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Authors: Magda Szabó

La puerta (24 page)

BOOK: La puerta
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Estaba allí escuchándola petrificada. El temporal se alejaba, los truenos se oían amortiguados y casi no había relámpagos. La potente luz de la bombilla seguía resplandeciendo.

—Ahora saben que toca esconderse; captan perfectamente el peligro, como también presentirán la muerte. Ya se dará cuenta cuando, en su momento, venga con las inyecciones. Le ruego de antemano que no les tenga lástima, aniquile a todos sin excepción; antes de que sufran las adversidades y peligros de la calle, prefiero que estén muertos: de ese modo padecerán menos y de una sola vez. Antes de dormirlos para siempre, deles un poco de sedante mezclado con abundante carne; como no están acostumbrados, se lo comerán, se tranquilizarán y se dejarán coger. Ahora que los ha visto, no vaya a decir nada, la única que sabe de su existencia es usted y no quiero que nadie más se entere. Cualquiera me podría mandar una inspección de sanidad, ya sabe que la ley solo permite tener dos animales, y entonces podrían obligarme a deshacerme de siete de ellos. A estos los he rescatado de las garras de la muerte, para mí son como si los hubiese parido; los quiero más, fíjese lo que voy a decirle, que al propio hijo de mi hermano Józsi. Pues, señora, esto es lo más que le he podido ofrecer: mi confianza, el haberla dejado entrar aquí. Mírelos, pero no se mueva, están tan asustados… Es normal, los únicos seres vivos con que han tratado en su vida, que no fueran gatos, somos Viola y yo. ¡Viola! ¿Dónde te has metido? Sal, perrito, basta, y no me hagas este numerito, ya ha pasado todo. ¡A tu sitio!

El perro salió arrastrándose de debajo del
laversit
, y después se echó sobre el mismo. En el asiento acolchado se podía ver la zona hundida por el peso del animal donde se tumbaba habitualmente.

—A cenar —ordenó Emerenc a voz en grito.

Durante un rato no se percibió movimiento alguno; volvió a emitir su mandato, esa vez en voz muy baja, y la habitación empezó a llenarse de vida con sus singulares sonidos. Por fin pude ver a la familia de Emerenc al completo, los nueve gatitos, saliendo de detrás de las sillas, de debajo de los armarios, cada uno de su escondite. Con el único ruido que el perro producía agitando el rabo, y sin siquiera mirarme, los felinos fueron acercándose a sus respectivas escudillas, aún vacías, observando a Emerenc con ojitos brillantes llenos de expectación. Esta, tras remover el contenido de una olla en el fogón, procedió a distribuir las raciones del guiso, una especie de pisto. Verla así, incansable, presta y sonriente, sirviendo a cada uno en su platito vidriado, me trajo a la mente una imagen inverosímil aunque posible en otro escenario: un número circense, una doma de gatos y perro llevada a cabo con profesional maestría. Viola, siempre ávido y hambriento, esperaba pacientemente su turno, moviendo con cautela la punta de la cola en discreta señal de su presencia. Solo después de servir a los gatos, Emerenc le echó una ración del pisto en su escudilla, que guardaba en el alféizar de la ventana. Viola se la tragó de un lametón, como nunca lo había hecho en casa, y después me miró con todo su orgullo canino para demostrarme lo bueno, listo y aplicado que podía ser cuando quería.

—A tu sitio.

