Authors: Leopoldo Alas Clarin
Don Víctor se fijó en un velador, que era Carvajal, y ya iba a concederle la palabra, para que dijese en son de disculpa:
Desde que sois mi cuñado ni de palabras me afrento..., etc.,
cuando vio con espanto sobre el mueble los restos de su herbario, de sus tiestos, de su colección de mariposas, de una docena de aparatos delicados que le servían en sus variadas industrias de fabricante de jaulas y grilleras, artista en marquetería, coleccionador, entomólogo y botánico, y otras no menos respetables.
—¡Dios mío! ¡qué es esto!—gritó en prosa culta—¿quién ha causado esta devastación...? ¡Petra! ¡Anselmo!—y se colgó del cordón de la campanilla.
Entró Petra sonriente.—¿Qué ha sido esto?—Señor, yo no he sido.... Habrán entrado los gatos.
—¡Cómo los gatos! ¿Por quién se me toma a mí?
Don Víctor alborotaba pocas veces; pero si se tocaba a los cacharros de su museo, como él llamaba aquella exposición permanente de manías, se transformaba en un Segismundo. En efecto, sin darse cuenta de ello, comenzó a parodiar a Perales a quien acababa de ver dando patadas en la escena y gritando como un energúmeno.
—¡A ver, Anselmo! que venga Anselmo que le voy a tirar por el balcón si no me explica esto.
Anselmo compareció. Tampoco había sido él.
En medio de su cólera vio Quintanar en un rincón la trampa de los zorros, despedazada, inservible.
—¡Esto más! ¡Vive Dios! Yo que iba a dar en cara a Frígilis.... ¡Pero, señor, quién anduvo aquí!
Acudió Ana, porque llegó a su cuarto el ruido.
Lo explicó todo.—Pero tú, Petra—añadió—¿por qué no le has dicho la verdad al señor?
—Señora, yo... no sabía si debía....
—¿Si debías qué?—preguntó don Víctor con expresión de no comprender.
—Si debía...—Al amo no hay que ocultarle nunca nada—dijo la Regenta clavando los ojos altaneros en la criada.
Petra sonrió torciendo la boca, y bajó la cabeza.
Don Víctor miraba a todos con entrecejo de estupidez pasajera. Se quedó solo en su despacho meditando sobre las ruinas de sus inventos, máquinas y colecciones.
—«¡Dios mío! ¡si estará loca la pobrecita!»—decía entre suspiros Quintanar, con las manos en la cabeza. Se acostó decidido a consultar seriamente
lo
de su mujer. Pronto descansaban todos en la casa, menos Petra, que en medio de un pasillo, con una palmatoria en la mano, espiaba el silencio del hogar honrado con miradas cargadas de preguntas.
«Había visto ella muchas cosas en su vida de servidumbre.... En aquella casa iba a pasar algo. ¿Qué habría hecho la señora en la huerta? ¿No se le había figurado a ella oír allá, hacia la puerta del
Parque
, una voz...? Sería aprensión... pero... algo, algo había allí. ¿Qué papel la reservarían? ¿Contarían con ella? ¡Ay de
ellos
si no!». Y con una delicia morbosa, la rubia lúbrica olfateaba la deshonra de aquel hogar, oyendo a lo lejos los ronquidos de Anselmo; «otro estúpido que jamás había venido a buscarla en el secreto de la noche»...
El magistral era gran madrugador. Su vida llena de ocupaciones de muy distinto género, no le dejaba libre para el estudio más que las horas primeras del día y las más altas de la noche. Dormía muy poco. Su doble misión de hombre de gobierno en la diócesis y sabio de la catedral le imponía un trabajo abrumador; además, era un clérigo de mundo; recibía y devolvía muchas visitas, y este cuidado, uno de los más fastidiosos, pero de los más importantes, le robaba mucho tiempo. Por la mañana estudiaba filosofía y teología, leía las revistas científicas de los jesuitas, y escribía sus sermones y otros trabajos literarios. Preparaba una
Historia de la Diócesis de Vetusta
, obra seria, original, que daría mucha luz a ciertos puntos obscuros de los anales eclesiásticos de España. De este libro, sin conocerlo, hablaba muy mal don Saturnino Bermúdez, cuando estaba un poco alegre, después de comer. Uno de sus secretos era, que «el Magistral merecía el nombre de sabio, pero no precisamente el de arqueólogo; nadie sirve para todo».
