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Authors: Magda Szabó

La puerta (32 page)

BOOK: La puerta
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—Señora, por favor —comenzó, buscando visiblemente las palabras—. Solo quería decirle que lo que acaba de ver no era real, no vaya a creer que la señora Emerenc está bien. Lo que sucede es que ella es así de altiva, y la alegría que demuestra es pura fachada. Cuando está sola, se la ve muy triste y callada.

No le respondí. Me hice la dura. Debió de notar en mi rostro que esperaba una mayor insistencia.

—Su espectacular mejoría es solo aparente —prosiguió, empeñada en ablandarme—. Al principio, no se podían prever las posibles secuelas. Ahora sabemos que, aunque haya recuperado la movilidad de sus miembros, no podrá volver a caminar. El teniente coronel viene a verla diariamente, y entre todos estamos pensando qué se puede hacer para remediar esta situación.

¡Ah, claro! Si el teniente coronel viene cada día, con mayor razón puedo marcharme a casa; también vendrá la banda de música de la policía, y no tardarán en visitarla los más avezados. ¿Qué pinto yo aquí, entonces? No le falta de nada, está muy bien cuidada. Sus aduladores no solo le traen comida, también vienen a chismorrear alrededor de su cama como si esto fuera el recibidor de su casa. Además, tiene a su teniente coronel allí, el hombre protector de la casa… pero a mí no me ha pedido nada. Y, sinceramente, ya estoy cansada de ofrecerme una y otra vez para ser constantemente rechazada.

—Convendría que… —balbuceó la enfermera.

No sabía expresarse bien. Pero yo, que vivo de las palabras y mido el mundo a través de ellas, entendí perfectamente lo que quería decirme. Que no debía ofenderme, había que aguantar sus insultos por injustos que fueran, así como todos sus caprichos, porque ya no se trataba solo de su parálisis, era muy probable que le quedara poco tiempo de vida. ¡Qué va!, objeté. Ella es una mujer muy fuerte, más que cualquiera de nosotros. Ya verá como nos sobrevivirá a todos… Ahora, mientras cuento su historia sentada ante mi máquina de escribir, tengo la sensación de que fue entonces cuando la abandoné definitivamente a su suerte, cuando no solo solté su mano por segunda vez, sino que también la traicioné en el interior de mi corazón.

—De todos modos —replicó la enfermera—, si ella la necesitara en algún momento la llamaré por teléfono.

Que no, que no se molestara en llamarme. Esa señora no querrá nada de mí; estaba claro que no necesitaba de mis cuidados ni quería verme. Caminé muy despacio hasta mi casa, y al llegar le conté lo sucedido a mi marido. No me respondió durante un tiempo largo, pero cuando empezó a hablar me sorprendió con algo que no me esperaba. Suspiró y masculló:

—Pobre Emerenc.

¡Pobre Emerenc! Nunca me sentí más cercana a nuestro reverendo, con quien había mantenido discusiones acaloradas intentando desentrañar las claves de la personalidad de aquella mujer.

—En ocasiones eres sorprendentemente injusta —me acusó mi marido—. ¿Cómo no puedes entender algo tan evidente? Todos los demás lo han captado, los vecinos, el teniente coronel… Por lo que me cuentas todo resulta bastante obvio.

¿Obvio? Lo miré como Viola me miraba cuando le daba una instrucción imprecisa o contradictoria e intentaba descifrar en mi rostro alguna señal de lo que realmente pretendía de él. ¿Habré cometido más errores desde aquel infausto día? El cargo de conciencia por aquella falta había convertido mi vida en una angustia constante. No había logrado serenarme un solo momento, ni tan siquiera durante la entrega del premio ni en la posterior recepción nocturna. Recuerdo de forma vaga que estaba profundamente trastornada, el cuerpo y el alma estremecidos, casi inconsciente. El viaje a Atenas también había sido un infierno; dormí prácticamente todo el tiempo, y cuando estaba despierta lo único que percibía eran los remordimientos que me rondaban como lobos hambrientos a su presa.

—¿No ves que Emerenc se siente profundamente avergonzada delante de ti, delante de todos nosotros, porque ha mostrado su vulnerabilidad, no puede soportar la idea de haber sido descubierta en su impúdico estado de abandono, rodeada de todo tipo de inmundicias, y ver así su dignidad pisoteada y destrozada? Es normal que ahora adopte el papel de amnésica, para no recordar su propia imagen rota en mil pedazos. ¿Tengo que decirte yo lo vergonzoso que fue el episodio? ¿A ti, que fuiste la principal artífice de la «maniobra de rescate», la misma que desató luego la tragedia? Precisamente a ti, que debiste haberla protegido a toda costa; a ella, que había depositado toda su confianza en ti, y que tú terminaste traicionando. Tú, que eras la única capaz en este mundo de convencerla para que abriese esa maldita puerta, la engañaste y permitiste a la gente descubrir sus secretos. Has sido desleal con alguien que es más puro que cualquiera de nosotros. Tú le has dado el beso de Judas.

