Karuth se adelantó, y Ria sintió que le quitaban el suelo de debajo de los pies.
—Carnon, ¿qué ocurre?
—Por favor, Matriarca… —Con la mano extendida le hizo señal de que no se acercara—. Id a vuestro dormitorio. Ahora no podéis ayudar a Avali.
—Pero algo habrá que…
—Rezad —dijo Carnon con sequedad—. Por el momento no se me ocurre nada más que pueda serle de ayuda.
A
vali murió a medianoche, cuando la segunda luna alcanzaba su cénit. Su bebé, una niña diminuta casi sin pelo, que apenas tenía fuerzas para llorar, fue extraído de su cuerpo sin vida por Carnon, Karuth y Fiora, y llevado a la habitación contigua para que descansara junto al fuego en una cesta con sábanas de lino mientras las hermanas se sentaban llorosas a su alrededor.
Ria estaba conmocionada. Al principio, se negó tenazmente a manifestar su dolor y también rechazó el calmante que Carnon intentó darle; tan sólo fue capaz de sentarse en una silla de respaldo alto, cogidos los brazos, balanceando el cuerpo adelante y atrás, mientras el sentimiento de culpa que no podía expresar se delataba lastimeramente en su mirada. Karuth consiguió por fin que bebiera la infusión y la metió en la cama, completamente vestida. Después llamó a una criada del Castillo para que velara su sueño.
Cuando por fin abandonó el dormitorio de la Matriarca, Karuth se detuvo un instante en el pasillo para recobrar la serenidad antes de volver junto a Carnon, en la habitación donde yacía la chica muerta. No era la primera vez que atendía a moribundos —Carnon no creía que fuera bueno evitar a sus aprendices los aspectos más desagradables de la profesión— pero ver a aquella pobre criatura, apenas mayor que ella, sucumbir al fin tras horas de agonía, la había alterado de una manera que nunca antes había experimentado. ¡Qué trágico desperdicio! En cuanto a la niñita diminuta e indefensa, había oído el rumor de que era de padre desconocido y ahora su madre también se había ido. ¿Qué le depararía el futuro?
Karuth se estremeció y se frotó con fuerza los ojos. Estaba cansada, y nada le habría gustado más que retirarse al calor y seguridad de su habitación, donde podría refugiarse durante un rato de las crueldades de la vida, pero eso quedaba totalmente fuera de lugar. La hermana Fiora estaba con el bebé, por lo que el médico Imbro la necesitaría para ayudarlo a amortajar el cadáver. Sus necesidades tendrían que esperar.
Respiró hondo y abrió la puerta de la habitación de Avali.
Un tenue perfume almizclado flotaba en el aire. Carnon había quemado incienso en un pequeño brasero cerca del fuego, y el humo subía despacio y comenzaba a formar un manto en el techo. La tarea de Karuth, que no le agradaba pero que había aprendido a no eludir, sería vestir a Avali con una túnica fúnebre de color púrpura, peinarla por última vez y pintar en su rostro los símbolos que harían más rápido el viaje hacia los dioses. Después iría a buscar a la hermana Fiora y los tres —era costumbre que fueran todos los que se encontraban presentes en el momento del fallecimiento— se sentarían para velar el cadáver de Avali hasta el amanecer.
Se puso a trabajar en silencio, mientras musitaba oraciones a Aeoris y Yandros. Percibía de reojo los movimientos de Carnon al fondo. Su sentido del tiempo había desaparecido, distorsionado por el cansancio y por el silencio de la habitación poco iluminada; podrían haber transcurrido una o cuatro horas hasta que acabó su labor y entró la hermana Fiora y ocuparon sus lugares alrededor de la cama, con las cabezas inclinadas en señal de respeto y meditación.
