La Profecía (53 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: La Profecía
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Tallos de plantas Kij repletas de afiladas espinas surgieron del suelo y se arrollaron en los antebrazos y los muslos del muchacho. Emitiendo un grito angustiado, Mosiah dejó caer el palo mientras las espinas le atravesaban la carne y las enredaderas lo rodeaban con fuerza. Perdió el equilibrio y empezó a retorcerse sobre la hierba a los pies del Señor de la Guerra, que se volvió para mirarlo sorprendido. Luego miró a la bruja con aprensión.

—Sí, cometiste un error —le dijo la mujer al Señor de la Guerra, que inclinó la cabeza, mortificado—. Me ocuparé de tu castigo más tarde. Ahora no disponemos de mucho tiempo. Ya conozco su cara. Ahora debo oír su voz.

Arrodillándose junto a Mosiah, la bruja posó una mano sobre él y las espinas desaparecieron súbitamente. El muchacho rodó sobre la hierba exhalando un ahogado suspiro y se quedó quieto gimiendo quedamente. Le manaba sangre de cientos de diminutas heridas, resbalándole por los brazos y manchándole la ropa.

—¿Cómo te llamas? —preguntó la bruja, impasible.

Volvió hacia ella el rostro del muchacho, sudoroso y contorsionado por el dolor, y lo estudió con atención.

Mosiah sacudió la cabeza, o al menos lo intentó; fue más bien un movimiento involuntario.

Con el rostro inexpresivo, la bruja pronunció una palabra. Mosiah contuvo el aliento, asustado, cuando las espinas volvieron a aparecer en las enredaderas, esta vez pinchando simplemente su carne en lugar de hundirse en ella.

—Aún no —dijo la mujer, adivinando los pensamientos de Mosiah por la expresión de su pálido rostro y por sus ojos desorbitados—. Pero crecerán y seguirán creciendo hasta que te atraviesen la piel y los músculos y todos tus órganos, arrancándote la vida a su paso. Te lo pregunto de nuevo. ¿Cómo te llamas?

—¿Por qué? ¿Qué puede importar mi nombre? —gimió Mosiah—. ¡Vos ya lo sabéis!

—Compláceme —repuso la bruja, y pronunció otra palabra.

Las espinas crecieron otro medio centímetro.

—¡Mosiah! —Sacudió la cabeza, presa de un atroz dolor—. ¡Mosiah! ¡Maldita sea! ¡Mosiah, Mosiah, Mosiah...!

Entonces recobró por un instante la lucidez, dándose cuenta del plan de la bruja. Mosiah se calló e intentó retractarse, mientras contemplaba horrorizado cómo la bruja se convertía en Mosiah. Su rostro, el de él; sus ropas, las de él; su voz, la de él.

—¿Qué hacemos con él? —preguntó su acompañante en voz baja, arrepentido y doliéndole aún el error cometido.

—Arrójalo al Corredor y envíalo al País del Destierro.

Después de dar esta orden, la bruja —ahora Mosiah— se puso en pie.

—¡No!

Mosiah intentó desasirse de las fuertes manos del Señor de la Guerra que tironeaban de él para ponerlo en pie, pero con el más mínimo movimiento las espinas se le clavaban en el cuerpo. Se desplomó, lanzando un grito de angustia.

—¡Joram! —aulló desesperado al ver abrirse entre el follaje el oscuro agujero del Corredor—. ¡Joram! —gritó, esperando que su amigo lo oyese, sabiendo no obstante en el fondo de su corazón que era inútil—. ¡Huye! ¡Es una trampa! ¡Huye!

El brujo lo arrojó al interior del Corredor. Éste empezó a cerrarse lentamente sobre él. Las espinas le atravesaron la carne; la sangre empezó a manar tibia por su cuerpo. Mirando al exterior, consiguió ver todavía a la bruja —ahora él mismo— que lo observaba con atención y mostraba un rostro —que ahora era el suyo— totalmente inexpresivo.

Entonces, la mujer extendió las manos.

—Es lo que está de moda —se oyó decir a sí mismo.

