—Sí, sobrino; suponía que eso podría hacerte hervir la sangre.
—¡Gwendolyn! —exclamó Joram con la voz rota—. ¿Dónde está? ¡Qué le habéis hecho! ¡Por Almin! —Cerró el puño con fuerza—. Si le habéis hecho daño...
—¿Hacerle daño? —El
Dkarn-duuk
no se inmutó; pero en su voz apareció un ligero tono de censura—. No creerás que tenemos tan poco sentido común, Joram. ¿Qué obtendríamos con hacerle daño a esa muchacha cuyo único crimen ha sido tener la desgracia de enamorarse profundamente de ti?
El príncipe se volvió de nuevo hacia el Patriarca.
—Lord Samuels vino a verme a Palacio anoche a petición mía. Estaba enterado, desde luego, de que los
Duuk-tsarith
buscaban al muchacho con un celo que yo consideré poco corriente. Naturalmente yo sentía curiosidad por conocer el motivo, y lord Samuels estaba ansioso por contestar mis preguntas. Me contó todo lo que sabía de Joram y de la extraña declaración de la
Theldara
. Había varias preguntas sin respuesta que picaron mi curiosidad. ¿Por qué había desaparecido el informe sobre Anja? ¿Por qué insistir en que había sido robado un niño de la sala donde estaban las criaturas abandonadas y los huérfanos, cuando resultaba obvio que no había sido así?
«Envié a buscar inmediatamente a la jefa de los
Duuk-tsarith
. En un principio no parecía muy dispuesta a hablar; pero tras explicarle todo lo que ya sabía y después de hacer hincapié en las ventajas de hablar comparadas con los inconvenientes que podría acarrearle permanecer callada y leal a alguien
que no merecía su lealtad
—el príncipe Lauryen recalcó sus últimas palabras, provocando de nuevo la cólera del Patriarca—, decidió cooperar y me contó todo lo que deseaba saber. No tienes de qué preocuparte, sobrino. Tu joven enamorada está de nuevo en el seno de su familia, derramando, sin duda, abundantes lágrimas por tu captura. Tiene que sufrir aún una nueva prueba, que aunque dolorosa es necesaria. Se dice que, en el mundo antiguo, era costumbre cortar un miembro enfermo para salvar el cuerpo. Es joven. Se recuperará de sus heridas, especialmente cuando descubra que aquel a quien amaba es un hombre Muerto al que se ha declarado culpable de la muerte de dos ciudadanos del reino y de mezclarse con las Artes Arcanas.
El color iba regresando al abotargado rostro del Patriarca Vanya. Carraspeó, aclarándose la garganta.
—Sí, Eminencia —continuó el príncipe Lauryen, con una sonrisa burlona asomando a sus labios delgados—. Guardaré vuestro secreto. Es mejor para el pueblo que así sea. Hay, no obstante, una condición.
—La Emperatriz —dijo Vanya.
—Exactamente.
—Mañana se dará a conocer su fallecimiento —repuso el Patriarca, tragando saliva—. Hace mucho tiempo que nos estamos aconsejando que se haga así —los ojos de Vanya se posaron en los dos catalistas presentes—, ya que es muy justo que se le dé a esa pobre alma el eterno descanso que busca. Pero el Emperador se opuso a nuestro deseo. ¿No hay la menor duda —el Patriarca miró al príncipe Lauryen con ojos inquietos— de que el Emperador ha perdido el juicio?
—Ninguna —respondió el otro con voz seca.
El Patriarca asintió aliviado y se humedeció los labios con la lengua.
—Hay otro pequeño asunto —siguió el príncipe.
El rostro de Vanya se ensombreció.
—¿Qué es? —preguntó con suspicacia.
—La Espada Arcana... —empezó a decir el brujo.