El tiempo pasó y la agotada mente de Karuth vagó a un mundo de fantasmas errabundos, a medio camino entre el sueño y la vigilia. Sólo una vez se sobresaltó un instante, escapando al principio de una pesadilla, y al alzar la vista, parpadeando soñolienta, vio la habitación inmóvil y escuchó el débil chisporroteo del brasero. La ventana de aquella habitación estaba orientada hacia el oeste, por lo que no pudo ver el primer rayo de sol, cuando éste apareció, lejos en el este y sobre el mar. Pero, en el Castillo que despertaba lentamente, hubo un hombre que vio el resplandor del amanecer así como el débil brillo de una luz sobrenatural incolora, aunque a la vez parecía recoger todas las variaciones del espectro, que se movía fugazmente entre dos de las grandes torres del Castillo. Desapareció en un instante, como el reflejo lejano de un relámpago, pero el atisbo quedó fijo en su mente. Le dijo algo que había estado esperando conocer. Y también despertó otra intuición, extraña…
El suave movimiento del picaporte hizo que Karuth se despertara por completo y alzara la cabeza mientras los vestigios del sueño desaparecían totalmente. La luz del día entraba en la habitación, el brasero estaba apagado y el fuego casi extinto. Frente a ella, al otro lado de la cama, la hermana Fiora se frotaba los ojos. Carnon, también despierto, se incorporó un poco en su asiento y estiró los brazos; y se quedó de piedra cuando vio a Keridil Toln en el umbral.
—Sumo Iniciado… —Carnon se puso en pie, Karuth hizo lo mismo un instante después, y Fiora, mirando rápidamente por encima del nombro, se incorporó e hizo una apresurada reverencia.
—Carnon… —Los debilitados ojos de Keridil mostraban una peculiar intensidad—. Señoras… —Miró la cama y la estudió atentamente durante unos instantes—. Lamento profundamente esta tragedia. ¡Pobre niña! Apenas tenía dieciocho años, según tengo entendido. —Su mirada abandonó la inmóvil silueta de Avali y se fijó uno por uno en los rostros de quienes la velaban—. Sé que hicisteis cuanto estaba en vuestras manos para salvarla. Debe de haber sido una noche dolorosa para los tres.
Karuth y Fiora bajaron la vista. Carnon asintió sombríamente.
—Gracias, Keridil. Tu amabilidad me conmueve.
—¿Amabilidad? —La mirada de Keridil se hizo ligeramente burlona—. Ah, me pregunto… —Se acercó para ver a Avali con más claridad—. ¿El bebé está vivo?
—Sí. Es una niña. Prematura, pero creo que sobrevivirá.
—Ah —repitió Keridil. Estaba al pie de la cama. Fiora se apartó para dejarlo pasar, y las huesudas manos del Sumo Iniciado agarraron el extremo de la cama hasta que sus nudillos se marcaron blancos.
—Presagios. —Lentamente, desapareció la expresión de desconcierto y en su lugar surgió el ceño. Karuth se atrevió a mirar a Carnon; sus miradas se encontraron y ella vio, como esperaba, inquietud en el médico. Carnon hizo ademán de coger al Sumo Iniciado por el brazo y apartarlo de la cama, pero Keridil volvió a hablar.
—No, no. Eso pasó hace mucho tiempo. —De repente, con un estremecimiento, Karuth tuvo la sensación de que hablaba a alguien que no estaba en la habitación. Entonces Keridil movió la cabeza y sonrió débilmente—. Si hay presagios, que sean otros quienes los descubran. Doy gracias a los dioses por no tener que afrontar ya esa responsabilidad.
—Keridil —Carnon lo interrumpió en voz baja—, deberías descansar. Todos deberíamos hacerlo. Ha sido una noche muy larga.
Pasó una mano bajo el brazo de Keridil. Éste asintió y dejó que lo apartara de la cama y lo dirigiera hacia la puerta. Entonces, cuando estaban a medio camino, se detuvo de pronto y lanzó una dura mirada al médico, y Karuth vio que Carnon retrocedía.
—Pero ¿qué dioses, Carnon? —dijo con dureza Keridil—. ¿Puedes responderme? ¿Qué dioses?
