Authors: Leopoldo Alas Clarin
«¿No había en los amores humanos un vocabulario infantil, ridículo, sin sentido para los profanos? Sí, lo había, ella no podía asegurarlo por experiencia, pero lo había leído y el corazón se lo confirmaba. Pues bien, el amor de Dios, a su manera, podía tener sus niñerías, sus nimiedades, ridículas para las almas frías, indiferentes». Hasta llegó a comprender los superlativos de letanía de doña Petronila o sea el gran Constantino.
Al Magistral mismo se atrevía la Regenta a hablarle con cierto mimo, con una confianza llena de palabras de sentido nuevo y convenido, con un estilo que podría llamarse humorismo piadoso. Y además se permitía Ana interesarse por los bienes puramente temporales de su confesor. No le dejaba pasar debilidades, exponerse a un constipado. «¡Buena la haríamos si usted se me muriese! todo esto, señor mío, es egoísmo, ni Dios ni usted han de agradecerlo».
Con estas palabras, y con las sonrisas que las acompañaban, el Magistral tenía para rumiar ocho días de felicidad inefable. «Sí, inefable. Él no se explicaba qué era aquello. No sospechaba que en el mundo, en el pícaro mundo se podía gozar así. A los treinta y seis años, cuando él creía que ya nadie podía enseñarle nada, una señora inocente, joven, sin mundo, venía a mostrarle un universo nuevo, donde sin más que una sonrisita, una palabra que era como la letra de una música que había en el modo de decirla, se veía uno de repente entre los ángeles, gozando como en el Paraíso, sin querer nada más, sin pensar en nada más. ¡Gozando, gozando y gozando!».
Ni por las mientes se le pasaba reflexionar sobre su situación. ¿Era aquello pecado? ¿Era aquello amor del que está prohibido a un sacerdote? Ni para bien ni para mal se acordaba don Fermín de tales preguntas. Peor para ellas si se hubiera acordado.
—¡Usted nunca me habla de sí mismo!—le decía Ana con tono de reconvención, una mañana de Agosto, en el parque, metiéndole una rosa de Alejandría, muy grande, muy olorosa, por la boca y por los ojos. Estaban solos. Tácitamente habían convenido en que aquellas expansiones de la amistad eran inocentes. Ellos eran dos ángeles puros que no tenían cuerpo. Anita estaba tan segura de que para nada entraba en aquella amistad la carne, que ella era la que se propasaba, la que daba primero cada paso nuevo en el terreno resbaladizo de la intimidad entre varón y hembra.
El Magistral con la cara llena del rocío de la flor y el corazón más fresco todavía, contestó:
—¿Hablarle de mí mismo? ¡Para qué! Yo tengo, por razón de mi oficio en la Iglesia militante, la mitad de mi vida entregada a la calumnia, al odio, a la envidia, que la devoran y hacen de ella lo que quieren: se me persigue, se me preparan asechanzas, hasta hay sociedades secretas que tienen por objeto derribarme, como ellos dicen, de lo que llaman el poder.... Todo eso es miseria, Ana, yo lo desprecio. Puedo asegurar a usted que yo no pienso más que en la otra mitad de mí mismo, que es la que traigo aquí, la que vive en la paz dulce de la fe, acompañada de almas nobles, santas, como la de una señora... que usted conoce... y a quien no aprecia en todo lo que vale....
Y el Magistral sonrió como un ángel, mientras aspiraba con delicia el perfume de rosa de Alejandría, que Ana sin resistencia había dejado en manos del clérigo.
Ella se puso seria, quiso explicaciones. «Se le perseguía, se le calumniaba... tenía enemigos... y él sin decir nada a su amiga. ¡Estaba bueno!». Algo había oído ella mucho tiempo hacía, pero vagamente. Se acusaba al Magistral, a lo que podía entender, de vicios tan torpes, de tan miserables delitos, que lo grosero de la calumnia la hacía de puro inverosímil inofensiva casi.
La Regenta había despreciado y hasta olvidado aquellos rumores que llegaban de tarde en tarde a sus oídos. Pero ya que el Magistral mismo se quejaba, daba a entender que aquella persecución le dolía, era necesario saber más, procurar el consuelo de aquel corazón atribulado, buscar remedios eficaces, ayudar al justo perseguido, calumniado, que además del justo era el padre espiritual, el hermano mayor del alma, el faro de luz mística, el guía en el camino del cielo.
