—¡Callad! —le espetó el príncipe con frialdad—. Ya no sois útil, viejo títere. Habéis representado vuestro papel muy estúpidamente, pero no ha sido, en muchos aspectos, culpa vuestra. Aquel que tiraba de vuestros hilos no hizo más que estropearlo todo.
»Y ahora, sobrino, contestaré a tus preguntas en beneficio tuyo y de aquellos que van a juzgarte y a decidir tu destino.
Dulchase suspiró profundamente y deseó con todo su corazón encontrarse en el fondo del Pozo Sagrado.
—Toda la información que voy a revelar —continuó El
Dkarn-duuk
— la he conseguido interrogando a mucha gente esta noche. El Patriarca me corregirá, estoy seguro, si me equivoco en algo.
»Hace dieciocho años, Su Divinidad, el Patriarca del Reino, cometió un error. Fue tan sólo un pequeño error. —El Señor de la Guerra agitó la mano reprobador—. Extravió un niño. Pero ese error iba a resultar desastroso para él. El niño extraviado no era un niño corriente. Aquel niño era el Príncipe Muerto de Merilon. Tres de vosotros...; no, me equivoco —el príncipe Lauryen le dedicó una desagradable sonrisa a Joram—, cuatro de vosotros estuvisteis presentes durante la ceremonia en la que se declaró al bebé, a ti, muchacho, oficialmente Muerto. Tu padre, el Emperador, te volvió la espalda, pero tu madre, mi hermana, se negó a entregarte. Se arrodilló junto a tu cuna, derramando lágrimas de cristal. Esas lágrimas se hicieron pedazos al caer sobre tu cuerpo y te produjeron varios cortes.
Joram, muy pálido ahora, se llevó una mano al pecho desnudo, mientras Dulchase cerraba los ojos, recordando, al ver las blancas cicatrices.
—Gracias a la intervención del Emperador, se pudo convencer finalmente a la Emperatriz de que entregara el niño al Patriarca Vanya, quien debía llevarse a la criatura a El Manantial y celebrar la Vigilia. Algunos días después se comunicó a Palacio que el cuerpo físico del niño había fallecido. Todo el mundo lamentó esa muerte, excepto yo, desde luego. No es nada personal...
El
Dkarn-duuk
le hizo a Joram un gesto con la cabeza, que éste le devolvió, con una expresión de siniestro regocijo.
—Me gustas, sobrino —aprobó el príncipe—. Es una lástima. Bien, ¿dónde estaba? ¡Ah, sí! El error de Vanya.
El Patriarca emitió una especie de silbido, que sonó como aire caliente escapándose de una burbuja mágica.
Ignorándolo, Lauryen continuó su relato.
—Su Divinidad llevó al niño a El Manantial. El Jefe de la Guardia de Palacio lo acompañó, para que hubiera un testigo. Vanya llevó al bebé a la Cámara de los Muertos y lo depositó sobre una losa de piedra. Eso fue antes de que empezaran a nacer más y más niños Muertos entre las familias de Merilon. El Príncipe era, por lo tanto, la única criatura de la Cámara. Fue entonces cuando Vanya cometió una estupidez, sobrino. Abandonó al niño allí sin dejar a nadie de guardia. ¿Por qué? Eso quedará aclarado dentro de un momento. Paciencia. «Todo llega para aquel que sabe esperar», como dice el viejo adagio.
Con un gesto, el príncipe Lauryen hizo aparecer una esfera de agua en el aire y tomó algunos sorbos de ella, mientras ésta flotaba obedientemente junto a su boca. Reinaba tal silencio en la habitación, que se podía oír con toda claridad cada vez que tragaba un sorbo de agua.
—¿Un trago, mi soberano?
Joram negó con la cabeza, sin apartar los ojos ni un momento del rostro del Señor de la Guerra. El
Dkarn-duuk
no ofreció agua a los catalistas, limitándose a hacer desaparecer la esfera en el aire con una palabra mágica.
