—¡Joram! ¡Perdóname! —estalló Saryon, tendiendo ambas manos, suplicante—. ¡Tuve que contárselo a ellos! ¡Si supieras...!
—¡Diácono! —interrumpió Vanya con una voz tensa que sonó casi como un aullido—. ¡Estáis perdiendo la compostura!
—Os pido disculpas, Divinidad —murmuró Saryon, encogiéndose en su asiento—. No volverá a suceder.
—Joram, hijo de Anja —continuó el Patriarca, respirando con dificultad mientras deslizaba las manos por los brazos del pétreo sillón. Se inclinó hacia adelante—. Se te acusa del atroz crimen de volver a traer la piedra-oscura, esa obra maldita del Príncipe de los Demonios, a un mundo que hace mucho tiempo la había desterrado. ¡Se te acusa de haber forjado un arma con ese mineral diabólico! Joram, hijo de Anja, ¿cómo te declaras? ¿Cómo te declaras?
Se hizo el silencio, un silencio expectante. La trabajosa respiración de Vanya, la respiración entrecortada de Saryon, el siseo de los relucientes anillos, todo se abatía contra el silencio pero nada podía penetrarlo. Dulchase comprendió que el muchacho no contestaría. Vio que los ardientes anillos se cerraban cada vez más, y apartó la mirada rápidamente. Joram permitiría que aquellos anillos lo abrasaran antes que dejar que le arrancaran una sola palabra. Comprendiéndolo también él, Saryon se puso en pie de un salto emitiendo un grito ahogado. El
Duuk-tsarith
miró a Vanya interrogante, preguntándole hasta dónde podía llegar. El Patriarca miraba a Joram con furia contenida. Iba a abrir la boca, cuando otra voz —una voz que llenó el tenso ambiente de la Sala como una mancha de aceite— rompió finalmente el silencio.
—Eminencia —dijo la voz desde las sombras—, no culpo a este joven por negarse a contestar. Vos no estáis utilizando, al fin y al cabo, su nombre correcto. «Joram, hijo de Anja.» ¡Bah! ¿Quién es ése? ¿Un campesino? Debéis llamarlo por su auténtico nombre, Patriarca Vanya; entonces a lo mejor sí se dignará contestar a vuestras acusaciones.
La voz tuvo el mismo terrorífico efecto sobre el Patriarca que si hubiera sido un rayo arrojado desde los cielos. Aunque Dulchase no podía distinguir el rostro de Vanya, porque éste estaba de espaldas a la luz, sí vio que la cabeza cubierta por la pesada mitra se perlaba de sudor y oyó que algo parecido a un estertor brotaba de sus pulmones. El Patriarca dejó caer desmayadas las gordinflonas manos mientras contraía los dedos como las patas de una araña atemorizada.
—Llamadle por su auténtico nombre —continuó aquella voz suave y sosegada—. Joram, hijo de Evenue, Emperatriz de Merilon. ¿O deberíamos decir
difunta
Emperatriz de Merilon...?
—Sobrino... —saludó el príncipe Lauryen.
Inclinó ligeramente ante Joram la cabeza cubierta por la roja capucha en un irónico saludo y fue a detenerse frente al trono del Patriarca.
Ahora la Sala estaba brillantemente iluminada. A una orden del poderoso brujo, hicieron su aparición gran número de esferas luminosas, que despedían una luz amarilla y cálida sobre todos los reunidos. El Patriarca ya no podía esconder el rostro entre las sombras; ahora quedaba claramente visible y todos pudieron comprender la verdad.
Dulchase se llevó una mano al corazón.
«Otro sobresalto como éste y no lo contaré —se dijo—. De hecho, un sobresalto más podría matar a varios de nosotros.»