Don Fermín escribía a la luz tenue y blanca del crepúsculo; la mañana estaba fresca; de vez en cuando, por vía de descanso, De Pas se entretenía en soplarse los dedos. Meditaba. Tenía los pies envueltos en un mantón viejo de su madre. Cubríale la cabeza un gorro de terciopelo negro, raído; la sotana bordada de zurcidos, pardeaba de puro vieja, y las mangas de la chaqueta que vestía debajo de la sotana relucían con el brillo triste del paño muy rozado. Aquel traje sórdido, que tal contraste mostraba con la elegancia, riqueza y pulcritud que ante el mundo lucía el Magistral, desaparecía concluido el trabajo, al aproximarse la hora de las visitas probables. Entonces vestía don Fermín un cómodo, flamante y bien cortado balandrán, y en un rincón de la alcoba se escondían las zapatillas de orillo y el gorro con mugre; el zapato que admiraba Bismarck, el delantero, y el solideo que brillaba como un sol negro, ocupaban los respectivos extremos del importante personaje. En su despacho sólo recibía a los que quería deslumbrar por sabio; en Vetusta y toda su provincia la sabiduría no deslumbraba a casi nadie, y así la mayor parte de las visitas pasaban al salón inmediato.
Pocos podían jactarse de conocer la casa del Provisor de arriba abajo; casi nadie había visto más que el vestíbulo, la escalera, un pasillo, la antesala y el salón de cortinaje verde y sillería con funda de tela gris; y aun el salón medio se veía porque estaba poco menos que a obscuras. Uno de los argumentos que empleaban los que defendían la honradez del Provisor, consistía en recordar la modestia de su ajuar y de su vida doméstica.
Justamente se había hablado de esto la tarde anterior en el Espolón, en un corrillo de murmuradores, clérigos unos, seglares otros.
—Entre su madre y él, puede que no gasten doce mil reales al año—decía muy serio Ripamilán, el venerable Arcipreste—. Él viste bien, eso sí, con elegancia, hasta con lujo, pero conserva mucho tiempo la ropa, la cuida, la cepilla bien, y esta partida del presupuesto viene a ser insignificante. Recuerden ustedes, señores, lo que nos duraba un sombrero de teja en los ominosos tiempos en que no nos pagaba el Gobierno. Y en lo demás, ¿qué gastan? Doña Paula con su hábito negro de Santa Rita, total estameña, su mantón apretado a la espalda, y su pañuelo de seda para la cabeza, bien pegado a las sienes, ya está vestida para todo el año. ¿Y comer? Yo no les he visto comer, pero todo se sabe; el catedrático de Psicología, Lógica y Ética, que saben ustedes que es muy amigo mío, aunque partidario de no sé qué endiablada escuela escocesa, y que se pasa la vida en el mercado cubierto, como si aquello fuese la Stoa o la Academia, pues ese filósofo dice que jamás ha visto a la criada del Provisor comprar salmón, y besugo sólo cuando está barato, muy barato. Pues ¿y la casa? La casa, todos ustedes lo saben, es una cabaña limpia, es la casa de un verdadero sacerdote de Jesús. Lo mejor es lo que conocemos todos, el salón; ¡y válgate Dios por salón! A la moda del rey que rabió: solemne, pulcro, eso sí; ¡pero qué de trampas tapa aquella obscuridad! ¿Quién nos dice que las sillas de damasco verde no tienen abiertas las entrañas? ¿Las han visto ustedes alguna vez sin funda? ¿Y la consola panzuda, antiquísima, de un dorado que fue, con su reloj de música sin música y sin cuerda? Señores, no se me diga: el Magistral es pobre y cuanto se murmura de cohechos y simonías es infame calumnia.