¡Judas…! ¡Lo que me faltaba…! Estaba agotada, hastiada y muy poco dispuesta a escuchar moralejas; solo quería acostarme, desconectar de todo y descansar. Sutu me había prometido que vendría a las seis. Le pedí a mi marido que me avisara si me quedaba dormida, y me metí en la cama huyendo de mí y de Emerenc. Pensé que con todo el cansancio acumulado me dormiría enseguida, pero no, no conseguí conciliar el sueño, y cuando los ladridos y los arañazos en la puerta indicaron que habían traído al perro, me levanté y fui a abrir. Viola nos saludó tan efusivamente como nunca antes lo había hecho; creo que pretendía expresar así su alegría por estar de vuelta en casa, ya que encontrarnos allí podría ser la señal de que la tormenta había pasado y que quizá pronto aparecería también su adorada Emerenc. Le di las gracias a Sutu por haber atendido al animal; le pregunté cuánto le debía y me pidió una cantidad razonable, que pagué con sumo gusto. Pero ella, por lo visto, no tenía ninguna intención de marcharse.

—Escúcheme, señora —empezó—, debo contarle algo por si el médico o las enfermeras no se lo han dicho. Es verdad que Emerenc está mejorando, pero hay un problema… Mire usted, aunque recuerda muchas cosas, al mismo tiempo presenta ciertas lagunas de memoria. No se acuerda justamente de los acontecimientos más recientes, de ningún detalle: por ejemplo, de que usó un hacha para defenderse, ni tampoco de cómo fue llevada al hospital. Cuando nos preguntó cómo había ido a parar allí, le conté que usted lo había arreglado todo. Insistió muchísimo en si habíamos cerrado bien su casa. La tranquilizamos diciéndole que por supuesto, y que la llave se la había quedado usted. Emerenc conoce los hechos según una versión inventada por el teniente coronel, la que consideró más prudente, y que es como sigue: un día llamamos a su puerta y ella no contestó; eso nos alarmó tanto que fuimos corriendo a buscarla a usted, pero cuando fue allí y la llamó, tampoco dio señales de vida. ¿Qué íbamos a pensar, entonces? Pues lo peor. Decidimos rápidamente pedir ayuda al licenciado y fue él quien por fin logró abrir la puerta forzándola con una palanca. —Los vecinos llamaban a mi marido «licenciado», y por más que intenté imaginármelo con semejante herramienta en la mano me resultó imposible—. Luego le dijimos a Emerenc que la habíamos encontrado caída en el umbral y sin conocimiento. El manitas la cogió en brazos y la llevó hasta el coche del señor Brodarics para llevarla al hospital, donde desde entonces estaba en muy buenas manos. No le dijimos nada sobre el servicio de desinfección ni tampoco sabe lo que ha pasado con sus gatos. No se ha enterado de que en todo este tiempo usted ha estado en Atenas. Y, por favor, no vaya a decirle que los funcionarios de sanidad lo quemaron todo. Ella cree que usted cerró enseguida su puerta con llave y que va por su casa una vez al día para controlar que todo esté bien. Ya sé que algún día tendrá que enterarse del desastre sucedido, pero cuanto más tarde mejor. Puedo decirle que en esta difícil situación todo el mundo está respondiendo de forma maravillosa. La atienden bien, la miman. El teniente coronel se preocupa por que no descubra el engaño, imagine la de mentiras que hay que inventar para mantener la farsa… El señor Szeredás también se está portando muy bien, no parece estar esperando la muerte de su tía, sino que también está de lo más esperanzado en que un día se ponga bien. Lo que no me atrevo a pensar de momento es cómo reaccionará ella cuando descubra la verdad.

La escuché sin hacer ningún comentario. En honor a la verdad, se habría merecido unas palabras de reconocimiento, que sin duda esperaba que yo le dedicase; estaba claro que se había portado muy bien, como todos los del barrio, solidarios, mostrando mucho tacto, pero yo me reservé mi opinión; nadie como yo conocía a esa mujer. Había algo que no me cuadraba. Por fin, una luz empezó a penetrar en la compacta oscuridad que hasta ahora reinaba en mi mente respecto al acertijo llamado Emerenc. Si tenía amnesia, ¿por qué ocultaba su rostro cada vez que me veía? Durante toda su vida, había mantenido un porte absolutamente maquiavélico, sabiendo utilizar y regular su memoria en cada momento en función de sus intereses. Empecé a vislumbrar algo que, más que sorprenderme, me asustó. Sutu se despidió con un apretón de manos, y al sentir el tacto helado de mis dedos expresó su preocupación por que la frialdad pudiera ser síntoma de alguna enfermedad latente.

Mi marido también había llegado a la misma conclusión. ¡Menos mal…! Así me ahorraría el trabajo de convencerlo. Me dejé caer en un sillón y, acariciando el sedoso pelaje de Viola, que estaba acurrucado a mi lado, empecé a urdir mi plan. Decidí llamar por teléfono al teniente coronel. No lo encontré en su despacho, pero en la centralita me dijeron que le informarían de mi llamada. A continuación telefoneé al sobrino, con quien sí pude hablar. Me dijo que compartía el optimismo de Sutu, que eso de no acordarse de nada estaba siendo como una bendición de Dios para Emerenc, y que también nos venía estupendamente a nosotros, porque nos daba tiempo para volver a amueblar su cocina, pintar las paredes y cambiar la puerta sin que ella se diera cuenta del cambio. Al ver cómo habíamos arreglado todo aquello, tan nuevo y tan limpio, seguramente se sentiría contenta y compensada por todo lo que había perdido, si es que recordaba algo.

