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Authors: Magda Szabó

La puerta (13 page)

BOOK: La puerta
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En esa ocasión el conflicto no se resolvió tan fácilmente como aquella primera vez, cuando Viola, con su gestión primaria pero eficiente, había logrado traernos de vuelta a nuestra asistenta. A raíz de ese percance fue, quizá, cuando descubrí toda la dimensión del poder mágico que emanaba de esa mujer. Sin necesidad de acercarse físicamente a nuestra casa, y solo mediante misteriosas vibraciones, como ondas de radar, logró paralizar al animal. Existe una gama de métodos muy variados para hipnotizar; Emerenc se valía del más complejo de todos ellos: el que consiste en privar al ser querido, en su caso Viola, de su presencia para así recuperarlo. Aunque con dificultades, nuestra vida seguía su curso; yo, atareada en la búsqueda de una chica para la limpieza, hasta dar con una tal Annus, que, finalmente, no duraría más que unos pocos días. Su principal ocupación consistía en, al cabo de media hora de trabajo, llenar mi bañera con agua caliente, sumergirse con deleite en ella y juguetear con el jabón entre estridentes chillidos de placer. Cuando se hartaba, salía y se dedicaba a pasear por el piso como Dios la trajo al mundo, con el pretexto de que tenía mucho calor. La aparición de Annus había sido, sin lugar a dudas, efecto del maleficio de Emerenc. No sé dónde debía de haberse enterado la chica, porque en mi calle, y de manera expresa, yo no se lo había dicho a nadie; aun así, y sin haberla buscado, Annus se personó un día en mi piso, además con muy buenas referencias de otras casas. Me pilló hasta el cuello de trabajo atrasado; por eso la acepté. Después de ponerla a prueba y comprobar que no servía, la despedí al cabo de una semana. No tanto por sus originales rituales higiénicos, sino sobre todo por la reacción de Viola, que nada más verla emitió el mismo bramido, entre aterrorizado y amenazador, de cuando alguien se atrevía a acercarse a la aspiradora. Conociendo perfectamente nuestros horarios y evitando coincidir con nosotros en la calle, Emerenc acabó convirtiéndose en una maestra de la invisibilidad, como uno de esos personajes mitológicos que, en los momentos de peligro, se evaporan sin dejar rastro. Pero sin ella, empezábamos a darnos cuenta, nuestra vida no funcionaba. Llegados a una situación límite —había tenido que rechazar tres encargos literarios—, y justo después de tragarse una de esas desastrosas cenas que yo preparaba, mi marido me dijo, sin ningún tinte dramático, que nos estaba costando demasiado cara aquella rencilla por un perrito con una oreja rota. Así las cosas, estaba clarísimo que convendría pedirle a Emerenc que nos perdonara, y confesarle que sin ella las cosas no marchaban bien en casa. Y si el precio que teníamos que pagar por ello era exhibir un perrito de yeso en un lugar vistoso del piso, pues no pasaba nada; total… cuando viniera una visita ya lo retiraríamos temporalmente. Que sin ella estábamos imposibilitados para trabajar, sobre todo si encima tenía que llevar yo la casa. No nos quedaba otra solución que rendirnos y tributarle la recompensa que ella nos pidiera.

Emprendí el camino del calvario sin Viola, que por otra parte no pensaba venir conmigo. Estaba allí tumbado, probablemente bajo los efectos del hechizo, fijando su densa mirada en mí como si evaluara, igual que un humano, si tendría el suficiente valor para ir a verla; y, en caso afirmativo, ¿cuál era mi motivo para hacerlo? ¿Quería recuperar a cualquier precio la paz para poder seguir trabajando? ¿O quería devolver su dignidad a Emerenc? Fui hasta la finca, llamé a la puerta de la entrada y, al ver que no me contestaba —últimamente no pasaba mucho tiempo en la antesala—, me dirigí hacia su ventana en la otra ala del edificio y golpeé el postigo de madera.

—Salga, por favor, Emerenc. Tenemos que hablar.

Creí que me haría esperar, pero me abrió enseguida y, muy seria, casi triste, se quedó delante de la puerta.

