La ramera errante (37 page)

Read La ramera errante Online

Authors: Iny Lorentz

BOOK: La ramera errante
5.2Mb size Format: txt, pdf, ePub

Hiltrud no pudo más que reírse de la ocurrencia de su amiga. Pero cuando Marie le dijo que justamente los hombres que casi nunca tenían la oportunidad de estar con una prostituta podían llegar a lastimarla en un rapto de lujuria, ella negó con la cabeza.

—Dime, ¿acaso te has olvidado de todo lo que alguna vez te enseñé? ¡Yo no les entrego mi mina de oro a todos esos tipejos! La mayoría ni se da cuenta cuando su vara no penetra en donde ellos creen sino que se descarga entre los muslos apretados o mediante el hábil trabajo de una mano femenina.

De hecho, Marie no había vuelto a pensar en esos trucos. En el castillo de Arnstein no había podido usarlos, y antes también había renunciado a ellos casi por completo, ya que, a diferencia de las rameras más baratas, siempre podía escoger a sus clientes. Y engañar a un cliente con alguno de esos trucos podía llegar a resultar muy peligroso, ya que únicamente funcionaban cuando el hombre estaba demasiado borracho o excitado.

—Yo en tu lugar tendría cuidado. Si un pretendiente llega a acusarte de no haberlo atendido como corresponde nadie te ayudará. Acuérdate de aquella joven prostituta que el año pasado en Trossingen intentó resguardar su mina de oro. El cliente se sintió embaucado, fue a buscar a sus amigos y mandó que la violaran a la vista de todos hasta que casi no pudo ni gritar.

Ese recuerdo logró surtir efecto en Hiltrud, que se quedó pensando.

—No solo fueron los amigos del hombre. Varios tipos más aprovecharon la oportunidad de echarse uno gratis.

Pero Marie aún no había terminado con sus reproches.

—Esa vez no faltó mucho para que esos se echaran encima de todas las prostitutas del mercado, ¿recuerdas? Pasamos momentos de pánico. Quién sabe qué habría sucedido si la guardia de la ciudad no hubiese intervenido a tiempo.

Hiltrud levantó las manos en señal de rechazo.

—¡Tienes razón! He sido una idiota. Pero te prometo que no volveré a abandonarme así. ¿De acuerdo?

Cuando Marie asintió, Hiltrud se puso de pie.

—Ven, desvistámonos y vayamos a bañarnos. Pero primero colgaré mi vestido y mi manta junto al fuego: me temo que sí me han legado un par de pulgas.

Hiltrud se dirigió hacia su carpa para cambiarse y buscar el jabón que ella misma preparaba con grasa y ceniza. Como había muchos peregrinos acampando en los alrededores, le hizo señas a Marie para que la siguiera, caminó un trecho por la orilla del lago hasta llegar a un saliente rocoso que llegaba hasta bien dentro del agua, y allí se quitó la ropa. Marie se metió en el agua con el vestido puesto y se enjabonó la piel y la tela, al tiempo que observaba a Hiltrud, que se frotaba con tanta energía que parecía querer arrancarse la piel.

—Eso no será suficiente. Los piojos y las pulgas son bichos muy obstinados, y seguramente preferirán quedarse en tu piel antes que saltar a esos carneros malolientes a quienes dejaste pasar.

—Pero solo a mi tienda, no a mi puerta —le aseguró Hiltrud—. De todos modos, más tarde puedes tratarme el cabello con esa pasta de hierbas para los piojos. ¡Más vale prevenir que curar!

Marie vio a la luz de la luna que su amiga le sonreía con tristeza. Aunque seguía sintiendo en su interior un inmenso dolor por la separación, Hiltrud le estaba agradecida por su reprimenda. No era correcto que una mujer se abandonara de esa forma, y para una prostituta aquello suponía el principio del fin. Para salvar su reputación, tendría que ser durante varios días más selectiva que de costumbre, aunque ello implicara ganar menos dinero.

