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Authors: Magda Szabó

La puerta (35 page)

BOOK: La puerta
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Me fui del hospital sin ni siquiera visitar a Emerenc. Mientras caminaba hacia casa, reflexionaba sobre cómo debería argumentar en el caso de una rotunda negativa por su parte. Necesitaba hablar urgentemente con mi marido. Cuando llegué al edificio de Emerenc, la calle estaba en pleno revuelo; había un camión aparcado, rodeado por una multitud de curiosos. Intrigada por aquel enorme ajetreo, entré y pude ver por fin que habían empezado la reforma de la antesala: las paredes de la cocina estaban medio pintadas y la puerta había sido reemplazada. Una brigada de mujeres a las que yo no conocía se dedicaba a la limpieza del suelo; todo parecía indicar que eran presas que el teniente coronel había conseguido para realizar trabajos sociales. Una vez en casa, llamé por teléfono al oficial, el cual no entendió mis objeciones. La puerta había sido sustituida, las obras de pintura casi finalizadas —con ese calor casi estival, las paredes no tardarían en secarse—, el suelo lucía impecable y en un par de días traerían el nuevo mobiliario. ¿A qué se debía entonces esa gran aflicción? ¿Cuál era el problema?

¿Cuál era el problema? Nadie parecía entenderlo. Le conté la traición de Sutu. No le gustó, pero me explicó que lo que ella pretendía era inviable, pues las leyes protegían a Emerenc. No podían desalojarla por incapacidad laboral hasta que esta no fuera definitiva. Por eso, de momento, no había motivos para alarmarse: conforme a la ley, Emerenc podía permanecer de baja por enfermedad durante un plazo de dos años y conservar en ese tiempo el derecho a la vivienda en que trabajaba. En esos dos años podría pasarle cualquier cosa, recuperarse completamente o, en el peor de los casos, morirse. Sin embargo, él también compartía la opinión de los vecinos; si habíamos logrado salvarle la vida con esa mentira piadosa que yo había avalado con mi prestigio personal, tenía que dar un paso más: ahora debía revelarle la verdad, y para hacerla digerible tenía que contarle no solo la destrucción, sino también la reforma, y decirle que su nuevo hogar la esperaba más hermoso que nunca.

Definitivamente, el teniente coronel tampoco comprendía nada. Todo lo que me dijo tenía poco que ver con la visión de Emerenc sobre los hechos. El vocabulario de la portera contenía palabras como «mugre», «farsa callejera» y «escándalo público», mientras que el oficial de policía hablaba en términos de «ley», «solidaridad ciudadana» y «actuación rápida y eficiente». Ambas posturas eran válidas, pero los dos utilizaban lenguajes distintos. Le pedí el favor que informara a Emerenc en mi lugar y le explicara que aquel día yo no pude estar presente por la simple razón de un compromiso inaplazable en televisión, y que por eso no había podido evitar que pasara lo que sucedió.

—Muy bien. Yo no le tengo miedo, se lo voy a decir —respondió—, Ella es una mujer muy inteligente y entenderá sin ningún problema que su verdadera salvación era esa y no la de desaparecer del mapa, como ella quería, por una lamentable cuestión de apariencias a la que, evidentemente, nadie daba importancia. Esta misma tarde iré a verla para decírselo. Con respecto a Sutu, su deslealtad clama al cielo; también se lo contaré a Emerenc y ya verá como la rabia la reanima, más que cualquier medicamento. Para darle su escarmiento a esa desagradecida, Emerenc no solo se levantará milagrosamente de su cama, sino que será capaz de ir hasta el último rincón del mundo si hace falta. En fin si usted no quiere hacerlo, yo hablaré con ella; pero, sinceramente, me ha decepcionado: ha bajado la guardia en el último momento. Espero que haya aguantado mejor en los tiempos de crisis.

