—Se ha decretado que el Diácono Saryon permanezca junto al Verdugo manteniendo la Espada Arcana alzada en el aire, de modo que lo último que vean los ojos de este muchacho sea el engendro diabólico que él mismo ha creado.
El Cardinal inclinó la cabeza en señal de asentimiento. Se oyeron murmullos entre los catalistas, una violación de la disciplina que fue rápidamente acallada por un indignado siseo del sacerdote. Todo quedó silencioso de nuevo, tan silencioso que el susurro del viento al deslizarse sobre la arena resultaba perfectamente audible para cada uno de los presentes, aunque sólo Saryon comprendiera sus palabras, porque había oído al viento llorar hacía mucho tiempo.
—El Príncipe está Muerto...
El Corredor se abrió por última vez, y por él se vio salir hacia la playa al prisionero, flanqueado por dos
Duuk-tsarith
. Joram mantenía la cabeza hundida en el pecho, la negra cabellera cayéndole despeinada sobre el rostro y se veía obligado a moverse con lentitud y prudencia, porque los anillos de fuego seguían rodeándole los brazos y la parte superior del cuerpo. Unos feos verdugones enrojecidos y llenos de ampollas se destacaban claramente sobre su piel. Rápidamente corrió el rumor entre los invitados de la tribuna de que el muchacho había hecho un último intento furioso y estúpido de huir de su destino.
Pero debía de haber aprendido la lección, porque ahora parecía atontado por la desesperación, sin ver nada, sin importarle nada. Los
Duuk-tsarith
guiaron sus tambaleantes pasos hasta la rueda dibujada en la arena y lo situaron en el mismo centro de ella. El muchacho se movía mecánicamente; no quedaba un ápice de voluntad en su cuerpo. El Patriarca sintió que su mirada iba irresistiblemente del joven al cadáver de su madre. El parecido resultaba inquietante. Vanya se vio obligado a desviar la mirada, mientras sentía un escalofrío que hizo estremecerse las bolsas de grasa que formaban su cuello.
El prisionero era ahora responsabilidad del Verdugo. El brujo hizo un sutil gesto con la mano y los
Duuk-tsarith
que custodiaban al joven se dispusieron a marchar.
—¡Joram! —sollozó una voz entrecortada desde fuera del círculo—. ¡Joram! Te...
Las palabras se vieron rotas por un estrangulado sollozo.
Joram levantó la cabeza, vio quién había pronunciado su nombre y se volvió para mirar al Verdugo.
—Sacadla. ¡Haced que se la lleven! —exclamó furioso en voz baja.
Los ojos le ardían con un sombrío brillo mortecino. Tensó los músculos de los brazos espasmódicamente, cerró las manos con fuerza y los
Duuk-tsarith
permanecieron cerca de él.
—Dejadme hablar con él —pidió Saryon.
—¡No quiero oír vuestras palabras, catalista! —le espetó Joram—. ¡No deseo nada para mí! —Alzó la voz; había en ella un siniestro tinte de locura, y los
Duuk-tsarith
se le acercaron aún más—. ¡Llevaos a la muchacha! ¡Es inocente! Lleváosla u os juro por Almin que gritaré la verdad hasta que mi boca se convierta en piedra. ¡
Ahhh
!
El muchacho lanzó un aullido de dolor, cuando los llameantes anillos se cerraron sobre él, quemándole la carne.
—¡Por favor! —suplicó Saryon, desesperado.
La encapuchada cabeza del Verdugo se movió ligeramente. Hizo un gesto con la mano y los
Duuk-tsarith
retrocedieron. Saryon se volvió, dejó caer la Espada Arcana sobre la arena a los pies del Verdugo y avanzó dificultosamente por la arena en dirección a Joram. El joven lo miraba con una expresión de amargo odio en los ojos. Cuando Saryon estuvo cerca, Joram le escupió a los zapatos, obligando a Saryon a encogerse sobre sí mismo, como si lo hubieran abofeteado.
