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Authors: Magda Szabó

La puerta (23 page)

BOOK: La puerta
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¿Vengarme yo de Emerenc? ¿Cómo? ¿Y con qué? Lo único que podría utilizar para hacerle daño había sido suyo desde siempre: Viola pertenecía a ella y no a nosotros. El hombre al que Emerenc había amado ya estaba muerto, y ni siquiera lo había acompañado en su entierro. Me enjugué la cara con el limpio y perfumado pañuelo de Emerenc. Le conté mi conversación con el hijo de Józsi; noté una leve alteración en las comisuras de sus labios y me di cuenta de que se había enfurecido. Ese día ya le había visto diversas expresiones; ahora se había vuelto sombría al oír la palabra «dinero».

—Ahora escúcheme bien. Dígale al miserable de mi sobrinito que no me mande recados; no necesito sus consejos y mucho menos que la involucre a usted en mis asuntos. Yo me quedo con las libretas de ahorro, no habrá ningún cambio. ¡Qué ocurrencia! ¡Cuentas a nombre de dos! ¡Para qué diablos…! El que sea capaz de encontrar las cartillas en mi casa, que se las lleve: será porque se las merece. Y decir que yo podría provocar un incendio por descuido… Por favor… esto ya es el colmo… No me considerarán una estúpida incompetente, ¿verdad? Nadie mejor que yo puede cuidar de mi hogar, ya lo han visto. Al parecer, el muchacho tiene prisa por enterrarme. Dígale que un solo consejo más y lo excluiré del testamento. En ese caso usted heredará todo, a ver si ese mocoso se atreve a arremeter en su contra. Y a usted, tan beata que es, le irá estupendamente eso de ir a buscar a mis muertos, construir la cripta y encima, ¿se da cuenta?, tener un sitio más para rezar usted sólita. Bueno, no se preocupe, no lo haré, pero solo porque ese ingrato sería capaz de demandarla para conseguir el dinero y, si fuera preciso, de reconciliarse con mis parientes de Csabadul. No importa lo que yo opine de usted, mi querida reina de las Ciruelas; aunque se lo mereciera, no me interesa exponerla a ese tipo de vicisitudes. Váyase a casa, hoy es viernes, ¡toca leer la Biblia en alemán!

Y con esas palabras dio por terminada la audiencia. Viola la miró en espera de instrucciones, y Emerenc puso una mano sobre la frente del perro; el animal cerró los ojos enseguida y recibió así la bendición que irradiaba de los dedos de esa mujer, nudosos y desfigurados por toda una vida dedicada a las más duras faenas. Les di la espalda y eché a andar lentamente, con la dificultad de los ancianos, llevando en los hombros la pesada carga de ese día de barro que arrastraba también los sedimentos del ayer. El perro salió tras de mí seguido por Emerenc, pero la mujer andaba con un paso tan sigiloso en sus pantuflas de fieltro, esas que solía usar en su casa para proteger las piernas hinchadas de varices, que apenas percibí su presencia hasta llegar al seto de jazmines de su jardín. ¿Por qué me sigue?, pensé con amargura. Me había hecho un retrato en el que me tildaba de hipócrita, esnob y formalista. Lo que ella no había comprendido era justamente eso: mediante las apariencias de una vida ordenada hasta el último detalle, yo intentaba conjurar la equívoca sensación de agonía que abrumaba permanentemente a mi marido. Si su estado fuera tan grave como él creía, yo no me sentaría a trabajar de la forma tranquila y habitual con que venía haciéndolo. Emerenc ignoraba una de mis cualidades: una pureza innata que me hacía ser una rebelde, luchadora incansable contra el propio Creador.

