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Authors: Magda Szabó

La puerta (8 page)

BOOK: La puerta
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El perro estaba embobado por la pantalla: cuando veía un juego de pelota, seguía su trayectoria con los ojos, moviendo la cabeza de un lado a otro; en los documentales sobre naturaleza escuchaba atentamente el sonido de los pájaros o cualquier otro ruido, como reconociendo con su instinto canino una remota experiencia nunca vivida, pues jamás se le había sacado del barrio, ni siquiera para llevarlo a la cercana y boscosa colina János. Al cabo de una semana, ya avergonzada, me arrepentí: no era justo castigarlo por algo de lo que no era responsable y, aunque tuviera su parte de culpa, yo no tenía derecho a hacerle pagar por eso. Entendí y acepté la realidad tal cual. Esa anciana y Viola estaban forzosamente unidos también por una circunstancia: yo no podía dedicarme a darle los paseos que todo perro requiere por su condición. Por la mañana no me apetecía porque tenía mucho sueño, al mediodía no podía porque estaba muy ocupada, y por la noche lo mismo, pero por estar demasiado cansada; tampoco lo hacía mi marido, debido a sus constantes achaques; a todo esto había que sumar nuestros largos viajes al exterior; entonces, ¿qué le quedaba al pobre perro? Necesitaba a Emerenc, y por ese motivo y sin darle más vueltas al asunto, quedaba claro que pertenecía a ella y no a nosotros.

Me puse a meditar también sobre por qué, por primera vez desde que la conocía, habría hecho una alusión a sus años. En plena posesión de toda su fuerza y su vigor, similares a los de un héroe mitológico, podía levantar los objetos más pesados con una facilidad asombrosa, así como subir y bajar escaleras corriendo como si nada, aun cargada de maletas o bultos enormes: jamás había hecho la más mínima mención a su edad. Algo sabíamos por los pocos datos que dejaba entrever a través de las historias que contaba de su vida: que no tenía más que tres años cuando perdió a su padre, y que corría el año 1914 cuando su padrastro fue reclutado para luego morir en el frente. Si entonces tenía nueve, el cálculo daba que había nacido en 1905. Era, pues, a nuestros ojos, terriblemente vieja, y nos parecía lógico que fuera pensando en el día en que sucumbiera definitivamente a la decrepitud. Por otra parte, nadie a quien no hubiese hecho esas confidencias sobre su vida, aunque tratara de hacer conjeturas, podría saber a ciencia cierta la edad de Emerenc. Aquel día inolvidable de la desgracia, el de su entierro, hubo que recurrir una vez más al teniente coronel, debido a que en los cajones de los muebles que habían tenido que forzar para la desinfección no se había encontrado nada que la identificara; muy probablemente era la única ciudadana en este país que se había permitido vivir desligada por completo, en la medida de lo posible, de las autoridades. Había sido el oficial quien, en los inicios de su relación, había visto alguna credencial, entre ellas la antigua libreta de empleada doméstica que posteriormente sirvió para emitir su carnet de identidad. Todos esos papeles habían desaparecido sin dejar rastro, porque a esas alturas de la búsqueda no aparecía documentación alguna: debía de haberlo destruido todo ella misma. Sentía una aversión visceral a todo tipo de legajos, ya fuera pasaporte, documento de identidad o un simple abono de transportes. En el libro de registro de inquilinos que Emerenc, en su calidad de portera de la finca, llevaba personalmente y en el que hacía sus anotaciones con una caligrafía torpe —del cual nos deshicimos tras su muerte—, encontramos que, absurdamente, había escrito como fecha de su nacimiento el 15 de marzo 1848, y como lugar, Segesvár.
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Resultó ser una ocurrencia bastante sutil: una más de esa mujer que solía vengarse de las preguntas indiscretas con esa ironía elegante y perspicaz tan suya.

