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Authors: Magda Szabó

La puerta (5 page)

BOOK: La puerta
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Viola

Siempre he dado mucha importancia al hecho de que las personas más cercanas manifiesten el placer de volver a verme. La indiferencia absoluta que mostró Emerenc al no presentarse por la mañana me hirió, no en mi amor propio, sino en esa necesidad de reafirmación por parte de quien la víspera, en esa noche ilusoria, me había hecho compañía y había desnudado su alma revelándome a aquella niña que había sido antaño. Lo que me contó había disipado mis temores, logrando que me quedara dormida por la madrugada, libre de preocupaciones y angustias y convencida de que el mundo seguiría su curso normal: ya no me quedaba una pizca de duda respecto al desenlace feliz de la operación. Esa mujer que hasta entonces escondía los secretos de su ser bajo el pañuelo se había transformado ante mis ojos en la protagonista de una escena salvaje en medio del campo: su figura proyectada contra un cielo en llamas, dos troncos chamuscados —dos cadáveres— y un relámpago seco sobre el cigoñal del pozo como telón de fondo. Creí de verdad que por fin se había saldado una deuda antigua entre nosotras y que de ser dos extrañas nos habíamos convertido en amigas: ¡Emerenc y yo éramos amigas!

Al despertar no la vi en el piso, ni tampoco en la calle cuando salí hacia el hospital; lo que sí se notaba era el resultado de su labor: la acera limpia, barrida de nieve. Estaría trabajando ni las otras casas, me consolé mientras viajaba en el taxi, sin angustias ni punzadas en el corazón y con el presentimiento de que en la clínica me esperarían buenas noticias, y así fue. Me quedé hasta la hora de comer, llegué a casa hambrienta y segura de encontrármela allí, sentada y pendiente de mis noticias. Me equivoqué. Con su ausencia, tuve que afrontar la desagradable sensación, a la que es imposible acostumbrarse, de que a nadie en absoluto le interesa si has llegado o no a tu casa y si traes noticias buenas o demoledoras, da igual. El hombre de Neanderthal aprendió a llorar, probablemente, al darse cuenta de que, después de matar el bisonte y arrastrar la pieza a su cueva, no tenía con quien compartir su orgullo de cazador ni a quien enseñar sus heridas. La casa me esperaba vacía, la recorrí entera buscándola y gritando su nombre, simplemente no podía admitir que ese día en que mi enfermo se debatía entre la vida y la muerte, ella no estuviera conmigo; había cesado de nevar, no tenía que barrer la calle, eso ya no la justificaba. Pese a ello, Emerenc no estaba. Desganada y ya sin hambre, me dirigí a la cocina y me puse a calentar la comida. Mi lógica me decía que no tenía derecho a exigirle que actuara como yo hubiese deseado, mas la lógica no es la panacea, como sabemos, como no lo era contra esa repentina sensación de pesadumbre y desamparo que me embargaba. Aquel día Emerenc no había venido a limpiar, encontré la manta tirada sobre el sofá tal como la había dejado al levantarme. Arreglé un poco la casa, fregué el suelo y volví después al hospital, donde me esperaban de nuevo buenas noticias. Vencidos mis temores, me sentí fuerte y decidí mostrarme inflexible con Emerenc: no le contaría nada sobre el último diagnóstico. Total, para qué aburrirla con mis problemas personales, si se había hecho patente que le daban igual y, además, ¿quién me garantizaba a mí que aquello que me había soltado durante la velada con el vino caliente fuese verdad? Una historia tan disparatada, toda una balada popular contada en directo y sin rimas; y, aparte de eso, ¿quién me obligaba a atormentarme y romperme la cabeza con las rarezas de esa mujer? Es una auténtica locura, pensé. Ese día no apareció hasta bien entrada la noche, y vino solo para comunicarme que había previsiones de una nueva borrasca de nieve y todo parecía indicar que al día siguiente tampoco tendría tiempo para venir a hacer la limpieza, que tan pronto como pudiera lo recuperaría, y si era verdad que el amo estaba mejor. A esas alturas me traían sin cuidado tanto su noticia sobre la nevada como su reciente interés; seguí hojeando mi libro con ostensible indiferencia y le informé de que mi marido estaba bien y que podía marcharse tranquilamente. Se fue de inmediato deseándome muy buenas noches, y aunque tenía que pasar por fuerza por la cocina no se molestó siquiera en tirar a la basura los botes vacíos de kéfir que yo había dejado allí. Tampoco se preocupó de avivar el fuego de la chimenea, y aquella noche no volvió para traerme vino ni contarme su vida. Apareció solo al cabo de dos días para hacer una limpieza a fondo, pero sin preguntar por el amo, pues, aparentemente, su intuición le confirmaba que mi marido estaba restableciéndose. Emerenc, en efecto, no gastaba palabras inútiles.