Cuando Marie y Hiltrud regresaron a sus tiendas, las otras prostitutas estaban sentadas alrededor del fuego bebiendo una sopa indefinible. Sentada entre Gerlind y Berta había una muchacha con cara de galleta y cabellos rubios que debía de ser Märthe. Si bien tenía los pechos y las caderas muy desarrollados, a juzgar por su cara no podía tener más de dieciséis años. Gerlind les hizo señas para que se acercaran.

—Por fin aparecéis. Si queréis beber algo de sopa, servíos tranquilas.

Hiltrud estrechó la mano de Berta, de Fita y de la muchacha nueva.

—Qué bueno volver a veros. Tendremos muchas anécdotas que contarnos a lo largo del camino.

Berta y Fita le aseguraron a Hiltrud que sería un viaje muy entretenido. Pero Märthe solo levantó la vista, la miró con cara de pocos amigos y siguió bebiendo su sopa como si las dos recién llegadas no le interesaran lo más mínimo.

Marie, que se había cambiado y había colgado su vestido mojado para que se secara, se unió a Hiltrud un poco más tarde, por lo cual pudo observar a las mujeres que estaban junto al fuego unos instantes sin ser vista y lo que vio le causó rechazo. La reacción poco amistosa de Märthe le resultó enigmática pero no le importó demasiado. Todas aquellas mujeres tenían un aspecto muy descuidado y decadente.

Antes, Gerlind solía ser extremadamente pulcra, y siempre se fijaba en que Berta y Fita no presentaran un aspecto demasiado sucio. Pero ahora, la vieja prostituta despedía el mismo olor acre que las demás, y sus ropas estaban sucias y deshilachadas. Sus manos y su cara también estaban tan mugrientas como si no se las hubiese lavado en varias semanas. De pronto, a Marie le dio asco tener que comer algo preparado por Gerlind, y comprobó que a Hiltrud le sucedía lo mismo.

Su amiga se quedó mirando la olla y retrocedió involuntariamente un paso:

—Esta noche no cenaremos con vosotras, Gerlind, ya que aún nos quedan algunas provisiones que debemos gastar.

—Os ayudaremos gustosas —le gritó Berta mientras ella se alejaba.

Marie y Hiltrud regresaron a sus carpas y se sentaron junto a la fogata pequeña y humeante para pensar qué hacer. Si no querían tener problemas con las otras, tendrían que sacrificar parte del tocino que Guda les había dado en el castillo del Arnstein. Pero eso no era lo peor.

Hiltrud volvió a echar un vistazo hacia donde estaban las otras y se estremeció.

—Espero que logremos que al menos Gerlind se lave las manos, o tendremos que cocinar por separado.

Marie hizo una mueca de desagrado.

—Preferiría prescindir de la compañía de esas cuatro.

—Yo también, te lo aseguro. Pero es muy arriesgado viajar con los peregrinos. Hay demasiados hombres entre ellos que nos tumbarían para acostarse con nosotras sin pagar. Y si esperamos hasta que todos se hayan ido, se nos arrojarán al cuello los monjes, pues al ver a dos mujeres solas se olvidarán muy pronto de su temor a Dios.

Marie partió un trozo de pan que también les había quedado de Arnstein y se lo llevó a la boca.

—¿Por qué tuvimos que toparnos precisamente con estas mugrientas? ¿No podrían habernos tocado unas prostitutas más agradables?

—No se habla con la boca llena, a menos que quieras seguir el ejemplo de Berta —la reprendió Hiltrud.

