—Será un placer bailar con vos... —tartamudeó el marqués.
—Una pareja deliciosa. ¡A bailar! —exclamó Simkin alegremente, empujando literalmente a la sobresaltada Gwen a los brazos color camarón del marqués—. Oh, aquí estás —siguió, volviendo la mirada hacia el ceñudo Joram con una afectada expresión de sorpresa—. ¿Dónde habías estado, querido muchacho? Ahí tienes a tu amorcito, que se ha ido a bailar con otro caballero.
Se oyeron nuevas risas.
Joram lo miró furioso.
—Me vas a...
—¿... consolar en tu aflicción? Desde luego. Dejadnos solos un momento, ¿queréis? —preguntó Simkin a la multitud que se había congregado a su alrededor, la cual se dispersó obedientemente en busca de nueva diversión, dedicándole un gran número de sonrisas a Joram—. ¡Champán, sígueme!
Simkin hizo una señal a varias copas colocadas al borde de la inagotable fuente, sujetó por un brazo a Joram y lo condujo hasta la pared de cristal, mientras tres copas de burbujeante champán lo seguían obedientes, balanceándose tras él.
—¿Qué es lo que has hecho? —le exigió Joram, colérico—. Llevo horas buscando a Gwendolyn y ahora tú...
—Querido camarada, no alces la voz —rogó Simkin, desaparecida como por ensalmo la expresión de regocijo de su rostro—. Era necesario que hablara contigo en privado e inmediatamente sobre el catalista.
—¡Pobre Saryon! —se dolió Joram, oscureciéndosele el rostro al tiempo que fruncía el ceño—. No debiera haberlo abandonado anoche, pero la
Theldara
me aseguró que se estaba curando...
—Y así es, querido muchacho —lo interrumpió Simkin.
Joram se puso alerta.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que
Ellos
lo han cogido, viejo —sonrió Simkin, pero era una sonrisa dirigida únicamente a los que los rodeaban. Humedeciéndose los labios con champán, paseó una nerviosa mirada por el salón—. Y nosotros podríamos ser los siguientes.
Súbitamente, a Joram se le hizo difícil respirar. El aire de la habitación estaba demasiado viciado. El corazón le latía con violencia, como si tratara de extraer hasta la última partícula de oxígeno de sus pulmones. Notaba un zumbido en los oídos y, una vez más, le resultaba imposible oír nada.
—¡Eh, despacio! Toma un sorbo. La gente nos está observando. Todo ha de ser diversión y alegría, ¿recuerdas?
Joram vio moverse los labios de Simkin y notó que le ponía una copa en la mano. Tenía la boca reseca. Se llevó la copa a los labios y las burbujas, al estallar en la lengua, le refrescaron la garganta.
—¿Estás seguro? —consiguió preguntar, aspirando profundamente y luchando por recuperar la compostura—. ¿Y si realmente se hubiera puesto enfermo...?
—¡Bah! El catalista estaba perfectamente cuando nos fuimos. Aparte de que jamás he conocido un
Theldara
que experimentara la repentina necesidad de examinar a un paciente en plena noche. Pero ¿y los
Duuk-tsarith
? —la voz de Simkin se apagó amenazadora.
—No me traicionará —repuso Joram en voz baja.
—Puede que no tenga otra alternativa —replicó Simkin, encogiéndose de hombros.
Joram apretó los labios y crispó las manos con fuerza.
—¡No me voy! —exclamó, categórico—. ¡No hasta que haya hablado con la Druida que lord Samuels prometió que traería! Y además —desarrugó el ceño y alzó el rostro—, no tendrá ninguna importancia. Pronto me convertiré en un barón. Entonces todo se arreglará.