—Bueno, ya está bien de caritas tristes; quédese un rato más conmigo, por favor. El amo estará muy bien escuchando su música en la radio, contento de que Viola no le dé la lata. Le prometo no molestarla más, yo nunca le digo estas cosas con ánimo de ofenderla. Pero usted malinterpreta constantemente todo lo que hago. Con esa mente tan estrecha que tiene… ¿No ve que se cierra en banda? Yo puedo tener mis prontos, pero ¿por qué tiene usted que tomárselos tan a la tremenda? ¿No se da cuenta de que lo único que me queda en este mundo es usted? Bueno, usted y mis animales.

Estábamos allí en el jardín, cara a cara; a través de las ventanas cerradas se oían los lentos compases de una música en la que, a pesar de que los discretos vecinos de arriba habían bajado el volumen de la radio, como era su costumbre a esas horas de la noche, acerté a reconocer las desgarradoras visiones sonoras, negras y doradas, del Réquiem de Mozart. No me quedaban palabras para Emerenc. No me había dicho nada que yo no supiera. Ella seguía sin entender que el hecho de querernos no la exculpaba tic la responsabilidad de hacerme daño con sus arranques salvajes para embestirme y herirme mortal— mente cada vez que le viniera en gana. Precisamente por eso, porque ella me quería y yo la quería, los golpes de su mano me dolían más. Hacía tiempo que debería haber sabido que los únicos que podían hacerme daño de verdad eran los que más cerca estaban de mí, pero Emerenc tenía el oído puesto solo en aquello que le interesaba.

—Venga, paisana. Entre, por favor, no sea tan terca. Tiene el mismo maldito carácter que tenemos los de la Gran Llanura. No me mire así. Venga, volvamos, tengo motivos de sobra para insistir.

¿Y ahora qué pretendía? Ya me había hecho el retrato, había hecho que mirara en su espejo mi rostro deforme; pero, por muy lista que fuera, no intentó ver lo que había al otro lado, lo único que hizo fue arrojar el cristal contra mi cabeza y herirme aún más.

—Vamos, hija, quédese. Le tengo preparado algo muy bonito, un regalo, un huevo pintado. Se lo había pedido al conejito de Pascua.

Pronunció esas palabras con el mismo tono de voz que utilizaba para engatusar a los niños en la calle. Cada vez que la oía hablar así me daba la vuelta o me detenía, era irresistible, atraía como un imán, no solo a Viola, sino a cuantos pasaran por su lado, en especial a los niños que la seguían, hechizados, como un enjambre de abejas a la miel. ¡Así que me obsequia con un huevo de Pascua! Después de negarse a prepararme la sopa de ciruelas y haberse burlado de la forma en que yo guardaba el luto… ahora se le antojaba de repente hacerme un regalito… un acto de generosidad, por cierto, unilateral, que solo ella podía practicar: a mí me los tenía prohibidos.

—No insista, Emerenc. Me voy; ya nos hemos dicho todo. Le voy a transmitir a su sobrino lo que le manda hacer. Y Viola se puede quedar aquí esta noche, incluso a dormir si quiere.

Bajo el cielo, que se había tornado negro de golpe, ya no se podía distinguir su rostro. Los días de Viernes Santo solía caer un aguaviento, al que yo llamaba llanto por la muerte de Cristo, pero que en esa ocasión, por mucho que yo lo esperara, llegó más tarde que de costumbre. No podía marcharme: caían gruesas gotas y el viento comenzaba a soplar con esa fuerza repentina y violenta que suele anunciar una tempestad y que evocaba en mí reminiscencias mitológicas: como si en nuestros oídos sonara de pronto la respiración jadeante del universo. Sabía que lo único que le causaba pánico a Emerenc eran las tormentas; para evitar que me arrastrara a la fuerza, acepté entrar. Viola ya estaba allí, con el rabo entre las patas, gañendo y rasgando la puerta eternamente cerrada; quería esconderse. Bajo el firmamento roto por los primeros relámpagos, el llanto del perro se sumaba al bramido iracundo de los elementos. El ambiente estaba electrizado, el cielo convertido en una llama añil, agua y oscuridad.