—Ha venido a disculparse, ¿verdad? —me preguntó sin una pizca de emoción.

Fue demasiado, casi volvió a sacarme de quicio, y tuve que medir bien mis palabras para evitar que nos alteráramos.

—No. Sigo pensando que tenemos gustos diferentes, pero eso no tiene importancia, y nuestra intención tampoco fue ofenderla. Si así lo desea, el perro de escayola se queda en casa, pero no podemos prescindir de su trabajo. Le ruego que vuelva con nosotros.

—¿Aceptarán entonces el perro de escayola? —Lo dijo en un tono distante y frío; fue una declaración de condiciones digna de un jefe de Estado.

—Sí, claro.

—¿Y dónde lo pondrán?

—Donde usted diga.

—¿En el despacho del amo?

—Ya se lo he dicho… Donde usted desee.

Nos fuimos. Viola aún no había reaccionado, pero, tan pronto llegamos a las escaleras y Emerenc pronunció su nombre en voz muy baja, el perro se lanzó contra la puerta por dentro e hizo tanto ruido que parecía que iba a romperla. Una vez en el interior, saludó cortésmente a mi marido y le tendió la mano como si la volviésemos a contratar, tras lo cual acarició a Viola, que estaba eufórico de alegría. A continuación procedió a pasar revista a la casa. El perrito estaba colocado sobre la mesa de la cocina y, como la puerta estaba abierta, lo vio enseguida. Nos miró, luego al perro, volvió a mirarnos y, de repente, su rostro se iluminó con esa sonrisa maravillosa e inolvidable, tan suya, que reservaba para los momentos excepcionales. Cogió el perrito con las manos, le quitó el polvo y, tras hacerle una última inspección, lo arrojó al suelo. Nadie dijo nada. No había palabras humanas capaces de expresar lo sublime de ese instante. Emerenc estaba allí, altiva, con la cabeza erguida como una soberana entre los restos de escayola.

Después de aquello nuestra vida siguió no solo estupendamente bien, sino, como quien dice, felices y comiendo perdices.

Polett

Con el tiempo, mi marido y Emerenc pasaron de llevarse mal a aceptarse e incluso a tratarse con cariño; al principio, porque eran conscientes de que al compartir el mismo afecto inquebrantable hacia mí y hacia Viola, también debían reconciliarse entre ellos, y más adelante porque el conocimiento mutuo fue limando poco a poco sus diferencias. Ambos habían logrado desentrañar sus respectivos códigos de comunicación: mi marido aprendió a interpretar las particulares formas de expresión de Emerenc, y ella, aunque no dejara de ver en nosotros a un par de vagos y nuestro modo de vida como puro ocio, se acostumbró a soportar escenas como la de quedarnos contemplando, a veces incluso horas, un simple chopo en el fondo del jardín, afirmando, por si fuera poco, que eso formaba parte de nuestro trabajo, por lo cual exigíamos que durante esos momentos de reflexión se guardase el mayor silencio posible. Creo que en esa época vivimos una felicidad absoluta y sin fisuras, tanto que los conocidos que venían por primera vez a mi casa, al ver el cariño con que la señora mayor se entregaba con naturalidad a sus labores de cocina y se afanada en complacer a los jóvenes, pensaban que se trataba de mi tía o de mi madrina; en fin, una más de la familia. Yo, normalmente, no los sacaba de su error: me habría resultado imposible aclararlo extremadamente complejo e intenso de nuestra relación con Emerenc, quien, de algún modo, y aun siendo muy diferente a nuestras madres, desempeñaba el papel maternal como si estas hubieran resucitado. Nunca nos interrogaba sobre nada, y nosotros nos contentábamos con saber lo que ella, por voluntad propia, nos quisiera dejar entrever de su pasado. Emerenc, a semejanza de cualquier madre volcada en cuerpo y alma en el futuro de sus hijos, apenas nos contaba nada de su historia personal anterior a nosotros. Viola también formaba parte de la familia y, a medida que los años serenaban su carácter perruno, nos sorprendía con su inteligencia y con su amplísimo repertorio de gracias cada vez más elaboradas: sabía abrir la puerta girando el picaporte, nos traía el periódico o las zapatillas cuando se le pedía, y hasta aprendió a felicitar también a mi marido, y no solo a mí, los días de su santo y de su cumpleaños. En el escaso margen de maniobra que Emerenc nos concedía a los tres, era mi marido quien contaba con mayor libertad, seguido de Viola y luego de mí. Le gustaba por ejemplo tenerme a su disposición, de improviso y a cualquier hora, para invitarme a tomar un café en su casa cada vez que alguna de sus amigas requiriese mi presencia, especialmente Adélka. Esta, que por su inseguridad acostumbraba a no aceptar consejo alguno hasta haberlo contrastado con tres o cuatro opiniones más —entre ellas, la mía—, podía sacar de quicio a Emerenc hasta el extremo de sentir deseos de pegarle. Sutu y Polett, sin embargo, eran bastante calladas. En los últimos tiempos, Polett, la solterona, se fue volviendo aún más taciturna, consumiéndose poco a poco, más y más delgada… hasta que un día decidió dejarnos para siempre.