—Lo primero que voy a hacer será llamar «padre» al Emperador —masculló Joram—. ¡Podéis decírselo, traidor! A menos que la liberen...
—Joram, ¿no te das cuenta? —replicó Saryon en voz baja—. ¡Es por eso por lo que ella está aquí! Para asegurar tu silencio. Se me ha encargado que te diga que, si hablas, ella sufrirá el mismo destino que tu mad..., que Anja. Se la arrojará fuera del seno de su familia y será expulsada de la ciudad.
Saryon vio arder violentamente el fuego que anidaba en el alma de Joram y, por un momento, creyó que aquel fuego consumiría todo lo que de noble y bueno había en el muchacho.
«¿Qué puedo decir? —pensó el catalista con frenesí—. Los tópicos no van a salvarlo ahora. Sólo la verdad. Sin embargo, puede precipitarlo en el abismo y arrastrará a la muchacha con él.»
—Te avisé, hijo mío —dijo Saryon, escudriñando sus ardientes ojos—. Te avisé del sufrimiento que le provocarías a ella, a todos nosotros. No quisiste escucharme. Tu vida ha estado siempre tan concentrada en tu propio dolor, que nunca has tenido en cuenta el dolor que pudieran sentir los otros. Siente ahora ese dolor, Joram. Siéntelo y mímalo, porque será lo último que sentirás en esta tierra. Ese dolor será tu salvación. Cómo desearía —el catalista inclinó la cabeza— que fuera la mía.
Por un momento, no hubo más que silencio, interrumpido únicamente por el murmullo del viento sobre la arena y la agitada respiración de Joram. Entonces Saryon oyó que la respiración del muchacho se volvía entrecortada y levantó los ojos rápidamente. La llama que ardía en los ojos de Joram pareció vacilar y luego, ahogada en lágrimas, se extinguió. Un sollozo estremeció su cuerpo, los hombros se alzaron incontrolables y Joram cayó de rodillas en la arena.
—¡Ayudadme, Padre! —Se ahogaba en sus propias lágrimas—. ¡Estoy asustado! ¡Muy asustado!
—¡Quitadlos! —les ordenó Saryon a los
Duuk-tsarith
, señalando los anillos de fuego con un gesto furioso.
Indecisos, los brujos miraron al Verdugo, que asintió imperioso. El tiempo se estaba agotando.
Los ardientes anillos se desvanecieron y Saryon se arrodilló junto a Joram, rodeándolo con sus brazos. El fornido cuerpo se quedó rígido por un instante y luego se relajó. Hundiendo la cabeza en el hombro del catalista, Joram cerró los ojos, los cerró para no ver al Verdugo ataviado con sus grises vestiduras, para no ver la larga hilera de Vigilantes de pie sobre la arena, para no ver el cadáver de su madre contemplando, sin saberlo, cómo a su hijo Muerto se lo forzaba a una vida eterna. No podía soportarlo. El temor que lo había atormentado durante la larga oscuridad nocturna se apoderó por completo de él.
Permanecer allí de pie, para siempre, año tras año, soportando el paso del tiempo, vigilante siempre, recordando eternamente, sin encontrar jamás el descanso...
—¡Ayudadme!
—¡Hijo mío! —Saryon acunó aquel cuerpo quemado y angustiado, acariciándole la larga cabellera negra—. ¡Porque eres hijo mío! Fui yo quien te dio vida —murmuró—. ¡Y ahora volveré a darte vida de nuevo!
Los brazos del catalista se cerraron con fuerza alrededor del muchacho.
—¡Estate preparado! —murmuró Saryon al oído de Joram con repentina intensidad.
Unas manos sujetaron a Saryon; los
Duuk-tsarith
tiraron de él apartándolo. Luego, asiendo a Joram, lo obligaron a ponerse en pie y lo colocaron de nuevo en el centro de lo que originalmente había sido una rueda de nueve brazos dibujada en la arena y que ahora no era más que una forma confusa. Situándose a los costados del joven, los
Duuk-tsarith
sujetaron los brazos de Joram con fuerza preparándolo para la Transformación.