—¡Viola, calla! Tranquilo, mi perrito, espera, espera un momento…

El cielo índigo se rasgó por el destello plateado de una ráfaga fugaz, seguido por un estruendo, y durante un instante acerté a ver a Emerenc sacando algo del almidonado bolsillo de su delantal: era una llave, la llave de su casa. El perro empezó a aullar.

—Cállate, Viola. Cállate.

Introdujo la llave en la cerradura y la hizo girar. Emerenc clavó su vista en mí y ya no la apartó. Yo no podía dar crédito a mis ojos: esa puerta, que permanecía cerrada a perpetuidad, estaba a punto de abrirse. Era algo inconcebible.

—Escúcheme bien y no lo olvide nunca. Si se le ocurre traicionarme y contar lo que ha visto, le echaré una maldición. Yo soy una bruja mala: hasta ahora, a quienes he soltado un maleficio han acabado mal, pero que muy mal… Usted va a contemplar algo que nadie ha visto ni verá hasta que me echen tierra encima. Pero hoy la he ofendido más de la cuenta, y para compensarla le enseñaré lo único que tengo de valor. De todas formas, lo vería algún día, porque después de mi muerte se lo iba a dejar a usted; tan solo vamos a adelantarlo. Entre tranquilamente… Sin miedo… Venga…

Emerenc entró primero y yo la seguí. Viola, en cuanto empezó a abrirse la puerta, ya se había deslizado dentro. Aún no había encendido la luz; reinaba una oscuridad total que me obligaba a dar pasos inseguros. Los familiares jadeos y resuellos de Viola se entremezclaban con unos sonidos apenas perceptibles, como el caminar sigiloso de ratoncitos moviéndose furtivamente en la noche. Me sentía perdida y me detuve: jamás en mi vida había experimentado una oscuridad tan profunda. Recordé que el cuarto tenía contraventanas que siempre permanecían cerradas.

Quedó claro que Emerenc no ahorraba en electricidad: la luz cegadora de una bombilla de cien vatios irrumpió en el cuarto con una violencia inesperada y nos ofuscó con su implacable claridad, blanca, no amarilla, revelando los detalles de un recinto espacioso, de una pulcritud inmaculada y con las paredes recién encaladas. El mobiliario estaba compuesto por una cocina de gas, un fregadero, una mesa con dos sillas, dos armarios enormes y un diván forrado de un terciopelo que debía de haber sido violeta en sus mejores tiempos, pero que ahora se veía maltrecho y descolorido: era el
laversit
de Emerenc, como los que estaban de moda entonces en las buenas casas. Todo el entorno mostraba la misma limpieza extrema que el juego de copas de cristal que brillaba inmaculado detrás de la cortina transparente de una alacena vetusta. Había también una nevera antigua, de las que había que llenar con bloques de hielo, que distribuía por aquel entonces un vendedor ambulante. Me quedé estupefacta: era extrañísimo que Emerenc la conservara, porque hacía muchísimos años que el hombre del hielo había dejado de pasar por nuestra calle. Viola aguardaba acurrucado en su desamparo debajo del
laversit
, en señal de que la tormenta solo acababa de comenzar y que no tardaría en golpear con más fuerza. El olor penetrante a cloro, mezclado con las emanaciones de los más variados ambientadores, resultaba tan fuerte que me irritaba la garganta y me provocaba un molesto carraspeo. El conjunto evocaba la imagen de una cocina—comedor primorosamente acondicionada, y no entendía por qué esa mujer se empeñaba ocultarla a la curiosidad de las miradas ajenas; a simple vista, no contenía ningún objeto especialmente llamativo o valioso. Bueno, había algo que desentonaba con el resto: una caja fuerte enorme, que aislaba herméticamente la cocina de la habitación. Estaba ahí, grande, muy pesada, delante de la puerta, impidiendo el paso: cualquier ladrón que se propusiera moverla tendría que hacerlo con una brigada de compinches. Pensé que debía de ser la caja blindada que le dejaron los Grossmann junto con el resto de los muebles que ella tendría guardados dentro de la habitación. Pero como estos se hallaban detrás del armatoste, imposible de ser desplazado sin ayuda, hasta ella tendría dificultad para acceder a ellos. Afuera el temporal seguía descargando su furia: el cielo bramaba y escupía un diluvio torrencial. A pesar de su palidez extrema, Emerenc aguantaba heroicamente. Más tarde me enseñó el contenido de la caja fuerte: unas simples vasijas de cerámica.

