Authors: Iny Lorentz
Hiltrud y Marie llegaron con los últimos peregrinos, entre los cuales se habían mezclado por el camino. Al principio les molestó un poco que las mujeres las observaran con desconfianza y las esquivaran como si fueran leprosas, mientras que los hombres las miraban descaradamente y les hacían insinuaciones. Pero pronto volvieron a acostumbrarse y se alegraron ante la perspectiva de ganarse un buen dinero. Tal y como pudieron comprobar tras echar un vistazo rápido, no tenían mucha competencia: solo había cuatro tiendas harapientas en las cuales flameaban unas cintas amarillas descoloridas.
Las prostitutas a quienes pertenecían esas tiendas ya estaban trabajando a pleno rendimiento, ya que las entradas a sus carpas estaban cerradas, y algunos hombres se paseaban impacientes alrededor de las casas torcidas y mal armadas de los alrededores, como si no pudiesen esperar a que les tocase el turno de entrar a ellos también. Marie y Hiltrud vieron que algunas miradas se posaban en ellas con gran expectación, y se apresuraron a montar sus propias tiendas. Como no aparecían ni monjes ni guardianes para asignarles un lugar, eligieron una zona de pradera seca y un poco elevada cerca de la orilla, a la sombra de unos sauces llorones, ya que sus ramas, que caían hasta el agua, les aseguraban un lugar en donde poder bañarse por la mañana temprano sin ser molestadas. Mientras seguían ocupadas atando los lienzos a los palos, una de las otras prostitutas salió de su tienda y se quedó observándolas.
—No puedo creerlo. El mundo sí que es un pañuelo.
—¡Gerlind! ¿Qué estás haciendo aquí? —exclamó Hiltrud sorprendida—. Pensé que te habías retirado.
La vieja prostituta salió a su encuentro con una risa amarga y se quedó mirándola con los ojos entrecerrados.
—Lo intenté. Pero a los rufianes de la región no les gustó que tuviera tanto éxito. Por eso me echaron encima al cura y a los guardias. Te aseguro que no pueden existir tantas leyes como las que infringí según ellos, créeme. Me arrebataron mis pichonas, las dos que con tanto esfuerzo había entrenado, y las pusieron a trabajar con un rufián de la zona, no sin antes quitarme el dinero que había ahorrado. Finalmente, me echaron de allí a golpes. Ahora vago otra vez por los caminos mientras entreno a una nueva pichona. Märthe no es muy despierta que digamos, pero sabe muy bien cómo hacer gozar a los hombres.
Hiltrud abrazó a Gerlind llena de alegría. Al hacerlo, pareció no notar lo sucia que estaba aquella mujer desdentada y decadente.
—Qué alegría me da haberte encontrado. Ahora podremos volver a viajar juntas.
—¡Claro! ¡Claro! Así nuestro grupo volvería a unirse. Märthe y yo nos encontramos con Berta y con Fita cuando veníamos de camino hacia aquí, y ellas también buscaban a alguien a quien unirse. Siendo seis ya no tendremos que mendigar la protección de ninguna caravana para viajar.
Mientras Hiltrud asentía solícita, Marie hizo una mueca de desagrado. Berta no era precisamente la clase de compañera que hubiese deseado. Pero al menos era mejor que unirse a una troupe de juglares o a una caravana comercial escoltada por siervos armados, ya que en esos casos tenían que entregar su cuerpo todas las noches al líder. Se consoló con la idea de que con Gerlind aprendería algo más sobre las hierbas y sus diferentes efectos, y además sentía curiosidad por conocer a la muchacha que la vieja prostituta había conseguido como criada.
La llegada de las dos nuevas prostitutas, sobre todo la de una tan bella como Marie, atrajo a los hombres como la luz a las polillas. Algunos de los monjes que se habían acercado y las observaban aún traían puesta la sotana. Por lo visto, el placer carnal les resultaba más importante que el honrar a Dios y que las almas de los peregrinos, ya que era evidente que habían abandonado a los cantores piadosos cuyas oraciones en latín podían escucharse provenientes de la capilla. Uno de ellos se dirigió a Marie mientras ella seguía ocupada afirmando más su carpa con unas sogas gruesas.
—Bienvenida a St. Marien am Stein, hija mía. Si me sirves con humildad y logras satisfacerme, alcanzarás la salvación de tu alma y el perdón de tus pecados.
Marie se detuvo un momento y se quedó mirando al monje con expresión burlona.
—Con humildad debe querer decir gratis, pero solo la muerte lo es, e incluso ella cuesta la vida.
El monje no se dio tan fácilmente por vencido, sino que alzó el tono ceremonioso de su voz.
—No seas tan altiva, hija mía. El día que llegues a las puertas del cielo, el guardián celestial te recordará tus pecados y te indicará el camino hacia el purgatorio. Pero si nos sirves a los piadosos hermanos, los siervos de Satán estarán con las manos atadas, de modo que solo podrán encender una fogata muy pequeña que a lo sumo rodeará tu piel como un baño caliente.
Marie olfateó un poco y luego se echó a reír.
