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Authors: Magda Szabó

La puerta (15 page)

BOOK: La puerta
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—Un día lo hará. Podría ser Viola. Hará que el veterinario le ponga una inyección letal. Cuando le llegue la hora. Debe aprender que, cuando una persona ha consumido su tiempo, se va. La arena del reloj pasa al otro lado. No la retenga, no se lo agradecerá. ¿Usted cree que yo no quería a Polett? ¿Que me quedaba indiferente ante su voluntad de irse? Eso cree, ¿verdad? Pues no es así. Todo lo contrario. Lo que pasa es que, si queremos, también tenemos que saber matar. No lo olvide nunca. Y si quiere pregúntele a Dios, ya que se llevan tan bien, y que le explique a usted lo que le contó Polett cuando subió a verlo.

Disgustada, meneé la cabeza. ¿Por qué me provoca constantemente? Justo ahora, en un momento tan poco apropiado.

—Yo quería a Polett —repitió—. ¿De qué ha servido entonces que le contara todo lo que le conté? Usted no ha captado nada de nada. Si no la hubiese querido tanto, le habría impedido hacerlo. Ya me ha visto: pego un grito, y todos firmes. ¿Cree que no me hubiera obedecido? Polett me tenía mucho respeto. Sabía muy bien que yo no le pasaba ni una. Le estaba agradecida por todo lo que me había contado en los tiempos en que aún le gustaba vivir. Me habló de París, de un cementerio donde el emperador está sepultado de forma tal que solo se le puede contemplar desde arriba, y de otra tumba, de una mujer, que está siempre llena de flores. ¿Cómo no le iba a agradecer todo lo que ella me enseñó? Entonces, cuando vi que sufría demasiado porque sus dolores de columna se agravaban cada vez más, que su miseria era cada día peor y que ya no tenía escapatoria posible, la ayudé a tomar su decisión, la última, y la alenté a no esperar a que fueran las circunstancias y el despecho de los demás los que la obligaran a hacerlo. Adélka no la quería realmente, la despreciaba por su pasado. Nunca lo he contado, pero ya me da igual. Algún antepasado suyo había sido un bandido, un ladrón o algo así, que había terminado sus días en la guillotina. Luego toda su familia fue perseguida. Huyeron y no pararon hasta llegar a Hungría. Polett no se sentía avergonzada por su historia familiar y, sin ningún tipo de pudor, nos la relataba. Pero Adélka la despreciaba por eso. ¿Y ella qué…? ¿Acaso tenía algún motivo para vanagloriarse? Pues no lo creo: todas sabíamos que su padre también se había liado a navajazos con uno y había cometido robos, y si bien era verdad que después de todo no lo habían ahorcado, no por eso su familia me parecía mucho más digna o presentable que la de Polett. Tan estúpida es que hasta se reía figurándose cómo decapitaban a una persona, y a pesar de que le había tocado cortar alguna vez el pescuezo de una gallina, no se había dado cuenta de que no era nada doloroso: si le das bien derechito, con un corte limpio, la cabeza vuela. Tampoco entendía ni creía una palabra de lo que contaba Polett, aunque esta lo jurara y perjurara mil veces, que su antepasado no había hecho nada y que solo lo habían apresado por motivos políticos. Yo sí lo creí; Sutu también. Yo sabía que eso pasaba aquí también… ¿A cuántos inocentes no habrán matado? A mí me tocó ver de joven, estando prometida con el panadero, lo que le hicieron. Fíjese, a él no le cortaron la cabeza, sino que, literalmente, lo descuartizaron vivo. Sí, como lo oye… Sin más delito que haber abierto la panadería. Escuche esto: el comandante había prohibido abastecer de pan a nadie que no fuera soldado, pero él, al ver que el pueblo pasaba hambre, repartió pan a todo quisque. Cuando se le acabó, la gente no quiso creerlo, lo arrastraron hasta la calle y lo lincharon. Lo quebraron en mil pedazos y lo desmenuzaron como si fuera un trozo de pan. ¿Usted sabe lo que significa que la chusma se ensañe con alguien a golpe puro? Eso no se hace en un instante, eso es morir torturado lentamente. Bueno, ya me marcho. Solo quería contarle estas cosas. ¡Ah!, si tuviera una cama, hoy haría una excepción y me acostaría. Pero es lo que hay… Usted tampoco sabe que los abuelos Grossmann, tras organizar la fuga de sus hijos y colocar a la pequeña Eva en un lugar seguro, se tomaron una buena dosis de cianuro. Yo fui quien los descubrió muertos, tendidos en la cama de matrimonio; desde entonces, solo puedo dormir en un sillón. Si acaso en el
laversit
… Creo que eso es todo, buenas noches. Ah, no le dé más de comer a Viola, hoy se ha dado un atracón.