Aturdida, miré a mi alrededor: había un jarrón con flores frescas, el suelo de terrazo, limpio y brillante, estaba cubierto por los retazos que quedaban de una alfombra oriental, que en su momento debió de ser muy hermosa. Solo al cabo de un rato me percaté de lo que esa mujer escondía del mundo exterior: bajo el fregadero, junto a la alacena, había una hilera de nueve escudillas con restos de comida arrimadas a la pared, al lado sendas palanganas con arena para las necesidades de los gatos. El maniquí de mi madre, como una estatua, se hallaba entre los dos armarios. Aun sin ropa, recordaba a una maríscala con el pecho colmado de medallas: eran imágenes de personas, entre ellas un viejo recorte de periódico, en el que aparecía un joven con el rostro rebosante de optimismo, como se estilaba en los retratos de aquella época.

—Sí, es él —dijo Emerenc, aun sin preguntarle nada—. Después de abandonarme, encontré al gatito pinto, aquel que ahorcaron. No me compadezca, me lo he ganado a pulso. Yo les tomo demasiado cariño tanto a las personas como a los animales. Y eso es algo que no se debe hacer.

Con cada nuevo estruendo, Viola pegaba un chillido aterrador, como si dialogara con la tempestad.

—Más tarde encontré otro. Siempre anda alguno perdido por el barrio; los buenos vecinos los acogen como juguetes para sus hijos y, cuando crecen un poco, de patitas a la calle; a lo sumo los llevan a un jardín alejado y los dejan allí. Este segundo también terminó mal: envenenado; no dudo de que lo hiciera la misma persona que ahorcó al primero. Pero esa vez no dije nada. Comprendí que, si quería evitar que me mataran a los animales, debía tenerlos encerrados entre cuatro paredes, como hacen los ricos con sus perritos pequineses. Al principio no tenía tantos animales en casa, no se vaya a pensar que soy una de esas viejas chifladas; lo que se dice querer, yo solo quería al primero, hasta lo hice capar para que no me diera mucha guerra; al otro lo encontré vagando por la calle, medio muertecito, así que me lo llevé y lo curé, y, claro está, ¿cómo iba a echarlo después? La verdad es que son tan tiernos, tan cariñosos, te esperan con toda la alegría del mundo y, si no se tiene ni eso, un ser que te reciba con entusiasmo al llegar a casa, ¿qué sentido tiene la vida? Aunque me mataran no sería capaz de recordar cómo llegué a reunir toda esta tropa de gatos, nada menos que nueve. A una me la encontré en la Garganta del Diablo; allí estaba la infeliz, que maullaba desesperadamente intentando trepar por la pared, pero se caía una y otra vez. ¿Cómo no me iba a dar lástima? Los dos siguientes me los trajo el basurero, ya sabe, ese, el bonachón. Fíjese: estos dos estaban metidos en una bolsa de plástico en el contenedor de la basura, fue un milagro que los pudiera salvar; al final, son los que más han crecido… mire qué hermosos están ahora. Luego acogí uno gris, abandonado tras la muerte de su dueño, el técnico de la calefacción. Estos tres negritos con manchas blancas son de una carnada de la primera gata; son graciosísimos, ya ve, como payasitos. Por lo general mato a las crías, pero a estas tres mi corazón no me lo permitió: tienen una estrella en el pecho, y no merecen morir.

BOOK: La puerta
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