Tras recibir la nueva orden, Viola obedeció y enseguida estuvo de nuevo tendido en el
laversit
. Los gatos también saltaron encima, ocupando todo el mueble; unos, subidos sobre el cuerpo del perro; los que no cabían en el asiento, acomodados en el respaldo de madera: en conjunto, ofrecían un hermoso espectáculo, como posando en las ramas de un árbol mientras se estiraban en poses elegantemente felinas. Otros gatos se encaramaron a los hombros del maniquí, uno incluso muy cerca de mi retrato. Llegado el momento, Emerenc anunció que tenía que marcharse: debía ir a comprobar cómo estaban los sótanos porque, con la tormenta, podían haberse inundado. Retuvo a Viola con el argumento de «Deje que charle un ratito más con los gatos», pero a mí me mandó a mi casa. Salimos a la calle y durante un trecho caminamos juntas. Afuera se respiraba la fresca fragancia verde que había dejado la lluvia y, una vez más, me sentí envuelta en la magia del sexto canto de la Eneida mientras andábamos juntas en la densa penumbra y sorteábamos sombras fantasmales bajo la luna esquiva y argéntea. En cuanto llegué a mi casa, rompí a llorar. Por primera y única vez en nuestros años de matrimonio, no supe ni quise dar explicaciones a mi marido sobre por qué lloraba.

Sorpresa de Navidad

Al cabo de tantos años de la muerte de Viola, aún conservo en mi mente muchas imágenes suyas: en cualquier calle, casi siempre al atardecer, poblada de silencio, de luces y sombras, todavía oigo el sonido de sus pequeñas pezuñas trotando sobre el asfalto, sus pasos me persiguen y siento el jadeo entrecortado del animal que me alcanza con su hálito caliente. También retorna su imagen en los domingos de verano, olfateando ansioso en la cocina los deliciosos efluvios del caldo de carne y los aromas de un pastel recién horneado que escapan por la ventana abierta de par en par en donde reposan unos botes de pepinillos en conserva. Nadie como Viola sabía entregarse a los preparativos de una buena comida; se quedaba postrado ante la cocina de gas y olisqueando con devoción los ingredientes del puchero y esperando a que cayera alguna migaja de esos manjares. En aquellas mañanas lo dejábamos estar con nosotros, pues no incordiaba para nada; se quedaba quietecito, en actitud comedida y obediente, y se limitaba a emitir ese sonido peculiar con que nos comunicaba un deseo apremiante: una especie de suspiro lleno de angustia, tanta que nadie que estuviera cocinando en ese momento podía negarse a arrojarle, aunque fuera un bocado, de una buena vianda. Cuántas veces ese gemido, hoy ya expirado, aún persiste y resuena en mi memoria… De todos mis recuerdos de Emerenc, el que más me sigue asaltando, aun con la distancia del tiempo, es una determinada expresión de su rostro: aquella con la que, en cierta ocasión, me dijo en un tono cotidiano y normal que le parecía excesivo mi coqueteo hacia ella, que no sabía interpretar bien esa mirada de enamorada nostálgica, como si fuera a pedirle matrimonio. Que no conseguía desentrañar el significado y la finalidad de esas atenciones cargadas de sentimentalismo, y que, en general, no entendía lo que realmente pretendía de ella: ¿quería que fuera su amiga o una más de la familia?

—Usted tiene unas ideas muy diferentes de las mías, en casi todo. Le han enseñado mil cosas, pero justo lo que tiene que ver, eso no lo ve. No se da cuenta de que, con todos sus tejemanejes para hacerse la cariñosa, a mí no me conquista. Yo no me ando con medias tintas: a mí me lo da todo o no quiero nada. Usted y sus casillas… Cada cosa tiene una casilla en su mente, y pretende ponernos o sacarnos según su capricho: esa es mi amiga, ¡pumba!, adentro… Ahora, a ver, mi sobrino… ya está… Seguimos: le toca a mi madrina… listo… Pásame al gran amor de mi vida… vale, ya está. Y el médico de la familia, y luego el ramo de flores secas traído de Rodas… y así sucesivamente. Pues mire, yo no quepo en ninguna de esas celdas prefabricadas de su cabecita, y le exijo por tanto que me deje en paz. Lo único que le pido es que, cuando esté muerta, vaya a visitarme de vez en cuando al cementerio. Yo soy muy radical en eso: si en su momento no acepté a aquel hombre que quiso ser mi amigo en vez de mi marido, pues ya se puede imaginar que tampoco haré con usted una excepción, por mucho que juegue a ser esa hija adorable que, por cierto, nunca tuve. Yo le he ofrecido algo y usted lo ha aceptado, y además creo que tiene derecho a heredar esas cosas, porque, después de todo, nos hemos llevado bastante bien, a pesar de esos arranques de mal genio que ambas tenemos a veces. Hay otra cosa más que le dejaré cuando muera, conténtese, no tengo más; y no olvide tampoco que le permití entrar en mi vivienda, la única persona en este mundo que ha podido hacerlo. ¿Qué más quiere? Le lavo, le plancho, le cocino, cuido de Viola… ya está bien, ¿no? Más no puedo. Ahora bien, suplir a su madre muerta, a su niñera, o ser su compañerita de juegos… ¡ah!, a todo eso yo sola no doy abasto. Así que le pido que me deje en paz de una vez por todas.