Joram se tragó las lágrimas e ignoró a los Señores de la Guerra. Clavó los ojos en el catalista con asombro y vio una insólita expresión de firmeza y resolución en el macilento rostro de Saryon mientras, lentamente y con aparente mala gana y repugnancia, levantaba del suelo la Espada Arcana introducida en la funda. La sostuvo en el aire frente a sí, asiéndola por debajo de la empuñadura.
Joram, que lo observaba atentamente, vio que con un rápido tirón de la mano, Saryon sacaba la espada de la funda. El muchacho miró veloz a su alrededor para asegurarse de que nadie se había dado cuenta. Todos los ojos estaban fijos en el Verdugo. Joram se puso en tensión, preparándose, aunque no tenía la menor idea de cuál podría ser el plan de Saryon.
Oyó los sollozos de Gwendolyn; oyó a los catalistas iniciando sus plegarias, extrayendo la Vida del mundo. Tomándose de la mano, los catalistas empezaron a concentrar sus energías en el Verdugo. Joram oyó que el Verdugo empezaba a salmodiar unas palabras, pero alejó aquel sonido de su mente. Se volvió sordo a todo sonido, de la misma forma que había cerrado los ojos al mundo momentos antes. Se concentró en Saryon con toda su alma, con todo su ser; sabía que si se lo permitía, el miedo volvería a apoderarse nuevamente de él y ya no lo abandonaría.
El Patriarca Vanya se incorporó pesadamente, una vez más. Con una voz fuerte y sonora, que se elevó por encima de los cánticos, las oraciones y el silbido del viento, leyó los cargos.
—Joram... —Ante el desconcierto de algunos, prescindió de toda mención a los padres y lanzó una inquieta mirada de reojo al Emperador, a quien se vio sonreír ligeramente—, eres un hombre Muerto que anda entre los Vivos. Se te acusa de haber quitado la vida a dos ciudadanos de Thimhallan. Además, y lo que es aún más atroz, se te acusa de haberte aliado con los Hechiceros de las Artes Arcanas y de haber creado, cuando vivías con ellos, un arma diabólica que es una abominación en este mundo. Un tribunal de catalistas te ha encontrado culpable de estos cargos.
»Su sentencia es que seas Convertido en Piedra y se te coloque aquí en la Frontera de nuestro mundo, como eterna advertencia para aquellos que puedan sentirse tentados a seguir los mismos senderos tenebrosos que tú has seguido. Lo último que verán tus ojos será esta arma demoníaca que tú mismo has forjado. Cuando todo haya terminado, se te grabará en el pecho el símbolo de esas horribles artes en cuya trampa has caído. Ojalá Almin permita en los largos años venideros, que te arrepientas de tus crímenes y encuentres el perdón ante Sus ojos.
»Que Él se apiade de tu alma. Verdugo, cumplid con vuestra obligación.
Joram oyó aquellas palabras y por un instante se vio obligado a luchar consigo mismo, sintiéndose invadir por la cólera de tal forma que pareció como si la verdad fuera a surgir al exterior. Deseaba borrar aquellas expresiones mojigatas de los rostros de los que lo rodeaban, deseaba verlos sudorosos y pálidos. Posó la mirada en el Emperador, su padre, y una insensata esperanza se alzó en su pecho.
«¡Él me apoyará! —pensó el muchacho—. Sabe quién soy, por eso está aquí. ¡Ha venido a salvarme!»
La mirada de Joram se desplazó bruscamente, como atraída por alguna palabra que sólo él podía oír. Clavó de nuevo los ojos en los ojos sin vida de su madre; el cuerpo permanecía inmóvil, los ojos inmutables en aquella piel translúcida. Joram comprendió entonces, y lanzó un suspiro. Su mirada volvió de nuevo al Emperador. Su padre no lo miraba a él, sino a través de él, sin dar señales de reconocerlo. En su rostro no había más que aquella extraña y triste sonrisa que había aparecido cuando Vanya había omitido el obligado nombre de la familia en su declaración.