—Todo esto es verdad—contestó Foja, el ex-alcalde usurero, que estaba presente siempre en conversaciones de este género. Parecía nacido para murmurar.
—No se puede negar que viven como miserables, pero lo mismo hace el señor Capalleja y ese es millonario. Los avaros siempre son los más ricos. Para tener dinero, tenerlo. Doña Paula esconde su gato, ¡un gatazo! ¿Y las casas que compra el Magistral por esos pueblos? ¿Y las fincas que ha adquirido doña Paula en Matalerejo, en Toraces, en Cañedo, en Somieda? ¿Y las acciones del Banco?
—¡Calumnia, pura calumnia! usted no ha visto las escrituras; usted no ha visto las pólizas; usted no ha visto nada....
—Pero sé quien lo ha visto.—¿Quién?—¡El mundo entero!—gritó don Santos Barinaga, que siempre acudía a maldecir de su mortal enemigo el Provisor—. ¡El mundo entero!... Yo... yo.... ¡Si yo hablara!... ¡pero ya hablaré!
—Bah, bah, bah, don Santos; usted no puede ser juez ni testigo en este proceso.
—¿Por qué?—Porque usted aborrece al Magistral.
—Claro que sí...—Y enseñaba los puños apretados.
—¡Y ya me las pagará!—Pero usted, le aborrece por aquello de «¿quién es tu enemigo? El de tu oficio». Usted vende objetos del culto: cálices, patenas, vinajeras, lámparas, sagrarios, casullas, cera y hasta hostias....
—Sí, señor; y a mucha honra señor Arcipreste.
—Hombre, eso ya lo sé; pero usted, vende eso y....
—¡Hola! ¡hola!—interrumpió Foja—. ¡Preciosa confesión! ¡Dato precioso! Don Cayetano confiesa que don Santos y don Fermín son enemigos porque son del mismo oficio. Luego reconoce el eminente Ripamilán que es cierto lo que dice el mundo entero: que, contra las leyes divinas y humanas, el Magistral es comerciante, es el dueño, el verdadero dueño de
La Cruz Roja
, el bazar de artículos de iglesia, al que por fas o por nefas todos los curas de todas las parroquias del obispado han de venir
velis nolis
a comprar lo que necesitan y lo que no necesitan.
—Permítame usted, señor Foja o señor diablo....
—Y el vulgo, es claro, es malicioso; y como da la pícara casualidad de que
La Cruz Roja
ocupa los bajos de la casa contigua a la del Provisor; y como da la picarísima casualidad de que sabemos todos que hay comunicación por los sótanos, entre casa y casa....
—Hombre, no sea usted barullón ni embustero.
—Poco a poco, señor canónigo, yo no soy barullero, ni miento, ni soy obscurantista, ni admito ancas de nadie y menos de un cura.
—No será usted obscurantista, pero tiene la moliera a obscuras para todo lo que no sea picardía. ¿Qué tiene que ver que al señor Barinaga, al bueno de don Santos, se le haya metido en la cabeza que su comercio de quincalla y cera va a menos por una competencia imaginaria que, según él, le hace el Provisor? ¿Qué tiene que ver eso, alma de cántaro, con que el bazar, como lo llama, de
La Cruz Roja
, tenga sótanos y el Magistral sea comerciante aunque lo prohíban los cánones y el Código de comercio? Sea usted liberal, que eso no es ofender a Dios, pero no sea usted un boquirroto y mire más lo que dice.
—Oiga usted, don Cayetano; ni la edad, ni el ser aragonés, le dan a usted derecho para desvergonzarse....
—¡Poco ruido! ¡Poco ruido! señor Fierabrás—repuso el canónigo terciando el manteo.
