La Profecía (59 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: La Profecía
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Por un momento había creído que sí había llegado, hasta que, durante la última noche, se había encontrado con la sombría mirada de Joram. Las amargas palabras del muchacho —«¡Confiaba en vos!»— le parecían al sacerdote como si hubieran sido escritas con fuego sobre su alma. Arderían para siempre en su interior; nunca se libraría de aquella agonía.

Era ese fuego, supuso, el que consumía las plegarias y súplicas que dirigía a Almin, plegarias solicitando misericordia, solicitando el perdón de sus pecados. Las palabras flotaban en su boca como cenizas y se desperdigaban en el aire, dejando su corazón convertido en una masa carbonizada y ennegrecida.

La novicia lanzó una rápida mirada a una ventana del corredor. La luz de las estrellas empezaba a desvanecerse lentamente.

—Padre, debemos irnos.

—Sí.

Saryon se volvió, y con paso lento y vacilante se acercó hasta el altar.

La Espada Arcana yacía como un objeto muerto. La luz que la novicia sostenía en la mano arrancaba suaves destellos de la pulida superficie de palisandro del elaborado altar, pero ni un solo destello surgía del negro metal de la espada. Sintiendo el corazón oprimido por el dolor y la pena, Saryon alzó el arma torpemente. Una enorme repugnancia lo invadió al tocarla. La introdujo en el interior de la funda como pudo y a punto estuvo de dejarla caer al suelo. Luego, inclinando la cabeza, sujetó la espada con fuerza entre ambas manos y la alzó hacia el cielo, lanzando la más sincera de las plegarias que jamás había pronunciado en su vida.

—Almin bendito, ya no me siento preocupado por mí. Estoy perdido. ¡Acompaña a Joram! ¡Ayúdalo, de alguna forma, a encontrar la luz que busca tan desesperadamente!

En la pequeña y sombría capilla no se oyó más que un ahogado y compadecido «amén» procedente de la joven novicia.

Llevando la pesada espada entre los brazos, Saryon abandonó la capilla.

13. La Frontera

El extremo del mundo. Picos cubiertos de nieve, bosques de pinos y burbujeantes ríos situados en el centro del país se convertían en ondulantes praderas y populosas ciudades y en frondosos bosques que a su vez cedían el paso a extensas llanuras de ondeantes pastos. Finalmente los pastos desaparecían y, entonces, ya no había nada excepto dunas solitarias barridas por el viento que soplaba sin cesar. Más allá de la arena flotaban las brumas del Más Allá. Y mirando eternamente a estas brumas con sus ciegos ojos de piedra, se encontraban los Vigilantes.

Seres humanos condenados, transformados mediante artes mágicas en estatuas de piedra, que no obstante conservaban la vida en sus cuerpos petrificados, los Vigilantes medían nueve metros de altura. Hombres y mujeres indistintamente, cada uno de ellos estaba colocado a seis metros de distancia del siguiente, y casi todos eran catalistas. A los magos se los castigaba enviándolos al Más Allá, ya que se consideraba demasiado peligroso permitir que un mago poderoso permaneciera en el mundo, aunque sea petrificado. Pero el humilde catalista era muy diferente, y cuando se decidió que era necesaria la existencia de Vigilantes en la Frontera, se consideró que aquélla era una forma muy adecuada y satisfactoria de obtenerlos.

¿Qué era lo que vigilaban aquellos seres silenciosos, muchos de los cuales llevaban siglos resistiendo el azote de la arena y del viento? ¿Qué harían si vieran materializarse algo entre las brumas? Nadie lo sabía; hacía mucho tiempo que las respuestas habían pasado al olvido. No había nada allí fuera excepto el Más Allá, el Reino de los Muertos. Y de ese Reino nadie había regresado jamás.

Situada al este de Thimhallan, la Frontera era el primer lugar del país que recibía los rayos del sol naciente. Cuando empezaba a levantarse, la luz del sol era de un color gris nacarado, que brillaba a través de una cortina de niebla tan espesa que ni siquiera la divina bola de fuego podía dispersarla. Luego, con un fulgor pálido y frío —una sombra de sí mismo—, el sol hacía su aparición sobre la línea del horizonte, allí donde las brumas dejaban paso a un cielo azul y despejado, proyectando una luz trémula y débil. Cuando finalmente conseguía liberarse del Reino de los Muertos, la luz brotaba de él como un torrente, derramándose sobre la tierra como en agradecimiento, y trayendo un nuevo día a todos los seres vivos de Thimhallan.

Sería en ese momento, con los primeros rayos del sol cayendo sobre la tierra, cuando a Joram se lo convertiría en una estatua de piedra.

