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Authors: Magda Szabó

La puerta (6 page)

BOOK: La puerta
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Con la toalla que había ido a buscar envolvió al perrito como si se tratara de un bebé, lo estrechó en sus brazos y, susurrándole tiernamente al oído, se quedó acunándolo en el pasillo. Los dejé para llamar por teléfono. Si queríamos salvar su vida, no había tiempo que perder. Con el villancico que retransmitía la televisión como fondo, la celebración navideña, con sus aromas, sus resplandores y su música, empezaba a impregnar el ambiente. Había perdido muchísimas cosas en la vida, pero la magia de la Navidad y su escenificación, esa semisombra salpicada de los destellos de las estrellitas de artificio colgadas del árbol y la imagen del niño con aureola en brazos de la Virgen, aún perduraban en mí. Emerenc, en un repentino arranque de emociones y absorta en su paseíllo con el animal, no percibía nada, parecía ausente: tambaleante y meciendo en sus brazos un perro negro envuelto en pañales blancos, mientras le susurraba con voz carrasposa algo sobre el nacimiento de Cristo —lo cual sonaba aún más retorcido y grotesco de su boca al traicionar su propia doctrina—, la anciana ofrecía una absurda pero enternecedora parodia de una madonna. Quién sabe cuánto tiempo se habría quedado ahí abrazando a su bebé can, si no hubieran venido a buscarla de la finca vecina con la alarma de una avería en la tubería principal del agua; que el señor Brodarics ya había llamado a los fontaneros y que Emerenc fuera allí urgentemente para cerrar la llave central. Con una mirada amenazadora, depositó al cachorrito en mis brazos y corrió a recoger el agua y a pelearse con la llave. Cada quince minutos volvía para echarle un vistazo al animal. Nosotros habíamos avisado a nuestro amigo veterinario y tras largas súplicas pudimos convencerlo de que dejara todo, su fiesta y su árbol navideño, para venir a atender al perro. Emerenc escuchó el diagnóstico con grandes reservas, pues no soportaba a los médicos. Los tildaba de tontos e ignorantes; desconfiaba asimismo de los medicamentos y no creía en las vacunas, consideraba que los doctores prescribían esas cosas con la única finalidad de ganar dinero y que las falsas alarmas sobre epidemias de zorros y gatos no eran sino trucos para aumentar sus honorarios.

El perrito padecía una grave gastroenteritis y nos costó varias semanas de sacrificada lucha salvar su vida. Cuando yo no estaba, Emerenc, contra sus más profundas convicciones pero sin oponerse, se encargaba de administrarle el remedio y hasta las inyecciones con el antibiótico. Entretanto nosotros no nos cansábamos de ofrecer el perro a todo el mundo; no encontramos a nadie que quisiera llevárselo. Lo bautizamos con un precioso nombre francés, que terminó cayendo en el olvido pues Emerenc nunca llegó a pronunciarlo ni el perro lo oyó. Crecía rápidamente, era una mezcla de razas, y durante el tiempo que duró su recuperación empezó a mostrar todas las virtudes y encantos que estos perros reúnen. Comparándolo con los canes de pedigrí de los que habíamos tenido noticias a través de amigos, quedó patente que su inteligencia superaba con creces la de estos. Como bastardo que era, híbrido de muchas razas, demasiadas, no se podía afirmar que fuera un perro bonito, pero sus ojos de un negro especialmente profundo brillaban con una lucidez casi humana. Cuando hubimos de admitir, a duras penas, que nadie había querido quedarse con él, ya le habíamos cogido demasiado cariño. Le habíamos comprado accesorios para mascotas, una cesta de mimbre que destrozó y cuyos restos desperdigó por toda la casa, y eligió un lugar distinto para dormir: frente al umbral y sin mantas, protegido solo por su propio pelaje, suave, ondulado y cada vez más denso. Aprendió a entender pronto el vocabulario necesario para integrarse en nuestra vida, como uno más de la familia. Se convirtió en un personaje importante con el que había que contar para todo. Mi marido se acostumbró y lo toleraba, e incluso, cuando el animal se mostraba excepcionalmente inteligente o hacía alguna gracia, llegó a acariciarlo; yo me encariñé totalmente con él y Emerenc lo adoraba.