Karuth no podía ver el rostro del Sumo Iniciado y no sabía —y nunca se atrevería a preguntar— qué había visto el médico Imbro en ese instante. Pero, cuando Keridil comenzó de nuevo a andar lenta y cansinamente hacia la puerta, Carnon la miró y ella interpretó el mensaje de su mirada.
«Ve a tu habitación, Karuth —le decía en silencio—. Duerme mientras puedas. Creo que no tardaré mucho en volver a necesitarte.»
—Matriarca, lamento ser el portador de más noticias tristes. —Chiro Piadar Lin cogió las manos de Ria y las apretó suavemente—. Pero ha preguntado por ti. Sólo quiere que estén presentes sus amigos más íntimos, y sería una gran amabilidad por tu parte.
Sólo sus amigos más íntimos… ¿Entonces la contaba a ella dentro de ese reducido círculo? Ria se sintió muy emocionada y cerró los ojos para que no surgieran nuevas lágrimas. Aquella mañana se habían roto sus barreras y por fin había llorado por Avali. El llanto había ayudado a disminuir el dolor de la pena y el sentimiento de culpa que sentía, al menos lo suficiente para recuperar la compostura y presentar un rostro tranquilo a quienes la rodeaban. Incluso había comenzado a pensar en las tristes necesidades que se derivaban de la muerte de su sobrina. Dar la noticia a sus padres, los arreglos para el funeral, el futuro del bebé: todo aquello era responsabilidad suya, y su carga, y debía afrontarlo y ser fuerte.
Pero ahora, tras una tragedia, venía otra.
Era otro golpe cruel, pero no podía eludirlo. Keridil había pedido que acudiera, y no podía negarle su último deseo.
Se levantó, alisó su túnica y con ella el fajín de púrpura bordada que era símbolo de luto.
—Claro, Chiro —dijo y se sintió aliviada al comprobar que no le temblaba la voz—. ¿Quieres que te acompañe ahora mismo?
—Carnon piensa que sería lo más conveniente.
Se oyó un ruidito de respiración nasal al otro lado de la habitación, y Ria se volvió. Desde donde estaba, no podía ver al bebé en la cesta; dos hermanas estaban inclinadas sobre ella, acunándola, y en una silla entre ellas sonreía el ama de cría. La Matriarca no les dijo nada —no hubiera sabido qué decir en aquel momento— y dejó que Chiro la acompañara fuera de la habitación, al pasillo.
La luz del sol entraba sesgada por los grandes ventanales; las criadas atendían sus tareas, y varios niños jugaban en el patio. Parecía un día normal y corriente, pero Ria era muy consciente de lo que se ocultaba bajo aquel barniz. La noche pasada los dioses habían dejado el murmullo de la muerte en un alma; hoy volvería el murmullo y para Ria el espléndido día estaba fuera de lugar. Pero Keridil quería que fuera así. Podrían apagar las luces, había dicho, y silenciar el Castillo y guardar luto por él cuanto quisieran una vez que su espíritu hubiera partido en el último viaje; pero, mientras la mortalidad siguiera aferrándolo, no quería lamentaciones. Quizá, pensó Ria, aquél era su más sabio consejo, porque ¿de qué servía la pena a los muertos o a los agonizantes? Avali ya no necesitaba su llanto o su preocupación. Y había una nueva vida que tener en cuenta, una preciosa nueva vida.
De la tristeza
—pensó, recordando el catecismo que a tantas novicias había enseñado—
puede surgir la alegría. De la oscuridad del invierno siempre surge el verdor de la primavera
…
—Avali está en paz, Ria —dijo Chiro—. Podemos estar seguros de ello. Y su hija crecerá.
Había vuelto a adivinar sus pensamientos, con aquella extraña capacidad que tenía, y Ria sonrió.
—Lo sé, Chiro. Y Keridil…
—Espera con alegría. Un final, pero también un principio. Para todos nosotros.
