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Authors: Magda Szabó

La puerta (10 page)

BOOK: La puerta
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Llegados a ese punto, ya estaba definitivamente convencida de que hacía apenas unas horas, junto a la mesa de mi madre, se había cometido un asesinato. Reduciendo los restos de comida a la nada, lo que había hecho Emerenc era destruir metafóricamente a esa persona. Unos años más tarde, con ocasión del día de Todos los Santos, conocí a la víctima: era una esbelta y bella joven que me acompañó, caminando con dificultad, por el sendero abarrotado de gente del cementerio. No podía haber elegido peor día para esa visita, pero como le coincidía con un viaje de negocios a Budapest que no podía aplazar, aprovechó para visitar la tumba de Emerenc. Depositó sus flores en la entrada del maravilloso mausoleo sin imaginar la inutilidad de tan lujosa ofrenda floral; los ramos de rosas rojas de tallo largo, en un envoltorio elegante y transparente como ese, solían durar muy poco: la gente los robaba nada más llegar la noche. Me contó que se encargaba de su negocio, una fábrica propiedad de la familia, desde que su padre y su tío, que vivía en América, se habían retirado. Sentía muchísimo no haber podido venir aquella tarde para ver a Emerenc por última vez, pero le había sido imposible. En aquella fecha tenía previsto visitar una de las sucursales europeas de la factoría y abrir una nueva en Budapest, pero el viaje se había suspendido y había tenido que esperar otra oportunidad para que sus negocios justificaran tomar un avión y, de paso, ver a esa mujer. No había podido. No era tan fácil: Nueva York no estaba a la vuelta de la esquina.

Cenó con nosotros lo poco que me quedaba en el frigorífico; hacía ya mucho tiempo que no disfrutábamos de las suculentas cenas de Emerenc. La imagen de la mesa puesta para la fiesta y, en medio, la bandeja de cristal de Murano con el candelabro y las velas reflejados en su superficie, pertenecía al pasado. Le conté lo mucho que le había afectado a Emerenc que no viniera. Ella se mostró sorprendida, no podía entender que se le diera tanta importancia a un cambio de fechas; era algo absolutamente normal en el mundo de los negocios. En el cementerio había sucedido un hecho curioso: hacía fresco y el ambiente estaba impregnado de humedad, pero cuando la joven se acercó a la tumba de Emerenc se levantó viento y comenzó a soplar con tanta fuerza que la lluvia acumulada en las ramas le caía encima en gotas frías empapándola, y las ráfagas le impedían encender un cirio en memoria de la muerta. Para mí aquello fue obra de Emerenc, que con toda la fuerza de sus pulmones resoplaba contra los pabilos que, apenas prendían, se apagaban. No sería la única ni la última vez. Después de muerta, siguió dando vueltas sobre sus talones inmateriales sacándole la lengua a nuestra mala conciencia o a cualquier intento de abordarla: aún nos seguía sorprendiendo, con destellos remotos, ese cristal de mil colores que fue su misteriosa personalidad.

Lo más triste era ver que, si finalmente se hubieran encontrado, ella quizá podría haber hecho entender a Emerenc que su intención no había sido, ni remotamente, herirla u ofenderla. No se trataba de una cría convertida en una joven irresponsable capaz de despreciar la cena preparada con tanto amor y celo por Emerenc; no, no se trataba de eso. Lo que había pasado era que una mujer de negocios, otrora una niña, se había visto obligada a modificar su agenda de trabajo por una simple cuestión práctica y a anular su cita con Emerenc, como tantas otras, posponiéndola para una fecha más propicia. Aparte de eso, aun siendo una chica joven pero madura, era plenamente consciente del valor de lo que la criada había hecho por la familia y por la niña desamparada que ella fuera, en la peor época de las persecuciones. Así pues, aquella vez, mientras compartíamos nuestra cena para diabéticos, aunque evitó hacer un inventario lacrimógeno de sus recuerdos, nos dijo que sentía mucho no haberla podido conocer; sí, lo dijo así, «conocer», porque para ella habría sido como si fuera la primera vez en su vida: por más que la quisiese, en aquellos tiempos era un bebé y, lógicamente, no podía evocar ni siquiera cómo era su cara. Se me ocurrió pensar cómo habría reaccionado esa tierna y agradable joven si hubiera sabido cómo la había matado Emerenc en su fantasía, si hubiera visto aquel momento del festín en que la antigua criada, en un brote de arrebato emocional y con la razón descarriada por la supuesta ingratitud, echó la comida al perro como si se tratara del cuerpo de la niña, la misma que ella había salvado en otra época, pero que se había revelado indigna: ¡Cómetelo!

