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Authors: Magda Szabó

La puerta (17 page)

BOOK: La puerta
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—El amo estará encantado con la idea… —dijo con sequedad—. Pero no se preocupe, solo quería sondear si usted me consideraba una persona cercana a su familia, y ya veo que sí. Pero usted… tan atolondrada, con sus tonterías de siempre… ¿cómo puede ser tan ingenua? ¿Qué se ha creído? ¿Que en mi familia van a creer que me he convertido en la reina de los mares? Si me pusieron a trabajar de criada siendo una niña era porque son gente realista y nunca se andan por las nubes. Les diré que trabajo de portera en una casa de vecinos.

Esa mujer tenía un don para sacarme de quicio: le contesté con vehemencia que por mí podía contar lo que le placiera, como si decía que trabajaba de desolladora o basurera, a mí me daba igual, pero que supiera que su oficio era muy digno y respetable, y que cualquiera en su pueblo se quedaría impresionado, y con razón, si se enterara de que ella sola se encargaba de mantener el orden en una mansión de varias plantas, al tiempo que limpiaba en otras casas y, por si fuera poco, atendía a la perfección las labores de mi hogar, procurándonos a mi marido y a mí las condiciones ideales para nuestro trabajo. De eso podía sentirse especialmente orgullosa, porque no todo el mundo era como la señora Emerenc, que con la sola mención del nombre de grandes poetas como Petofi o Arany ponía cara de asco. A nadie se le ocurriría pensar que los escritores fuéramos parásitos de la sociedad; todo lo contrario: nos tenían en gran estima, lo cual ella misma podía constatar por la última invitación recibida; porque a la gente de mi pueblo sí le interesaban los libros, y por más que ella despreciara los míos, también gustaban mucho. Una vez más no obtuve respuesta, y con la duda de si acudiría o no, y para no presionarla más, no volví a insistir.

Hasta la fecha del viaje, los días transcurrieron con normalidad. Emerenc seguía cumpliendo con sus tareas diarias en casa: desempolvaba los libros, recogía nuestro correo y, aunque no se perdía ninguna de las entrevistas que me hacían en la radio, dejó de emitir sus habituales comentarios, dejando entrever que el asunto ya no le interesaba. Ya la teníamos bastante entrenada: se había acostumbrado con resignación a que nuestras salidas fueran cada vez más frecuentes a medida que nos introducíamos cada vez más en la esfera pública de nuestra profesión; íbamos siempre con prisas a tertulias o a reuniones organizativas con otros escritores, asistíamos a coloquios con nuestros lectores e impartíamos charlas y clases extraordinarias de literatura en escuelas secundarias. Respecto a los libros en cuya portada aparecían nuestros nombres, Emerenc los manipulaba dándoles el mismo trato que a cualquier otro cachivache que limpiar, un candelabro o una caja de cerillas, con la única diferencia que, para ella, estos delataban nuestra dependencia de un mal vicio, no muy diferente a la gula o al consumo excesivo del alcohol, y, ¿qué más podía hacer?, tenía que aguantarnos. Yo ambicionaba, con ansiedad casi infantil, despertar su sensibilidad por el encanto singular y, en mi opinión, irresistible de los clásicos de la literatura húngara. Como le gustaban los animales, en especial las aves de corral, se me ocurrió que tal vez un poema como «La gallina pinta de mi madre», de Sándor Petófi, podría llamarle la atención. Mientras se lo recitaba entero se quedó quieta, y tras escucharme atentamente con la bayeta en la mano, sentenció con una risa chirriante: «¡Vaya historieta! ¿Qué quiere decir eso de "qué diantre"? ¿Y "vuesarced"? Pero ¿quién habla así hoy en día?». Súbitamente indignada, abandoné la habitación.

Al final no me acompañó al viaje por una incidencia de la que no podía culparse a nadie en concreto: a Sutu le había llegado una citación del consejo municipal para gestionar ese preciso día la prórroga de la licencia de su puesto de verduras. Había ido a avisar a Emerenc la víspera diciendo que lo sentía mucho, pero que con las esperas tan largas en esas oficinas era imposible saber a qué hora terminaría, de modo que no podría suplirla al día siguiente. Resulta difícil describir el grado de brutalidad que alcanzó la discusión entre las dos. Emerenc se enfadó muchísimo y de manera bastante exagerada por una circunstancia que ella misma, con todo el sentido práctico del mundo que la caracterizaba, sabía que no podía modificarse. En la vida real era inconcebible que las autoridades aceptasen cambiar la fecha de citación de un ciudadano alegando un compromiso privado. Sabía por propia experiencia que cuando se presentaba un imprevisto desde las instancias superiores debía interrumpir cualquier tarea de su apretada agenda de trabajo para ir corriendo a «apagar fuegos». Así y todo, en esa ocasión Emerenc no estuvo dispuesta a entrar en razonamientos ni contemplaciones, y cuanto más trataba la pobre Sutu de demostrar su inocencia, más furiosa se ponía y más subía el tono de los insultos, crueles en extremo y sobre todo injustos. Herida en lo más profundo de su alma, como Coriolano, Sutu se marchó. Tardaron mucho tiempo en reconciliarse y recuperar su antigua amistad.

La madrugada del viaje Emerenc vino más temprano que de costumbre para sacar a pasear al perro, aún medio dormido. A la vuelta no se separó de mi lado para ayudarme con los preparativos, dándome consejos o, más bien, haciendo comentarios del tipo «¿Por qué se peina así?» o «¿Por qué no se pone esto otro?», como si me estuviera arreglando para un baile en la corte real. Mientras me mortificaba sin tregua con lo del vestidito, el peinado y el qué dirán, me fue contando también que desde el año cuarenta y cinco no había vuelto a su pueblo natal. La única finalidad de aquella lejana visita, muy corta debido a las terribles limitaciones del servicio ferroviario, había sido la de llevar cosas para conseguir, en plan de trueque, algo de comida. Y durante la anterior, en el 44, pudo quedarse una semana entera, pero tampoco lo había pasado muy bien: su abuelo materno seguía comportándose como el déspota de siempre; el resto de la familia se mostraban demasiado estresados por las vicisitudes del «espectáculo circense». En el vocabulario de Emerenc, la palabra «circo» equivalía a un cataclismo de dimensión nacional, en ese caso la Segunda Guerra Mundial, y en general a todos aquellos períodos en los que, por circunstancias externas, los hombres sacan sus navajas para hacer el mal con impunidad mientras las mujeres pierden toda cordura y se vuelven codiciosas, todo ello con el telón de fondo de la llamada «Historia». Si de Emerenc hubiese dependido, habría arrestado a los jóvenes revolucionarios del marzo de 1848 y los habría encerrado directamente en un sótano hasta que entendiesen que lo que debían hacer era trabajar honestamente en las tierras o en las fábricas, en vez de pasar el tiempo pronunciando discursitos revoltosos en sus cafés.

Cuando vimos aparecer el vehículo oficial asignado para misiones culturales con el nombre de Nádori-Csabadul en letras grandes, Emerenc se animó por fin a pedirme una cosa: si mis obligaciones me lo permitían, le gustaría que visitara el cementerio para comprobar si las tumbas de sus seres queridos se conservaban en buen estado, y si fuera también posible, pasara por su casa natal en la entrada del pueblo; si aún me quedara otro ratito que intentara llegarme, por favor, hasta la estación de trenes para recorrer el muelle de mercancías y tratar de estimar sus dimensiones. Sí, el muelle de mercancías. Me encomendó una cosa más: sabía positivamente, por la correspondencia que el hijo de Józsi mantenía con ellos, que algunos familiares aún vivían allí, aunque no de la línea paterna Szeredás, que estaban todos muertos, sino los parientes de su madre, los Divék. Si por casualidad me encontraba con alguno y me preguntaba por ella, que me limitara a decirle que estaba bien y que todo iba como de costumbre, sin explayarse en dar más detalles. No le prometí nada, no podía preverlo; todo solía depender de varias circunstancias, empezando por las condiciones de la carretera, y luego por la gestión de los organizadores locales, que no solían dar comienzo a un coloquio hasta que no estuviera todo el público, que normalmente llegaba con retraso; si la bibliotecaria tenía previsto invitarme a almorzar, tampoco podía rechazarla diciendo que tenía que ir al cementerio. De todas formas, haría lo posible. Como habían mandado el transporte antes de la hora acordada, con el viaje adelantado podría ganar algo de tiempo. Ya vería si me daba para cumplir con todos los compromisos y encargos.

Poco antes de marcharme apareció Sutu inesperadamente en la calle y, al ver a Emerenc, aprovechó para lanzarle medio en broma un último ataque de artillería: no entendía por qué había decidido quedarse por fin, después de todos los preparativos, incluido el de cambiar la tranca de su puerta. Y si lo había hecho había sido lógicamente porque sospechaba que su amiga, con el conocimiento de su inminente viaje, pretendía entrar a robar. Eso era muy injusto, señaló, considerando que no era la única en el barrio en saber que la portera no iba a estar ese día y que, además, había tenido la deferencia de ofrecerse no solo para barrer sino también para hacerse cargo de Viola. Emerenc, inmutable y lacónica, se limitó a proferir un: «¡Que te mueras!». Sutu se quedó muda ante tal maldición, que tampoco creía merecer, pero que no era ni más ni menos injusta que las acusaciones que ella misma acababa de proferir. Observándolas así, ya desde el coche, daban la impresión de ser dos luchadoras de kárate que, tras un golpe experto y contundente pero fallido de una de ellas, provoca sin querer que la otra quede con la cabeza medio torcida y totalmente paralizada. Al despedirme, le grité a Emerenc que intentaría estar de vuelta antes de medianoche, pero que era posible que a esa hora estuviera demasiado cansada para pasar a verla y contarle todo.