—Desde luego. Muy bien, si estás convencido. Pero creí que valía la pena aclararlo —repuso Simkin en tono despreocupado, hablando con aire satisfecho una vez más—. Como tú dices, ¿qué puede significar todo esto? Unas pocas horas malas para el catalista. Nada más. Les gustan este tipo de cosas, según he oído. Es como un martirio. Los vuelve virtuosos. Ah, nuestra belleza rubia regresa... Imagino que para llevarte ante papá por la expresión que veo en sus ojos, que están, observo, clavados en mí con una expresión decididamente muy poco amistosa. No digas nada más; desaparezco. Ya me harás saber cuándo hay que iniciar los festejos, echar la casa por la ventana y todo eso. Podríamos recurrir al Patriarca Vanya para la ocasión. Recuerda, amigo mío, que has pasado una tarde agotadora velando a un catalista enfermo. ¡Ta-ta!
Dejando solo a Joram, lo cual éste agradeció profundamente, Simkin se elevó por los aires y se confundió enseguida entre la multitud.
—¿Te gusta? —La voz de Simkin flotó hasta Joram—. Lo llamo
Muerte Recalentada
...
Empezaba a hacer mucho calor en el salón y el ruido era cada vez mayor. Una vez terminadas las presentaciones ante el Emperador, la gente que estaba alrededor del trono empezó a dispersarse, cambiando el enlutado color de sus vestidos por otro más apropiado para una noche de diversión. Joram se apoyó en la pared de cristal, contemplando la noche, deseando desesperadamente hallarse fuera en la fresca oscuridad que parecía tan atractiva en comparación con la deslumbrante luz y el sofocante calor que reinaban en el interior. Sintió una momentánea punzada de remordimiento por el catalista. El uso que Simkin había hecho de la palabra «martirio» le había producido un escalofrío. El pensamiento de lo que podría estar padeciendo Saryon por su culpa lo obligó a cerrar los ojos, mientras un sentimiento de culpabilidad atravesaba su alma con su delgado filo.
Pero, al cabo de un instante, Joram se sintió capaz de ignorar aquel dolor, cubriendo la herida con un amargo ungüento como había hecho con tantas otras durante toda su vida, sin darse cuenta de las horribles cicatrices que dejaban tras ellas. Algún día le compensaría a Saryon por todo aquello. Cuidaría del catalista durante el resto de su vida...
—¿Joram?
Allí estaba Gwendolyn, mirándolo con aquellos ojos azules que veían las heridas y anhelaban curarlas. Tendiendo las manos, tomó las de ella entre las suyas y las oprimió contra su febril rostro, encontrando un nuevo bálsamo en su frío contacto.
—Joram, ¿qué sucede? —preguntó, alarmada por la sombría y atormentada expresión de su rostro.
—Nada —contestó él dulcemente—. Nada, ahora que estás a mi lado.
Gwendolyn se ruborizó delicadamente y retiró las manos de entre las de él, consciente de la presencia de lady Rosamund, revoloteando en algún lugar cercano.
—Joram, mi padre me envió con un mensaje para ti; pero Simkin...
—¡Ya, ya! —repuso Joram con fiereza. Un oscuro rubor le cubría el rostro, mientras devoraba a Gwen con la mirada—. ¿Qué mensaje?
—Qui... quiere que te reúnas con él en uno de los salones privados —titubeó Gwendolyn, desconcertada por el cambio experimentado en el joven.
Pero, acto seguido, la emoción que la embargaba le hizo olvidar toda precaución.
—¡Oh, Joram! —exclamó, tomando las manos del joven entre las suyas—. ¡La Druida está con él! ¡La
Theldara
que atendió en el parto a tu madre cuando naciste!
Joram cruzó por entre la muchedumbre con paso majestuoso. En su mente, se consideraba ya un barón; la hermosa muchacha que lo acompañaba era ya su esposa. Pero muy poca gente le prestó atención, excepto quizá para preguntarse por qué él y aquella delicada jovencita caminaban por el suelo como si fueran catalistas. ¡Pero aquello iba a cambiar, iba a cambiar muy pronto! Quizá dentro de una hora, también lord Samuels andaría —sí, andaría— junto a Joram, presentándolo a la gente como el barón Fitzgerald, anunciándoles a sus amigos que el barón estaba a punto de convertirse en un miembro permanente de la familia Samuels.