De todas formas, todo lo que acabo de contar sucedería en un futuro aún lejano de nuestra noche del festín y de sus consecuencias. Mientras volvía de casa de Emerenc, sentí que acababa de actuar incorrectamente y que había herido demasiado a una persona. Para empezar, no debía haberle consentido que invitara a un desconocido a mi casa. Tampoco debía haberla ayudado en esa farsa de que vivía con nosotros en familia, contribuyendo a aumentar el cúmulo de misterios enrevesados que la envolvían. Pero, si así lo había hecho, al final no debía haberle tirado a la cara los restos de su cena digna del mejor restaurante, que nos había ofrecido solo para que no se desaprovechara. Si no la hubiese rechazado, ¿habría sido menor su frustración? ¡De ningún modo debí haberlo hecho! Ese día alguien la había ultrajado sin motivo aparente, o al menos por un motivo incomprensible o desconocido para ambas. Probablemente existía una explicación fácil y lógica que la propia Emerenc, dotada por lo general para captar en un instante cosas imposibles para cualquiera, en ese caso era incapaz de comprender. ¿Por qué la había agredido también yo de ese modo cruel? Qué curioso: el perro no le guardaba rencor a pesar de la paliza que se había llevado. Parecía que el animal lo sabía todo: debía de tener unos canales secretos de comunicación con Emerenc. Apesadumbrada como estaba, llegó la hora de irse a la cama. Mi marido ya tenía sueño. Se quedó dormido enseguida, pero yo me sentía intranquila y no conseguía conciliar el sueño. Me levanté y me puse algo de ropa. Viola, rendido, estaba acostado delante de la cama de mi madre, pero, aun con el poco ruido que hice, se desveló y se asomó a mi dormitorio. Me avisó con un leve arañazo en la puerta y sin ladrar: con inteligencia y con cuidado de no despertar a mi marido. Bueno, pues ven conmigo, perrito… Total, no me gusta deambular sola por la calle a estas horas de la noche.

Partimos, Viola y yo, como los héroes de mis lecturas de infancia: la figura del joven y bondadoso padre del canto sexto de la Eneida. Fue en ese momento cuando algo se transformó de manera definitiva en nuestra relación y en nuestras vidas.
Ibant obscuri sola sub nocte per umbram perque domos Ditis vacuas
. También yo, acompañada por el perro y con paso tranquilo, avanzaba bajo las sombras de la noche. El portón de la finca de Emerenc estaba cerrado. Toqué el timbre y me quedé aguardando a que apareciera. Aun pasada la medianoche, había luz en la ventana de la antesala, señal de que no se había retirado todavía a su guarida. No me hizo esperar mucho. Estábamos frente a frente, separadas por las rejas de la entrada, mientras Viola gemía con las patas traseras sobre el peldaño de piedra del umbral.

—¿Qué pasa? ¿El amo se siente mal? —preguntó Emerenc en tono muy bajo y seco, aunque cortés. Todos en la finca dormían.

—No, no está enfermo. ¿Me permite pasar?