Es de advertir que el tono de broma en que estas palabras fuertes se decían les quitaba toda gravedad y aire de ofensa. En Vetusta el buen humor consiste en soltarse pullas y
frescas
todo el año, como en perpetuo Carnaval, y el que se enfada desentona y se le tiene por mal educado.
—Es que yo—gritó el ex-alcalde—mato un canónigo como un mosquito....
—Ya lo supongo; con alguna calumnia. Venga usted acá, viborezno libre-pensador, Voltaire de monterilla, Lutero con cascabeles; según ese disparatado modo de pensar que usa vuecencia, también se podrá asegurar lo que dice el vulgo de los préstamos del Magistral al veinte por ciento.
—
Non capisco
—respondió el ex-alcalde, que sabía italiano de óperas.
—Sí me entiende usted, pero hablaré más claro. ¿No es usted otro libelo infamatorio con lengua y pies—que viera yo cortados—de los muchos que sacrifican la honra del Magistral? Pues si don Santos le maldice porque le roba los parroquianos de su tienda de quincalla, usted le aborrecerá por lo de la usura; ¿quién es tu enemigo?
—Poco a poco, señor Ripamilán, que se me sube el humo a las narices.
—Dirá usted que se le baja, porque lo tiene usted en lugar de sesos.
—¡Me ha llamado usted usurero!
—Eso; clarito.—Yo empleo mi capital honradamente, y ayudo al empresario, al trabajador; soy uno de los agentes de la industria y recojo la natural ganancia.... Estas son habas contadas; y si estos curas de misa y olla que ahora se usan, supieran algo de algo, sabrían que la Economía política me autoriza para cobrar el anticipo, el riesgo y, cuando hay caso, la prima del seguro....
—Del seguro se va usted, señor economista cascaciruelas....
—Yo contribuyo a la circulación de la riqueza....
—Como una esponja a la circulación del agua....
—Y los curas son los zánganos de la colmena social....
—Hombre, si a zánganos vamos....
—Los curas son los mostrencos...—Si a mostrencos vamos, conocía yo un alcaldito en tiempos de la
Gloriosa
...
—¿Qué tiene usted que decir de la
Gloriosa
? Me parece que la Revolución le hizo a usted Ilustrísimo señor....
—¡Hizo un cuerno! Me hicieron mis méritos, mis trabajos, mis... ¡seor ciruelo!
—Déjese usted de insultos y explique por qué he de ser yo enemigo personal del Provisor. ¿Reparto yo dinero por las aldeas al treinta por ciento? Y el dinero que yo presto ¿procede de capellanías
cuyo soy
el depositario sin facultades para lucrar con el interés del depósito? ¿Mis rentas proceden de los cristianos bobalicones que tienen algo que ver con la curia eclesiástica? ¿Robo yo en esos montes de Toledo que se llaman
Palacio
?
—De manera, que si usted empieza a disparatar y a pasarse a mayores, yo le dejo con la palabra en la boca....
—Con usted no va nada, don Cayetano o don Fuguillas; usted podrá ser un viejecito verde, pero no es un... un Magistral... un Provisor... un Candelas eclesiástico.
Todos los presentes, menos don Santos, convinieron en que aquello era demasiado fuerte:
—¡Hombre, un Candelas!... Don Santos Barinaga gritó:—No señores, no es un Candelas, porque aquel espejo de ladrones caballerosos era muy generoso, y robaba con exposición de la vida.
Además, robaba a los ricos y daba a los pobres.
—Sí, desnudaba a un santo para vestir a otro.
—Pues el Provisor desnuda a todos los santos para vestirse él. Es un pillo, a fe de Barinaga, un pillo que ya sé yo de qué muerte va a morir.
Barinaga olía a aguardiente. Era el olor de su bilis.
Don Cayetano se encogió de hombros y dio media vuelta. Y mientras se alejaba iba diciendo: