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Authors: Magda Szabó

La puerta (7 page)

BOOK: La puerta
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El perro, que había permanecido acostado e inmóvil durante todo el tiempo, llorando y sin oponer resistencia ni cuando le pegaba, se alzó de repente.

—¡Pide disculpas!

No me imaginaba que sabía aguantarse sobre sus patas traseras; pues sí, lo hizo mientras señalaba con la pata delantera hacia su corazón y con la derecha al cielo, en la exacta pose de una estatua patriótica.

—¡Díselo, Viola! —ordenó Emerenc y el can dio un brinco—, ¡Otra vez! El perro obedeció sin apartar la vista de su domadora buscando aprobación, porque su instinto le decía que representar bien el numerito era muy importante esa vez, y decisivo de algún modo para su futuro.

—Ahora me tienes que prometer que serás buen chico —oí, y vi cómo el animal le extendía una pata para ser estrechada como si fuera una mano—, A mí no, a tu ama.

Entonces Viola se dirigió hacia mí y, con una expresión de simulado arrepentimiento y sumisión, como el lobo a san Francisco, me tendió la pata derecha. Con la rodilla dolida y harta de los dos, no le correspondí.

Al ver que yo permanecía inmutable, el perro siguió insistiendo para ablandarme y, ya sin orden previa, se irguió otra vez sobre las patas traseras con la delantera señalando el corazón. Terminé rindiéndome. Otra vez vencida… Los tres lo sabíamos.

—Olvídese del perro —me consoló Emerenc—; hoy comerá conmigo y a la noche se lo llevaré. Y límpiese esa pierna, está sangrando. Buenos días.

Obedeciendo a un simple pestañear de la mujer y un leve gesto de la cabeza, Viola se despidió de mí emitiendo dos ladridos breves pero bien articulados. Emerenc ató al animal con la correa a una cerca y siguió barriendo la calle. Me habían despachado. Volví a casa sola, arrastrándome bajo una fría cortina blanca.

Relaciones

La adopción de Viola contribuyó a ampliar nuestro círculo de amistades. De mantener contacto solo con nuestros amigos más íntimos pasamos a extenderlo, si bien a un nivel superficial, a todo el barrio. Fue un gran paso. Emerenc sacaba a pasear al perro regularmente por la mañana, al mediodía y por la noche. Los días que por algún imprevisto de trabajo no podía hacerlo al mediodía, nos lo relegaba a mí o a mi marido. Con fuertes tirones de correa, el animal nos imponía, más que nosotros a él, el recorrido que le apetecía: solíamos empezar por la casa de Emerenc, había que dejarlo entrar en el jardín y solo cuando su olfato le confirmaba que no estaba escondida en la vivienda —y en eso nadie, ni esa mujer, lo podía engañar—, podíamos seguir. A veces ocurría que ella estaba en casa, absorta en alguna labor, y no deseaba que el chucho la molestara; entonces, para nuestra desgracia, teníamos que esperar frente al portal con la bestia llorando y rascando la puerta con sus pezuñas hasta que ella aparecía, furibunda, para maldecir al pesado del perro. En esas ocasiones solía darle, aparte de un buen cachete, un pequeño discurso como el que daría a cualquier visita inoportuna: que ya estaba bien, que debería bastarle con el ratito que habían pasado juntos por la mañana y que volverían a verse por la noche. Otras veces prefería premiarlo con unas palmaditas en el lomo, un par de caramelos, lo animaba a hacer alguna de sus gracias para después echarlo a la calle. Cuando Emerenc no se encontraba en su casa, había que seguir con la búsqueda hasta dar con ella delante o dentro de otra finca; allí la escena se sucedía de nuevo, con la sola diferencia de que el perro repetía su interpretación más de una vez, convirtiéndonos, muy a nuestro pesar, en el centro de atención de todos. Fue así, pues, como conocimos a varias personas del vecindario con las que, en circunstancias normales, no habríamos tenido contacto jamás. De vez en cuando —siempre que hiciera buen tiempo y se pudiera estar a la intemperie en los bancos de la entrada—, Emerenc solía esconder, a propósito y para divertir a sus invitados, el plato y la escudilla del perro, y cuando Viola, obedeciendo sus órdenes, iba a buscarlos y los encontraba, todo el mundo lo celebraba por su gran hazaña. No pude evitar reflexionar: ¿por qué todos los amigos y allegados de esa mujer, incluso sus parientes de sangre, como el hijo de Józsi, se resignaban a ser excluidos, como extraños, de esa Ciudad Prohibida y sellada con un rigor inquebrantable?