Sutu, que era una adolescente cuando Emerenc se mudó a nuestra calle, contó que de no haber tenido sus papeles en regla no podría haber ejercido su cargo ni le hubiesen asignado la vivienda que le correspondía por servicio, ni antes de la guerra ni después. De hecho, había llegado a tomar posesión de su casa y la había equipado completamente con el magnífico mobiliario que su antiguo propietario no solo le legó sino que, por si fuera poco, se encargó de transportar él mismo antes de emigrar al oeste. Por tanto, en aquella época la mujer debía de tener documentos, y su pareja también, ese por quien Emerenc empezó a mantener cerrada la puerta todo el tiempo. Su amigo era un individuo hosco y antipático, que ella ocultaba al mundo por celos. Nadie sabía bien por qué, pues aquel tipo era un cúmulo de enfermedades que no servía, por lo visto, para nada: ni para ir a la guerra ni para trabajar, según certificaba un informe médico que él poseía, y, según palabras de la que entonces era su mujer, casi no salía a la calle debido a su reúma; así pues, ¿quién podía querer arrebatarle a ese energúmeno? Esa era una de las debilidades de Emerenc: sacrificarse por existencias digamos que ruinosas, ya se tratara de personas o de animales. Esa pudo haber sido la razón por la que acogió también a otro hombre que, con una probable minusvalía y sin nadie en este mundo, respondía perfectamente al perfil requerido: el señor Szloka, de quien ella se hizo cargo y a quien cuidó hasta que falleció.

La historia de Sutu estaba repleta de elementos tan confusos que tuve que hacérsela repetir dos veces para entenderla: mi conclusión fue finalmente que nuestra Emerenc, durante y después del asedio de la ciudad, había compartido su vida con otra persona. Eso quería decir que, aparte de los gatos, de los subarrendatarios y de ese tal señor novio suyo, el círculo de sus protegidos se había ampliado con uno más, llamado Szloka, que era un hombre totalmente desamparado e incapaz de valerse por sí mismo, ya que estaba gravemente enfermo de una afección coronaria que le impedía realizar hasta el más mínimo esfuerzo —ni siquiera el que suponía la guardia durante los bombardeos—, y a quien, encima, se le ocurrió morir en el peor de los días. Eran tiempos turbulentos: acababan de empezar los combates para liberar Budapest de la ocupación nazi y en vano Emerenc removió cielo y tierra para que se llevaran el cadáver; nadie quiso hacerse cargo. Para colmo de males, la fecha coincidió con la fiesta nacional, y la gente, con el desconcierto general, aún le hizo menos caso. Tras constatar que no había forma de quitarse al muerto de encima, se comprometió, a cambio de la bicicleta del señor Szloka, a enterrarlo en el jardín, y lo hizo en una fosa abierta debajo del bancal de dalias. Para más inri, la bicicleta desapareció junto con el novio de Emerenc, ambos en paradero desconocido. Pues bien, el cuerpo del fallecido pudo yacer en paz bajo las dalias hasta la primavera de 1946, cuando el consejo municipal ordenó su exhumación. Entretanto, la finca había tenido muchos nuevos ocupantes y de las más diversas nacionalidades; Emerenc se encargó de lavar la ropa haciendo caso omiso de quien la llevaba, ya fuera alemán o ruso. Un día llegó la paz y sus vidas volvieron a su cauce normal. La serie de denuncias contra Emerenc —anteriores a las de envenenar palomas o a las calumnias de contenido político— había empezado realmente con la de la profanación de la sepultura para enterrar allí a su gato estrangulado. Cuando ella explicó al subteniente lo mucho que esa mascota, su único familiar, significaba para ella, este, tocado en su fibra sensible, expresó su repulsión por la vileza de esa chusma, esos vecinos capaces de inmiscuirse en tal asunto importunando a la policía, ya bastante saturada de trabajo. Que tuviesen mucho, pero que muchísimo cuidado, porque en cualquier momento podía organizarles una jornada de trabajo obligatorio. Como realizar unas obras de trabajo comunitario en la colina Vérmezo, exhumando los cadáveres de los caídos durante la guerra que aún había allí, ya fueran caballos o personas, para separar los restos mortales de unos y otros y poder así dar sepultura en el camposanto, tal y como corresponde, a los hombres, y a los animales donde les diera la gana. Que en esta situación tan delicada, cuando el país apenas está levantando cabeza tras el colapso, ¿cómo se les pasa por la cabeza dedicarse a tales nimiedades? ¡Qué suerte tienen que este sea su mayor problema! Pero que si no paraban con el tema del felino, amenazó, podía ordenar una investigación sobre el sinvergüenza que había ejecutado de ese modo bestial, propio de fascistas, al gato de Emerenc Szeredás sin intentar siquiera dialogar antes con ella. Para algo estaban las leyes que sancionan la tortura de animales, sentenció. Una mañana Emerenc no acudió a sacar al perro; tampoco, y sin motivo alguno que lo justificara, apareció durante el resto de la jornada. Era un día de otoño, aún faltaba mucho para el inicio de las nevadas, pero ella no se presentó; lloviznaba, y bajo una fina lluvia nada fría, sino tibia y agradable, salimos a pasear el perro y yo. Viola ya había intentado buscarla en su casa por la mañana, y cuando con su agudísimo olfato comprobó que la mujer no se encontraba tras su puerta, proseguimos la ronda por todas las fincas conocidas. Me llevó incluso hasta el mercado, donde no solía ir, y por su forma de andar, desanimada, noté que sus esperanzas se iban desmoronando tras comprobar en cada lugar que visitábamos que ella no estaba. Poco a poco empezó a resignarse: no la encontraría aunque recorriésemos el barrio entero. Una vez en casa, me puse a limpiar, el animal yacía derrumbado por la tristeza y el timbre sonaba sin parar. Siempre que Emerenc no acudía a algún hogar o finca donde limpiaba, lo primero que hacían todos era venir a preguntar, alarmadísimos, por ella, por el estado de las hojas de la calle, por el destino del contenedor de basura, por la ropa que tenía que haberles devuelto limpia, por qué no había ido la noche anterior a cuidar al niño para que ellos pudieran salir, y, finalmente, quién les iba a hacer la compra sino ella… Y yo, de guardia y centro de información, sin parar de abrir y cerrar la puerta mientras Viola, aullando de desolación, negándose a comer y sacando los colmillos de angustia impotente, la esperaba.

