrogancia, alejándose de él, mientras extendía una mano para acariciar una azucena—, no tengo ningún interés en saberlo.
Eran las mismas palabras coquetas que había utilizado con el elegante hijo del duque de Manchua, y el ardiente joven se había arrojado a sus pies —literalmente— declarándole su imperecedera devoción y otras incontables tonterías que habían hecho que tanto ella como sus primas se rieran muy a gusto al recordarlas aquella noche. Manteniendo la mano sobre la azucena, esperó a que Joram hiciera y dijera lo mismo.
Pero no hubo más que silencio.
Mirándolo desde debajo de sus largas pestañas, Gwen se quedó horrorizada ante lo que vio.
Joram tenía el mismo aspecto que un sentenciado a muerte. Su bronceado rostro había palidecido, apretaba los labios cenicientos con fuerza para que no temblaran o quizá para evitar que dijeran las palabras que ardían en sus ojos. Tensó los músculos de la mandíbula, y cuando habló, lo hizo con visible esfuerzo.
—Perdonadme —dijo—. He hecho el ridículo. Parece ser que malinterpreté vuestra amabilidad. Os dejaré ahora...
Gwen se quedó boquiabierta. ¿Qué estaba diciendo? ¿Qué estaba haciendo? ¡Se iba! ¡Estaba volviéndole la espalda de verdad y empezaba a alejarse, haciendo que los guijarros de mármol del sendero crujieran bajo sus botas! ¡Pero aquello no formaba parte del juego!
Y de pronto se dio cuenta de que —para él— aquello
no era
un juego. La historia de su vida regresó a su mente y esta vez la escuchó con el corazón de una mujer. Sintió la tristeza, el sufrimiento. Recordó aquella ansia que se reflejaba en sus ojos, y una parte de la muchacha vio, también, la oscuridad que había en ellos.
Gwen vaciló por un momento, temblorosa. Una parte de su ser quería quedarse atrás y dejarlo marchar, para continuar siendo una criatura que seguía jugando. Pero algo en su interior le susurró que si lo hacía, perdería algo muy precioso, que nunca volvería a encontrar en toda su vida. Joram seguía alejándose y el dolor que Gwen sentía en lo más íntimo de su ser ya no resultaba agradable: era frío y hueco y sin sentido.
La magia desapareció y Gwen descendió al suelo. Joram se alejaba cada vez más. Sin hacer caso del dolor que le producían los afilados guijarros al clavársele en la delicada piel de sus pies desnudos, Gwen echó a correr por el sendero.
—¡Detente, oh, detente! —le gritó, angustiada.
Sobresaltado, Joram se volvió al oír su voz.
—¡Por favor, no te vayas! —le suplicó Gwen, tendiendo los brazos hacia él.
Tropezó con sus largas y ondulantes faldas, dio un traspié y estuvo a punto de caer al suelo. Joram la sujetó entre sus brazos.
—No me dejes, Joram —susurró, mirándolo a los ojos mientras él la apretaba con fuerza contra su cuerpo, con manos suaves y delicadas, y sin embargo tan temblorosas como ella—. ¡Sí que me importa! ¡Sí! ¡No sé por qué dije esas cosas! No ha estado bien y he sido muy cruel...
La muchacha escondió el rostro entre las manos y rompió a llorar.
Joram abrazó a la joven, acariciándole los sedosos cabellos con los dedos. La sangre le zumbaba en los oídos. La fragancia de su perfume y la suavidad de su cuerpo contra el suyo lo embriagaban.
—Gwendolyn —le dijo con voz temblorosa—, ¿puedo pedirle permiso a tu padre para casarme contigo?
Ella no lo miró, o de lo contrario hubiera visto la oscuridad que había en su interior, agazapada como una bestia salvaje en un rincón de su alma; una oscuridad que él mismo creía encadenada y manejable. Si ella la hubiera visto, niña como era todavía, habría echado a correr despavorida, puesto que era una oscuridad a la que sólo una mujer que hubiera luchado con una oscuridad semejante en su propia alma podía enfrentarse sin miedo. Pero Gwendolyn mantuvo los ojos bajos y se limitó a asentir con la cabeza, como respuesta.
Joram sonrió y, viendo a Marie que se acercaba a lo lejos con el chal en la mano, musitó rápidamente una advertencia a Gwen para que se sosegara, añadiendo que hablaría con su padre en seguida. Después se marchó, dejando a Gwen de pie en el sendero, intentando esconder las lágrimas precipitadamente y tratando, lo mejor que pudo, de limpiar la sangre de los cortes que se había hecho en los pies, escondiendo las heridas a los amorosos ojos de su institutriz.
Tres noches después de la trascendental visita del Emperador, otra pareja paseaba por el jardín, adonde milord había conducido a milady con el propósito expreso de tener una charla en privado con ella.
—¿De modo que la historia del perverso tío no es cierta? —preguntó lady Rosamund a su esposo con un dejo de desilusión en la voz.
—No, querida —replicó lord Samuels con indulgencia—. ¿De verdad la creíste? Era una historia pueril... —descartó la idea con un movimiento de la mano.
—Supongo que no —suspiró lady Rosamund.
—No te sientas tan abatida —la alentó milord en voz baja mientras flotaba en el aire del atardecer junto a ella—. La verdad, aunque no tan romántica, es mucho más interesante.
—¿De veras? —exclamó milady, más animada.
Luego alzó la mirada para contemplar cariñosamente a su esposo, diciéndose que era muy atractivo. Las conservadoras ropas azules del Maestre del Gremio le sentaban muy bien. Con algo más de cuarenta años, milord se mantenía en muy buenas condiciones físicas; puesto que no pertenecía a la nobleza, no se veía tentado a entregarse a la disipación de la clase alta. No había engordado a causa de excesos en la comida ni tenía el rostro enrojecido por el abuso de la bebida. Sus cabellos, aunque empezaban a encanecer, eran espesos y abundantes. Lady Rosamund se sentía muy orgullosa de él, tanto como él se sentía de ella.