La zona autorizada de máximo acceso para las visitas en su casa era la antesala rectangular, bastante amplia, que daba acceso a la despensa, a una alcoba con ducha y a un trastero. Era de suponer que la propia Ciudad Prohibida estaría prolijamente amueblada y adornada con las valiosísimas piezas del legado de la familia Grossmann. Ella mantenía la entrada siempre muy pulcra, pasaba la fregona dos veces al día y, cuando el clima y sus otras obligaciones se lo permitían, le gustaba entretenerse, durante una o dos horas si podía, en preparar sus platos y pasteles. En el centro había una mesa con bancos a ambos lados. Con frecuencia podía ver, desde mi propio balcón o caminando por la calle, a través del seto, a Emerenc en compañía de visitantes de muy diversa condición, edad y clase social. Observaba cómo les servía café y té siempre en sus tazas de fina porcelana y con la elegante destreza de quien ha aprendido modales en la mesa de las mejores familias. En una ocasión, en el estreno teatral de la obra de Shaw
John Tanner
, durante la escena del té la joven y bella actriz que representaba el papel de Blanche me recordaba a alguien y, tras darle vueltas al tema durante toda la función, solo al final me di cuenta de que se trataba de Emerenc en plena recepción en la antesala de la zona prohibida.

En una época las calles de nuestro barrio, zona residencial de políticos y sujeta a las medidas de seguridad pertinentes, estaban llenas de policías. Con el paso del tiempo y a medida que esos personajes públicos iban desapareciendo —unos se mudaron, otros fallecieron— la presencia de patrullas por la vía pública disminuyó también y volvió a un nivel normal. Cuando Emerenc empezó a trabajar con nosotros, el único uniformado que se veía pasar era el teniente coronel. Durante mucho tiempo no entendí qué relación mantenían esas dos personas y por qué a ese gallardo oficial no le molestaba la prohibición de entrar en la guarida misteriosa de la mujer; solo más tarde llegué a saber que la conocía y que sí había cruzado el umbral. Aparte de las acusaciones de envenenar palomas y profanar una tumba, habían llegado denuncias de contenido político, lo que había hecho ineludible que la policía comprobara si esa señora ocultaba realmente objetos de gran valor y de origen sospechoso. El teniente coronel, que en la época de los hechos era aún subteniente, fue encargado de ir a su casa acompañado por un agente y un sabueso, y de recorrer una por una las estancias de ese inhóspito hogar oculto a cualquier mirada extraña. Lo único que encontraron fue un gato voluminoso, el tercero de Emerenc desde que vivía allí, que nada más ver asomar al olfateador huyó a los altos del armario de la cocina. Ni emisora, ni fugitivo, ni ningún botín, solo un comedor de una limpieza inmaculada y una habitación donde saltaba a la vista que no vivía nadie, ya que más allá del conjunto de sofá y sillones cubiertos por una funda protectora no había objetos personales. En honor a la verdad, la amistad entre el oficial y Emerenc no empezó con buen pie: una vez terminada la inspección ocular, ya puertas afuera, ella empezó a protestar a voces por la ley que la obligaba a dejar pasar a su vivienda a cualquiera, y que en lugar de inspeccionarla a ella mejor fueran a buscar al maleante que hacía esas denuncias, además de resultarle del todo vergonzoso tener todo el tiempo a la policía en su casa. ¿Hasta cuándo la iban a hostigar con el pretexto de unas palomas muertas, o buscando el cadáver de un gato, armas o algún foco infeccioso? Esto había llegado a un límite que era inadmisible e inaguantable. ¡Hasta aquí hemos llegado!

Con los policías impresionados y a la defensiva en plena retirada, y con el subteniente haciendo uso de sus mejores dotes de negociador para tranquilizarla, Emerenc se calentaba más y más y gritaba indignada que mientras todos esos políticos del barrio podían utilizar impunemente, contando con la protección oficial, sus armas reglamentarias para diezmar por puro aburrimiento la población de grajos, a una pobre vieja como ella la perseguían con perros hasta en su casa. Que Dios les dé su merecido y que los parta un rayo, a ellos, por supuesto, no al pobre perro que no tenía culpa de que lo usaran para hacer maldades, y que quedara claro que su enfado no iba dirigido al animal sino al subteniente. La serie de humillaciones a las que sometió a las autoridades no terminó ahí: el perro policía, cuya misión era supuestamente descubrir el cadáver no exhumado así como otros objetos provenientes de presuntos delitos, se dejaba, saltándose toda regla de adiestramiento, acariciar la cabeza por la vieja sin dejar de mover nervioso el rabo; lo peor fue que, en vez de realizar su trabajo, se quedó prendado de ella con la mirada turbada de un enamorado. Suponía todo un escándalo: con un aullido desarticulado comunicaba a sus superiores, en su código canino pero con una claridad inconfundible, que lo sentía muchísimo, pero una fuerza irresistible lo obligaba a rendir pleitesía a esa mujer desconocida y sucumbir a sus pies. El subteniente se echó a reír. El rostro de la señora, ennegrecido por la furia, empezó a despejarse; dejó de gritar. Así empezaron esos dos a interesarse el uno por el otro: el oficial nunca antes había encontrado a nadie que mostrara tanta osadía al enfrentarse con la policía, y Emerenc era la primera vez que daba con un representante de la autoridad de carácter afable, desenfadado y con sentido del humor. La buena impresión que se llevaron fue mutua. Los detectives se despidieron entre disculpas, y al poco tiempo el oficial volvió a visitarla, pero ya acompañado por su mujer. La sólida y hermosa amistad que creció entre ellos a lo largo de los años no se quebró ni con la muerte inesperada de la joven esposa del subteniente. Al contrario; fue Emerenc, como él mismo me contó más tarde, quien lo ayudó a salir del peor abismo de la crisis.