—¡Qué cansada ni qué leches! —me espetó Emerenc—. Cansado estará el pobre público, y con razón. Usted no es muy consciente de que esos desgraciados van a su charla porque los obligan, y que cuando usted llegue ya habrán dado de comer a las bestias, ordeñado las vacas y limpiado el establo, por no mencionar veinte mil faenas más que usted no sabe siquiera que existen. Comparado con eso lo que usted va a hacer es contar tonterías cómodamente sentadita, no me parece nada del otro mundo.

A esas horas no iba a explicarle lo que significaba tener que estar concentrada y hablar durante horas, encerrada en un local mal ventilado durante la peor canícula del verano y con los insoportables ruidos del exterior; sin contestar a Emerenc, pedí al chófer que pusiera el vehículo en marcha. Me fui con una leve sensación de contrariedad: esperaba que me hubiese encargado un pequeño recuerdo de su terruño, algo con valor sentimental, qué sé yo, una ramita del seto de su casa natal, una hogaza de pan de esas grandes de dos kilos o cualquiera de esas bobadas que yo solía llevarme siempre de mis visitas. Pero no; nada de eso me había pedido. Al verme partir, Viola se despidió con un ladrido corto y normal, despreocupado, como diciendo: «No pasa nada, es solo un día, esta noche volvemos a vernos».

El viaje transcurrió sin incidencias; no hicimos ninguna parada. En esas visitas acostumbraba a presentarme en ayunas, porque nada más llegar siempre me ofrecían un pequeño tentempié y rechazar esa atención se consideraba de mala educación. Cuando llegamos a las primeras casas de Nádori, el pueblo me pareció muy bonito. Empecé mi visita por el cementerio, que por cierto no tuve que buscar, pues apareció justo después del letrero de entrada al pueblo, junto a la carretera. Ordené al chófer que se detuviera, entré y comencé a pasear entre las tumbas, disfrutando del aire impregnado de las fragancias de las flores silvestres y las salvias que crecían sobre las vetustas tumbas, algunas incluso con sus losas hundidas. Junto a la tapia encontré a una mujer mayor que regaba las plantas de un nicho, y le pregunté por los Szeredás y los Divék. Por su edad podría haberlos conocido, pero, como había nacido en otro lugar y se había trasladado allí más tarde al casarse con uno del pueblo, ni le sonaban esos nombres ni había oído hablar de la familia del carpintero. El cementerio, se apreciaba a simple vista, estaba en desuso desde hacía tiempo. La mayoría de la gente había exhumado y trasladado los restos mortales de sus familiares a otros camposantos. Y los cuerpos que aún permanecían allí habían quedado bajo tierra sin señal alguna que permitiera identificarlos: las sepulturas mostraban un estado ruinoso porque se habían robado las lápidas buenas y en las pocas placas que quedaban los nombres estaban casi borrados. Tras revisar la veintena de tumbas que encontré en un estado semejante al de la sepultura que cuidaba aquella vieja, seguí buscando por los senderos desdibujados del terreno; y, a pesar de lo dificultoso que resultaba andar sorteando, para no torcerme un tobillo, las innumerables madrigueras de las liebres y los montones de tierra en las salidas de las toperas, lejos de resultarme desagradable, aquel paseo estival por un cementerio abandonado me produjo una sensación especial, no necesariamente triste. En algunas sepulturas, medio derruidas y cubiertas de hierbajos, se podían reconocer unos pocos nombres aún legibles, pero ninguno de los que me interesaba. En Csabadul, sin embargo, tuve más suerte. Nada más llegar a la plaza mayor del pueblo lo primero que vi fue un rótulo en el que aparecía en letras rojas el apellido de la madre de Emerenc: CSABA DIVÉK, RELOJERÍA: RELOJES ANTIGUOS Y DE CUARZO. ILDIKÓ KAPROS, SEÑORA DE DIVÉK, BISUTERÍA. Me atendió una joven pareja. Creí que les sorprenderían las noticias sobre su pariente lejana de Budapest, Emerenc Szeredás, hija de la difunta Rozália Divék. Pero me equivoqué: sabían que esa tía, prima hermana de la madrina del relojero, vivía en Budapest, ya que las dos se habían criado prácticamente juntas. Este último me pidió que visitara a su madrina, que estaría encantada de conocerme y, de paso, enterarse de qué había pasado con la hija de la tía Emerenc, ya que no había visto a la pequeña desde que se la habían llevado de regreso a Budapest.