Final

Ya había vivido horas semejantes a lo que fue esa tarde; transcurrió bajo la misma tensión que el día en que mi marido fue operado del pulmón, o la noche que precedió el entierro de mis padres. Me recosté en la cama de la habitación de mi madre con Viola, que permanecía inmóvil. Debían de ser las seis cuando Adélka llamó al timbre para decirme con la cara descompuesta que no podía creerlo, que no la habían dejado entrar a ver a Emerenc y que no tenía ni idea de lo que ocurría. En su puerta había un cartel que prohibía la entrada, y cuando le pidió a la enfermera que entregase a la señora la fuente con el caldo que le había traído, ella lo rechazó alegando que la paciente no aceptaba alimentos y que, de momento, no se permitían las visitas. Le ocurrió lo mismo a la esposa del manitas, que tuvo que llevarse de vuelta su cesta llena de comida. Por lo visto, la guillotina ha caído, pensé, tengo que ir al hospital. Me vestí, salí a la calle, y delante de nuestra casa me topé con Sutu, que barría la calle —nadie se lo había pedido— distraída, ausente, y me miró con una expresión más de curiosidad que de mala conciencia; parecía como si, al enterarse de la reciente prohibición de las visitas, estuviera barajando posibilidades futuras, como aquel día en que puso las cartas sobre la mesa, y sopesara si los nuevos cambios serían positivos o negativos para sus planes.

De camino al hospital me encontré con dos vecinas más que regresaban de allí, caminando con pasos lentos y visiblemente desanimadas. Traían sus guisos de comadrona sin tocar y parecían muy preocupadas por la aparente recaída de Emerenc; sospechaban que el causante debía de ser la llegada de un frente frío, ya que con ese cielo plomizo y ese fuerte viento que azotaba violentamente los árboles la mujer solía empeorar, y por eso las enfermeras no dejaban que la perturbaran aún más con las visitas. De hecho, esta vez la prohibición resultaba más estricta que en ocasiones anteriores. Las dos mujeres temían lo peor. ¿Quién sabe? Quizá la pobre portera esté en las últimas. Era preciso que fuera yo; tal vez a mí me dijeran la verdad.

Al llegar a la sala, lo primero que hice fue quitar el cartel de la puerta. La enfermera inclinó levemente la cabeza para indicarme que, conforme a las instrucciones del médico, a mí podía dejarme pasar. Entré. El teniente coronel tenía toda la razón del mundo: al ser yo quien más involucrada estaba en la vida de Emerenc, e incluso había tenido el coraje de arrancarle a Átropos las tijeras de la mano, debía tener el mismo valor para mirar lo que las Parcas tejían en sus telares. Emerenc yacía en su cama, de espaldas a la puerta; sin volver la cabeza, solo por el sonido de mis pasos, me reconoció, como solía hacerlo Viola. A diferencia del día anterior, al notar mi presencia ocultó el rostro tras su toallita.

Permanecimos calladas. Las ramas de los árboles sacudidas por el viento chocaban contra los postigos de las ventanas con un ruido seco. Bajo las sombras crecientes, la figura de Emerenc, hermética, impenetrable, se perdía en un silencio lleno de misterios. Me senté en el borde de la cama con el cartel en la mano.

—¿Cuántos gatos quedan? —le oí decir bajo su velo. Su voz se me antojaba tan irreal como sus facciones invisibles.

Dijera lo que dijese, ya daba igual.

—Ninguno, Emerenc. Encontramos los cadáveres de tres gatos que creemos que eran suyos, y de los otros hemos perdido la pista.

—Siga buscándolos. Los que están vivos aún, deben de andar por allí, en los jardines.

—De acuerdo, los seguiremos buscando.

Reinaba el silencio, solo se percibía el leve roce de las ramas en las persianas.

—Me mintió. Me dijo que había hecho la limpieza.

—No quedaba nada que limpiar, Emerenc. Los de sanidad lo habían eliminado todo.

—¿Y usted lo permitió?

—Todo fue por orden de las autoridades. No pude hacer nada. El teniente coronel tampoco pudo hacer nada. Fue imposible impedirlo. Eso fue una fatalidad, una auténtica desgracia.

—¿Fatalidad, dice? ¿Y si, pongamos por caso, no hubiera ido ese día al Parlamento? Podría haber ido perfectamente al día siguiente.