En mí aún estaba vivo el recuerdo de los episodios con la fuente de la comadrona y la copa del vino caliente, así como las reminiscencias que esos objetos habían evocado en mí sobre las personas que habían sido capaces de presenciar, sin un gesto de compasión, cómo aquellos esbirros trancaban los vagones con carga humana, según «infundadas calumnias». Poca gracia me hacía, pues, el gran amor que manifestaba ese tipo de gente, incluida Emerenc, hacia cualquier animal. Por todo ello también escuchaba, con distante ironía, las historias que ella misma me contaba sobre patos, ocas o gallinas que entraban en su casa y a los que embelesaba de una manera tal, que en una semana terminaban totalmente domesticados, picoteando los granos de su mano y posándose junto a ella en el
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. Claro que la cosa se complicaba bastante cuando tocaba hacer sopa, lo que suponía tener que sacrificar, cortándole el pescuezo, a uno de esos amigos suyos. Notaba el exagerado apasionamiento de esa mujer hacia el perro y eso me divertía, pero cuando me di cuenta de que la verdadera ama del animal no era yo, sino ella, enfurecí. Viola distinguía perfectamente quiénes éramos cada uno de los tres y en función de ello establecía sus diferencias de trato: conmigo se portaba amistosamente, a mi marido le tributaba un respeto silencioso, pero cuando Emerenc aparecía por casa corría eufórico a su encuentro, hasta la puerta para saludarla con un ladrido estridente. Ella solía explicarle cosas al perro, en voz alta y articulando bien las palabras como quien enseña a hablar a un niño pequeño, repitiendo las mismas frases como si fueran versos que memorizar. No se preocupaba, además, de ocultar su contenido delante de nosotros: «A tu ama le puedes hacer cualquier cosa: saltar sobre ella, lamerle la cara y las manos, dormir junto a ella en el sofá, tu ama te lo aguantará todo porque te quiere. El amo, sin embargo, es un hombre callado y, como el agua, nunca se sabe lo que arrastra en sus profundidades, así que témelo, respétalo, no lo hagas enfadar porque puede terminar echándote, lo que, ¡ojo!, no te conviene, que aunque estés encerrado en una casa, que no es el estado ideal para un perro, se te trata muy bien». Respecto a ella misma no le daba instrucciones al perro, se hacía entender perfectamente sin palabras: ya le había encontrado un nombre, Viola, y aunque el perro fuera macho, sin más, así lo llamaba. Cuando no le daba clases, lo adiestraba: «Sentado, Viola, si no, no hay caramelo. Siéntate. SIÉNTATE».

Cuando me di cuenta de con qué premiaba al perro, le advertí que el veterinario lo tenía terminantemente prohibido. «El médico es un idiota —dijo Emerenc lacónica y, dando una palmadita en el costado del perro, siguió—: Sentado. Si se sienta, el perro come dulce. Caramelos, caramelitos para el perro. Viola, sentado.» Y Viola se sentó, por primera vez en su vida, para poder comerse el caramelito. Más adelante ya lo hacía sin el estímulo, como una respuesta condicionada al oír la palabra conocida. En ocasiones nos pedía prestado el animal, alegando que como ella estaba todo el día fuera barriendo la calle, convendría que alguien hiciera guardia en su casa. A mi marido poco le importaba: que se lo llevaran, al menos habría un poco de paz sin los constantes brincos y ladridos de Viola. Yo le pregunté si no le preocupaba que el perro pudiera hacer daño a los gatos que, tenía entendido, guardaba en su cuarto. Ella me explicó que, como Viola era capaz de aprender todo, le enseñaría a hacer buenas migas con otros animales.