Pensándolo bien tenía razón, pero no por eso su verdad dejó de dolerme. El favor que me había pedido, el de liquidar su zoológico casero, podía encargárselo a otra persona. De todas formas, esperaba de todo corazón que, llegado el momento, el plantel de los nueve gatos se hubiera visto reducido de forma natural; eso suponiendo, claro está, que en su desvarío mental Emerenc no siguiera recogiendo más mininos necesitados de por ahí. Aunque, como digo, me dolía todo lo que me había soltado, también tenía asumido que la que llevaba el control de nuestra relación era ella y no yo, y que regulaba la temperatura afectiva mediante su termostato con gran economía, consumo mínimo. Su nivel de compromiso era como el de esas amistades que manteníamos con unas pocas parejas de diplomáticos, con quienes el trato estaba determinado por una cordialidad y simpatía que, al mismo tiempo, no dejaba de ser fría y distante. Ya sabíamos que con ellos, cada vez que íbamos a reunimos, había que programar el grado de entrega en función de una norma tácita del personal diplomático en el extranjero. Según esa regla, es conveniente no profundizar en los afectos debido a la corta duración de la misión de trabajo —tres años escasos en un emplazamiento determinado—, por lo que es preferible limitarse a disfrutar de esos ratos agradables, aunque cortos, que las circunstancias les permiten en compañía de los conocidos, siempre eventuales, del país en cuestión. Dicha ley del cuerpo diplomático regía solo para tres miembros de nuestra familia: Viola no entraba en ese juego. Una vez, en un arrebato, el perro mordió a Emerenc, a lo que ella respondió propinándole un golpe con una pala tan brutal que le rompió una costilla. Sostenido por las manos firmes de la mujer para impedir que se agitase y entre aullidos de dolor, el animal aguantaba la cura del veterinario mientras tenía que soportar la siguiente prédica:

—Eso es… muy bien merecido, por bravucón, por machito. No me dirás que lo hiciste todo por no dejarte que montaras a una de esas hijas de perra… Ahora sí… Acabas de aprender buenos modales para el resto de tu vida… Cállate ya y abre ese hocico pestilente que tienes.