En la etapa que siguió, Emerenc vino a mi casa menos que de costumbre. Ambas teníamos un compromiso extra al que subordinar cualquier otra actividad: ella debía barrer mientras nevara, y yo acudir al hospital todos los días. Casi no paraba en casa, ni recibía visitas; así hasta Navidades, cuando mi marido fue dado de alta. Emerenc le dio una bienvenida cortés y le deseó que se recuperara pronto, y conforme a su propia ley también nos trajo su guiso de comadrona. Nunca antes había reparado en el recipiente, porque cuando me la cruzaba en la calle lo llevaba cubierto con una servilleta y era imposible apreciarlo bien; esa vez pude hacerlo. Era una fuente de porcelana y, como la copa de aquel día, una auténtica obra de arte: redonda y montada sobre una graciosa base, tenía dos asas y su tapa estaba adornada con un detalle sorprendente: el nombre y la imagen de Lajos Kossuth.
[1]
El manjar que contenía era un apetitoso y humeante caldo de gallina con abundantes vegetales. Emerenc, al notar que yo recreaba la vista con admiración más en la fuente que en su contenido, me explicó que era un cacharro muy útil y que había sido regalo de la señora Grossmann, su ama en una de las casas donde había trabajado de sirvienta en la época de las leyes antijudías. Ellos la utilizaban de florero —una pena—, pero como tenían tal cantidad de vajilla de porcelana y de cristalería buena, incluida la copa en que me había traído el vino, se podían permitir el capricho; todas esas piezas provenían de la señora Grossmann y esa había sido su herencia.

¡Menuda herencia!, pensé contrariada. Bastante resentida estaba ya al ver esa vuelta a su anterior actitud distante, y solo me faltaba imaginármela ahora saqueando con avidez un hogar que habían tenido que abandonar sus amos. Tuve la suerte de vivir los años anteriores a la guerra en un ambiente político privilegiado, entre extranjeros mucho mejor informados que la mayoría de los húngaros de mi entorno; si un día escribo la historia de esa etapa de mi vida, aún oculta y que corresponde a los primeros años de mi juventud, resultará interesante: hablaré del destino de esos vagones y a quiénes transportaban. Me habría gustado rechazar el plato de Emerenc, pero entonces hubiera tenido que darle explicaciones a mi marido, algo que no quería hacer bajo ningún concepto: yo lo protegía de cualquier noticia que pudiera turbar su tranquilidad, y evidentemente esa era de las que podían haberlo agitado más de la cuenta, capaz incluso de hacerle saltar de la cama aun medio muerto como estaba ante la sola idea de que le ofrecieran de comer en el plato de una persona anónima desaparecida en las cámaras de gas. Emerenc, como tantos otros en la época, se habría justificado de la siguiente forma: si ella no se llevaba el botín, lo harían otros. Así las cosas, dejé que mi marido terminara de rebañar el plato. Mientras tanto Emerenc hacía tiempo en la cocina; parecía que, aunque normalmente le desagradara, esa vez esperaba que se lo agradeciera y, en venganza, me reservé la buena noticia: después de tantos meses de inapetencia, por fin mi marido había comido algo con verdadero gusto. Llevé el plato vacío a la cocina, lo deposité sobre la mesa delante de sus narices y sin decir nada volví al dormitorio. Noté su mirada en la espalda; ahora me tocaba a mí disfrutar de que por fin fuera ella quien no comprendiera mi actitud. ¡Qué triunfo! Me portaba con soberbia y de manera algo insolente por una simple razón: me había parecido encontrar la respuesta de por qué Emerenc no permitía a nadie entrar en su casa. Las sospechas del manitas debían de estar bien fundadas: la vieja escondía riquezas detrás de esa puerta cerrada a perpetuidad, bienes rapiñados en casas de condenados a muerte y, claro, no le convenía exponerlos en su propio domicilio ni ponerlos a la venta: alguien podría identificar alguna de las piezas. En ese caso la vieja sí tendría que vérselas con las autoridades…¡Vaya panorama! Esos desgraciados de los Grossmann no tenían ni una tumba donde descansar, mientras que ella ahorraba para construir su Taj Mahal familiar. Lo del gato no era más que un burdo pretexto para no abrir la puerta. Tenía secuestrado al pobre animal como coartada; no estaba nada mal y era muy creíble, pero el montaje novelesco presentaba un gran fallo: la herencia de los Grossmann se había omitido en su leyenda personal.