Una mañana a primera hora, Sutu llegó corriendo a casa para darme la noticia de que Polett se había suicidado. Lo había descubierto al volver del mercado de abastos —ella y Emerenc eran de las primeras en levantarse en el barrio—, y a pesar de que no había podido elegir peor momento para molestarme y de que le abrí la puerta de muy mal talante, el trágico suceso me conmovió y me entristeció. Durante las numerosas horas de tertulia que habíamos compartido en casa de Emerenc, había llegado a conocer bastante bien a Polett, lo que me indujo a pensar que todas sus amigas teníamos parte de responsabilidad en su muerte: ¿por qué no nos habíamos dado cuenta de lo que estaba preparando? Después Sutu me confesó que no se atrevía a comunicárselo a Emerenc, que era la amiga más íntima de la fallecida y que incluso el día anterior había almorzado con la pobrecilla. Alegó también que, como ella había encontrado el cadáver, tendría que esperar a la policía en el lugar de los hechos en calidad de testigo. Cuando la vio colgada del nogal de su patio, Polett ya estaba muerta. Opinaba incluso que la manera que había elegido para terminar sus días, con ese último detalle de ahorcarse de puertas afuera y evitar así la molestia de tener que forzar la cerradura para hallar su cuerpo, mostraba lo educada y respetuosa que había sido siempre con los demás hasta el mismísimo momento de su muerte. Por añadidura, decía, su cabeza estaba cubierta por una gorra que ella misma se había bajado hasta el cuello para ocultar su rostro, previsiblemente desfigurado por la asfixia. Colgando del árbol, con su gorra de domingo con botones de cobre que todas habíamos visto mil veces, ofrecía un espectáculo espeluznante. Adélka también la había visto ya, y casi se había desmayado. Pero después le dijo que ya debería haber abierto su puesto de verduras hacía rato y que no podía entretenerse ni un momento más. Por último, Sutu terminó rogándome que fuera a avisar rápidamente a Emerenc, porque si perdíamos más tiempo en darle la noticia se enfadaría muchísimo, y no hacía falta que me dijera, precisamente a mí, lo insufrible que podía llegar a ser cuando perdía los estribos.

¡Qué ingenuas…! Contarle a Emerenc una noticia que no supiera resultó, como siempre, una pretensión vana.