—No, aunque me hubiese quedado no habría podido impedirlo. Ya le he dicho que en estos casos se aplica una ordenanza determinada, es una cuestión de sanidad pública. ¿Quién soy yo para ir en contra de una ley?

—Después se fue de viaje. ¿Dónde han estado?

—Estuvimos en Atenas, Emerenc. En un congreso. Le habíamos hablado de ese viaje antes de su ingreso en el hospital, pero después ya no se acordaba. Íbamos en representación oficial, no podíamos negarnos.

—¿Se marchó sin saber si a la vuelta me encontraría viva o muerta? No tenía nada que decirle. Sí, así fue. Me quedé mirando la ventana empañada por la lluvia que caía lentamente.

—¡Dios mío, qué clase de gente son ustedes! Usted, y el teniente coronel también. El amo es el más honesto de los tres. Al menos, él no miente.

Ante eso tampoco tenía respuesta. Era verdad; mi marido nunca mentía, pero el teniente coronel es una de las personas más respetables que he conocido, y yo soy como soy. Soy así. Me fui a Atenas, me hubiese ido igual aun en el caso de una enfermedad grave de mi propio padre. Se trataba de una cuestión de relaciones internacionales: si los griegos habían invitado a una delegada oficial y esta no asistía, el asunto adquiría un significado muy distinto. Y si me habían elegido a mí para representar a Hungría, en calidad de recién galardonada, yo no podía defraudar la confianza que mi país había depositado en mí. Soy escritora y, como tal, un personaje público; me ocurre como a los actores de teatro: por cualquier problema que surja en casa, no se puede suspender la función de noche.

—¿Qué me dice a eso? Váyase, no la soporto más —prosiguió Emerenc en voz muy baja—. Y cuelgue enseguida ese cartel en su lugar, no quiero que nadie más entre por esa puerta. Por su culpa todos han visto mis miserias… No se compraron una casa, como me hubiera gustado a mí, para decorársela con todos los objetos de valor que reuní a lo largo de mi vida; tampoco han tenido ese hijo que con tanto gusto les habría criado. Se lo dije tantas veces… Y cuando me di cuenta de que nunca más recuperaría mi capacidad para trabajar, decidí irme. Si usted me hubiese dejado morir, le hubiera estado eternamente agradecida e incluso la habría seguido queriendo y cuidando desde mi tumba pero, así las cosas, no la aguanto ni un minuto más. Fuera de mi vista.

¡Qué sorpresa! ¡Así que Emerenc sí creía en el más allá…! Pregonaba siempre lo contrario solo para burlarse del reverendo y de mí.

—Mire, haga lo que le dé la real gana. Pero usted, de hecho, es una persona que no sabe querer a nadie. Hubo un momento en que creí que quizá sí podría, pero ya veo que no. ¿Para qué me ha salvado? ¿Para caer en desdicha? Y encima va y me dice que me aloja en su casa y que me mantiene… Es usted una idiota.

—Emerenc, por favor…

—Déjeme en paz y váyase donde le plazca: a dar una entrevista en la televisión o a casa para escribir una novela; o, si no tiene nada mejor que hacer, vuélvase a Atenas. Ya no es asunto mío. Y que a nadie se le ocurra venir a visitarme. Adélka me dejó unas tijeras; al próximo que venga, le juro que no respondo de mí, se las clavaré en la tripa. ¿Por qué diablos de repente todos se tienen que preocupar por mi futuro? Ya me dijo su amigo que tengo derecho a guardar cama durante dos años, y que cuando me echen de mi casa me puedo ir derechita a un asilo de ancianos. El Estado lo pone todo. Nuestro régimen es de lo mejor que hay en este mundo. ¡Fantástico! Bueno, adiós. Tengo mucho que hacer.

—Escúcheme, Emerenc, en nuestra casa…

—¿En su casa qué? ¿Pero no se da cuenta? ¿Usted como ama de casa y sostén de una familia? No me haga reír. Si usted y su marido son un desastre… ¡Al diablo! El único ser normal en su casa es Viola.