Ella estaba aún más satisfecha que yo: había notado al parecer que la atmósfera se había enrarecido en nuestra relación, pero si le había sorprendido, nunca trató de averiguar el porqué. Mi marido no era una persona demasiado sociable, y con ella aún menos, como ya he mencionado, y aunque nunca lo había hecho explícito se sentía incómodo en presencia de Emerenc, esa mujer cuya personalidad demasiado fuerte, impetuosa y susceptible para bien o para mal, era imposible de ignorar o excluir de nuestra vida en pareja. Fue a partir de entonces cuando dejó de hacernos regalos. Por otra parte, desde el momento en que creí haber logrado desentrañar su secreto, mi visión sobre ella como alguien inaccesible, con leyes propias y con una inteligencia fuera de lo común se había derrumbado por completo. Si así hubiera sido, podría haberse cultivado después de la guerra, podría haber cursado estudios con posibilidades de futuro ilimitadas: convertirse en embajadora o incluso en ministra; oportunidades no le habrían faltado. Pero a esa mujer lo que menos le preocupaba era la cultura, su mente había estado ocupada en enriquecerse despojando casas ajenas. Que no me venga entonces, a estas alturas, a ejercer la caridad con sus guisos de comadrona en la vajilla robada y mareándome hasta altas horas de la madrugada, cuando una tiene la sensibilidad a flor de piel, con esas fabulaciones suyas que habrá copiado de algún juglar de feria o leído en un libro en el desván de su abuelo con historias fantásticas para el populacho. Tormenta, relámpago, pozo… ¡pues no, por favor!, nada de eso me cuadra… son demasiadas cosas a la vez. Acababa de entender la razón de su total indiferencia por la política y su aversión a la religión: no le convenía acudir a actos públicos, pues Budapest no es muy grande y podía suceder perfectamente que en algún lugar de esos se encontrara por casualidad con un familiar superviviente de los Grossmann, o que alguien, al enterarse de que su vivienda siempre estaba cerrada con llave, pudiera llegar a la misma conclusión que yo; y, después de todo, ¿a qué iglesia podía pertenecer una persona de tal calaña o en qué podía creer? Con el duro invierno que tanto trabajo le daba a Emerenc, y yo, absorta por completo en los problemas de la enfermedad de mi esposo, no parecía extraño que las pocas veces que coincidíamos apenas mantuviéramos alguna conversación sobre temas simples y triviales, sin ánimo ni tiempo para profundizar.

Hasta que un día encontré un perro.