Me senté en la terraza que da al jardín y me quedé contemplando las flores, el cielo, el tiempo detenido, la noche con sus fragancias suspendidas y el silencio. En mi conciencia pugnaban por instalarse Polett y sus antecesores hugonotes, el panadero y su novia, y los abuelos Grossmann, con el alma quebrada ante la amenaza que Hitler representaba para su pueblo, todo ello envuelto en emanaciones de levadura de pan, y unas gallinas que observaban una ejecución en la guillotina. Emerenc no volvería a mencionar más al panadero, pero reconocí, aunque no a primera vista, su imagen en el pecho del maniquí.

Política

Emerenc no volvió a mencionar el nombre de Polett, como si esta nunca hubiese existido. A cambio, sus visitas a casa fueron haciéndose cada vez más frecuentes; parecía que ya no le gustaba separarse de nuestro lado ni un momento. Nuestro cariño era recíproco, pero al resultar al mismo tiempo tan complejo y con elementos tan imprecisos como los del propio amor, administrarlo en el roce cotidiano, tratando de evitar conflictos, requería muchísima tolerancia y concesiones mutuas. Emerenc sostenía que la labor intelectual no era más que simple holgazanería, casi comparable a trucos de magia barata. Por mi parte, aunque reconocía la importancia del trabajo manual, no consideraba que en la escala general de valores tuviera un rango superior al del trabajo del espíritu, pero si en algún momento de mi vida el pensamiento de Giono hubiera ejercido demasiado efecto sobre mí, los años de culto a la personalidad podrían haberme hecho cambiar de idea. La base de mi mundo eran los libros, y mi unidad de medida, las palabras, pero sin esa exclusividad inamovible que caracterizaba a Emerenc en sus creencias. Ella, sin haber formulado nunca la palabra «anti intelectual», sin saber siquiera que existiera como categoría, mantenía la típica actitud hostil contra la actividad cultural y quienes la representaban, con la salvedad de sus seres queridos. Su concepto del mundo de los «señoritos de traje y corbata» no dejaba de ser bastante arbitrario: cualquiera que no se dedicara al trabajo físico, tanto en el antiguo régimen como en el nuevo, en el que ya se estaba germinando una nueva capa social de plutócratas comunistas que ella clasificaba como «intelectuales», lo cual era sinónimo de vivir a costa de los que trabajaban en serio con el sudor de su frente. A su padre, que había sido un próspero pequeño empresario de principios de siglo, con taller propio de carpintería y obreros asalariados, lo veía sin embargo como un trabajador manual solo porque recordaba su figura rodeada de serrín, sin tener en cuenta los bienes que poseía: una casa familiar, tierras, cargamentos de la mejor madera y valiosa maquinaria de trabajo. Esa mujer, que por nada del mundo hubiese pronunciado la palabra «burgués» como se empleaba en la época —en su acepción adulterada, desprovista de su sentido original, equivalente a «explotador»—, en su vida cotidiana los despreciaba. En los numerosos lugares donde había trabajado como empleada había llegado a aprender a practicar las formas más refinadas de educación, pero no a cambiar su mentalidad. Seguía creyendo que todos los hombres que no se ganaban el pan con mono de faena, por más importante que fuera su posición en la jerarquía social, todos, con la única excepción de su teniente coronel, que vigilaba el orden, eran unos parásitos. Lo mismo opinaba de esas damas que no eran obreras y, sea cual fuere la consigna que utilizaran para justificarse, eran unas simples vividoras, incluida yo al principio. No solo no conocía a Marx ni leía nunca, ni siquiera un periódico, sino que la simple presencia de un escritorio despertaba sus recelos, lo mismo que un libro o cualquier material