Su cena estaba en la mesita sin tocar. Volvió a acostarse con un gesto tan brusco que casi tiró el plato al suelo, pero no me atreví a acercarme: tenía pánico a que, realmente, fuera capaz de clavarme las tijeras. Estaba ahí, tumbada boca arriba, con la vista clavada en el techo. No volví a verle la cara, y la dejé así, sin ni siquiera despedirme. Bajo la lluvia, meditando de qué forma debería haberle hablado para no ofenderla, llegué corriendo a casa.

Creo que en el fondo de mi alma había esperado algo peor; al cabo de una hora, ya estaba más tranquila. Mas esta ilusión de paz no duró mucho tiempo, porque mi marido se comportaba de un modo alarmante. No paraba de dar vueltas por el piso mientras decía que esa aparente resignación de Emerenc no le gustaba nada, que lo normal hubiera sido una escena violenta de las que solía montar cuando no le gustaba algo. Pero pronto tuvimos que interrumpir el análisis de la personalidad de Emerenc, porque nuestro perro pareció enloquecer repentinamente. Entre gruñidos terroríficos, empezó a dar zarpazos por todos lados, arañando y revolviendo las alfombras, hasta que terminó tirado en el suelo, con el cuerpo retorcido y echando espuma por la boca como una bestia agonizante. Llamé al veterinario con carácter de urgencia, como en aquella inolvidable tarde de Navidad. Viola adoraba tanto a ese hombre que incluso después de ponerle una vacuna solía mostrarle todo su repertorio de gracias caninas. Pero esa vez, por más que le pidiera levantarse, permanecía tendido en el suelo. El veterinario se arrodilló junto a él y, mientras le hablaba en tono suave, lo examinó palpando su cuerpo, palmo a palmo, con sus dedos finos. Se incorporó y se sacudió el polvo de los pantalones a la altura de las rodillas, y con los hombros encogidos sentenció que no había podido detectar ninguna enfermedad concreta en el animal; padecía más bien un trastorno nervioso, consecuencia probable de un trauma emocional. Viola siguió sin obedecer sus órdenes; no se levantó ni quiso caminar, y cuando intentó a la fuerza ponerlo en pie cayó de lado inerte, como un paralítico. El veterinario prometió volver al día siguiente y me recomendó que para alimentarlo le diera unos comprimidos concentrados de glucosa, y para calmarlo una dosis pequeña, como para un bebé, de un sedante. Tras el diagnóstico final de que no tenía la menor idea de lo que le pasaba al perro, se marchó.

Más tarde, mientras ponía la mesa para la cena, se me ocurrió pedirle a Viola alguna demostración de afecto, pero él, echado en el suelo lánguido e insensible, ni siquiera me concedió una mirada. Pero, de pronto, por sorpresa, rompió en un aullido indescriptible, un sonido tan espeluznante que me quedé petrificada y solté la bandeja con la cena, sin atreverme a acercarme a él, pues tenía la impresión de que estaba sufriendo un ataque de rabia y que estaba a punto de morderme. De ningún modo quise aceptar lo que el perro pretendía comunicarme con su grito. Alarmado por los ruidos, mi marido acudió enseguida a la cocina y, junto a las ruinas de la cena, miró su reloj. Me dijo en voz muy baja: «Son las ocho y cuarto», pero yo aún me negaba a creer eso que debió de haber ocurrido hacía un instante. «Ocho y cuarto», repetí maquinalmente, como si un loco estuviera anunciando la hora por mi boca. «Las ocho y cuarto, las ocho y cuarto.» Cuando lo dije por tercera vez, mi marido fue a buscar mi impermeable. Tuve la vaga sensación de que lo que yo estaba haciendo no era algo normal. ¿Estaré chiflada? ¿Por qué repito la hora como un loro? Continuaba engañándome, como si mi vida dependiese de esa mentira. Pero aunque lo callara, ya lo sabía, y mi marido también. El perro ya nos lo había dicho hacía un momento, y ahora lloraba como un niño.

BOOK: La puerta
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