Capítulo III

A la mañana siguiente partieron los primeros peregrinos. Sin embargo, las seis prostitutas siguieron teniendo trabajo. Como Marie era la más selectiva, solo dos hombres se dirigieron a su tienda. El primero era un caballero joven a quien su padre había enviado a llevar una donación al convento. Probablemente el muchacho consideró que los monjes podrían renunciar a los chelines que gastó en la hermosa prostituta. El segundo era el prior del convento, a cuyas manos iban a parar las donaciones. Este último resultó ser el más agradable de los dos. Mientras que el caballero fue directo al grano, el religioso adoptó una posición que tal vez se correspondiera con la sumisión propia de su investidura sacerdotal, pero ciertamente no con los preceptos de la Santa Iglesia. Se acostó boca arriba y dejó que Marie se encargase de hacer lo que en general se denominaba el trabajo del hombre.

Hiltrud cumplió con su promesa y solo dejó entrar en su tienda a los pretendientes cuya apariencia y olor se correspondían con las reglas que le había inculcado a Marie hacía casi cuatro años. Algunos de los rechazados la insultaron y luego se dirigieron a las carpas de las cuatro prostitutas restantes, que aceptaban a todo el que pudiese pagarles tres peniques de Halle.

A lo largo de aquel día, cada vez más peregrinos rezaron sus últimas oraciones en la capilla y se marcharon. Cuando la afluencia de hombres frente a las carpas de las demás prostitutas comenzó a menguar y la iglesia también fue quedándose visiblemente vacía, Marie sintió repentinamente la necesidad de entrar a orar. Se sentía asombrada de sí misma, ya que desde aquel fatídico día en Constanza nunca más había vuelto a poner el pie en un templo de Dios ni encontrado consuelo en la fe. Se envolvió en un pañuelo que le tapaba en parte las cintas amarillas y se dirigió al santuario.

Cuando quiso cruzar la puerta, un monje mayor le franqueó el paso.

—Ésta es la casa de la Virgen María. Las prostitutas no tienen nada que hacer aquí.

Por un momento, Marie consideró la posibilidad de sobornarlo con un par de monedas, pero luego sintió que hervía de furia al recordar el maltrato sufrido ante el tribunal episcopal de Constanza. Se acomodó el pañuelo sobre los hombros y se dio media vuelta abruptamente para escapar de la mano del monje, que trató de cogerla. Sin embargo, vislumbró la desilusión en la cara del monje y la lujuria que se escondía detrás. Marie sabía muy bien lo que quería. Tendría que comprar con su cuerpo la entrada en la iglesia. Pero no le daría ese gusto. ¿Qué valor habrían tenido sus oraciones si hubiese fornicado bajo el techo de la casa de Dios? Según las reglas de la Iglesia, eso era un crimen que las mujeres debían pagar como mínimo con unos cuantos azotes.

El monje no se dio por vencido, sino que la siguió un trecho por la pradera. Algunos peregrinos evitaron que insultara a Marie, pues lo detuvieron para pedirle que les bendijera los objetos religiosos comprados a los mercaderes.

Marie suspiró profundamente y elevó en silencio una oración a la patrona de las cortesanas, como llamaban las prostitutas a María Magdalena. Luego se sentó en la hierba, junto a las cabras de Hiltrud, y se quedó acariciando a los cabritos.

Hiltrud se sentó a hacerle compañía.

—Tenías razón, Marie. Si bien hoy gané mucho menos dinero que en otros días como este, me siento muchísimo mejor.

Marie reclinó la cabeza sobre el hombro de Hiltrud.

—Me alegro por ti. Aunque no seamos más que unas prostitutas despreciadas incluso por aquellos que en las ciudades consideran gente deshonesta, igual tenemos nuestra dignidad. Si no la preservamos, realmente terminaremos siendo una basura.

Hiltrud se quedó mirando con aire pensativo las olas del lago, que rompían suavemente.

—No deberíamos haber ido a Arnstein. Allí conocí todas las cosas a las que debo renunciar porque mi padre prefirió las monedas de un rufián a su propia hija. Hasta los siervos de la gleba más humildes viven mejor que nosotras.

—No deberías pensar en lo que fue ni tampoco en lo que será —respondió alguien en lugar de Marie.

Hiltrud y Marie levantaron la vista y vieron que Gerlind estaba de pie detrás de ellas. Ella les sonrió con su boca desdentada, que parecía una caverna negra, pero en su voz había amargura.