8. La Ilusión de los Mil Mosiahs

—No quiero entrar ahí —titubeó Gwendolyn, contemplando la susurrante oscuridad de la Arboleda.

—Tú..., tú y yo..., ambos —articuló Simkin con dificultad, tropezando con Joram y estando a punto de tirarlo al suelo.

Malhumorado, Joram se agarró al joven mientras a Simkin se le doblaban las rodillas y caía al suelo. Abrazándose al cuello de Joram, Simkin le susurró confidencialmente:

—Etcho echtá terriblemente aburrido a echta hora de la notche.

—Y tampoco quiero que entres tú —añadió Gwendolyn, estremeciéndose bajo el frío aire nocturno.

Aunque los
Sif-Hanar
mantuvieran las suaves brisas primaverales soplando en la Ciudad Superior, el espeso follaje proporcionaba más frescor al Jardín que al resto de la ciudad; o quizá reinara tanto frío en la Arboleda durante la noche que ni siquiera la magia de los
Sif-Hanar
podía mitigarlo.

—¿Por qué no nos ha esperado tu amigo en el exterior?

—Está huyendo, recuérdalo —respondió Joram, sosteniendo a Simkin, que miraba a su alrededor atentamente con la solemne expresión del borracho—, igual que nosotros. La vida será diferente a partir de ahora, mi señora.

No quería mostrarse cruel. Sin embargo, la cólera y la decepción incrementadas por la excitación, no exenta de temor, de la huida de Palacio, lo habían asaltado de nuevo mientras atravesaba Merilon a lomos del negro cisne. Aquellos sentimientos se habían visto aumentados por la atmósfera deprimente y lúgubre de la Arboleda y la irritación que le producía Simkin, quien se había encargado de apurar cuidadosamente todas las copas de champán.

—Los
Duck-shirth
no podrán... localicharnos... chiguiendo un rastro de bulbujas —anunció.

Gwendolyn bajó la cabeza. Volvía a tener su propio aspecto.

Joram se dio cuenta, al ver inclinarse la dorada cabeza y observar el aspecto abatido de su frágil cuerpo —dolida por sus palabras—, que tendría que tener mucho cuidado de mantener a la negra bestia bien encadenada en su interior.

—¡Ponte en pie! —le espetó a Simkin, obligándolo a incorporarse de un empujón.

—A la orden, capitán —saludó Simkin; luego efectuó una graciosa pirueta y cayó cuan largo era sobre la hierba.

Haciendo caso omiso de él, Joram tomó a Gwendolyn en sus brazos.

—Lo siento —murmuró—. Perdóname.

—No, soy yo quien debería disculparse —repuso Gwen, esbozando una débil sonrisa—. Tienes razón; debo aceptar que las cosas son así. —Apartó a Joram y se irguió apretando los labios y echando la cabeza hacia atrás—. Entraré ahí dentro contigo.

—No, no es necesario —rechazó Joram, esbozando una sonrisa que se perdió en la oscuridad de la noche—. Quédate aquí con Simkin.

—«Quédate conmigo y sé mi amor» —recitó Simkin con voz de borracho, sentado en la hierba—. «Y criaremos coliflores...»

—Pensándolo mejor —continuó Joram—, quizá valdría más que vinieras conmigo.

—¡Lo prefiero! No tendré miedo. Nunca más. Quiero que estés orgulloso de mí —añadió Gwen con ansiedad.

—Lo estoy. ¡Y te amo! —exclamó Joram; se inclinó para rozar con sus labios los de ella y fue como si extendiera un bálsamo sobre la herida que emponzoñaba su espíritu—. Ven conmigo pues. No está muy lejos. Mosiah estará junto a la tumba. Iremos a buscarlo y a la vuelta recogeremos a este borrachín. ¡Luego saldremos por la Puerta con la misma facilidad con que escapamos de Palacio y nos pondremos en camino hacia Sharakan!

—¿Qué borrachín? —preguntó Simkin, mirando a su alrededor, indignado—. Es algo que no puedo soportar. El pobre... no sabe... cuándo dejarlo...