—El bebé se quedó solo, sin vigilancia. Oh, desde luego eso es comprensible. Nunca se ha montado guardia ante esas Cámaras, ocultas en los últimos confines de la montaña sagrada. ¿Y qué había que proteger allí? ¿A un niño al que se había abandonado para que muriera? ¡Ah, no! —La fría voz del príncipe Lauryen experimentó un sutil cambio; sonó con un tono siniestro, que provocó un escalofrío en todos los que lo escuchaban—. ¡
A un niño al que se había dejado allí para que viviera
!
Un sonido ahogado surgió de El Pulgar de Merlyn.
—Sí, Vanya —continuó el príncipe Lauryen—, conozco la existencia de la Profecía. Los
Duuk-tsarith
son leales..., leales al estado. Cuando quedó claro para el Jefe de su Orden que
yo
soy ahora el estado, la bruja me lo reveló todo. Sí, te sientes confundido, ¿verdad, sobrino? Hasta ahora todo resultaba muy fácil de comprender. Escucha cuidadosamente, porque voy a pronunciar la Profecía que hasta ahora sólo conocían el Patriarca Vanya y la
Duuk-tsarith
.
Con voz suave, El
Dkarn-duuk
pronunció las palabras que, a partir de aquel momento, sonarían cada noche en los oídos de Dulchase.
—Nacerá de la Casa Real alguien que está muerto y que no obstante vivirá, que morirá de nuevo y volverá a vivir. Y cuando regrese, en su mano llevará la destrucción del mundo...
El príncipe Lauryen se quedó en silencio, la mirada fija en Joram. El muchacho estaba lívido, la sangre había huido de sus gruesos labios; pero la expresión de su rostro sombrío no se alteró, ni pronunció una sola palabra.
—¡Por eso es por lo que te he traicionado, hijo mío!
Las palabras que hasta entonces había reprimido surgieron de la garganta de Saryon como sangre que brotase de un corazón herido.
—¡No tenía elección! ¡Su Divinidad me hizo comprender! ¡El destino del mundo estaba en mis manos! —Retorciéndose las manos, Saryon miró suplicante a Joram.
«¿Qué será lo que espera conseguir Saryon? —se preguntó Dulchase, lleno de compasión—. ¿Perdón? ¿Comprensión? —Dulchase miró el rostro severo de Joram—. No —añadió para sí el anciano Diácono—, sin duda, no lo encontrará en ese oscuro abismo.»
Pero, por un momento, pareció como si fuera a hallarlo. Los ojos de Joram parpadearon, los apretados labios temblaron; el muchacho volvió la cabeza ligeramente hacia el catalista, que lo miraba con patética vehemencia. Pero su orgullo, un orgullo que había nacido con él y que la locura había fomentado, hizo retroceder las lágrimas y reprimió aquel impulso. Desvió aún más el rostro de Saryon, quien suspiró y se desplomó de nuevo en la silla, y mantuvo su atención fija en El
Dkarn-duuk
.
—Continuaré —dijo el príncipe con una nota de impaciencia en la voz—, si no hay más interrupciones. Supongo que ahora comprenderás por qué no se podía permitir que el Príncipe muriera. Tenía que vivir, o de lo contrario la Profecía se cumpliría, y, sin embargo, todos debían creerlo muerto, ya que era inconcebible que un Emperador Muerto ocupase un día el trono de Merilon.
»¿Te das cuenta del dilema al que se enfrentaba Vanya, sobrino? —El príncipe Lauryen extendió las manos y miró a la concurrencia con una sarcástica expresión—. No sé qué pensaba hacer contigo, Joram. ¿Qué planeabais, Patriarca? ¿Nos lo queréis decir?
No recibió respuesta. Todo lo que se oyó fue la fatigosa respiración del Patriarca.
El
Dkarn-duuk
se encogió de hombros.