impreso. Por lo que respecta a nosotros, creo que libraba una pugna interior entre dos pareceres: por una parte, se empeñaba en igualarnos con los típicos vagos incorregibles y menospreciarnos por ello; y, por otra, en cuanto atravesaba nuestro umbral, experimentaba visiblemente un cambio repentino en sus convicciones, como si el hecho de que tuviéramos una máquina de escribir y supiéramos aporrear sus teclas confiriese a la actividad un cariz, como mínimo, decente. Toda su animadversión hacia la intelectualidad no le había impedido aceptar las propuestas de trabajo que le fueron ofreciendo esas personas. Puesto que con el nuevo régimen había cada vez menos mujeres disponibles para el servicio doméstico, su oficio de asistenta se vio sobrevalorado y, gracias a ello, tenía la garantía absoluta de que siempre habría casas donde requiriesen sus servicios. De hecho, había trabajado con muchas familias y, aun cuando criticara a sus patrones, con todas ellas había aprendido un montón de cosas nuevas; y Emerenc, por supuesto, siempre encontraba algo por lo que juzgar a los demás. El interés que mostraba por nuestros libros se limitaba a los escasos momentos del día en que tenía que quitarles el polvo. Los conocimientos que tuvo oportunidad de retener en su memoria durante sus tres escasos años de primaria quedaron profundamente sepultados bajo la lava de tantas historias posteriores; de todos ellos, la única enseñanza que permanecía viva eran aquellos versos que solía recitarnos en el día de la Madre. Si se pudiera hablar de la formación literaria de Emerenc, esta quedaría determinada, desde el episodio inicial del abrevadero, por las peripecias de su vida y por las influencias transmitidas por las personas a cuyo servicio había estado. Sin embargo, la dura realidad de la Hungría de aquellos decenios que le tocó vivir, en que la cotidianidad estaba impregnada de una falsa retórica política que odiaba, terminó matando en Emerenc cualquier indicio de sensibilidad poética que hubiera podido albergar hacia el mundo circundante si hubiesen sido otras las circunstancias. Y, para la época en que cambió el tono del discurso político, ya era tarde para recuperar ese interés natural suyo por cultivar la mente. Estaba demasiado afectada, y con el corazón roto por sus múltiples traumas personales: los dolorosos recuerdos de su prometido y único gran amor, el panadero linchado por la turba durante la Revolución de las rosas de otoño de 1918, y, más adelante, los del otro novio que acabó quitándole todo. Emerenc nunca sabría que había llegado, a sil manera, a la misma conclusión que el capitán Butler, el cínico protagonista de Lo que el viento se llevó: no volvería a exponer sus sentimientos a ningún riesgo, por nada ni por nadie. Cualquier mujer provista de una mente tan lúcida, con la capacidad para el análisis y el frío razonamiento lógico que yo atribuía a Emerenc, habría aprovechado la coyuntura progresista que, tras la Segunda Guerra Mundial, se abrió para las capas humildes y les ofreció unas posibilidades casi ilimitadas para estudiar y medrar en la escala social. Emerenc, cuya vida estaba regida por sus propias leyes, las rechazó todas. No le interesaba en absoluto cultivarse ni destacar en nada, como tampoco luchar por el bien de la comunidad bajo las pautas de las campañas ideológicas. Prefería decidir por sí sola cómo, cuándo y a quién ayudar; se sentía feliz repartiendo sus guisos de comadrona entre los convalecientes o socorriendo a los gatos necesitados del barrio. No leía la prensa, no escuchaba noticias, y la palabra «política» había quedado excluida de su vocabulario. Cuando en ocasiones tenía que pronunciar el nombre de Hungría, lo hacía sin ningún trasfondo de patriotismo sentimentalista.