«Entonces se darán cuenta de que existo —pensó Joram con macabro regocijo—. Entonces todos se desvivirán por complacerme. Encontraré a Saryon —planeó—, y haré que ese cura gordinflón que utilizó al catalista para perseguirme se disculpe ante los dos. A lo mejor incluso intentaré que lo destituyan, y entonces...»
—Joram —dijo Gwendolyn, dirigiéndose a él con cierta timidez. La expresión del muchacho era muy extraña: regocijada, vehemente, pero mostrando no obstante una sombría severidad que no podía comprender—. No podemos seguir a pie.
—¿Por qué? ¿Dónde están tu padre y la Druida? —preguntó Joram, dándose cuenta, súbitamente, de que no sabía dónde se encontraba.
—En el nivel del Agua —contestó Gwen, señalando hacia abajo.
Ambos estaban junto al balcón, contemplando, a través de los nueve niveles, el dorado bosque que ocupaba el suelo. Era una vista impresionante. Cada nivel relucía con su propio color, con la excepción del nivel de la Muerte, que no era más que un vacío grisáceo. Los magos flotaban por todas partes subiendo y bajando, ya que los festejos se habían extendido a todos los niveles. Echando una ojeada hacia las escaleras, Joram vio cómo los catalistas seguían subiendo penosamente por ellas, arrastrando los pies, respirando pesadamente.
Y aquello le facilitó la excusa que necesitaba.
—Empieza a bajar —le dijo a Gwendolyn, soltándola lentamente y de mala gana. A pesar de haber estado tan absorto en sus pensamientos, no había dejado de ser perfectamente consciente del calor y la fragancia que se desprendía de ella cada vez que lo rozaba mientras andaba junto a él—. Dile a tu padre que ahora voy. Iré andando.
Gwendolyn lo miró con tanto asombro al oírle decir aquellas palabras y contempló a los catalistas que subían y bajaban por la escalera con tal expresión de lástima que Joram no pudo reprimir una sonrisa. Tomando su mano entre las suyas, pensó: «Pronto, querida mía, te sentirás orgullosa de recorrer esa escalera junto a tu esposo». Pero en voz alta dijo:
—Sin duda comprenderás que no podía pedirle al Padre Dunstable que me otorgara Vida hoy, a pesar de lo importante de la ocasión...
Gwendolyn se ruborizó.
—¡Oh, no! —murmuró, avergonzada. La verdad era que se había olvidado del pobre catalista por completo. Claro está que Joram podría haber obtenido Vida mediante otro catalista, pero había muchos magos que sentían tanto cariño y lealtad por sus catalistas que utilizar a otro, un extraño además, les parecía lo mismo que cometer adulterio—. Claro que no. Qué tonta he sido al olvidarlo —alzó sus hermosos ojos hacia Joram—. Y qué generosidad la tuya al hacer este sacrificio.
Ahora le tocaba el turno a Joram de ruborizarse, al ver tanto amor y admiración reflejados en aquellos ojos azules y pensando que los había obtenido con una mentira. «No importa —se dijo al instante—. Pronto conocerá la verdad; pronto todos ellos conocerán la verdad...»
—Adelante, tu padre espera —dijo Joram con cierta brusquedad.