Cogiéndose con fuerza de la mano, víctimas de los mismos sentimientos y temores irracionales que Mosiah había experimentado en la amenazadora Arboleda, Joram y Gwendolyn caminaron de prisa, ansiosos por encontrar a su amigo y abandonar aquel lugar. No hablaban. El silencio reinaba en la Arboleda, pero no era el silencio propio de un sueño tranquilo, sino el silencio de un aliento contenido, el silencio del cazador que acecha. Un susurro hubiera parecido un grito en aquella quietud. Los latidos de sus corazones resonaban con fuerza y, aunque Joram avanzaba sigilosamente por el césped y Gwendolyn ni siquiera andaba sino que se deslizaba por el aire junto a él, el ruido que hacían al moverse sonaba a sus oídos con más fuerza que el retumbar de un ejército.

Gwen y Joram siguieron el arroyo que murmuraba alegremente durante el día pero que ahora corría por entre ambas orillas tan silencioso y malévolo como una serpiente deslizándose sobre la hierba. Luego se abrieron paso con facilidad a través del laberinto y llegaron por fin al corazón de la Arboleda.

La tumba de Merlyn aparecía solitaria en el centro del círculo de robles, con su blanco mármol resplandeciendo más frío y pálido que la misma luna. Los dos enamorados se apretaron la mano con más fuerza aún y se acercaron el uno al otro. Súbitamente, Joram fue consciente de que estaba vestido de blanco y que sus ropas brillaban en la oscuridad reflejando la fantasmal luz de la tumba. En cuanto saliera al claro, se convertiría en un blanco fácil.

Pero no tenía nada que temer, se recordó a sí mismo. ¿Por qué debería temerlo? Habían conseguido escapar del Palacio...

—¡Espera! —advirtió a Gwen.

Luego se detuvo entre las sombras de los árboles, que aunque no eran sombras amistosas, los cubrieron a ambos con su oscuro manto. Los dos enamorados aguardaron, vigilantes, sin respirar apenas. El claro parecía vacío. No había nadie junto a la tumba. ¿O sí lo había? ¿Era una figura aquello que se movía cerca de la tumba? Estaba demasiado lejos para distinguirlo...

Joram rabiaba por empuñar la Espada Arcana, pero no se atrevía a hacerlo. La espada empezaría a absorber magia, dejando tanto a Mosiah como a Gwen sin fuerzas; y podrían necesitar todo el poder y toda la magia de los dos para atravesar la Puerta y huir a Sharakan. En aquel momento, Joram consideraba con amargura a Simkin como pocos menos que inútil.

—¡Creo que ése es tu amigo! —cuchicheó Gwen, oprimiendo la mano de Joram.

—Sí. —Joram clavó los ojos en la oscuridad y vio que la figura se situaba junto a la tumba, cerca de donde estaban ellos—. ¡Sí, tienes razón! Ése es Mosiah. Espérame aquí.

El muchacho soltó la mano de Gwendolyn y se adelantó.

—¡Joram! —exclamó Gwen, sujetando a su amado por la manga de su blanca túnica.

—¿Qué, cariño?

La voz de Joram era dulce. Se volvió para mirarla, esforzándose por adoptar una expresión paciente; pero no debió de engañar a la muchacha, porque ésta soltó desmayadamente la manga.

—Nada —respondió con una fugaz sonrisa apenas visible en la fantasmal luz de la tumba—. Son tan sólo mis estúpidos temores de nuevo. Pero por favor, date prisa —rogó, tan contraídos los labios que apenas si pudo moverlos.

—Lo haré —prometió él.

Le dirigió una sonrisa tranquilizadora, se volvió y penetró en el claro.

—¡Mosiah! —se arriesgó a llamar en voz baja en la oscuridad.

La figura se volvió, sorprendida, mirando con atención a través de las sombras. Joram alzó una mano. Entonces, al ver que la figura parecía vacilar, se dio cuenta de que Mosiah no esperaba verlo vestido de blanco. Cuando estuvo lo bastante cerca como para distinguir las facciones de su amigo, se echó hacia atrás la capucha para que Mosiah pudiera verle el rostro.