El cristal de Murano

Emerenc no había desaparecido: regresó muy tarde, a última hora de la noche. Lo primero que hizo fue buscar al perro, que, con la inconmensurable alegría del reencuentro, estalló en chillidos imposibles de describir. Cuando regresó de pasear al perro, la mujer llamó a la puerta de mi cuarto para pedirme que fuéramos un momento a su casa, que tenía un asunto muy importante que tratar y no quería hacerlo en presencia de mi marido. No la entendí: para estar a solas habría bastado con retirarnos a una de las habitaciones, pero ella insistió en que la acompañara; eso hicimos. En el camino Viola iba suelto, a sus anchas y adelantándose de vez en cuando; a esas horas no hacía falta ponerle la correa porque la calle estaba vacía y no había peligro de que se peleara con otros perros. Al llegar a su casa, Emerenc me invitó a sentarme en la antesala, al lado de una mesa con un impecable mantel de hule. La entrada estaba impregnada, como siempre, de un olor desagradable y penetrante, mezcla de productos de limpieza, desinfectantes y ambientador. En la finca reinaba el silencio. No había luz en ninguna ventana. Estaba oscuro y, aunque todavía no era la hora de las brujas, comencé a percibir unos sonidos extraños: señales de la presencia de esos seres que poblaban la vivienda de Emerenc y que de día y con más gente no solían hacerse notar. En el gran silencio proveniente de la habitación se percibía un rumor amortiguado, tenue, como el roce del terciopelo. Viola se acercó a la puerta y, con el hocico pegado a la rendija, comenzó a gimotear; ya lo conocíamos, era lo que hacía cuando quería entrar en algún sitio prohibido: ese suspiro angustioso, impropio de un animal, similar a la respiración de una persona que se ahoga por falta de aire. En circunstancias normales no me dedicaba a analizar la personalidad de Emerenc ni sus secretos, pero, en esa velada especial y cargada de inquietante tensión, me di cuenta de que lo único que conocía de esa mujer eran sus manías y sus respuestas esquivas, formuladas casi siempre en extrañas figuras retóricas.