El Patriarca había intentado negarlo a grandes voces, pero la fulminante mirada de El
Dkarn-duuk
congeló las palabras en sus labios. Al contrario que Saryon, que se había encogido de tal manera que casi había desaparecido de la vista, el Patriarca pareció hincharse. El pálido rostro aparecía moteado de manchas rojas y gruesas gotas de sudor le perlaban la frente. Permanecía recostado en su asiento, respirando con dificultad, el enorme estómago subiendo y bajando pesadamente, mientras con las manos tironeaba nervioso de su roja túnica. No dijo nada, limitándose a mirar al brujo con atención. El príncipe le devolvió la mirada, las manos cruzadas ante él, con porte tranquilo y sereno. Sin embargo, se estaba librando una batalla mental entre ambos; el aire crepitaba con los mudos ataques y contraataques, cada uno intentando calcular cuánto sabía el otro y qué uso podía hacer de ello.
De pie entre los ardientes anillos, la pieza por la que ambos luchaban, Joram aparecía tan desconcertado que estuvo a punto de hacer que Dulchase prorrumpiera en carcajadas. De hecho, el anciano Diácono fue incapaz de reprimir una nerviosa risita ahogada, pero, dándose cuenta de que la tensión lo empezaba a poner histérico, consiguió transformar la risita en una ruidosa tos, que provocó que el joven
Duuk-tsarith
que vigilaba al prisionero le lanzara una penetrante mirada.
Dulchase supo ahora dónde había visto aquellos ojos, aquella regia inclinación de la cabeza, aquella mirada autoritaria. El muchacho era el vivo retrato de su madre. Joram vio la verdad con toda claridad en el rostro de Vanya, igual que la vieron todos los presentes en la Sala, pero lentamente desvió la mirada hacia Saryon como si esperara su confirmación. El catalista había permanecido acurrucado en su asiento, con la cabeza entre las manos, desde la llegada, evidentemente inesperada y nada deseada, de El
Dkarn-duuk
. Ahora, al darse cuenta de que los pensamientos del muchacho se dirigían hacia él, Saryon alzó el macilento rostro y miró directamente a aquellos ojos sombríos e interrogantes.
—Es verdad, Joram —dijo en voz baja, hablando como si él y el muchacho fueran los únicos ocupantes de la habitación—. ¡Lo sé desde hace... tanto tiempo! ¡Tanto tiempo!
Rompió a llorar, sacudiendo la cabeza, las manos temblando por la emoción.
—¡No lo comprendo! —La voz de Joram sonaba velada, ahogada—. ¿Cómo? ¿Por qué no me dijisteis la verdad? ¡En nombre de Almin! —Lanzó un amargo juramento en voz baja—. ¡Confiaba en vos!
Saryon lanzó un gemido, balanceándose hacia delante y hacia atrás en la fría silla de piedra.
—¡Lo hice por tu bien, Joram! ¡Debes creerme! Es... estaba equivocado —titubeó, lanzando una mirada a Vanya—. Pero hice lo que creía que era mejor. Tú no puedes comprenderlo —finalizó algo violentamente—. Hay más cosas...
—Desde luego que las hay, sobrino —dijo el príncipe Lauryen de repente, girando sobre sí mismo con tal rapidez que su túnica relució a su alrededor como una llama. Echándose hacia atrás la roja capucha con sus delgadas manos, el Señor de la Guerra se enfrentó a Joram, mientras observaba su rostro con interés—. Te pareces a nuestra familia, a tu madre y a mí, y es por eso por lo que te has metido en este lío. Si hubiera corrido por tus venas la sangre aguada de ese idiota que es tu padre, te habrías hundido en la oscuridad y el anonimato y te hubieras sentido feliz cuidando zanahorias en ese pueblo donde te criaste.
Con un gesto de la mano, El
Dkarn-duuk
hizo desaparecer los llameantes anillos que rodeaban al joven. Joram se tambaleó. Debilitado por la tensión y el agotamiento, estuvo a punto de caer al suelo. Pero se sobrepuso inmediatamente y se irguió de nuevo.
«Se mantiene sólo gracias a su orgullo», pensó Dulchase con admiración, y esta misma admiración se reflejaba también en el rostro del príncipe Lauryen, quien lanzó una mirada arrogante al Patriarca Vanya.