Dijeran lo que dijesen los médicos, no servía para tranquilizarme; yo conocía muy bien a Emerenc por propia experiencia: yo la había visto destruir un suntuoso festín preparado celosamente por ella solo por haberse sentido despreciada por la persona que, en el último momento, no había acudido a cenar; también era yo a quien ella había invitado en ocasiones excepcionales a navegar por los laberintos de su memoria. ¿Cómo podían pensar que Emerenc iba a olvidar a sus gatos? Si así fuera, no preguntaría constantemente por lo que había pasado con su vivienda. Por supuesto que lo recordaba todo; simplemente, rio se atrevía a manifestarlo de manera abierta. Al principio del tratamiento, el estado de semiinconsciencia provocado por la medicación debió de afectar a su memoria, pero a medida que pasaban los días sin duda habría recuperado, de forma progresiva y con sus contornos y colores cada vez más nítidos/todas esas imágenes olvidadas. Si era capaz de reconocer a Sutu y a sus otros adeptos del barrio, ¿cómo no iba a recordar su vivienda y a los animales que en ella vivían, los restos del pato putrefacto y el pescado pestilente; en fin, todo lo que la rodeaba cuando, ya paralizada, aún se creía capaz de salir de ese profundo abismo, como había hecho tantas otras veces en su vida? ¡Pobre y desgraciada mujer…! ¡Como nadie le dice la verdad y no se atreve a preguntarla, se ve obligada a buscarla ella sola buceando perdida entre las sombras! ¡Basta ya de autocompasión! A quien debo compadecer ahora es a Emerenc. ¿Qué importa ahora quién hirió a quién y cómo, si es que una persona enferma puede herir a alguien? Debo ir al hospital inmediatamente. En este drama hay una sola protagonista, y aunque estemos viviendo juntas un melodrama, en esta ocasión no se trata de mí, sino de Emerenc.

La encontré en compañía de una hermosa joven, la esposa del médico jefe del hospital. Conversaban alegremente, y comprendí que esa mujer también había intercedido en su favor. Los demás enfermos debían de haberse quedado muy impresionados al ver los privilegios de que Emerenc disfrutaba incluso al más alto nivel. Durante aquella visita, tan grata como inesperada, la vieja no había sentido ninguna necesidad de representar su gracioso numerito de cubrirse la cara; pero en cuanto la mujer se despidió, Emerenc procedió apresuradamente a esconder su rostro ante mí detrás del pretexto de su toallita. No me había equivocado: su cerebro funcionaba a la perfección. La esposa del médico no tenía culpa alguna ni parecía saber nada; por eso, en su presencia no había ninguna necesidad de ponerse la máscara. Observé el entorno de la habitación; sobre la mesa descubrí, entre el variado material de enfermería, un cartel que decía PROHIBIDA LA ENTRADA, probablemente de los días más críticos de su enfermedad, cuando aún no se sabía si sobreviviría. Cogí el cartel y lo colgué sobre el picaporte de la puerta, de cara al pasillo. Acto seguido, con un gesto que cogió por sorpresa a Emerenc, le quité la toallita del rostro y la arrojé sobre la cama desocupada de al lado, lejos del alcance de su mano. No le quedó más remedio que mirarme a la cara. Sus ojos se llenaron de cólera y de odio.

—No vuelva a hacer eso —le dije para empezar—. Acepto que me odie solo por no haberla dejado morir, pero, en vez de jugar a cubrirse, dígamelo directamente a la cara. Esto no puede continuar así. Lo hice todo por usted. Bueno… no me ha salido bien, no como yo habría querido, pero lo hice con la mejor intención del mundo, aunque no me crea.

Clavó su mirada inquisitiva en mi rostro, con una agudeza mezcla de detective y de juez y de repente una lágrima asomó en sus ojos. Yo sabía que estaba llorando por su secreto que nunca más volvería a serlo, por sus gatos cuyo destino ni se había atrevido a preguntar y lloraba también por su dignidad ridiculizada y maltrecha, por el hacha, por la muerte de una leyenda, la suya propia. Pero, sobre todo, lloraba por mi traición. No lo dijo, pero comprendí que para ella la mejor demostración de mi amor habría sido respetar su voluntad de rendirse. Al verse discapacitada, con miedo a que la gente del barrio que tanto la apreciaba descubriera sus miserias, ella misma se había condenado a muerte. Emerenc no creía en el más allá, creía en el instante. Intentar convencerla de que abriese su puerta había desencadenado un cataclismo, que había provocado que su mundo se derrumbara sobre ella y la sepultara. ¿Cómo había sido capaz de hacer aquello? ¿Y por qué? Ella me acusaba sin palabras, sus frases mudas lo decían todo.

BOOK: La puerta
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