Por lo tanto, todos los participantes y también los que iban a actuar como testigos de la solemne ceremonia empezaron a reunirse sobre las dunas con las primeras luces del alba. Se necesitaban veinticinco catalistas para poder transferir al Verdugo la Vida suficiente para llevar a cabo la Transformación, y estos hombres y mujeres fueron los primeros en llegar. Aunque generalmente se convocaba a catalistas de todas las regiones de Thimhallan para que representaran a toda la población, aquel juicio había sido tan precipitado que esta vez los catalistas procedían todos de El Manantial. Muchos de los más jóvenes no habían presenciado nunca aquella ceremonia, y la mayoría de los más ancianos se había olvidado de cómo era. De los Corredores abiertos sobre la arena surgían, tambaleantes y somnolientos, los catalistas que habían sido elegidos, muchos de ellos portando libros en las manos, estudiando apresuradamente el ritual.

El siguiente en llegar fue el Verdugo. Un mago de extraordinario poder —uno de los miembros de más categoría de los
Duuk-tsarith
—, era el brujo particular de los catalistas. Trabajaba únicamente para ellos, y no sólo se encargaba de la seguridad dentro de El Manantial, sino que también se ocupaba de asuntos como el presente. Habiendo trocado el color de sus negros ropajes por el color gris, que representaba la imparcialidad de la ley, el Verdugo salió silenciosamente del Corredor. Estaba solo, el rostro enteramente cubierto por la capucha. Los catalistas lo rehuyeron; lo miraban de reojo y se apartaban rápidamente de su camino. El hombre no les prestó la menor atención. Se quedó de pie inmóvil sobre la arena como si también él fuera de piedra, manteniendo las manos en las profundidades de las mangas de su túnica, repasando mentalmente quizás el complicado conjuro o a lo mejor concentrándose para reunir la gran cantidad de energía física y mental que sería necesaria para realizar el hechizo.

Detrás de él, surgieron del Corredor dos
Duuk-tsarith
que escoltaban a un hombre de noble, aunque agotado, porte y a una muchacha que parecía estar a punto de derrumbarse. La muchacha se aferraba a su padre, intentando huir del contacto con los Señores de la Guerra. Al ver a los pétreos Vigilantes, lanzó un grito desgarrador. Su padre tuvo que sostenerla en sus brazos, para evitar que cayera en aquel lugar para no levantarse jamás.

Varios de los catalistas sacudieron la cabeza apenados y algunos de los más ancianos se adelantaron para ofrecerle el consuelo y la bendición de Almin; pero la joven se apartó de ellos al igual que lo había hecho de los
Duuk-tsarith
, hundiendo el rostro en el pecho de su padre y negándose a mirarlos.

Los Señores de la Guerra que los acompañaban los condujeron a una zona de la playa en la que no había nada a excepción de una señal dibujada sobre la arena precipitadamente. Al ver la señal —una rueda de nueve radios—, la muchacha se desplomó. Entonces se hizo llamar a un
Theldara
a toda prisa.

El Cardinal fue el siguiente en llegar. Había tenido el cuidado de cambiar los blancos ropajes de rebordes plateados propios de su cargo por la túnica gris, también bordeada de plata, propia de una ejecución, justo en el momento de salir del Corredor. Reuniéndose con varios de los catalistas de más edad, que lo saludaron con una reverencia, el Cardinal dirigió una mirada a las cada vez más brillantes brumas y frunció el entrecejo. Se lo oyó comentar irritado que se estaban retrasando. Reunió inmediatamente a veinticinco miembros de su Orden y los situó, formando un círculo, alrededor del dibujo de la rueda. Cuando todos los catalistas estuvieron colocados tal y como él quería, y cada uno de ellos hubo cambiado el color de sus ropas al tono de gris apropiado, el Cardinal hizo un gesto con la cabeza al Verdugo, quien lenta y solemnemente fue a ocupar su lugar en el centro del círculo.

Todo estaba listo. El Cardinal lo comunicó a El Manantial mediante un Corredor. Tras unos instantes de intensa expectación, volvió a abrirse el agujero. Esperando ver salir al séquito del Patriarca, todo el mundo volvió la cabeza y se esforzó por ver lo que sucedía. Pero no era más que el
Theldara
, que había acudido para atender a Gwen, lo cual proporcionó un poco de distracción a los presentes. Tras administrarle unas pócimas reconstituyentes, la muchacha se incorporó a los pocos momentos, mientras el color regresaba a su pálido rostro progresivamente.

En el círculo de catalistas se produjo un momentáneo movimiento de impaciencia. El Cardinal frunció el entrecejo, contrariado, y tomó nota mentalmente de los infractores. Por fin, la paciencia de los presentes se vio recompensada. El Corredor volvió a abrirse, pero el hueco estaba vacío.

Los reunidos lanzaron una exclamación de sorpresa. Un fenómeno de lo más inesperado acababa de tener lugar.

El Emperador estaba surgiendo del Corredor. Mientras todos lo contemplaban conmocionados, un nuevo revoloteo en el interior del agujero dio paso también a la Emperatriz, sentada en un alado sillón blanco. Miraba fijamente en dirección al Reino del Más Allá; muchos cuchichearían después —cuando se anunció oficialmente su fallecimiento— que había una expresión de melancólico anhelo en sus ojos, como si suspirase por el reposo que se le negaba. Ambos estaban solos, ningún servidor los acompañaba, y el Emperador permanecía inmóvil, flotando sobre la arena, mirando a su alrededor expectante.