—No es importante. Probablemente planeaba tenerte encerrado en alguna celda secreta en el interior de El Manantial, donde habrías vivido prisionero hasta que hubiera dado con una solución. ¡Ah! Parece que no estoy muy lejos de la verdad.
Dulchase lanzó una rápida mirada a Vanya y vio que la barbilla de éste se crispaba nerviosamente.
—Fuera cual fuese su plan, no salió bien. No había dejado ningún centinela a propósito, ya que pensaba bajar a la Cámara por la noche sin ser visto y llevarse al Príncipe a otro lugar más seguro. ¡Imagina su horror, sobrino, cuando al regresar a la Cámara se encontró con que el bebé había desaparecido!
Dulchase sí podía imaginarlo. Un hormigueo le recorría la calva cabeza y notaba los pies helados.
—Nuestro Patriarca, siempre racional, no se dejó dominar por el pánico. Tras efectuar una discreta investigación, consiguió obtener alguna pista de lo que había sucedido. Una mujer llamada Anja había dado a luz a un niño muerto. Cuando la
Theldara
se lo dijo a la madre y le mostró el niño muerto, Anja se volvió loca, negándose a entregar el cadáver. La
Theldara
envió a buscar a los
Duuk-tsarith
para que le arrebataran a la criatura, lo cual lograron con sus artes mágicas, dejando a Anja aparentemente sosegada. Pero ella los engañó. He oído decir, sobrino, que eres un experto en el arte de la prestidigitación y de la ilusión óptica y que estas habilidades te las enseñó esa mujer que tú creías tu madre. Eso no me sorprende. Era muy hábil en ese arte, como se deduce por el hecho de que engañara a los
Duuk-tsarith
, una gente a la que no se la engaña con facilidad.
»El Patriarca Vanya no pudo averiguar nada con seguridad, desde luego, pero dedujo, y estoy de acuerdo con él, que la mujer huyó de su habitación y vagó por El Manantial, buscando la salida. Por casualidad, fue a parar a la Cámara de los Muertos. Allí se encontró con un bebé, ¡un bebé vivo! Anja se apoderó del niño y escapó de El Manantial durante la noche. Cuando Vanya descubrió lo que había sucedido, la hábil maga ya había tenido tiempo de cubrir bien sus huellas.
»Así que, sobrino mío, durante años el Patriarca Vanya ha vivido sabiendo que en algún lugar de este mundo vivías tú, el Príncipe de Merilon, y, sin embargo, por mucho que lo intentase, no podía encontrarte. A los únicos a quienes se les había dado a conocer este secreto era a los
Duuk-tsarith
de más alta graduación, quienes, desde luego, lo ayudaban en la búsqueda. Todos los informes sobre Muertos vivientes eran comprobados cuidadosamente, según me han dicho. El primero que pareció concordar fuiste tú, Joram, que les diste a conocer tu existencia cuando mataste al capataz. La descripción de tu madre correspondía con la de Anja; tu edad era la justa.
«Pero Vanya no podía estar seguro. Afortunadamente, le facilitaste las cosas al Patriarca cuando huiste al País del Destierro. Uno de los mejores
Duuk-tsarith
, un Señor de la Guerra llamado Blachloch, ya estaba allí, llevando a cabo una operación encubierta con los Hechiceros. Se avisó al Patriarca de que ibas hacia allí. A sus hombres no les costó ningún trabajo encontrarte y quedaste bajo su vigilancia.
»No obstante, el Patriarca se encontraba una vez más en un dilema. No se atrevía a encerrarte en El Manantial, donde, según se dice, «las paredes tienen oídos y lengua». Tenía demasiados enemigos dispuestos a ocupar su lugar, así que decidió que también sería seguro mantenerte en el País del Destierro bajo los ojos vigilantes no sólo del Señor de la Guerra sino también de un catalista. —El
Dkarn-duuk
indicó con un gesto la encogida figura de Saryon—. Pero Vanya no había contado con que descubrieses piedra-oscura. Parecía, sobrino, como si la Profecía se fuera cumpliendo lenta e inexorablemente. Estabas, o será mejor decir estás, volviéndote peligroso.