Una vez dentro, trancó la entrada de la finca. Supuse que había salido para abrirme desde su vivienda, pero, claro, la puerta permanecía cerrada como siempre. Viola, pegado al suelo, se asomó por la rendija para saludar al gato con un cálido bufido, única forma de franquear la entrada. Me habría gustado encontrar hermosas fórmulas con que expresar mi mensaje de paz, explicarle que sentía muchísimo haber actuado con tanta torpeza, probablemente porque no entendía en absoluto la gravedad de lo que le había sucedido ni por qué le había afectado tanto, y asegurarle que, tras reflexionar, la compadecía con todo el corazón y que contara conmigo para lo que fuera. Sin embargo, nada de eso salió de mi boca: a mí, que me expreso con fluidez sobre el papel, en la vida real las palabras me abandonan. Solo dije:

—Tengo hambre. ¿No le queda algo para picar?

Como el sol cuando sale de repente tras unas nubes plomizas, su rostro se iluminó. Esbozó una sonrisa, bella y amplia, sorprendente en ella, y me di cuenta de lo poco que sonreía. Se metió primero en el cuarto de baño, por el ruido del chorro del agua deduje que estaba aseándose: nunca tocaba la comida sin lavarse las manos. Cuando acabó, abrió de golpe la puerta de la despensa: pude ver entonces que, junto con los víveres, guardaba allí su mantelería. Viola hacía intentos por seguir sus pasos y yo trataba de aguantarlo con la correa, pero a mí no me obedecía y, solo cuando Emerenc se lo ordenó, se quedó quieto tendido en el suelo. Ella volvió con un vistoso mantel amarillo damasquinado, un plato y un cuchillo, y seguidamente me sirvió la comida: no eran los restos de la famosa cena, sino un asado condimentado con especias muy picantes. Sabía de maravilla, comí con auténtico placer mientras Viola montaba guardia esperando que le cayeran los huesos. Contra mi costumbre, ya que no tomo alcohol, bebí del vino que me ofreció, que no era de botella sino de dama Juana. Esa noche, pensé, estaba dispuesta a asumirlo todo y con todas sus consecuencias, de otro modo no habría tenido sentido venir a verla. No disponía de información sobre esa persona que había faltado a su compromiso con Emerenc, pero fuera quien fuese, yo estaba en esa mesa para encarnarla. Por eso traté de interpretar bien el papel de ese desconocido por quien esa mujer había desplegado toda la gama de sus exquisitas atenciones, aún más allá de sus fuerzas. Pasamos la velada masajeando las orejas del perro y jugando con sus patas, como a él le gustaba. Llegada la hora, y cuando ya me despedía para volver a casa, a dos pasos de la suya, Emerenc se ofreció para acompañarme, como si, en bata y pantuflas, me fuera a la otra punta de la ciudad. Por el camino, y como si en esos momentos especiales no hubiese temas más importantes que tratar, seguimos charlando de nuestro perro: su fuerte y hermosa constitución, que si era lo suficientemente inteligente y si se comportaba como correspondía a un can de su edad y raza. Al llegar a casa, tras entregarme la correa de Viola y esperar a que entrara por la puerta del jardín, llegó a decirme algo… En esa noche virgiliana, real pero también repleta de magia onírica, Emerenc murmuró, con una voz apagada y articulando sus palabras como en un juramento, que lo que acababa de hacer por ella no lo olvidaría jamás. Aunque mi marido no notó cuando me deslicé silenciosamente en la cama, el perro, excitado al máximo por los acontecimientos del día, no quería acostarse. A duras penas logré que por fin se retirara, pero en vez de acudir a su lugar acostumbrado, se quedó en el umbral del cuarto de baño; noté que se había dormido cuando empezó a roncar, igual que un hombre.