«
Tú eres mi hijo
. —Las palabras del catalista resonaron en sus oídos—.
Yo te di vida
.»
Los cánticos del Verdugo se hicieron más fuertes. El Señor de la Guerra alzó las manos.
Saryon se situó a la izquierda del brujo, tal como se enseña a los catalistas que deben hacer cuando toman parte en una batalla con sus magos. Lentamente, Saryon levantó la Espada Arcana con ambas manos sujetándola por debajo de la empuñadura.
Los ojos fijos en el catalista, Joram se dio cuenta de que Saryon no sujetaba la espada en sí, sino la funda. El pulso se le aceleró, los músculos se le pusieron en tensión. Tuvo que hacer un supremo esfuerzo para mantenerse inmóvil en el centro de la rueda, casi borrada ya, que había en la arena bajo sus pies. Mantuvo la mirada fija en Saryon y en la espada. Los
Duuk-tsarith
se apartaron de él, retirándose a ambos extremos del círculo de catalistas.
Joram se quedó solo sobre la arena.
Dando un fuerte grito, ahogado en parte por la capucha, el Verdugo solicitó Vida. Cada uno de los catalistas, con la cabeza inclinada en señal de respeto, concentró toda su energía en el Señor de la Guerra, extrayendo magia del mundo. Abriendo sus conductos, enviaron un flujo de Vida al cuerpo del mago; toda aquella energía concentrada era tan potente que la magia era claramente visible: una llama azulada se arremolinó alrededor de los cuerpos y de las manos entrelazadas de los catalistas. Resplandeciente como un relámpago azul, saltó de los catalistas al cuerpo del Verdugo.
Repleto de energía, el brujo apuntó a Joram con ambas manos. A través de sus próximas palabras lanzaría el conjuro y la Transformación daría comienzo.
El Verdugo retuvo el aliento. La capucha gris se estremeció. Pronunció la primera sílaba de la primera palabra y, en ese momento, Saryon se arrojó hacia adelante, interponiéndose el cuerpo del catalista entre el Verdugo y Joram. Una luz azulada surgió de la mano del brujo yendo a chocar contra Saryon. Emitiendo un grito de dolor, el catalista intentó dar un paso, pero no pudo moverse.
Sus pies y tobillos se habían convertido en sólida piedra blanca.
—¡Hijo mío! —exclamó Saryon, su mirada siempre fija en Joram—. ¡La espada!
Con sus últimas fuerzas, mientras la terrible y fría parálisis empezaba a subirle ya por las rodillas, Saryon arrojó el arma.
La Espada Arcada cayó a los pies de Joram. Pero parecía como si el muchacho también se hubiera convertido en piedra; no podía hacer otra cosa que mirar a Saryon, aturdido y horrorizado.
—¡Joram, huye! —gritó Saryon con voz angustiada, retorciéndose, víctima de un dolor insoportable, sus pies paralizados sobre la arena.
Unas sombras negras vislumbradas con el rabillo del ojo hicieron salir a Joram de su ensimismamiento. La furia y el dolor lo impelieron a moverse. Agachándose, sacó la espada de su funda con un rápido movimiento y se volvió para enfrentarse a sus enemigos.
Recordando las enseñanzas de Garald, Joram balanceó la espada frente a él, con la intención en un principio de mantener a raya a los
Duuk-tsarith
hasta que pudiera retroceder y examinar la situación. Pero no había contado con el propio poder de la espada.
La Espada Arcana se encontró en una atmósfera cargada de magia mientras la Vida fluía de los catalistas al Verdugo. Sedienta de esa Vida, la espada empezó a absorber la magia. El arco de luz azulada saltó, llameante, del Verdugo a la espada. Los catalistas lanzaron un grito de temor y muchos de ellos intentaron cerrar los conductos. Pero ya era demasiado tarde. La Espada Arcana obtenía más poder a cada segundo que pasaba y mantuvo los conductos abiertos, absorbiendo la Vida de todo y de todos los que la rodeaban.