Aquella mañana de Agosto el Provisor la señaló como una de las más felices de su vida. Ana le obligó a hablar, a contárselo todo. Él, elocuente, con imaginación viva, fuerte y hábil, improvisó de palabra una de aquellas novelas que hubiera escrito a no robarle el tiempo ocupaciones más serias. Se sentaron en el cenador. Don Fermín dijo, primero, sonriendo, que él también quería confesarse con ella. «¿Creía Ana que era perfecto? ¿Que no había pasiones debajo de la sotana? ¡Ay sí! Demasiado cierto era por desgracia». La confesión del Magistral se pareció a la de muchos autores que en vez de contar sus pecados aprovechan la ocasión de pintarse a sí mismos como héroes, echando al mundo la culpa de sus males, y quedándose con faltas leves, por confesar algo.
De aquella confidencia, Ana sacó en limpio que el Magistral, como ella creía, era un alma grande, que no había tenido más delito que cierta vaga melancolía en la juventud y una ambición noble,
elevada
, en la edad viril. Pero aquella ambición había desaparecido ante otra más grande, más pura, la de salvar las almas buenas, la de ella por ejemplo. Ana, al oír aquello, cerraba los ojos para contener el llanto, y se juraba en silencio consagrarse a procurar la felicidad de aquel hombre a quien tanto debía, que tan grande se le mostraba, que prefería vivir cerca de ella para guiarla en el camino de la virtud, a ser obispo, cardenal, pontífice. «¡Y le calumniaban! ¡Y tenía enemigos! ¡Y había habido tiempo en que querían ponerle en ridículo, por que ella, Anita, seguía entregada a las vanidades del mundo, a pesar de ser hija de confesión de don Fermín! ¡Oh, ya verían, ya verían en adelante!».
«¿Qué cosa mejor que aquella pasión ideal, aquel afán por una buena obra, aquella abnegación, a que se proponía entregarse, para combatir la tentación cada vez más temible del recuerdo de Mesía, que estaba en Palomares enamorado de la ministra?».
De Pas ya no sabía dónde iba a parar aquello.
Ana le admiraba, le cuidaba, estaba por decir que le adoraba, de tal suerte, que el peligro cada día era mayor. «Aunque la pasión que él sentía nada tenía que ver con la lascivia vulgar (estaba seguro de ello) ni era amor a lo profano, ni tenía nombre ni le hacía falta, podía ir a dar no se sabía dónde. Y el Magistral estaba seguro de que al menor descuido de la carne, intrusa, temible, la Regenta saltaría hacia atrás, se indignaría y él perdería el prestigio casi sobrenatural de que estaba rodeado. Además, suponiendo que aquello parase en un amor sacrílego y adúltero, miserablemente sacrílego, por haber tenido tales comienzos, ¡adiós encanto! Ya sabía él lo que era esto. Una locura grosera de algunos meses. Después un dejo de remordimiento mezclado de asco de sí mismo; verse despreciable, bajo, insufrible; y después ira y orgullo, y ambición vulgar y huracanes en la Curia eclesiástica.—No, no. La Regenta debía de ser otra cosa. Había que hacer a toda costa que aquello no pudiese degenerar en amor carnal que se satisface. Y sobre todo, lo de antes, que la Regenta se llamaría a engaño; era seguro».
Y después de una pausa, pensaba el Magistral:
«Y en último caso, ello dirá».
Don Víctor estaba cada día más triste. Por una parte aquel dolor de atrición, aquel miedo a no salvarse a pesar de ser tan bueno, de no haber hecho mal a nadie; por otro lado, el calor, aquel sudor continuo, aquellas noches sin dormir... la soledad de Vetusta... la yerba agostada del Paseo grande, la falta de espectáculos.... «Y además que nadie le comprendía. Frígilis era un estuco: en tratándose de cosas espirituales ya se sabía que no había que contar con él. Ni el verano le sofocaba, ni el invierno le encogía: era un marmolillo. ¡Y a su mujer y al Magistral el estío de Vetusta, aquella tristeza de calles y paseos no les disgustaba!». Iba don Víctor al Casino: ni un alma. Algún magistrado sin vacaciones que jugaba al billar con un mozo de la casa. En el gabinete de lectura, Trifón Cármenes repasando
Ilustraciones
antiguas; en el tresillo ni un socio; no le quedaba más que el dominó, que le era antipático por el ruido de las fichas y por aquello de estar sumando sin parar. Su contendiente de ajedrez estaba en unos baños. «¡Claro!