Recogida de trastos viejos

Creo que Emerenc empezó a quererme de verdad a partir de esa época, sin reservas pero con la gravedad casi sombría de quien acepta que el amor implica responsabilidad, entraña riesgos y que, a fin de cuentas, es una pasión peligrosa. Aquel año, a primera hora del día de la Madre, se presentó en nuestra habitación. A mi marido, que tomaba somníferos para dormir, le costó recuperarse del sueño; yo me desperté enseguida y, bajo la radiante luz que inundaba la habitación a través de la ventana abierta, contemplé, asombrada, la figura de Emerenc, con su vestido de domingo y llevando de la correa a Viola hacia mi cama. El animal iba ataviado de la siguiente forma: sobre la cabeza, un destartalado sombrero hongo negro con una rosa fresca prendida de su cinta, y una guirnalda de flores alrededor del collar. A partir de entonces, año tras año, aparecía a primera hora del día de la Madre acompañada por Viola y recitando en su nombre los típicos versos de felicitación:

Gracias a todos por quererme bien,

por darme cobijo y por darme de comer,

queridos padres, querido profesor,

gracias por las atenciones y por la educación,

y que Dios bendiga la tierra

con buena cosecha.

Era la misma canción que seguramente entonaba Emerenc para saludar a su maestro en las fiestas de su escuela primaria durante los tres años escasos que pudo completar, en el intervalo entre la Revolución rusa de 1905 y el comienzo de la Primera Guerra Mundial. Los versos se repitieron cada año junto a nuestra cama en la voz eternamente joven de Emerenc, mientras Viola se afanaba, desesperado, por quitarse de encima el ruinoso sombrerito, que solo Dios sabía de dónde había salido, sin que por supuesto se lo permitieran hacer. La mujer terminaba la canción con la invariable cita, también ritual: «Tu hijo agradecido te ofrece, señora madre, la rosa que en su sombrero porta». En efecto, cada día de la Madre había una rosa en el desvencijado bombín del perro. A raíz de esas escenas, cuando veo un sombrero negro y redondo me vienen ambos a la memoria: Emerenc, con su traje oscuro de domingo, junto a nuestro perro emperifollado, con las orejas aplastadas bajo aquel bombín. Como en el castillo de Barba Azul, donde los días se articulan en una perpetua secuencia invariable, en mi alma el espacio y el tiempo de Emerenc serán ya para siempre todas las albas, las primeras luces y las fragancias que a esa hora transpira el jardín. A mi esposo toda esa escenificación le molestaba hasta lo indecible, tanto que la mayoría de las veces, en la víspera del día de la Madre, prefería no acostarse, se recostaba en el sillón con la bata puesta o se refugiaba en la habitación de mi madre: jamás pudo acostumbrarse a esas visitas matinales que le suponían ser pillado en la cama aún sin vestir. Creo que también le disgustaba ver lo mucho que me quería Emerenc y su peculiar manera de expresarlo.

Era cierto: esa mujer, aunque nunca hubiese leído la Biblia, que tal vez ni siquiera tenía, me profesaba una pasión similar al amor cristiano. Esos tres años de la primaria, forzosamente interrumpida, no le habrían sido suficientes para acercarse a los apóstoles, pero, aun sin conocer las Epístolas de san Pablo, las vivía. Creo que ella me llegó a querer con la misma entrega incondicional de la que solo habían sido capaces hasta entonces mis padres, mi marido y mi hermano adoptivo Agancs; las cuatro personas que, como pilares, sostenían la bóveda de mi vida. En lo afectivo, Emerenc se comportaba en cierto modo como Viola, vagando perdidos por el doloroso laberinto de sus propios sentimientos. Por lo demás, el perro pertenecía a ella, no a mí. Complaciente al extremo, la sola idea de que yo pudiera necesitar algo hacía que esa mujer fuera capaz de dejarlo todo, trabajara donde trabajase, fuera cual fuese el momento, para venir corriendo a verme, y solo se tranquilizaba y regresaba a sus labores tras comprobar que yo estaba bien. Por las noches solía dejar preparado cualquiera de mis platos preferidos, o nos traía algo, un obsequio, sin razón ni motivo aparente. En una ocasión, el primer día de la recogida de trastos viejos que se organizaba anualmente en el barrio, recorrió las calles en busca de objetos que otros hubieran tirado y pudieran ser reciclados, fueran útiles o decorativos. Recogió cuantos pudo, los limpió y los restauró para, finalmente y a escondidas, meterlos en mi casa.

BOOK: La puerta
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