El Cardinal los miraba estupefacto, con la boca abierta; los catalistas empezaron a mirarse los unos a los otros, sorprendidos y consternados. Incluso la muchacha se dio cuenta de lo sucedido; levantó la cabeza y contempló a la Real Pareja, sobre todo a la difunta Emperatriz. Luego desvió la mirada apresuradamente con un estremecimiento. Tan sólo el Verdugo permaneció impávido, con la encapuchada cabeza mirando al frente y los invisibles ojos clavados en el círculo.

Finalmente, el Cardinal abandonó el círculo de catalistas y dio un vacilante paso en dirección al Emperador, aunque no tenía la menor idea de lo que debía hacer. Afortunadamente, en ese momento el Corredor se volvió a abrir, dando paso al Patriarca Vanya y a El
Dkarn-duuk
, el color rojo y carmesí de sus ropas destacando como si se tratara de salpicaduras de sangre en la blanca arena de la playa.

Ambos parecieron bastante sorprendidos al ver al Emperador y a su esposa.

—¿Qué está haciendo él aquí? —preguntó el Patriarca en voz baja, mirando ceñudo al príncipe Lauryen.

—No tengo ni idea —replicó el brujo con frialdad, mirando a su vez al Patriarca—. Quizás esté buscando algo de diversión.

—Las paredes de El Manantial no sólo tienen ojos y oídos, sino que también tienen boca —observó el Patriarca, malhumorado, enrojeciendo al ver la desconfianza pintada claramente en los ojos de El
Dkarn-duuk
—. Ha averiguado la verdad.

Por un instante, pareció como si Lauryen perdiera su habitual compostura, con gran satisfacción por parte del Patriarca.

Inclinándose junto a él, El
Dkarn-duuk
siseó:

—Si el muchacho habla, si lo hace público en presencia del Emperador...

—No lo hará —lo interrumpió Vanya.

Frunciendo los labios con aire de suficiencia, miró de reojo a lord Samuels y a su hija, que permanecían detrás del círculo de catalistas con aspecto desamparado.

Comprendiendo lo que el Patriarca quería decir, Lauryen se tranquilizó.

—¿Se le ha dicho al muchacho que ella estaría aquí?

—No. Esperamos que la sorpresa que le haya producido verla lo mantendrá en silencio. Si intenta hablar, el Padre Saryon tiene instrucciones de advertirle que la muchacha pagará las consecuencias.

—Hummm —fue todo lo que contestó el Señor de la Guerra.

Pero en aquel sonido había un tono siniestro, que le recordó vivamente al Patriarca una serpiente de cascabel, de la que se dice que emite un sonido de advertencia antes de atacar.

De todas formas, no había tiempo para más conversación; a ambos les incumbía ahora atender a su señor y a su difunta esposa rindiéndoles su homenaje y su respeto.

Se necesitaba una tribuna real, desde luego, para proporcionar asiento al Emperador y a la Emperatriz. El Patriarca Vanya y El
Dkarn-duuk
se sentarían también allí, junto con el Cardinal, aunque estos caballeros habían tenido la intención de permanecer de pie cerca del círculo en sus prisas por acabar con aquello rápidamente.

Ahora esto era imposible. Se hizo salir a varios
Duuk-tsarith
del Corredor para que conjuraran la tribuna con la ayuda del mismo Cardinal, ya que ninguno de los catalistas del círculo andaba sobrado de energía. El Cardinal otorgó Vida a los Señores de la Guerra con aire malhumorado y se lo vio dar muestras de impaciencia por el retraso, lanzando continuas miradas a las brumas que, a cada segundo que pasaba, resultaban más brillantes.

Pero los Señores de la Guerra hicieron su trabajo con eficiencia y la tribuna tomó forma con una sola palabra y un gesto de la mano. Del aire surgieron cientos de mullidos almohadones, un dosel de seda cayó del cielo como una nube caprichosa y pronto quedaron instalados en ella Sus Majestades, el Patriarca, El
Dkarn-duuk
y todos los demás. Al estar sentados a la cabecera del círculo de catalistas, disfrutaban de una excelente visión del Verdugo y de la rueda dibujada en la arena. Más allá, las brumas del Límite del Mundo bullían exasperadas bajo la luz de la mañana.

Emitiendo un suspiro de alivio, el Cardinal se apresuró a ordenar que trajeran al prisionero.

14. La Profecía

El Corredor volvió a abrirse, esta vez en el centro mismo del círculo de catalistas.

Saryon salió de él, llevando la Espada Arcana en los brazos, sujetándola con la misma torpeza y cautela con que un padre sujeta a su hijo recién nacido. El Cardinal pareció sentirse escandalizado por el hecho de llevar un arma diabólica a una ceremonia tan solemne, por lo que miró a su Patriarca en busca de instrucciones.

Poniéndose en pie, el Patriarca Vanya dijo con voz severa:

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