Emerenc era la única habitante de su reino unipersonal, más soberana incluso que el propio Papa de Roma. Su actitud de absoluta indiferencia hacia los asuntos públicos nos llevaba a menudo a polémicas acaloradísimas y de tono muy subido; cualquiera que las hubiese presenciado podría haber pensado en una escena bufonesca. Yo, que me ufanaba de que mis antepasados se remontaban a la dinastía de los Arpád,
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intentaba convencerla, casi con lágrimas de impotencia y rabia, de lo mucho que significaba que nuestro país evolucionara con tal dinamismo durante la posguerra y hubiera elegido una vía de desarrollo social igualitario, y de que la reforma agraria abriría oportunidades únicas para la clase trabajadora, ¡que, además, era la suya, no la mía! A todo esto Emerenc contestaba que, siendo hija de campesinos, conocía muy bien la mentalidad de esa gente, y que podía asegurarme que tanto les daba venderle los huevos o la mantequilla a fulano que a mengano con tal de que pague bien, que el obrero solo lucha por sus derechos hasta que deja de serlo y está en el poder, y que las masas proletarias —no lo decía así, sino con sus propias palabras—, a ella, la traían sin cuidado. Por lo que respecta a esos llamados «intelectuales», llevaran uniforme o traje y corbata, todos eran unos falsos y unos inútiles, y a esos sí que los detestaba especialmente. Los curas mienten, los doctores son ignorantes y codiciosos, los letrados fingen porque lo mismo les da defender a un asesino que a su víctima, los ingenieros hacen sus cálculos en función de los materiales que piensan robar para construir su propia casa y, para concluir, tanto las grandes fábricas como los institutos de investigación están dirigidos por una panda de mañosos. Todas esas discusiones las teníamos, tanto ella como yo, a voz en grito. Yo asumía el papel de Robespierre, la representación de la soberanía popular, a pesar de que a mí, personalmente, ese poder pretendía quitarme de en medio censurando mi obra literaria y obligándome a aislarme en un gueto privado, junto con mi marido, ya bastante humillado hasta el punto de ver secada su vena creativa. Acorralada de ese modo, solo me dejaban dos opciones para borrarme del mapa: quitarme la vida o abandonar el país. Pese a todo, logré mantenerme a flote, tan fuerte era en mí el odio hacia mis perseguidores, de quienes sabía positivamente que se movían por mediocres ambiciones personales en un país que venía sufriendo las convulsiones del alumbramiento y no tenía la culpa de ser traicionado por las infames parturientas que debían cuidarlo. Era el mundo de los Sparafuciles modernos: el poder había pasado a las garras de unos ladrones que en la época de san Ladislao habrían merecido que les cortaran el brazo; y, al hipotecar durante décadas la credibilidad de un país, su delito era aún mayor. Durante los años de mayor efervescencia de transformación social, el régimen ofrecía a Emerenc, a pesar de su avanzada edad, todo tipo de oportunidades. A ella nada de eso le interesaba, todo lo contrario: no paraba de ironizar sobre la volatilidad del devenir histórico. Aquella vez en que la visitaron los educadores ideológicos del pueblo les soltó, con todo el descaro del mundo, que ya estaba bien de sermones, que para eso ya estaban las iglesias; que nadie le viniera a contar nada de la vida, porque a ella, desde pequeña, la habían obligado a ocuparse de la cocina de su familia, y a los trece años ya servía en una casa en Budapest. Que esos mocosos a los que pagaban solo por hablar salieran inmediatamente de su antesala y regresaran, rápido y derechito, al