—Dentro de pocos días recibiré una visita —empezó lentamente, insegura y articulando las palabras con el embotamiento de quien acaba de salir de una profunda anestesia y trata de recuperar la fluidez y la claridad de las ideas de su mente aún dormida—. Como usted sabe, yo no dejo entrar a nadie en casa. Pero a esa persona que vendrá a verme no puedo hacerla que se siente donde usted está ahora. Es imposible.

La experiencia me había enseñado que era mejor no interrogarla demasiado, si no quería que se pusiera a la defensiva y terminara contando aún menos. Si es alguien a quien no puede recibir en el porche, pensé, ya puede tratarse de una persona importante, más aún que el hijo de Józsi, y de mucha más alta posición que el teniente coronel, con quienes no tenía ese problema. ¿No serían acaso sus dos hermanitos, como tronquitos chamuscados, según habían quedado los pobrecitos en aquella versión digna de un romancero popular? O, si no, ¿por qué no el propio Dios en persona, en quien por cierto no creía y cuya no existencia, de hecho, había quedado demostrada con absoluta certeza cuando, como ya sabemos, pudiendo reservarle unas buenas prendas de lana acabó dejándole unos miserables vestidos de fiesta?

—¿Me dejará reunirme en su casa con esa persona? Lo haríamos como si fuera una visita suya y no mía. El amo no estará porque ese día trabaja por la tarde. Solo puedo pedirle este favor a usted, porque sé que tratará el asunto con la debida discreción y no irá comentándolo por ahí. ¿Me lo permitirá? Sabe muy bien que se lo pagaré con creces.

—¿Quiere recibir a su visita en mi casa?

Me quedé mirándola. Mi pregunta era innecesaria. Por supuesto que sí. Lo había dicho clarísimamente; más claro, el agua. Eso era lo que quería.

—Lo que le pido es que me ayude a hacer creíble la farsa: tiene que ser de tal forma que esa persona crea que vivo con ustedes. Con eso bastará, no tendrá que hacer ni poner nada, de cualquier cosa que haga falta, tazas, café, bebidas, me encargaré yo. Dígame que sí, por favor. Por descontado que le devolveré el favor, usted ya me conoce… Cuando su marido regrese por la noche habremos terminado, y no nos encontrará en casa. Es el miércoles a las cuatro de la tarde. ¿Puede ser?

Echado en el umbral, gimiendo y atento a la fina llovizna que poco a poco empapaba la calle, Viola nos escuchaba. En esa época la situación del país ya se había normalizado, y el visitante de Emerenc podría haber sido, por qué no, el mismísimo presidente de la República francesa sin que eso causara mayores complicaciones políticas. Ese nuevo enigma no hizo más que aumentar las brumas que ya envolvían, junto con su eterno pañuelo, la figura de esa mujer. Me encogí de hombros en señal de aceptación: que venga, pero que no espere que me quede ahí montando guardia, ya tengo bastante con tener que quedarme en casa, y todo porque no quiere estar a solas con su visita. De vuelta a mi hogar, medité sobre cómo convencer a mi marido para que diera su visto bueno a una situación como esa. Lo que más odiaba ese hombre era no tener las cosas claras, las incoherencias, la ambigüedad y, en general, todo aquello que escapara de los rígidos argumentos de la razón. Sin embargo, y para mi gran sorpresa, en vez de oponer resistencia o protestar se echó a reír: le parecía una situación curiosa, poco menos que grotesca y, como tal, digna de ser novelada: «la asistenta con su visita en nuestro salón». Tal vez se trate de un pretendiente con el que contactó a través de un anuncio, y ella, que en su propia casa no abre la puerta a nadie, lo cita aquí para echarle un primer vistazo. Que vengan, pues. Incluso le daba pena no poder estar ese día para presenciar la divertida escena; tampoco le preocupaba dejarnos a solas con un desconocido, ya que sin duda Viola haría pedazos a cualquiera antes de que me hicieran daño. Al oír su nombre el perro se tumbó patas arriba insinuando estar listo para recibir cosquillas en su panza; no dejaba de sorprenderme que Viola entendiera todo lo que se hablaba entre nosotros.

BOOK: La puerta
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