Y, entre los colmillos bravos y relucientes del perro, entró y desapareció en un santiamén el pastel de recompensa. Emerenc era consecuente en todo y daba ejemplo de sus convicciones: quien la quisiera tendría que convertirla en la protagonista principal de su vida; cláusula que solo era aceptada de modo natural por el perro, aun cuando la hubiera mordido y sufrido por tal rebeldía su castigo. Los momentos más armoniosos de nuestra convivencia se producían cuando alguien tenía un problema de salud en casa. En el ambiente insalubre del país de aquellos años, tanto en el ámbito político como en el higiénico propiamente dicho, mi marido y yo nos sentíamos vulnerables. Nos encontrábamos sin defensas suficientes tanto ante las enfermedades como ante el acoso ideológico, este último con carácter imprevisible y eventual, aunque siempre con armas desleales que nos causaban con ello un permanente malestar anímico. En estos momentos de crisis, Emerenc no establecía sus distinciones habituales entre mi marido y yo: se entregaba a ambos o a quien más la necesitaba. No había mayor alivio y placer que recibir, después de una feliz convalecencia, el efecto milagroso de los masajes reparadores que esa mujer nos aplicaba con sus nudosos e informes dedos, o, cuando tras lavarnos de los sudores de la enfermedad, nos espolvoreaba con aquellos polvos de talco balsámicos que Eva le enviaba de Estados Unidos. Mi marido llegó a una conclusión bastante acertada: para mantener el equilibrio, lo más indicado sería sumirnos los dos en un estado crónico de agonía o, lo que sería lo mismo, tirarnos a un río y, a punto de ahogarnos, pedirle auxilio; de ese modo, al poder acudir a salvarnos, Emerenc viviría nuestra relación con la satisfacción y el sosiego necesarios para su economía afectiva. En caso contrario, si nos viera siempre sanos, contentos y triunfantes, estar a nuestro lado perdería para ella todo interés, justificación y razón de ser. Nunca me pude acostumbrar a la insólita contradicción de que ella, sin haber leído nunca nada, estuviera al día de las novedades de la vida literaria del país, especialmente de aquellas que resultaban más desfavorables para nosotros y que podían afectarnos de forma que podría minar nuestra carrera profesional. Cuando eso sucedía, Emerenc, tras recorrer como un rayo nuestra calle pregonando la noticia del nuevo ataque de los infames conspiradores, procedía a tranquilizarme comunicándome que ya había solicitado a sus adeptos una declaración conjunta de solidaridad en nuestra legítima defensa y en contra de nuestros acérrimos enemigos.

Fue así como en el transcurso de los años nuestra relación se fue cimentando. La propia Emerenc había fijado sus límites, el statu quo que se preocupaba de mantener a largo plazo y sin variaciones sensibles. Aun después del aquel episodio excepcional, me siguió recibiendo en la antesala como a cualquier extraño. Nunca más me volvería a abrir la puerta de sus estancias privadas. Sus costumbres tampoco habían sufrido modificaciones considerables: continuó atendiendo con la debida eficacia sus múltiples obligaciones, aunque, eso sí, con menos rapidez, consecuencia de los estragos de su edad. Yo especulaba de vez en cuando sobre el valor real de los ahorros de la vieja, y el cálculo me hacía sospechar que el hijo de Józsi no solo tenía para hacer un mausoleo familiar en condiciones, sino un edificio medio de viviendas para su explotación posterior. Emerenc nos recompensaba conforme a una escala de valores bien diferenciada: tenía en gran estima al teniente coronel; Viola poseía su corazón; mi marido no solo se beneficiaba del excelente resultado de su trabajo, sino que disfrutaba de una ventaja añadida: le encantaba presenciar cómo la asistenta limitaba mi insoportable inclinación dicharachera y provinciana a entablar amistad con todo el mundo. Por lo que respectaba a mí, ella me había confiado una misión grandiosa: ser la actriz principal del acontecimiento más decisivo de lo que le quedaba en esta tierra. Deseaba, y así lo había ordenado, que en el momento de su muerte fuera mi pasión viva, y no el soplo de una tramoya mecánica, la que moviera las ramas de los árboles. A pesar de haberme concedido su ofrenda más valiosa, yo deseaba aún más: añoraba por ejemplo abrazarla como antaño a mi madre, o contarle todas aquellas confidencias que no compartía con nadie más y que cualquier progenitora, igual que la mía, no captaría por su inteligencia y cultura sino mediante la pura y genuina intuición del amor materno. Aunque no estaba muy segura de ello, parecía que Emerenc rechazaba a conciencia ese afán mío de entrega absoluta y sin fisuras: no quería llegar tan lejos. Mucho, muchísimo tiempo después de que se hubiese ido para siempre, saliendo de mi casa un día hacia el cementerio con unas flores recién cortadas de mi jardín en la mano, me topé con la esposa del señor del mantenimiento, quien tras saludarme y abrazarme efusivamente me contó:

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