—¡Nadie tocará esa arma diabólica! —rugió Vanya, enrojeciendo. Las venas parecieron a punto de estallarle en las sienes; el rostro empezó a hincharse hasta casi ocultar sus ojos bajo las arrugas—. ¡Ni siquiera vos,
Dkarn-duuk
! Estará presente en la Ceremonia como prueba de la culpabilidad de este muchacho. ¡Luego regresará a El Manantial, donde quedará encerrada bajo llave para siempre!
No había duda, a juzgar por el tono de voz del Patriarca, de que el príncipe Lauryen, al cultivar el suelo de un campo recién arado, se había tropezado de repente con una roca gigantesca. Conseguiría moverla, pero le llevaría mucho tiempo y paciencia; por el momento era mucho mejor rodearla. Encogiéndose de hombros, se inclinó en señal de asentimiento.
—Tenéis mi espada, pero ¿qué va a pasar conmigo? —exigió Joram en voz baja y altanera. Torció el gesto con una amarga sonrisa—. Parece que tenéis un auténtico dilema entre manos. Si me matáis, haréis que se cumpla la Profecía, y, sin embargo, no podéis permitiros dejarme vivir. Se han cometido ya demasiados «errores». Encerradme en la mazmorra más lóbrega y profunda y no habrá una sola noche en la que podáis dormir tranquilo sin preguntaros si no habré conseguido, de una forma u otra, escapar.
—A cada minuto que pasa siento cómo mi cariño por ti aumenta, querido sobrino —dijo el príncipe Lauryen, suspirando y poniéndose en pie—. Me temo que tu destino está en las manos de los catalistas, ya que significas una amenaza para el reino. Y no tengo la menor duda de que el Patriarca Vanya ha encontrado, por fin, una solución a este espinoso problema. Mi trabajo aquí ha concluido. Eminencia —El
Dkarn-duuk
hizo una ligera reverencia—. Reverendos Hermanos —se despidió inclinando la cabeza a Saryon, que miraba a Vanya con los ojos desorbitados por el terror, y de Dulchase, quien se removió inquieto en su asiento, rehusando encontrarse con la mirada del príncipe.
Echándose sobre la cabeza la roja capucha de su voluminosa túnica, El
Dkarn-duuk
se volvió finalmente hacia Joram.
—Levántate y despídete de mí, sobrino —dijo.
A regañadientes, echando hacia atrás la negra cabellera con un gesto de desafío, el joven obedeció. Se puso en pie, pero no hizo ningún otro movimiento. Cruzó las manos a la espalda y se quedó mirando al frente, clavando los ojos en la oscuridad de la vacía Sala.
Adelantándose, el príncipe Lauryen sujetó al joven por los hombros con sus delgadas manos. Joram se echó hacia atrás e intentó, instintivamente, soltarse de las manos del brujo; pero se contuvo, demasiado orgulloso para forcejear.
Con una sonrisa, El
Dkarn-duuk
se inclinó sobre el muchacho y colocando la encapuchada cabeza junto a la mejilla de Joram, lo besó, primero en la mejilla izquierda y luego en la derecha. El muchacho no pudo reprimir una vacilación; se encogió de modo visible, sintiendo repugnancia por el contacto de aquellos labios helados. Consiguió soltarse con una violenta sacudida y empezó a frotarse los desnudos brazos como si quisiera librarse de aquel contacto.
Un Corredor se abrió detrás del príncipe Lauryen. Entrando en él, el brujo se desvaneció. Con él desapareció también la luz que había traído y la mayor parte de la Sala se hundió en la oscuridad, exceptuando el débil y fantasmal resplandor que emanaba del Pozo de la Vida, situado en el centro, y la violenta y potente luz que surgía de detrás del trono del Patriarca.
Vanya empezaba a serenarse, aunque evidentemente aún se sentía trastornado. Obedeciendo a un gesto del Patriarca, el joven
Duuk-tsarith
surgió de entre las sombras. Pronunció una palabra y, de nuevo, Joram se vio rodeado por los tres anillos de fuego, cuya llameante luz proyectaba un extraño resplandor en la profunda oscuridad de la Sala. El Patriarca se quedó mirando al muchacho en silencio, aspirando ruidosamente por la nariz.
