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Authors: Magda Szabó

La puerta (30 page)

BOOK: La puerta
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Como, debido a la fiesta nacional, aquel era un fin de semana largo, no hizo falta insistir demasiado para convencer al equipo de saneamiento de que, tras haber cumplido a conciencia con su trabajo, su presencia era ya innecesaria y podían acatar tranquilamente las instrucciones del teniente coronel, quien, a fin de cuentas, representaba a la policía local y conocía a la inquilina. ¡Pobre anciana! Bastante afectada se sentiría ya cuando viera que habían quemado todo su mobiliario y su menaje de cocina, así como gran parte de sus efectos personales; así que ¿para qué darle más disgusto a esa mujer revolviendo entre los pocos bienes que aún le quedaban? El oficial se encargaría personalmente de inspeccionar esa habitación y, en caso de que fuera necesario, avisaría al servicio de desinfección; si no lo hacía, sería porque habría encontrado todo en orden. Entretanto, el teniente coronel había estampado su firma junto a la mía para atestiguar que asumiría toda la responsabilidad en nombre de la comisaría del distrito. Todos quedaron satisfechos y el encargado acabó convencido de que las alegaciones del oficial resultaban absolutamente razonables, por lo cual concluyó que, de manera oficial, no había más focos de contaminación. Para quedarse con la conciencia tranquila del trabajo bien hecho y terminado, se entregaron a la tarea de mover la pesada caja fuerte, dejando por fin despejada la puerta del cuarto. Esta estaba cerrada, pero no tenía la llave puesta. Presentaba un lacado blanco impecable y sin un rasguño, lo que indicaba que no se tocaba nunca. Era imposible que, en una estancia visiblemente aislada desde hacía décadas, desde que el teniente coronel era todavía subteniente, se hubiese guardado comida; así pues, lógicamente no había motivos para la aparición de parásitos y, por lo tanto sería una pena romper sin necesidad aquella buena madera. Los operarios se despidieron y se marcharon. Cuando el hijo de Józsi llegó del hospital, se mostró horrorizado ante el siniestro espectáculo de la hoguera; seguidamente nos contó que el estado de salud de Emerenc no había cambiado y que el problema no era la debilidad de su corazón, sino su falta de voluntad para cooperar con los médicos; les daba a entender con sus escasos medios que cualquier esfuerzo por curarla resultaría inútil, no conseguirían sacarla de su apatía. Además, ella había recibido el mensaje que yo le había mandado desde el Parlamento, pero tampoco había reaccionado. Ya ni siquiera eso le importaba.

¿El mensaje desde el Parlamento? Nada de eso me sonaba. Sofocada por las emanaciones de los insecticidas en un hogar destruido, contemplando cómo ardía el pasado de Emerenc en forma de cojines, cucharones de madera y demás enseres de cocina, tuve que hacer un gran esfuerzo para concentrarme y recordar el mensaje que le había enviado desde el Parlamento. Tan perturbada había estado durante los acontecimientos de la mañana, que ni tan siquiera recordaba si me había traído el estuche con el premio o lo había dejado por despiste en alguna mesa. Tan solo vislumbraba vagamente un episodio irreal. Después de la sesión de fotos, nos llevaron a uno de mis colegas y a mí a una sala aparte; allí un reportero de la televisión empezó a entrevistarme: ¿a quién me sentía más agradecida por haber podido recibir aquel premio? Le respondí que se lo debía especialmente a Emerenc, quien se había encargado de todo en mi casa y facilitado las condiciones para poder realizar mi trabajo como escritora, y que, como bien se sabe, detrás de cualquier éxito profesional hay siempre una persona que no se ve, pero sin cuya dedicación sería imposible desarrollar a fondo una labor creativa. Dio la casualidad de que, en ese momento, las enfermeras del hospital estaban escuchando la entrevista por la radio como me explicaría el hijo de Józsi y una de ellas fue corriendo hasta la sala de la vieja para contarle que estaban hablando de ella en la radio y hasta le acercó a la oreja un pequeño transistor para que pudiera oír, al menos, el final de la emisión. Emerenc ni se inmutó, siguió mirando al frente con total indiferencia y sin hacer el más mínimo comentario. Según el sobrino, lo más probable es que su reacción fuera consecuencia del exceso de medicación, sin embargo yo no lo creía así: Emerenc había comprendido perfectamente lo que había oído, pero no le daba la gana dar su opinión. Yo sabía que detestaba todo lo relacionado con la celebridad y los discursos altisonantes. Lo que Emerenc debía de estar pensando en esos momentos era que yo debería haber estado a su lado en la boca del lobo, sobre el monte Gólgota, pero le había fallado, la había traicionado en el peor momento de su desamparo, y ya era tarde para remediarlo, dijera lo que dijese, mis palabras obvias y hermosas, a esas alturas ya no le interesaban. Ya me arrepentiría cuando la viera allí tendida. Ya me veía ella velando en su capilla ardiente, llorando pero escudriñando con disimulo para ver quién había venido y quién no, y no dudaba de que lo mismo haría durante su entierro. Emerenc me conocía como la palma de su mano, sabía que ninguna alteración afectiva, ninguna pérdida de los nervios, podría entorpecer mi desenvoltura en público y atrofiar mi vena oratoria.