—El muchacho está agotado. Seguramente ha permanecido en prisión desde que se lo capturó anoche.
El Patriarca asintió con la cabeza, pero no respondió.
—¿Has comido algo? —preguntó El
Dkarn-duuk
, volviéndose de nuevo hacia Joram.
—No necesito nada —respondió el muchacho.
El príncipe Lauryen esbozó una sonrisa.
—Claro que no, pero deberías sentarte. Vamos a estar aquí algún tiempo. —Una vez más, miró al Patriarca—. Creo que no estarían de más algunas explicaciones.
El Patriarca Vanya se echó hacia adelante en su asiento, mientras su moteado rostro empezaba a recuperar algo de su color original.
—¡Quiero saber cómo lo habéis descubierto! —exclamó con voz ronca, sus rechonchas manos sujetando con fuerza los brazos del sillón—. ¡Quiero conocer todo lo que sabéis!
—Paciencia —repuso El
Dkarn-duuk
.
Con un gesto de la mano hizo surgir del suelo dos nuevos sillones de piedra; luego, cortés, invitó a Joram a que se sentase. El joven lanzó una suspicaz mirada al sillón; después dirigió la misma mirada suspicaz a su tío. El príncipe asumió la sospecha con una sonrisa de sus delgados labios, sin negarla ni aceptarla. Una vez más volvió a indicarle que se sentara, y Joram se sentó de pronto, como si su debilitado cuerpo hubiera tomado la decisión por él.
El
Dkarn-duuk
tomó asiento, entonces, junto al muchacho, flotando elegantemente hasta el sillón. Adoptó la posición de sentarse, pero permaneció en el aire, a un centímetro del asiento. Dulchase no estaba seguro si lo hacía por comodidad o para hacer alarde de sus poderes mágicos. De lo que sí estaba convencido el anciano Diácono era de que ya tenía suficiente.
Poniéndose en pie con un fuerte crujido de huesos, Dulchase se volvió hacia el Patriarca, manteniendo una mano humildemente sobre el pecho.
—Eminencia —dijo el catalista, y se sintió secretamente satisfecho al observar que el príncipe Lauryen daba un respingo—, soy un hombre anciano. He vivido sesenta años pacíficamente, encontrando consuelo a lo que podría considerarse una vida tediosa en la observación de las interminables locuras que cometen mis semejantes. Mi lengua ha sido siempre mi perdición, lo admito con toda franqueza. En muchas ocasiones me fue totalmente imposible abstenerme de criticar tales locuras, y debido a ello he continuado siendo Diácono, y estaré contento de morir como Diácono, os lo aseguro. Lo que sucede es que no quiero morir como Diácono antes de hora, si es que me comprendéis.
El
Dkarn-duuk
parecía disfrutar con aquello. Contemplaba a Dulchase por el rabillo del ojo, bailándole una burlona sonrisa en los finos labios. El Patriarca, por su parte, lo miraba furioso. Pero Dulchase disfrutaba de la cómoda situación de saber que su superior estaba en un apuro mucho peor del que él podría conocer nunca, y por lo tanto siguió hablando.
—Sufro pesadillas, Eminencia —dijo con sencillez—. Pero por naturaleza las olvido inmediatamente en cuanto se hace de día. En estos momentos estoy padeciendo una de esas pesadillas, Divinidad. Es algo horrible y preveo que aún empeorará más. —Se inclinó humildemente, llevándose una mano al corazón—. Si me excusáis, regresaré a mi cama y me despertaré antes de que eso suceda. Estoy seguro de que en mi viejo cerebro no quedará el más leve rastro de esto. No sois más que fantasías de mi mente y, como a tales, os deseo buenas noches. Eminencia —se inclinó de nuevo ante el Patriarca—. Alteza —se inclinó también ante El
Dkarn-duuk
—. Alteza Real —se inclinó aún más profundamente ante Joram, quien lo miraba, según observó Dulchase, con una media sonrisa muy particular, una sonrisa apenas perceptible en sus labios pero que dio un nuevo brillo a sus oscuros ojos.