—Divinidad —empezó Saryon, alzándose lenta y trabajosamente de su asiento—, prometisteis que no lo matarían. —El catalista juntó las temblorosas manos ante sí, implorante—. Me jurasteis por la sangre de Almin...
—Arrodíllate, Hermano Saryon —dijo el Patriarca Vanya, severo—, ¡y ruégale a Él por tu propia redención!
—¡No! —exclamó Saryon, abalanzándose hacia el Patriarca.
Poniéndose en pie con dificultad, Vanya levantó su enorme mole del trono y, apartando al catalista de un empujón, avanzó hasta detenerse frente al muchacho. Joram lo contempló sin decir palabra, con una triste sonrisa en los labios.
—Joram, hijo de... —empezó a decir Vanya. Pero se detuvo, confuso. La sonrisa apenas esbozada del muchacho se ensanchó convirtiéndose en una orgullosa sonrisa de triunfo. El Patriarca se puso lívido de cólera—. ¡Tienes razón, muchacho! —gritó con voz temblorosa—. No nos atrevemos a dejarte vivir. No nos atrevemos a dejarte morir. Puesto que has vivido Muerto entre los Vivos, ahora te aguarda la Muerte en vida.
Dulchase se puso en pie de un salto, sintiendo una terrible opresión en la garganta. Quiso gritar: «¡No! ¡No seré cómplice de todo esto!».
Intentó hablar, pero de su garganta no surgió ningún sonido. Por una vez, la lengua le había fallado. Lo había atrapado hábilmente. Sabía demasiado. Iría a Zith-el, donde había un zoo notable...
Saryon lanzó un grito angustiado, dejándose caer de rodillas al suelo, delante del trono de piedra de Vanya.
El Patriarca no prestó la más mínima atención a ninguno de los catalistas. Joram dirigió la mirada hacia el infeliz Saryon, pero era una mirada fría e implacable y volvió a fijarla casi al instante en el Patriarca.
—Joram. Habiéndosete encontrado culpable de todos los cargos presentados contra ti por tres catalistas tal y como prescribe la ley de Thimhallan, por la presente te sentencio a sufrir la Transformación. Al alba, serás conducido a la Frontera, donde tu carne será convertida en piedra mientras que a tu alma se la dejará vivir en el interior de tu cuerpo para que reflexiones sobre tus crímenes. Permanecerás para siempre en la Frontera como Vigilante, muerto pero vivo, con la mirada fija en el Más Allá para toda la eternidad.
Alguien golpeó suavemente la puerta cerrada.
—¿Padre Saryon? —llamó una dulce voz.
—¿Es la hora?
No había ventanas en la pequeña capilla. Un nuevo día podría amanecer con todo su esplendor en el mundo exterior, pero nunca podría traspasar la fría oscuridad de aquel santuario.
—Sí, Padre —contestó la voz en tono muy bajo.
Saryon alzó la cabeza con lentitud. Había pasado el resto de la noche arrodillado en el pétreo suelo de una de las capillas privadas de El Manantial, buscando consuelo en la oración. Por esta causa, se sentía entumecido y tenía las rodillas doloridas. Hacía horas que no notaba las piernas.
¡Cómo deseaba que hubiera podido decirse lo mismo de su corazón!
Saryon extendió una mano para agarrarse al reclinatorio situado ante él y se enderezó con dificultad. Un gemido ahogado se escapó de sus labios al sentir cómo miles de afiladas agujas se le clavaban en las extremidades a medida que la sangre volvía a circular por ellas. Intentó mover las piernas y descubrió que se sentía demasiado débil. Apoyó la fatigada cabeza en una mano y cerró los ojos intentando contener las lágrimas que se agolpaban en ellos.