Después del escueto informe, el hijo de Józsi se disculpó; tenía prisa y debía marcharse a casa, no podía hacer esperar más a su familia. Benevolente aunque torpe, intentó consolarme por el gran perjuicio que acababa de sufrir: según él, la destrucción total de la cocina, con todos los enseres que se habían consumido en las llamas, significaba la pérdida de mi futura herencia. Hasta ese momento no me había planteado el asunto en semejantes términos y, aunque no estaba precisamente para alegrías, no pude contener la risa: ¡Acabo de perder la mitad de mi herencia! ¡Qué desgracia! El sobrino se marchó, y el teniente coronel y yo nos quedamos sentados en el banco, mientras la joven esposa del manitas, una mujer bella, amable y complaciente, fue a buscarnos un café. Con la mirada perdida en el vacío, los dos removíamos el café con la cucharilla, pero no nos apetecía tomarlo.

—¿Cómo han podido llegar las cosas a este punto? —preguntó por fin el oficial.

¡Dios mío! Todo ha sido por mi culpa. Soy un auténtico desastre. Aliviada en cierto sentido por poder descargarme, empecé a contarle con todo lujo de detalles que, mientras él paseaba por el bosque de Visegrád, allí se había desencadenado la tragedia. De haberlo localizado a tiempo, muchas cosas se habrían podido evitar, o habrían ocurrido de un modo distinto, ya que en los únicos momentos en que ella necesitó mi ayuda y yo la abandoné, él al menos podría haber estado a su lado. No hizo comentario alguno; tuvo bastante tacto para evitar culpabilizarme, pero tampoco se esforzó por consolarme. Se limitó a preguntar acerca de mis futuros planes respecto a Emerenc. Le dije que, en el feliz caso de que salvara la vida, tenía la intención de acogerla en nuestra casa, e incluso renunciar al viaje que teníamos previsto para dentro de tres días a Atenas. Estábamos invitados como miembros de la delegación húngara al Congreso por la Paz, organizado por la Federación de Escritores Griegos, ocasión que pensábamos aprovechar para descansar unos días más a orillas del mar. Pero ante el actual giro de los acontecimientos, aunque eso significara perder la única oportunidad de ver Atenas, prefería no ir. No quería tropezar dos veces con la misma piedra.

Se enfadó y me echó un sermón con tono vehemente: después de toda aquella serie de despropósitos, me empeñaba en seguir complicándolo todo aún más. ¿Qué pensaría la organización cuando se percatara de que faltaba una de las delegadas? Se volverían locos tratando de averiguar lo que había pasado, e incluso podrían sospechar que las autoridades de Hungría no les habían permitido salir del país. Me aconsejaba que no antepusiera mi vida privada a asuntos que podían afectar al prestigio del país. Si Emerenc muriese hoy, ya nadie podría hacer nada; si sobrevivía a las veinticuatro horas siguientes, significaría como había explicado el médico que prácticamente estaba a salvo. En ese caso, ya nos veríamos a la vuelta; en fin, se trata de una semana escasa. Durante ese tiempo, él se encargaría de tomar las medidas pertinentes. Empezaría por reemplazar la puerta, tramitando por vía legal los costes en concepto de indemnización por los objetos destruidos. Y que a nadie se le ocurriera presentar una denuncia contra la pobre accidentada. ¡Qué disparate…! Como si se le pudiese atribuir a alguien en estado de invalidez, con las piernas y las manos paralizadas, el delito de violar por negligencia las normas de sanidad pública. ¿Quién en su sano juicio podría creer que esa mujer no limpiaba porque no le daba la gana, y no porque se encontraba impedida? En lo tocante a los muebles, también se encargaría de conseguirlos; iría a buscarlos a los almacenes estatales donde se guarda el mobiliario de quienes mueren sin herederos, y de allí obtendría para su querida vieja Emerenc, ¡faltaba más!, los más hermosos y confortables que pudiera encontrar. Por lo que respectaba a nosotros, las relaciones internacionales eran lo más importante: mi marido y yo debíamos hacer lo que exigían el país y nuestro oficio, y mientras él se encargaría de todos los cuidados de Emerenc. A nuestra vuelta del viaje, ya se sabría si su organismo había sido capaz de combatirla enfermedad; si, por desgracia, moría antes, no la enterrarían sin esperarnos. Y ya habría tiempo de inspeccionar la habitación cuando regresáramos; dee momento, mandaría a un funcionario esa misma tarde para bloquear con tablones de madera la entrada de la cocina y, más adelante, cuando pasaran las fiestas, enviaría a un policía para forzar la cerradura de la habitación; de todas formas, creía que Emerenc nunca la había utilizado y, por ese motivo, no haría falta realizar una limpieza a fondo. Pero todo eso ya lo veríamos juntos.