De la manera más discreta posible, y sin que se notara que no sabía nada del asunto, intenté averiguar algo sobre esa hija de Emerenc de la que oía hablar por primera vez. Mediante algunas preguntas les ayudé a recordar la poca información que poseían al respecto y que les había llegado a través de referencias de otros familiares mayores: el último año de la guerra, Emerenc había aparecido con un bebé en brazos para dejarlo a cargo de su bisabuelo; la niña se quedó con ellos durante un año. Respecto a las tumbas de la familia, la pareja era demasiado joven y no pudo decirme nada, pero la madrina del relojero probablemente se acordaría. De la tienda me fui directamente a la casa de cultura y le expliqué a la bibliotecaria el asunto. Me dijo que, como el coloquio estaba previsto para la tarde, tenía tiempo de sobra para hacer la visita, que ella misma estaría encantada de acompañarme y que después podíamos comer juntas. La prima se parecía mucho a Emerenc: alta, enjuta y con el mismo porte imponente y digno que caracterizaba a mi asistenta, con la única diferencia de que esa mujer parecía conservar la alegría de vivir pese a su avanzada edad. Tenía una bonita casa en propiedad, muy luminosa gracias a unos ventanales enormes, que en todos sus detalles ponía de manifiesto la buena posición económica y el excelente gusto de su propietaria. Cuando se acercó a un mueble antiguo para sacar una bandeja con pastelillos, reparé en que se trataba de un precioso aparador, una pieza única hecha artesanalmente. La mujer nos explicó que lo había hecho el padre de Emerenc con sus propias manos, pues además de carpintero era ebanista como seguramente me habría contado ella. El mueble estaba allí porque su abuelo se había encargado de rescatarlo y traerlo del antiguo taller poco antes de que la cooperativa agrícola lo ocupara para sus fines. Por su parte, la prima tenía mucho interés en saber cuál había sido el destino de la hija de Emerenc. Algo tenía que haberle pasado; estaban muy preocupados porque, según las noticias del hijo de Józsi, la niña había desaparecido. Mientras degustábamos los cremosos pastelillos y el ligero vino blanco de las tierras arenosas de la llanura, tan familiar a mi paladar, la mujer nos relataba los episodios de esta historia: el abuelo, incapaz de entender los peligros a que estaba expuesta una moza joven en la capital, envió a Emerenc como criada a una casa en Budapest; pero cuando esta apareció más adelante, y como podía esperarse, con su bebé recién nacido, montó en tal ataque de cólera que poco le faltó para matarla; la salvó que el abuelo, tras una reciente crisis de apoplejía, no era el de antes. Hoy en día estas cosas se ven con otros ojos, por supuesto, pues la sociedad y las autoridades protegen a las madres solteras, y yo misma he comprobado que las familias ya no reaccionan como antes cuando pasan esas cosas. Volviendo al tema de la criatura, existía una legítima curiosidad por saber quién era el padre, pero Emerenc no soltó prenda ni aportó ningún documento de la pequeña ni de nadie. Y, claro está, traería problemas legales. Para salir del duro trance, el abuelo se valió de su buena amistad con el notario y, a base de regalos, logró que el funcionario, con las tretas malabares que solo estos pueden hacer, dijera que los papeles de la niñita se habían extraviado en Budapest y se pudo expedir así una nueva partida de nacimiento. Como no se sabía nada del padre, la registraron con el apellido Divék. Con el tiempo la niñita, en ausencia de su madre y sin tener a nadie que la mimara con la única excepción de su bisabuelo, terminó volcando todo su cariño y afecto en el viejo, engatusándolo con sus constantes besuqueos y arrumacos, y el hombre acabó entregándose en cuerpo y alma a esa pequeña que se hacía querer tanto. El otro bisnieto, el legítimo, había pasado a un segundo plano en su corazón. Cuando Emerenc regresó para buscar a su hija, el viejo se despidió de ella con lágrimas de dolor en sus ancianos ojos. Hasta el final de sus días no dejó de acordarse, entre lamentos, de la pérdida de la criatura que tanta ternura había sido capaz de inspirarle. La mujer, tras ponerme al corriente de esos antecedentes, me aseguró que le encantaría volver a ver tanto a Emerenc como a su hija, quien se habría convertido ya en una mujer hecha y derecha e incluso se habría casado. Antes de terminar agregó que, por desgracia, tanto su amado esposo como el abuelo habían fallecido.

BOOK: La puerta
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