Cuando el pobre perro hacía algo que no debía, Emerenc, pese a mi severa prohibición y contra lo mucho que ella misma lo adoraba, le propinaba unas palizas brutales. En los catorce años que Viola vivió en mi casa, no le pegué ni una sola vez, pero aun así no era a mí a quien había elegido como su ama, sino a la anciana.

Me hubiera encantado ver cómo mi perro se desenvolvía en la guarida de esa mujer, pero en su coto vedado y celosamente escondido de miradas extrañas no había manera de entrar. El hecho de que un día Viola regresara infestado de pulgas me confirmó que efectivamente había tenido contacto con los gatos. ¡Vaya con las pulguitas, un nuevo problema canino que hacer frente en esta casa! Bueno, ese primer encuentro debió de ser más bien un encontronazo: Viola tenía una herida en el hocico y marcas de profundos arañazos en las orejas. Su estado de ánimo, tremendamente abatido, me hacía sospechar que aun después del combate con los pequeños felinos Emerenc le había pegado para hacerle entender, drásticamente y de una vez por todas, que no debía meterse con los gatos. Por más violento que fuera el castigo, Viola no debió de tomárselo tan mal, pues se le veía venir de vuelta refregando cariñosamente su pequeño hocico contra la rodilla de Emerenc. Aquel episodio tampoco pareció dejarle secuelas graves, lo pude notar cuando me tocaba sacarlo a pasear: su comportamiento seguía siendo normal, alegre, sosegado y sin señales de inquietud por una posible tentación de perseguir a los gatos callejeros; al contrario, los miraba atónito sin entender por qué huían despavoridos a esconderse bajo las terrazas, si él no tenía ninguna intención de meterse con ellos. Durante todo el invierno Viola hacía guardia en el hogar de Emerenc, hasta que una noche de domingo el perro volvió a casa borracho. Fue entonces cuando me negué definitivamente a que ella se lo llevara.

No daba crédito a lo que veía: el perro venía con Emerenc dando tumbos mientras jadeaba con la panza inflada como una barrica y los ojos salidos de las órbitas. No pude lograr que se mantuviera sobre sus patas, así que me agaché a su lado para examinarlo: Viola olía a cerveza y no paraba de eructar.

—El perro está borracho, Emerenc —comenté fuera de mí.

—Pues, sí, hemos bebido un poco —respondió ella en un tono absolutamente tranquilo—. No pasa nada, tenía sed y le apetecía; no se va a morir, no se preocupe.

—Usted está loca… —Me incorporé—. Y olvídese… Nunca más se llevará al perro. No discuta, es inútil. ¿Sabe lo que hemos luchado para salvarlo? Y todo eso, ¿para qué? ¿Para que usted termine matándolo con bebidas alcohólicas? ¡Por Dios, Emerenc…!

—Pero, por un poco de cerveza, ¿usted cree que se puede morir? —objetó ella en un arranque inesperado de amargura—, ¿O por el pato asado que compartimos? Y la cerveza solo se la di porque él me lo pedía insistentemente. ¿Qué iba a hacer si no, si le apetecía tanto? Y, ¿sabe?, me lo expresaba con claridad, a veces parece como si hablara. Es un perro muy especial, créame. Y no me diga que porque almorzó conmigo como es debido, bien y de mi mano, va a morirse. Si eso que ustedes hacen de tenerlo a dieta y darle de comer solo en horarios restringidos y siempre en un plato, con lo que les gusta a estos comer de la mano de una, eso es matarlo de hambre. Yo le hablo y le enseño mil cosas buenas —decía con una seriedad asombrosa, como una maestra a quien acaban de herir en su orgullo de educadora—. ¿Quién sino yo le ha enseñado a sentarse, a ponerse de pie, a correr, a traer la pelota, a saludar y tantas cosas más? Si lo único que ustedes hacen es estar echados, postrados en sus sillas como dos esfinges, cada uno en una habitación distinta, aporreando esa máquina de escribir sin parar y sin siquiera dirigirse la palabra el uno al otro. Pues, en adelante, arréglense solitos con el perro, ya veremos lo que pasa…

Tras el pronunciamiento, me dio la espalda y se fue. Era así cuando se trataba de un asunto importante, esa mujer, en vez de dialogar, sentenciaba. Durante la discusión, Viola estaba sumido en el profundo sueño de la borrachera, roncando sin darse cuenta de que acababan de abandonarlo.