—A ti no te vendría nada mal un baño caliente, hermano. Dios me ha creado con un olfato demasiado sensible como para que pudiera servirte.
El monje la miró disgustado.
—Ya te acordarás de mí cuando estés a las puertas del infierno y los demonios del príncipe de las tinieblas te reciban con sus miembros de hierro provistos de anzuelos con los que desgarrarán tu vientre día a día.
Cuando Marie se dio media vuelta encogiéndose de hombros, él escupió delante de ella y se dirigió hacia Hiltrud. Para asombro de Marie, su amiga asintió y lo hizo pasar a su carpa, a pesar de que aún no había terminado de clavar todas las estacas para asegurarla. Ignoraba por qué justamente Hiltrud, que siempre le había enseñado a fijarse en la pulcritud de sus clientes, hacía pasar a ese monje apestoso. Pero no se detuvo pensando en ello mucho tiempo, ya que el grupo de hombres que se había agolpado frente a su carpa iba en aumento.
Marie examinó a sus clientes y sintió un nudo en el estómago. El caballero Dietmar, tras el nacimiento de su hijo, se había negado incluso a mirarla, de modo que después de despedirse del conde de Württemberg no había vuelto a entregarse a ningún otro hombre. Solo ahora comprendía lo hermoso que había sido volver a ser dueña de sí misma. Habría querido meterse en su carpa y encerrarse allí, pero a la larga no podría darse el lujo de rechazar clientes, y cuanto más tiempo dejara pasar, más difícil le resultaría reanudar su oficio.
Un hombre vestido como un campesino próspero se abrió paso entre el resto.
—Dime cuál es tu precio, niña.
—Cinco chelines —respondió Marie, a quien no le gustaba su cara hinchada.
El campesino se quedó un instante perplejo y luego hizo un gesto de desprecio.
—¿De doce peniques cada uno? Debes de estar hecha de oro allí abajo para exigir tanto.
Marie señaló hacia la tienda de Berta, que había reconocido por sus manchas.
—Si buscas una mujerzuela más barata, la encontrarás allí atrás. Yo solo le entrego mis favores a los hombres que pueden darse el lujo de pagarlos.
Con esas palabras se ganó la simpatía de todos. El campesino resopló con fuerza y se retiró haciendo un comentario malintencionado. Sin embargo, no se dirigió a la carpa de Berta, sino hacia donde estaba Hiltrud. Ella ya había despachado al monje y se acercó al campesino meneando las caderas. Se pusieron de acuerdo enseguida, tras intercambiar unas pocas palabras, y desaparecieron juntos en el interior de la carpa.
—¿Cinco chelines es lo que pides? Creo que puedo pagarlos —susurró una voz al oído de Marie.
Ella se dio la vuelta y vio que tenía a un hombre viejo vestido con una esclavina amplia y polvorienta casi encima de ella. La concha que adornaba el ala levantada de su sombrero de fieltro indicaba que había peregrinado hasta la ciudad de Santiago, en la lejana España. A pesar de que tenía el abrigo muy gastado y descolorido por el sol y los zapatos con varios remiendos, el peregrino no tenía la apariencia de un hombre pobre. Sus hombros anchos y musculosos y los restos de callos en sus manos, provocados por empuñar la espada, revelaban que pertenecía a la orden de caballería. Marie supuso que, como muchos otros, habría legado sus posesiones a su hijo y se habría marchado a una peregrinación. Como estaba más limpio que los demás, Marie le abrió su carpa y lo invitó a pasar.
—Si me acompañáis…
El hombre dejó su bastón en la puerta de la tienda y entró, pasando junto a ella. Cuando se quitó el traje, comprobó que estaba tratando con un anciano, ya que el vello de su piel arrugada era blanco. Sin embargo, su rostro no mostraba nada de la madurez de la edad ni del ensimismamiento espiritual de un peregrino, sino una inocultable lujuria. Antes de que Marie pudiese terminar de acostarse, se dejó caer sobre ella y la penetró con una fuerza tal que parecía querer partirla en dos con su miembro. De haber sido joven, seguramente le habría provocado dolor, incluso era probable que la hubiese lastimado. Pero ahora le faltaba el vigor necesario para ello. De todos modos, esa relación sexual fue más que desagradable para Marie. El hombre jadeaba con fuerza y le babeaba la cara mientras le clavaba las uñas en los hombros y balbuceaba obscenidades.
Marie sintió asco de aquel hombre, de sí misma y de todo en lo que se había convertido. Pareció transcurrir una eternidad hasta que el hombre se desplomó sobre ella con un grito disonante. Como tardaba en moverse, por un momento Marie creyó que había pagado con la vida su intento de demostrar su virilidad. Pero entonces oyó su gemido y suspiró aliviada. Un muerto en su carpa habría sido fatal. Aunque no la hubiesen hecho responsable de lo sucedido, se habría ganado la fama de traer mala suerte. La mayoría de los hombres (sobre todo aquellos que pagaban bien) la habrían evitado como si padeciera alguna enfermedad contagiosa. Con gran alivio, salió de debajo del hombre y se bajó el vestido. Luego le extendió la mano.