Dulchase se estremeció. «Sí —se dijo, suspirando profundamente—, debo irme.»
Dándose la vuelta, avanzó un paso en dirección a la escalera situada al otro extremo de la Sala. Aquella escalera que serpenteaba montaña arriba lo conduciría de nuevo a su confortable celda.
Pero la voz del príncipe Lauryen lo detuvo.
—Os comprendo, Diácono. Realmente os comprendo —dijo el Señor de la Guerra, imperturbable—. Pero es demasiado tarde para acabar con este sueño. Además, esto sigue siendo un juicio. Se necesita vuestro veredicto. —Aunque estaba de espaldas a él, Dulchase se dio cuenta de que El
Dkarn-duuk
estaba mirando a Vanya—. Y necesito testigos. Por lo tanto, os ruego que os despertéis y nos acompañéis.
Dulchase consideró la posibilidad de hacer un último intento para escapar. Empezó a abrir la boca, pero vio que los ojos del brujo se entrecerraban de forma apenas perceptible.
—Sí, mi señor —asintió Dulchase sin ningún entusiasmo, dejándose caer de nuevo en su asiento.
—Bien, ¿por dónde empezamos? —El príncipe Lauryen juntó las puntas de los dedos con delicadeza, golpeándose ligeramente los finos labios con ellas—. Hay varios interrogantes sobre el tablero. Vos, Divinidad —había ahora una sutil ironía en su voz—, exigís conocer todo lo que sé y cómo lo he descubierto. Tú, sobrino —la ironía apareció de nuevo—, has preguntado con toda sencillez «¿cómo?», queriendo decir, presumo, «cómo es que estás aquí cuando el mundo y la
mayoría
de los que habitan en este lugar creen inocentemente que estás muerto». Con el debido respeto, Divinidad —el Patriarca se mordió el labio, porque el sarcasmo de El
Dkarn-duuk
lo llenaba de una rabia sorda que no se atrevía a demostrar—, contestaré primero a la pregunta de mi sobrino. Él es, después de todo, mi soberano.
El príncipe Lauryen se inclinó ante Joram, bajando la mirada respetuosamente; se encontró al levantarla con que Joram lo miraba frunciendo el entrecejo, amenazador.
—No —respondió el Señor de la Guerra—, no me estoy burlando de ti, muchacho. Nada más lejos de mi intención. Hablo muy en serio,
terriblemente
en serio, te lo aseguro. —Los finos labios ya no sonreían—. Verás, Joram, los derechos de sucesión al trono de Merilon pasan a través de la Emperatriz, pero, lamentablemente, tu madre nos ha abandonado para ir al Más Allá, al reino de los
muertos
. —El
Dkarn-duuk
pronunció aquella palabra con gran énfasis, observando cómo todos los que lo rodeaban se encogían involuntariamente en sus asientos—. Una dolorosa tragedia que
pronto
pasará a ser de dominio público. —Lanzó una mirada a Vanya, que aspiraba con fuerza por la nariz, y echaba chispas por los ojos, poseído de una furia impotente—. Tú, Joram, eres ahora el Emperador de Merilon. —Suspiró sonriente—. Disfruta tu mandato mientras puedas. No durará mucho tiempo. Sabes que, como hermano de Su Difunta Majestad,
yo
soy el siguiente en la línea de sucesión después de ti.
La expresión de Joram se suavizó y se le avivó la mirada.
«Se ha dado cuenta —pensó Dulchase, escondiendo la cabeza en la mano al tiempo que apoyaba el codo sobre el brazo del sillón, perdida toda esperanza—. En nombre de Almin, es un asesinato, y...»
Un gemido ahogado que provenía de Saryon le indicó que también él lo había comprendido.
—No —empezó a decir sin fuerzas—, ¡no podéis! No...