Dieron unos pasos en silencio, y luego Chiro preguntó:
—¿Has decidido cómo vas a llamarla?
—¿Al bebé? —Aquel súbito cambio de tema cogió desprevenida a Ria, pero le agradó—. La verdad es que no he pensado en ello. Las hermanas quieren llamarla Ygorla, pero… —se mordió el labio—. Ojalá supiera qué hubiera preferido Avali. Nunca hablaba de nombres; ella… ¡Oh, cielos! —Se limpió los ojos con la manga de su túnica.
Él la abrazó con suavidad.
—Ria, no debes atormentarte. Ya oíste a Carnon; no puedes ser considerada culpable bajo ningún aspecto. El estado de Avali no podía haber sido diagnosticado o previsto, y los rigores del viaje hasta aquí no ejercieron ninguna influencia.
—Lo sé. Carnon me lo explicó todo esta mañana. También sé que no habría recibido mejores cuidados en ningún otro lugar. En realidad fueron mejores que si se hubiera quedado en Chaun Meridional. Pero no puedo dejar de pensar… —Movió la cabeza, impotente.
—Debes dejar de pensarlo. De verdad, Ria, debes hacerlo —le dijo Chiro con severidad; luego su expresión se hizo más suave—. ¿Recuerdas lo que nos dijimos en el banquete? ¿Recuerdas tu brindis?
Lo recordaba, y creía que a lo mejor él tenía razón. Tenían que pensar en el futuro.
De la oscuridad del invierno
… La pena acabaría por desaparecer y ella todavía tenía mucho que dar, sobre todo a la huerfanita que ahora dormía en el ala este. Pronto acabaría aquel tiempo triste y la vida volvería a su cauce normal.
Pero, de todos modos, al mirar el brillante sol Ria sintió que algo helado y temible la tocaba con una mano gélida.
Keridil no había querido morir en su lecho. Habría preferido pasar su última hora sentado en su sillón favorito junto al fuego, rodeado por sus amigos y colegas más íntimos, pero al final su cuerpo se reveló demasiado débil y a regañadientes hizo caso a Carnon y yació, apoyado en almohadas, en la gran cama con cuatro postes que había sido su lecho durante casi toda su vida, y, antes que él, el de incontables predecesores en el cargo.
Nada más entrar en la habitación con Chiro, Ria supo que la muerte estaba muy cerca de Keridil. La piel del anciano Sumo Iniciado había adquirido aquel peculiar aspecto traslúcido que tan a menudo anunciaba que un alma abandonaba su prisión mortal. Cuando Keridil giró la cabeza y le sonrió, Ria vio certeza en su mirada.
—Querida Matriarca —la saludó, alargando una mano; la presión fue sorprendentemente enérgica, pero en cierto modo efímera—. Gracias por venir a verme.
Ria no consiguió hablar, pero se llevó la mano de Keridil a los labios y la besó. Chiro se acercó a la cama y le dijo algo al oído a Keridil y Ria. Cuando retrocedió, ésta vio que sólo había otras tres personas en la habitación: Carnon, como ya esperaba, y junto a la ventana, cogidos de la mano, los dos hijos de Chiro, Karuth y su hermano Tirand.
Tirand sólo tenía nueve años, pero ya era la viva imagen de su padre cuando era joven. Sostuvo un instante la mirada de la Matriarca antes de bajar la vista nervioso, para concentrarse en sus pies. No estaba muy ducho en el protocolo, aunque sabía que debía haber hecho una reverencia ante ella. Ria, consciente de la solemnidad de la ocasión, se apiadó de él, y se acercó cruzando la habitación hasta cogerle la mano que el niño tenía libre.
—¿Cómo estás, Tirand? —le susurró.
—Bien, gracias, señora —le respondió el niño, también en un susurro—. Al menos… —Su rostro adquirió una expresión de tristeza y no pudo evitar fijar la mirada en la cama.