lugar de donde habían venido, que ella sí vivía honestamente del fruto del trabajo de sus manos y del sudor de su frente; que no tenía ni un minuto que perder con semejantes necedades. Esa actitud de animadversión hacia todo y sin distinciones de ningún tipo resultaba tan absurda que, quizá por eso, y por algún milagro también, pudo sortear esa época turbulenta sin que la llevaran a uno de aquellos campos de internamiento. A los adoctrina— dores, mientras escuchaban a esa mujer contar sus teorías políticas sobre Horthy, Hitler, Rákosi y Carlos IV, les entraban sudores fríos; aquellos habrían sido, sin lugar a dudas, los momentos más embarazosos de su vida. Ella sostenía que todos esos personajes eran iguales, porque el poder está hecho para mandar y quien lo ambiciona, cualquiera que sea su ideología y aunque diga representar los intereses de Emerenc, en el fondo lo único que quiere es mandar —no se sabe en nombre de qué potestad— sobre todos y a costa de todo; aparte de que el poder es opresor por naturaleza. Según la visión política de mi asistenta, el mundo estaba dividido en dos clases de personas: los que barren y los que no, los segundos son capaces de lo peor, independientemente de cuáles sean las consignas o qué bandera ondee el día de la fiesta nacional. Ante tanta obstinación, y convulsionados hasta el fondo de su ser, los pobres educadores terminaron rindiéndose y no volvieron a aparecer más. Era de esperar, pues cuando Emerenc defendía sus convicciones no se tomaba nada a broma, se ponía agresiva e impertinente, se negaba a cualquier posibilidad de diálogo y desplegaba toda su perspicacia, brillante pero llena de veneno, que avasallaba y terminaba rematando a su adversario: era odiosa. No había manera de convencerla de que, si se aceptara su absurda manera de clasificar a la gente y se pudiese medir la honestidad de las personas en función de si barrían o no, ella habría estado entre los beneficiados a quienes el Estado, en 1945, había puesto a su alcance todos los medios para poder elegir entre barrer o mandar sobre los que barren. Como última artimaña, cuando ya no le quedaban más recursos, procedía a interpretar la escena de la pobre anciana, de vuelta de todo lo mundano; entonces, con esa expresión de nostálgico ensimismamiento que sabía simular tan bien, como diciendo «Ya es tarde, demasiado tarde», conmovía a cualquier espíritu mínimamente sensible. «No, señora Emerenc, ¿cómo puede decir eso? Nunca es tarde —decía el joven y esperanzado adoctrinador—. Sabe muy bien que, como hija de campesinos, usted tiene las puertas abiertas de par en par; es más, si usted quiere, otros compañeros le proporcionarán toda la información necesaria para poder estudiar, le harán una prueba de aptitudes, aunque ya sabemos que las suyas son superiores a la media, gestionarán su ingreso en cualquier escuela y en muy poco tiempo tendrá usted su título de bachiller. Y ya está. ¿Ve lo fácil que es recuperar lo que no haya podido hacer en su momento? Pronto estará usted aquí, Emerenc, convertida en una persona cultivada. ¿Qué le parece?» Esto último terminó por colmar el vaso. Pero ¿qué dice? ¿Cultivada? ¿Encima pretenden que sea cultivada? Si era precisamente lo que más detestaba: los cultos, los «intelectuales»… Si bien la inteligencia excepcional de Emerenc saltaba a la vista, ella misma se encargaba de dejar claro, siempre que hiciera falta, su profundísima aversión a las letras. Lo hacía, además, valiéndose de ese verbo suyo grandilocuente, comparable solo al de los mejores profesionales de la palabra: era una oradora nata.

BOOK: La puerta
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