Los problemas se presentaron ya por la mañana. Emerenc, que hasta entonces se encargaba de dar el desayuno al perro, sacarlo a pasear, incluso llevárselo consigo la mayoría de las veces, ese día ni siquiera apareció. Viola había aguantado bastante bien, contuvo su pis, pero eso sí: a las seis y cuarto empezó a aullar y no paró hasta sacarme de la cama. Tardé un rato en darme cuenta de que esperaría en vano, que ella no volvería. Empezó la serie de castigos con consecuencias imprevisibles, ya que Emerenc era de las que, como Jehová, castigan durante siete generaciones. El primer escándalo estalló cuando llegamos ante el edificio en que ella vivía y adonde Viola se disponía a entrar con toda la naturalidad del mundo, como había hecho todos los días. Nunca llegué a entender por qué el perro prefería estar encerrado en esa pequeña celda esperándola en lugar de estar conmigo en casa, espaciosa y con varios ambientes donde trotar a sus anchas. Cuando entendió que por mucho que forzara la correa no podía entrar allí, se volvió revoltoso, dio un tirón potente y echó a correr arrastrándome tras él. Pudo conmigo fácilmente porque era un perro vigoroso, mientras yo caminaba con mucho cuidado sobre el pavimento resbaladizo entre los montones de nieve acumulada en la acera. Era peligroso, tenía miedo de caerme y romperme algo, al tiempo que no me atrevía a soltar al animal, que podía zafarse precipitadamente y ser arrollado por un coche. A lo largo de esa mañana aprendí el itinerario diario de los dos: Viola me obligó a recorrer, con fuertes sacudidas, el trayecto de las once fincas donde Emerenc trabajaba como señora de la limpieza. Medio cegada y respirando con dificultad bajo la intensa nieve, seguí al perro de casa en casa en su vertiginosa carrera parecida al alocado peregrinaje de Peer Gynt. Hasta que frenó de sopetón y se detuvo tan bruscamente que, siguiendo aún la inercia de la marcha, caí de rodillas; habíamos llegado delante de quien él buscaba: allí estaba Emerenc, de espaldas. Viola le saltó encima por detrás, tumbándola casi, como me había pasado a mí, solo que ella, aun siendo una anciana, era diez veces más fuerte que la joven que era yo todavía. Al ciar la vuelta y verme de rodillas sobre la nieve, en una fracción de segundo entendió la situación. Lo primero que hizo fue propinarle al perro un fuerte latigazo con la correa que llevaba suelta, y cuando este lloró le dio más. Me incorporé y entonces sentí una gran lástima por Viola.

—Siéntate, perro malo —gritó Emerenc con un enfado y rigor algo exagerado para reprender a un animal—, estas no son maneras de comportarse, bribón.

Los dos se miraron fríamente a los ojos, ella con la firmeza implacable de un domador, y el perro, totalmente atrapado y como hipnotizado.

—Si quieres que tu ama te deje salir, tienes que prometerle que nunca más te emborracharás, ¿entendido?, porque ella tiene razón; lo que sí se le ha olvidado es que yo también tengo cumpleaños que nadie, pero nadie, celebra nunca conmigo, ni lo saben porque no lo he dicho ni al hijo de mi hermano Józsi, ni a Sutu, ni a Adélka, a Polett tampoco, y el teniente coronel, bueno, ese lo sabe pero se le habrá olvidado. Pero tú, ¿nada más levantarte ya te portas como un gamberro? Hay que pedir permiso para visitarme. ¡Levántate, Viola!

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