La encontré en su antesala preparando los guisantes para la comida, desgranando las semillas de su vaina y sin apartar la vista de la cacerola, con esa expresión impasible, como la quietud de un remanso de agua, que le había observado en tantas otras ocasiones. La noté algo más pálida que de costumbre, aunque al ser de tez muy blanca, seguramente desde jovencita, nunca había visto color en su rostro y su lividez repentina no podía considerarse un cambio muy llamativo. Me preguntó si había venido por lo de Polett. El tono de su voz era normal, y siguió así cuando seguidamente me preguntó si por fin había sacado a pasear al perro, ya que lo había oído aullar de madrugada pidiendo salir, y que si nos habíamos levantado o no. Pues no, no habíamos notado nada especial. Es cierto que Viola hizo algo de ruido después de medianoche, pero mi marido continuó durmiendo; yo me desvelé un momento, y me quedé pensando en la gran gama de sonidos que ese perro era capaz de emitir. Ese ladrido, continuó Emerenc con la misma voz opaca, había sido el presentimiento de una muerte. Por esa razón lo dejó todo y decidió recorrer el barrio en busca de algún indicio de anormalidad: una ventana iluminada a esas horas podía ser la señal de un posible apuro para quien estuviera dentro. Al principio sospechó de la señora Böõr, a quien hacía ya semanas que se la veía fatal, como con la muerte pisándole los talones. Pero no. No se trataba de ella, ni había encontrado Emerenc ninguna otra ventana con luz. Entonces empezó a revisar los jardines; el hecho de que entrara en el patio de Polett fue pura casualidad. La puerta del cuchitril en el que vivía estaba abierta, a pesar de que por las noches solía cerrarla por miedo. Emerenc entró: no había nadie. Tras encender la lámpara vio que la cama estaba sin deshacer y volvió al jardín para buscarla. Fue entonces cuando reparó en el cuerpo colgado del árbol, con su gorra marrón, negra bajo la luz de la luna.

Yo no sabía qué decir. Me quedé contemplando a Emerenc con mirada pasmada y perpleja: aun contando un suceso tan trágico, su actitud manifestaba, en vez de tristeza, una indiferencia absoluta.

—Sinceramente, el detalle de la gorra no lo habíamos previsto —comentó la vieja mientras siguió desgranando los guisantes—. Solo habíamos planificado qué ropa debería llevar para la ocasión, incluida la lencería, y como no tenía ninguna camiseta negra le había regalado una. Habíamos acordado también cómo desearía ser enterrada, pero de que iba a taparse la cara no me había dicho nada. Por eso encontrármela así, con la gorra hasta el cuello, fue toda una sorpresa, y puedo decir que no le favorecía para nada. Tampoco llevaba puestos los zapatos… Se le habrán caído. ¿No sabe si finalmente han aparecido?

Esa vez no pude contenerme de preguntar: ¿era posible que estuviera advertida de lo que iba a suceder? Claro que estaba al tanto, contestó Emerenc, y removió el montón de guisantes hundiendo los dedos y sopesando si la cantidad sería bastante para comer todos. Habían decidido juntas que no merecía la pena tomar veneno: Emerenc sabía, de la época en que había sido criada de aquel comisario jefe de policía que solía hacer la primera vista ocular en casos de suicidio, que los cadáveres de los envenenados aparecen casi siempre en el umbral. Resulta que, en un último esfuerzo por recuperar el aliento antes de ahogarse, quieren salir a la calle, como si se arrepintiesen. La muerte por envenenamiento es dolorosa en general, pero, claro, también depende del veneno que se tome. Los más ricos pueden comprar productos más apropiados, pero a los pobres no les queda más remedio que ingerir una sobredosis de uno de esos medicamentos baratos que receta el médico de cabecera. Estaba claro que el mejor sistema era la horca, sin complicación alguna; ella lo podía afirmar con propiedad, pues había visto muchos ahorcados en Budapest durante el terror blanco, cuando tanto blancos como rojos, según se turnaban en el poder, empleaban el cadalso para eliminar sumariamente a sus adversarios. Además, antes de cada ejecución, tanto los de un bando como los del otro se valían de las mismas injurias para imprecar a la facción del condenado. Y sin que se percibieran visibles diferencias fuera cual fuese el color de su partido, todos los ahorcados, llegado el momento, acababan dando el mismo pataleo con las piernas ya rígidas. Pues, con todo y eso, y dentro de lo que cabe, no dejaba de ser un método más limpio y mil veces más agradable que, por ejemplo, el fusilamiento. También había tenido la oportunidad de presenciar este sistema de ejecución muchas veces y de ver cómo, cuando no aciertan al tiro, se acercan para rematar al pobre agonizante con un tiro en la nuca o, si no, a palos, y que eso sí es muy malo.

BOOK: La puerta
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