—Los cinco chelines, tal como acordamos.
Pero el peregrino se rió de ella.
—Recibe como recompensa mi bendición. No pago dinero por una ramera.
Marie se reprochó el haber olvidado uno de los preceptos fundamentales en la vida de una prostituta: pedir que pagasen primero. Al mismo tiempo, una furia incontenible se apoderó de ella. No estaba dispuesta a dejar ir al viejo así, sin más.
—Eso no fue lo que acordamos. O me pagas, o…
—¿O qué? —se burló él, y abandonó la tienda. Pero Marie fue más rápida que él. Tomó su bastón de peregrino e hizo caer al viejo, provocando las carcajadas de todos los que lo rodeaban. Antes de que el hombre pudiese volver a ponerse en pie, ella le arrancó el monedero del cinturón con un enérgico movimiento.
—La bendición puedes guardártela. Habíamos acordado cinco chelines, y me los pagarás.
Abrió el monedero, extrajo monedas por ese valor y fue contándolas de modo que las vieran todos los que estaban a su alrededor. El viejo la trató de ladrona e instó a los presentes a que lo ayudaran a defenderse de aquella ramera sinvergüenza.
Marie le arrojó a sus pies el monedero y dirigió una mirada desafiante al resto de los hombres presentes.
—Este viejo carnero pensó que podía pastar gratis en mi pradera, pero acabo de quitarle esas ideas de la cabeza.
En su interior, suspiró aliviada cuando vio que el viejo no intentaba devolverle los golpes, sino que se levantaba maldiciendo y se alejaba cojeando. Con un hombre más fuerte no habría podido hacer lo mismo. La habría molido a palos o quizás hasta matado sin que uno solo de los espectadores hubiese tratado de impedírselo. Algunos de los hombres más jóvenes, que no podían pagar el precio de Marie y que no admitían que un viejo así visitara a una prostituta tan hermosa, lo insultaron y lo empujaron con rudeza, a codazos, y cuando el viejo fue a quejarse a voz en grito ante unos monjes, tampoco cosechó como respuesta más que burlas y risas.
Otro hombre se acercó y le pagó a Marie los cinco chelines en mano. A juzgar por su aspecto, se trataba de un comerciante rico que no se había acercado hasta allí por una promesa, sino más bien para hacer negocios. Marie arrojó una última mirada triunfante al hombre que había tratado de estafarla y desapareció con el comerciante dentro de la tienda.
Cuando poco después salió a mirar si tenía un nuevo cliente, notó que el pequeño episodio con el viejo peregrino se había divulgado muy rápidamente, lo cual no la convenía en exceso. Todos los hombres presentes en la fiesta parecían conocer su precio, y por eso el número de los que se acercaban a su carpa había disminuido mucho. Pero de todas formas seguía teniendo suficientes clientes. Por supuesto, alguno que otro intentó regatear con ella, pero al final todos pagaban sus cinco chelines como buenos niños. Satisfecha, Marie comprobó que había ganado muy bien a pesar de haber aceptado menos clientes de lo habitual.
En cambio, Hiltrud parecía no poder conseguir suficientes clientes, y comenzó a infringir todas las reglas que le había enseñado a Marie. Hacía pasar a su tienda a todo hombre que la encarara, sin importarle su aspecto ni el olor de su cuerpo. Ni siquiera parecía importarle si le pagaban o no, ya que Marie vio entrar en su tienda a varios monjes que difícilmente debían tener con qué pagarle.
Más tarde, cuando todo se hubo tranquilizado un poco, Marie llevó a su amiga a orillas del lago y le reprochó su conducta pero no obtuvo respuesta alguna. Hiltrud tenía la mirada clavada en el horizonte, y la expresión de su rostro revelaba cansancio y hastío. Al ver que Marie insistía en sus reproches, meneó enérgicamente la cabeza.
—Déjame en paz. Yo sé lo que hago.
Pero Marie no iba a amedrentarse tan fácilmente.
—Si sigues así, muy pronto acabarás volviéndote como Berta, que se abre de piernas ante cualquier muchacho sarnoso y que tampoco tiene ya otra opción, pues los clientes más exigentes le dan la espalda. Ahora es absolutamente imprescindible que te laves muy bien y controles que no te hayan contagiado piojos ni pulgas. Me dio la impresión que algunos de tus pretendientes debían de ser buenos amigos de esas alimañas.
Hiltrud sonrió con tristeza.
—No te preocupes por mí. Me repondré. Pero hoy tenía que hacerlo para recordar cuál es mi lugar en el mundo. El tiempo que pasamos en el castillo de Arnstein no me hizo bien.
—Te torturas porque no pudiste permanecer al lado de Thomas.
Marie rodeó a su amiga con el brazo y la atrajo hacia sí.
—Entiendo que estés triste por haberlo perdido. Pero no puedes agredirte a ti misma por eso, ya que si lo haces, te ganarás fama de rabiza, y los clientes de buen pasar te dejarán de lado. A ellos no les gusta en absoluto que se haya acostado contigo antes un criador de piojos.