—Vos, que me habéis negado todo lo demás, concededme las fuerzas suficientes para andar —oró amargamente—. Al menos no le fallaré. Estaré con él en el último momento.
Saryon apoyó ambas manos en el reclinatorio y, apretando los dientes con fuerza, consiguió ponerse en pie. Permaneció inmóvil durante unos instantes, respirando fatigosamente, hasta que se sintió seguro de poder andar.
—¿Padre Saryon? —llamó de nuevo la voz con un dejo de preocupación.
Algo arañó la puerta de la capilla.
—Sí, ya voy —respondió Saryon—. ¿A qué viene tanta prisa? ¿Estáis impaciente por ver el espectáculo?
Arrastrando los pies, resbalando mientras intentaba ignorar el dolor de los músculos y se esforzaba por andar, el catalista atravesó la habitación en pocos pasos y se apoyó en la puerta, sin fuerzas.
Tras hacer una pausa para secarse el helado sudor de la frente, Saryon encontró por fin la energía necesaria para retirar el sello mágico con el que había cerrado la puerta la noche anterior. No era un hechizo potente; el mismo catalista lo había conjurado utilizando la insignificante cantidad de Vida que poseía. Aun así, durante un breve momento dudó de si podría romperlo. Después de una ligera vacilación, la puerta se abrió, balanceándose hacia dentro silenciosamente.
El pálido rostro de una novicia lo miró desde el otro lado. La mujer tenía una expresión asustada; se mordió un labio al ver su rostro ceniciento y bajó los ojos turbada.
—Es... estaba preocupada por vos, Padre —dijo con voz temblorosa—. Eso es todo. —Se pasó una delgada mano por los ojos y añadió con voz entrecortada—: Yo no quiero ver esto, pero es necesario... —las palabras se ahogaron en su garganta.
—Lo siento, Hermana —se disculpó Saryon, fatigado—. Perdonadme. Ha sido... ha sido... una noche tan larga...
—Sí, Padre —repuso ella con más energía, alzando los ojos para encontrarse con los suyos—. Lo comprendo. Le he rogado a Almin que me dé coraje para soportar esta prueba, y Él no me fallará.
—Qué afortunada sois —replicó Saryon con sarcasmo.
El repentino tono de amarga cólera que denotaba la voz del sacerdote sobresaltó a la novicia, que se quedó mirándolo, medio asustada. Saryon suspiró y empezó a pedir disculpas de nuevo, pero luego desistió de ello. ¿Qué importaba su perdón? ¿Qué importaba el perdón de nadie excepto el de una persona? Y aquél no lo recibiría nunca, no lo merecía.
—¿Es... es eso... la espada?
Los aterrorizados ojos de la novicia —«Tan brillantes y dulces como los de un conejo», pensó Saryon— se dirigieron hacia la informe masa oscura que reposaba sobre el altar de palisandro, apenas visible en la luz que proyectaba la pequeña esfera que sostenía en la mano.
—Sí, Hermana —respondió Saryon sucintamente.
Aquél era el motivo del sello mágico en la puerta. Sólo a una persona se la había considerado capacitada para ocuparse de aquella arma siniestra.
—Esto formará parte de vuestra penitencia, Padre Saryon —había decretado el Patriarca Vanya—. Puesto que ayudasteis en la creación de esta espantosa herramienta de los Hechiceros del Noveno Misterio, pasaréis el resto de vuestra vida custodiándola. Claro está que —había añadido el Patriarca en un tono de voz más dulce y suave— habrá miembros de nuestra Orden que tendrán que examinarla de manera que podamos aprender más cosas sobre su demoníaca naturaleza. Pondréis a disposición de aquellos que sean elegidos para llevar a cabo esta tarea todos vuestros conocimientos sobre las Artes Arcanas.
Saryon había inclinado la cabeza con humildad, aceptando agradecido su penitencia, firme en su creencia de que así purificaría su alma y le concedería la paz espiritual que tan desesperadamente buscaba. Pero la paz prometida no había llegado.