Acompañó a Gwendolyn hasta la abertura del decorativo balcón que los magos utilizaban para entrar y salir del Salón de la Majestad. Luego la hizo salir con una reverencia, aunque el corazón le dio un vuelco cuando la vio poner el pie en el vacío, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para permanecer allí de pie inmóvil en lugar de abalanzarse hacia ella para salvarla de lo que, en su caso, hubiera sido una caída mortal sobre el dorado bosque situado nueve niveles más abajo. Sin embargo, Gwendolyn se deslizó hacia abajo, sonriente, con la gracia de un nenúfar flotando en el agua, las capas superiores de su vestido flotando a su alrededor como si de pétalos se tratara, mientras que las capas inferiores rodeaban sus piernas, manteniendo su cuerpo pudorosamente cubierto.
—El nivel del Agua —murmuró Joram.
Dándose la vuelta, corrió hacia las escaleras y las empezó a bajar a toda prisa, atropellando casi a un jadeante y airado catalista, el mismo catalista, observó al pasar junto a él, que Simkin se había deleitado en atormentar.
Bajar las escaleras era, desde luego, mucho más fácil que subirlas. Joram bajaba con tanta rapidez que parecía como si volase por los aires. En un abrir y cerrar de ojos, se encontró en el nivel dedicado al Agua, intentando recuperar el aliento, perdido no estaba muy seguro de si a causa de su bajada por las escaleras o de su creciente excitación.
No se veía a Gwendolyn por ninguna parte, y estaba a punto de marchar en su busca, impaciente, cuando oyó una voz que lo llamaba:
—Joram, por aquí.
Se volvió a tiempo de ver que ella le hacía una señal desde una puerta abierta que no había visto entre la ambientación seudoacuática que lo rodeaba. Pasando rápidamente junto a imágenes de sirenas que nadaban entre bancos de peces de brillantes colores, Joram llegó hasta la puerta, deseando fervorosamente que la habitación en la que se iba a celebrar aquella entrevista privada no fuera una oscura gruta repleta de conchas de ostra.
No lo era. Las ilusiones ópticas quedaban confinadas a la zona cercana a los balcones. Gwendolyn introdujo a Joram en una habitación que, a excepción de la extrema opulencia y lujo de su mobiliario, podría haber pertenecido a la residencia de lord Samuels. Se trataba de una sala de estar, diseñada para acomodar a los magos que deseasen descansar y evitar el gasto de energía mágica. Varios sofás cubiertos de brocados de seda de caprichosos dibujos estaban dispuestos alrededor de la confortable habitación, así como pequeñas mesitas convenientemente distribuidas.
En uno de aquellos rígidos sofás estaba sentada una diminuta y reseca mujer, que recordaba extraordinariamente un pequeño pájaro que estuviera posado sobre los almohadones. Joram se dio cuenta, por el color marrón de sus ropas y su excelente calidad, de que se trataba de una Druida de gran categoría. Era muy anciana, tan anciana, pensó Joram, que ya le debía de haber parecido vieja a su madre dieciocho años antes. A pesar del tiempo primaveral y del bochorno que reinaba en la habitación, la mujer permanecía junto a un fuego que lord Samuels había encendido en la chimenea. La túnica marrón envolvía su frágil cuerpo como si se tratara del plumaje de un pájaro tembloroso, y ella intensificaba aquella impresión dando constantes tirones al terciopelo de su vestido con una mano que parecía una zarpa.
De pie a un lado del sofá, manteniendo las manos cruzadas a la espalda, lord Samuels demostraba la solemnidad de la ocasión. Vestía con colores apagados como los demás magos en aquel triste aniversario; sus ropas, aunque elegantes, no lo eran tanto como las que vestían los que estaban por encima de él, detalle que fue debidamente registrado y aplaudido por éstos. Saludó a Joram con una fría inclinación de cabeza, saludo que Joram le devolvió con la misma frialdad. La Druida se quedó mirando a Joram con curiosidad con sus ojillos redondos y brillantes.
—Gracias, hija —dijo lord Samuels, dirigiendo la mirada hacia Gwendolyn con una ternura y un orgullo que ni siquiera la gravedad de la conversación que iba a tener lugar podía disminuir—. Creo que sería mejor que nos dejaras solos.