—¡Soy yo, Joram! —dijo en voz alta, notando que las familiares facciones de su amigo le devolvían la seguridad en sí mismo.

Al oírlo, Mosiah sonrió y dejó escapar un suspiro de alivio que resonó por todo el claro. Extendiendo los brazos, se lanzó hacia adelante, y antes de que Joram se diera cuenta de lo que estaba sucediendo, su amigo lo sujetaba ya en un fervoroso abrazo.

—¡Por el nombre de Almin, me alegro de verte! —exclamó Mosiah, abrazándolo con fuerza—. ¿Dónde están los demás?

—Gwen está esperando junto a esos árboles —empezó Joram, devolviéndole el abrazo violento, intentando luego, instintivamente, liberarse de los brazos de Mosiah—. Simkin está borracho como una cuba. Tenemos que abandonar Merilon —añadió, preguntándose por qué no lo soltaba Mosiah—. Oye —dijo finalmente, de mal talante, intentando apartar a su amigo—, ¡hemos de ponernos en marcha! Estamos en peligro. Ahora suelt...

Pero le fue imposible mover los brazos. Mosiah lo sujetaba con fuerza y lo miraba a los ojos con una fría sonrisa, mientras la luz que emanaba de la tumba relucía en sus ojos azules.

—¡Mosiah! —exclamó Joram, enojado, mientras el miedo empezaba a invadirlo y lo dejaba paralizado—. ¡Suéltame!

Se retorció con un movimiento brusco, intentando que el otro lo soltase, pero resultó inútil. Los brazos de Mosiah se cerraron a su alrededor y lo estrecharon en un abrazo que, mientras el miedo lo invadía, comprendió que era mágico. ¡Estaba atrapado en un hechizo! Joram se debatió, intentando alcanzar la Espada Arcana, pero sus fuerzas se debilitaban rápidamente a medida que aquellos brazos se apretaban alrededor de su cuerpo.

Joram se debatió de pronto en una lucha, no por alcanzar la espada, sino por conservar la vida; una lucha por respirar. Hacía esfuerzos por respirar, mientras miraba fijamente el rostro de Mosiah, sin comprender. De algún lugar le llegó un grito, un grito femenino que fue reprimido veloz y hábilmente. Intentó hablar, pero no le quedaba aliento. La oscuridad que reinaba en la Arboleda empezó a nublarle la vista. La muerte estaba muy cerca. Dejó de luchar, agradeciendo que terminaran sus sufrimientos.

Los brazos, expertos en aquellos asuntos, aflojaron la presión. El rostro de Mosiah sonrió y pronunció una palabra. Entonces la cara de Mosiah desapareció y Joram —en un último instante antes de perder el conocimiento— levantó la mirada y vio la pálida piel y el rostro inexpresivo de una mujer vestida de negro, que lo sujetó en sus brazos mientras caía.

La mujer lo depositó con suavidad en el suelo. Mientras notaba que sus sentidos lo abandonaban lentamente, la oyó lanzar una advertencia a otra persona a la que sólo pudo entrever.

—No toques la espada.

9. El juicio

El Diácono Dulchase se despertó de su profundo sueño dando un bufido de irritación y girando sobre sí mismo en un intento por librarse de la mano que lo sacudía por un hombro.

—Así que llego tarde a los Rezos Matutinos —refunfuñó, hundiéndose aún más en el colchón y enterrando el rostro en la almohada—. Pues decidle a Almin que empiece sin mí.

—¡Diácono! —llamó apremiante una voz autoritaria, sin dejar de hostigar al sacerdote—. Despertaos. El Patriarca Vanya quiere veros.

—¡Vanya! —repitió Dulchase con incredulidad. El anciano y perenne Diácono surgió de las profundidades de su confortable sueño, parpadeando bajo la esfera luminosa que flotaba cerca de la enlutada figura que se inclinaba sobre él—. ¡Un
Duuk-tsarith
! —murmuró por lo bajo, intentando poner en funcionamiento su adormilado cerebro.

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