Mi marido, después de su larga convalecencia y aún bajo mis cuidados, pudo por fin levantarse de la cama, salir y empezar a recuperar poco a poco sus actividades normales y su identidad anterior, que ya veía perdida; en los casi treinta y cinco años de nuestro matrimonio, había traspasado el umbral de la muerte y había regresado y vuelto milagrosamente; es más, de cada trance de su vida, como de este último, acabó saliendo rejuvenecido y triunfante —a mi marido le gustaba triunfar en todo—. Era Nochebuena, habíamos ido al dispensario para buscar una receta y volvíamos paseando por la alameda crepuscular envuelta en el polvo níveo cuando vimos un cachorrito que estaba sepultado hasta el cuello bajo la nieve acumulada en el asfalto. En algunas películas de guerra, esas cuyo escenario se sitúa en Extremo Oriente, aparecen personas que son enterradas vivas en la arena de nariz hacia abajo y en posición vertical, y que, imposibilitadas de gritar con la boca bajo tierra y al borde de la asfixia, se esfuerzan por exhalar un amago de estertor por la nariz. Así gañía el perrito que, por otra parte, no debía de ser mal psicólogo: estaba claro que pronto encontraría algún salvador, pues ¿quién dejaría morir de esa manera a un ser vivo justo la noche del nacimiento de Cristo? Era un momento de cuya magia ni mi esposo, poco amante de los animales, pudo escapar. Con lo reticente que era normalmente para acoger a nadie en nuestro hogar, y mucho menos a un perro, que era un ser no solo necesitado de comida sino también de cariño, por esa única vez y respetando las circunstancias excepcionales me ayudó a desenterrarlo de la nieve. En realidad, no teníamos intención de quedarnos con él, el plan era buscarle amo, pero si lo hubiéramos dejado allí, sin lugar a dudas habría muerto antes del amanecer. El animal, solo con mirarlo, ya vaticinaba problemas: desnutrido y moribundo, requería con urgencia las atenciones de un veterinario.

—Vaya, ¡qué regalo más especial! —dijo mi marido mientras el cachorro, habiendo encontrado refugio bajo mi abrigo y asomando su negro hocico a la altura de mi bufanda de piel, escudriñaba la calle con mirada asustada, a la vez que me empapaba con la nieve derretida de su cuerpecito—. Pocas veces tiene uno la oportunidad de recibir un regalo de Navidad tan auténtico como este.

Íbamos andando y barajando posibilidades sobre qué lugar asignarle al perrito en casa, que lucía impecable después de la limpieza general que Emerenc había hecho con ocasión de la festividad. Por fin, decidimos alojarlo en el cuarto en desuso de mi madre, una habitación ocupada por su valioso mobiliario y sin calefacción desde que ella, hacía ya bastante tiempo, falleciera.

—Espero que le guste el estilo del dieciocho —comentó mi marido—; hasta los dos años los perros tienen la costumbre de mordisquearlo todo para afilar los dientes, después dejan de hacerlo.

No le contesté, tenía razón, pero por más que el cachorrito se comiera todos los muebles, no había vuelta atrás: seguimos la marcha con paso lento pero firme, como si fuéramos los pocos miembros de una secta secreta en procesión portando su reliquia mágica en forma de una cosita negra, aferrada a un cuello de piel, un sábado de Nochebuena.

La reacción de Emerenc al descubrir lo que traíamos fue absolutamente inesperada: una transformación tal que nunca antes, ni en la época en que me quería con locura, con ese amor sin límites de madre frustrada, le había visto. Estaba en la cocina ocupada en cortar y disponer el pastel de Navidad sobre una bandeja, pero tan pronto vio aquello, con un gesto precipitado dejó el cuchillo en la mesa para arrebatarme el cachorrito de las manos. Lo limpió y secó bien frotándolo con una bayeta, y para comprobar si podía andar lo colocó en el suelo de la cocina; aterido por la nieve, el animal se quedó torpemente sentado sobre su flacucho trasero y, de tan asustado que estaba, terminó haciendo allí mismo una deposición. Emerenc tiró una hoja de periódico sobre el excremento y me ordenó que trajera del armario empotrado una de las dos toallas de felpa grandes que había, la más pequeña. Antes de que me dijera eso no sospechaba que ella conociera el contenido de mis armarios, pues siempre insistía en que fuera yo quien guardara personalmente las cosas, ya que a ella le daba grima revolver trastos que no eran suyos. No obstante, y por lo visto, sabía perfectamente dónde estaban mis cosas, aunque no las tocara. Emerenc no soportaba que se guardasen secretos delante de ella.

BOOK: La puerta
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