El príncipe Lauryen se quedó silencioso, perdido al parecer en sus propios pensamientos. Vanya permanecía sentado, deslizando los dedos arriba y abajo del brazo del sillón, mirando fijamente a El
Dkarn-duuk
con la misma expresión con que un jugador derrotado contempla a su oponente, intentando calcular cuál será su siguiente movimiento. En cuanto a Joram, la severa máscara de orgullo empezaba a resbalar de su rostro; y el cansancio y la sorpresa recibida le daban un aspecto atontado. Miraba al vacío con ojos vidriosos. Saryon, por su parte, parecía estar ahogándose en su propia desgracia. Dulchase sintió una gran lástima por el muchacho, pero no parecía que pudiera hacer gran cosa por él.
Al anciano Diácono le dolía la cabeza; temblaba de tal manera de frío y de excitación, que mantenía los dientes firmemente apretados para evitar que le castañeteasen. Se sentía enfadado, también. Enfadado por haber sido arrastrado a aquella situación absurda y ridícula. No sabía a quién creer. En realidad, no creía a ninguno de ellos. Desde luego, tenía que admitir que algunas cosas eran verdad; el muchacho era obviamente el hijo del Emperador..., aquellos ojos y aquella cabellera no podían mentir. Pero ¿existía realmente una Profecía sobre la destrucción del mundo? En la historia de la humanidad ha existido siempre un profeta u otro que ha anunciado su fin. El Diácono no sabía de dónde había salido aquella Profecía; pero no le era difícil adivinarlo. Cualquier anciano que se haya pasado un año alimentándose de insectos y de miel tiene una visión en la que ve el fin del mundo. Probablemente todo sea debido al estreñimiento. Pero, ahora, cientos de años más tarde, aquello le iba a costar la vida a aquel joven.
Olvidando toda prudencia, Dulchase lanzó un disgustado bufido, y el ruido atravesó la tensa atmósfera como si fuera un trueno. Todos los presentes en la habitación dieron un respingo y todos los ojos —incluidos los ojos fríos y sin expresión de El
Dkarn-duuk
— se volvieron hacia el anciano.
—Estoy resfriado —murmuró Dulchase, secándose la nariz ostensiblemente con la manga de la túnica.
Para alivio suyo, el Patriarca Vanya aprovechó la ruptura de la tensa atmósfera para cambiar de postura su enorme mole.
—¿Cómo lo habéis descubierto? —volvió a preguntar al príncipe Lauryen.
El brujo sonrió.
—Todavía seguís intentando salvar el pellejo, ¿verdad, Eminencia? No os culpo. Recubre una gran cantidad de grasa que sin duda daría lugar a un espectáculo repugnante si empezara a rezumar ante la mirada de todos. ¿Quién más lo sabe? Seguro que os lo estáis preguntando. ¿Están estas personas en condiciones de ocupar vuestro puesto? ¿Estoy
yo
en condiciones de ponerlos ahí?
La tez de Vanya adoptó un color cetrino. Intentó replicar, pero el príncipe lo detuvo alzando una delgada mano.
—Se acabaron las fanfarronadas. Podéis relajaros, de hecho, Patriarca. Podría reemplazaros, pero creo que no me conviene, siempre, claro está, que vos y yo nos pongamos de acuerdo en dar una solución definitiva a
nuestros
problemas. Pero ya lo discutiremos más adelante. Ahora, quiero responder a vuestra pregunta. Un caballero perteneciente a la clase media alta me vino a ver ayer por la noche. El pobre hombre estaba trastornado por la desaparición de su hija.
Joram, entonces, levantó la cabeza con ojos relampagueantes.
El príncipe Lauryen apartó la vista inmediatamente del, en apariencia, apaciguado Patriarca para mirar al muchacho sentado a su lado.