Cuando por fin llegué a casa, me quité la ropa de forma brusca y violenta, como si me estuviera quemando la piel. En vez de almorzar preferí atender primero a Viola, pero mi marido ya le había echado su comida, que el perro había dejado en el plato sin tocar: parecía haber empezado una huelga de hambre. En la calle se dejaba arrastrar oponiendo resistencia, apenas terminaba de marcar algunos de sus árboles habituales pedía volver a casa, no ladraba, se negaba a tomar agua… La crisis se había desatado y nosotros no disponíamos de métodos adecuados para tratar las particulares manifestaciones de su malestar a raíz del triste suceso. No comí, como tampoco lo había hecho en el Parlamento, donde fui incapaz de probar un bocado de la abundante comida que nos ofrecieron, turbada, sin entender siquiera las preguntas a las que respondía de forma inconexa. Me tumbé en el sofá, pero al cabo de un rato salté invadida por la repentina certidumbre de que debería estar al lado de Emerenc, de que, si yo no la vigilaba, moriría: era la única que podría protegerla en medio de aquel horror, el mismo que nos asfixiaba a ambas. Salí corriendo hacia el hospital, donde el médico me informó con una sonrisa de que la paciente había empezado por fin a recuperar vitalidad; incluso había hablado y le había pedido de nuevo a la enfermera que la tapara decentemente, que era vergonzoso estar allí expuesta en su cama, medio en cueros; después pidió un pañuelo y le ofrecieron un gorro de cirujano que, aunque le confería un aspecto curioso, pareció serenarla. Según el doctor, esos signos demostraban claramente que lo peor ya había pasado y que, como la paciente había ingresado sin ningún efecto personal, convendría que le trajéramos su ropa interior, camisones de dormir y artículos de higiene necesarios para su estancia en el hospital. En estas nuevas circunstancias me costó dirigir la primera mirada a Emerenc, no solo a causa de mi sentido de culpa, sino porque con su gorro ofrecía un espectáculo inusual: no le quedaba mal; al contrario, podía imaginármela perfectamente como una doctora jefa en ejercicio, otra de esas habilidades que se había obstinado en ocultar delante de nosotros. No atiné a contestar nada al médico: no iba a decirle que esa mujer ya no tenía toallas, ni artículos de aseo, ni camisón de dormir, pues todo lo que guardaba antes en sus armarios había ardido en una hoguera, y lo poco que se había salvado estaba en remojo con desinfectantes o puesto a secarse sobre el césped. Si le llevara algo de mi lencería, que ella calificaba de indecente, despertaría sus sospechas; conocía a la perfección mis toallas y mi ropa interior, que, además, no eran de lino blanco como las suyas. En fin, ya encontraría una solución.

Entré en la sala. Me reconoció enseguida, lo que demostró tapándose la cara con una toallita de tocador, con el mismo gesto con que me imaginaba a los monarcas que, al llegar la hora de su agonía final y conforme a los preceptos del Espejo de Reyes, se cubrían con el manto real para ocultar ante los caballeros de la corte la gestualidad dolorosa de su rostro. En el caso de Emerenc no se trataba precisamente de eso; por fortuna, ya no daba señales de estar en fase terminal y presentaba un aspecto considerablemente mejor que por la mañana. Lo que pretendía expresar mediante su código era que no quería verme nunca más. Bien, está bien… Me encaminé hacia casa, andando, sin prisa, e hice una parada delante del puesto de la verdulera, donde me encontré con una auténtica reunión de vecinos; estaban acordando el orden de visitas a Emerenc: cuándo y con qué guiso de comadrona debía ir cada uno al hospital. Le pedí a Sutu que, cuando fuera su turno, le llevara también algo de ropa interior, toallas y productos de aseo, un poco de todo, pero era necesario inventar algún pretexto para justificar por qué no los había cogido del menaje de la vieja. Una vez en casa, esperé al agente que el teniente coronel iba a mandar para clavar las tablas sobre la puerta arrancada. Sabía positivamente que ya no podía eludir ni un deber más; tenía que estar allí cuando llegase el hombre y controlar para que esa puerta quedara bien cerrada; ya era hora de que por primera vez en esos días hiciera algo bien. Mis fuerzas estaban a punto de agotarse, ante mis ojos nublados se dibujaban y desdibujaban rayas y círculos en una danza caprichosa; habría dado mi alma a cambio de que alguien me sacudiera y me dijera que parara de gritar, que todo lo que estaba viviendo no era más que una pesadilla que pronto se acabaría. No podía creer que pudiera ser real ese aluvión de sucesos tan dispares e impactantes que nos habían sobrevenido por sorpresa y a la vez. Nadie podría soportar una carga tan pesada sin desmoronarse en el intento. El agente, vestido de paisano, no tardó mucho en llegar. Mientras contemplaba cómo montaba las cuatro tablas de madera, dos en vertical y dos en diagonal, sobre el marco de la puerta, no pude evitar una asociación mental: aunque desde que tengo uso de razón las tapas de los féretros se fijan con unos ganchos especiales en vez de los tradicionales clavos, aquellos martillazos se me antojaban como golpes sobre un ataúd en el que acabaran de enterrar los restos de una forma de vida tan especial como irrepetible, sellando así el fin de la saga unipersonal de Emerenc.

BOOK: La puerta
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