Desde que la asociación entre Viola y Emerenc empezó a marcar una nueva etapa en nuestras vidas, revelándome facetas nuevas de esa misteriosa vieja, comencé a cuestionar las sospechas que me habían inspirado aquella copa y la fuente de la comadrona. Considerándolo bien, el subteniente había comprobado con sus propios ojos durante aquel registro y en sus visitas posteriores ya como amigo lo que ella tenía o dejaba de tener en su casa. Con seguridad se habrían hecho las verificaciones sobre la legalidad de lo que allí hubiera, y si después de todo eso Emerenc no había sufrido ningún tipo de sanción, debía de ser porque esa familia, en efecto, le había dejado sus bienes como herencia en agradecimiento. ¿Quién podía saberlo? En aquella época había muchísimas formas, muy particulares, de ayudar a esa gente. El número de nuestros conocidos en el barrio crecía día tras día, y a ellos se agregaban los nuevos contactos hechos por Emerenc y Viola que, a su vez, paraban a saludarnos también. Asimismo, las tres amigas más íntimas de Emerenc, Sutu, la vendedora del puesto de verduras, Polett, la planchadora, y Adélka, la viuda del asistente de farmacia, solían acercarse cuando me veían para charlar un rato. Una tarde de verano en que las cuatro estaban reunidas tomando café y degustando un pastel que solo con su dulce aroma hacía las delicias de los que pasaban por la calle, Emerenc me invitó a entrar y sentarme con ellas. Era imposible rehusar por dos razones: porque podía tomarlo como un desprecio hacia ella y sus amigas, y porque iba acompañada por Viola, que, sin dejar lugar a titubeos y en menos de un segundo, ya se encontraba husmeando alrededor de la mesa pidiendo su parte y, como es de imaginar, yo a rastras tras él. Para colmo, a la hora de irnos a casa no quería obedecerme, lo que me sacó de quicio y me enfadó mucho. Por la noche, cuando ella vino para darle el último paseo antes de acostarse, le pregunté si quería quedarse con el perro; en definitiva, nuestra intención al acogerlo no era quedárnoslo para siempre, sino salvarlo y encontrarle luego un hogar seguro. Si se lo llevaba podría resolver, de una vez por todas, el problema de la custodia de su casa, e incluso olvidarse de tener que echar la llave. Viola estaba adiestrado para que, si alguien entraba en casa, no lo dejara salir sin una orden expresa.

La anciana me escuchaba pasando suavemente la mano sobre el lomo del animal, con tanta ternura y mimo como se acaricia una flor o un crío, mientras esbozaba un gesto de negación con la cabeza dándome a entender que no podía, que ya le hubiera gustado, pero que era imposible porque en su contrato de portera solo le permitían tener animales vivos en el patio si eran pollos o patos, y tampoco demasiado tiempo: lo justo para acabar en la cacerola. Además, el perro lo que necesitaba era libertad y espacio para correr, y privarle de poder salir, al menos, al jardín, sería someterlo a una auténtica tortura, que ya bastante le pesaba tener que encerrar a los gatos viéndolos sufrir. Se sentía incapaz de hacerle lo mismo a Viola, un animal tan inquieto, sociable, cuyo pasatiempo favorito era meter el morro y husmear donde no debía. Era cierto que el perro cuidaba nuestras casas, pero lo hacía por afecto y por complacernos, no porque hubiera nacido prisionero. Cuando se es vieja no se deben tener animales de compañía, pues si la muerte nos alcanza antes, ¿qué sería entonces del pobre huérfano? Abandonado por todos y condenado a una miserable vida de vagabundo. No obstante, si yo me sentía molesta por lo apegado que Viola estaba a ella, podía quitárselo de encima, pues no solo se puede apartar a las personas, a los animales también. Tuve la sensación de que tal argumento no era más que una evasión de sus responsabilidades, y con ello su actitud me pareció verdaderamente abominable y me sentí muy disgustada: si no estaba dispuesta a asumirlo con todas sus consecuencias, ¿para qué lo había embelesado tanto? Fue mucho más tarde, al pasar revista a mis recuerdos sobre los primeros indicios que apuntaban a la definitiva desaparición de Emerenc, cuando me percaté de que, pensándolo bien, nadie había contado jamás con la posibilidad de que esa mujer muriera algún día. Yo misma tenía la certeza absoluta de que jamás nos dejaría a nuestro destino, que nos sobreviviría a todos porque su vitalidad se renovaba con la naturaleza cada primavera. Que su resistencia no tenía límites y que esa puerta eternamente cerrada, la suya, no solo la protegía de las miradas de los curiosos sino de la propia muerte. En ese momento aún la culpaba creyendo que no me decía la verdad, y ante mi propio fracaso decidí tomar represalias contra Viola y le prohibí la entrada a la habitación donde estaba la televisión.

BOOK: La puerta
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