Marie comprendió a qué se refería Gerlind. La vieja prostituta había soñado con un lugar apacible donde poder pasar los últimos años de su vida en paz y con modestas comodidades, pero cuando por fin había alcanzado su objetivo, volvieron a arrojarla violentamente a la calle. Marie estaba por decir algo para consolarla cuando Gerlind levantó su bastón.

—Hay algo que quiero aclararos antes de partir. La líder de nuestro grupo soy yo.

Al decir eso, Gerlind no miró tanto a Hiltrud como a Marie, y su voz sonó amenazante.

—Berta me contó que durante el invierno le calentaste el lecho a un noble. No intentes sacar ninguna clase de privilegio de ello. Eso no te hace más valiosa que ninguna otra prostituta, así que tendrás que adaptarte a nosotras.

Marie se dio cuenta de que la vieja prostituta estaba celosa de su éxito. Ya no era la Gerlind que había conocido hacía cuatro años, sino una vieja bruja carcomida por la envidia. Marie hubiese querido decirle un par de palabras duras, pero sabía que por ahora debía hacer todo lo posible por evitar un conflicto.

—Ni Hiltrud ni yo ponemos en duda tu derecho de ser líder. Tratemos de llevarnos bien, ya que durante los próximos días seremos compañeras de viaje.

Gerlind sonrió con tal suficiencia que su rostro se partió en mil arrugas.

—Qué bueno que lo entiendas. Pero antes de que os permitamos viajar con nosotras, debo comunicaros algo más. Nosotras cuatro, Berta, Fita, Märthe y yo, hemos resuelto poner una cuarta parte de lo que ganamos en un fondo común que utilizaremos durante el viaje y que yo administraré. Si queréis venir con nosotras, tendréis que hacer lo mismo.

Eso era una evidente extorsión. Gerlind sabía que dos prostitutas solas jamás lograrían llegar ilesas al próximo mercado y se aprovechaba de esa circunstancia. Hiltrud estuvo a punto de reaccionar, pero finalmente se mordió los labios y clavó la vista en el agua. Marie también se quedó con las ganas de hacer un comentario mordaz. Como Hiltrud y ella ganaban bastante más que todas las otras juntas, el trato permitiría a las demás vivir a costa de ellas.

Gerlind agitó su bastón.

—Aún no he terminado. También nos hemos puesto de acuerdo en seguir juntas hasta el próximo otoño. Así que no vayáis a pensar que podréis despediros de nosotras a la primera oportunidad que se os presente. Nos encargaríamos de contarle al resto de las prostitutas la clase de mujerzuelas astutas y estafadoras que sois, de modo que nadie más os aceptaría como compañeras de viaje.

Marie interrogó a Hiltrud con la mirada. Las intenciones de Gerlind eran evidentes. La vieja prostituta sabía que a ella y a sus acompañantes les resultaría muy difícil ganar lo suficiente como para pasar el próximo invierno. Por eso, quería asegurarse dos vacas lecheras para ordeñarlas a su antojo.

—Todo indica que tendremos que aceptar tus condiciones, Gerlind. Pero no creas que nos hace ninguna gracia.

Hiltrud le dirigió una mirada despectiva a la vieja prostituta, se dio media vuelta y continuó acariciando a sus cabras.

Gerlind no le prestó atención a su antigua amiga, sino que se acercó a Marie y la asió como si quisiera sacudirla.

—¿Qué tal te fue en ese castillo? ¿Ganaste mucho dinero?

Marie desvió las manos de Gerlind, torcidas como garras, y meneó la cabeza.

Other books

Santa María de las flores negras by Hernán Rivera Letelier
Stepbrother: Impossible Love by Victoria Villeneuve
Unbearable by Wren
Classic Ghost Stories by Wilkie Collins, M. R. James, Charles Dickens and Others
A Wedding Wager by Jane Feather