todo el mundo
se estaba bañando». Aunque don Víctor otros veranos, si bien pasaba junto al mar un mes, no se bañaba más que dos o tres veces, ahora echaba de menos todos los días la frescura de las olas. En el Casino leía los periódicos de
La Costa
: conciertos nocturnos al aire libre, giras campestres, regatas, de todo esto hablaban; ¡cuánta gente! ¡cuánta música! ¡teatro, circo! barcos, grandes vapores ingleses... y el mar... el mar inmenso.... ¡Aquello era divertirse! Don Víctor suspiraba y se volvía a casa.
—«No estaba la señora».
Pero estaba Kempis. Allí, abierto, sobre la mesilla de noche. Sin poder resistir el impulso, Quintanar tomaba el libro, después de quitarse el
chaquet
de alpaca y quedarse en mangas de camisa: tomaba el libro y leía.... «¡Vuelta al miedo! a la tristeza, a la languidez espiritual. Era en efecto el mundo una lacería, como decía el texto, y sobre todo en el verano. Vetusta era un pueblo moribundo. Aquella misma verdura de los árboles, tan desnudos en invierno, era bien venida en primavera, pero causaba ahora hastío: casi se deseaba la rama escueta, que tiene mejor dibujo». Hasta era capaz de hacerse artista de veras don Víctor a fuerza de triste y aburrido.
Y Ana volvía contenta de la calle. «Mejor, más valía que alguno lo pasara bien: él no era egoísta».
«¿Pero qué gracia le encontraría su mujer a la soledad de Vetusta? Además, ¿no estaba allí el Kempis sangrando, probando, como tres y dos son cinco, que en el mundo nunca hay motivo para estar alegre? Verdad era que su Anita era feliz por razones más altas. Él no podía llegar a tal grado de piedad. Temía a Dios, reconocía su grandeza, ¡es claro! ¡había hecho las estrellas, el mar, en fin, todo!... Pero una vez reconocido este Infinito Poder, él, Víctor Quintanar, seguía aburriéndose en aquel pueblo abandonado, sin teatro, sin paseos, sin mar, sin regatas, sin nada de este mundo. ¡Oh, si no fuera por sus pájaros!».
En tanto Ana, cada día más activa, procuraba olvidar, y muchas veces lo conseguía, lo que llamaba la tentación, que cada vez era más formidable; y cuanto más temida más fuerte. Pero huía de ella, acogíase a la piedad, y visitaba con celo apostólico y ardiente caridad las moradas miserables de los pobres hacinados en pocilgas y cuevas; llevaba el consuelo de la religión para el espíritu y la limosna para el cuerpo; solían acompañarla doña Petronila Rianzares o alguna otra dama de su cónclave; pero también iba sola. De cuantas ocupaciones le imponía la vida devota, esta era la que más le agradaba.
El verano robaba gran parte del contingente de aquellos ejércitos piadosos del Corazón de Jesús, la Corte de María, el Catecismo, las Paulinas y demás instituciones análogas; muchas señoras iban a baños o a la aldea. Pero el núcleo quedaba: era el grupo numeroso y considerable de beatas ilustres que rodeaban al Gran Constantino, a doña Petronila. Durante los meses del calor disminuían bastante las limosnas, pero se hablaba mucho en las cofradías, preparando las fiestas de Otoño y de Invierno; y además, se murmuraba un poco de las ausentes. La Regenta, sin entrar jamás en estos conciliábulos, los perdonaba como falta leve, «que ella, cargada de otras más graves, no tenía derecho a censurar».
Don Fermín y Ana se veían todos los días; en el caserón de los Ozores, unas veces, otras en el Catecismo, en la catedral, en San Vicente de Paúl, y más a menudo en casa de doña Petronila. El obispo madre siempre estaba ocupada; los dejaba solos en el salón obscuro, y ella, con permiso de sus amigos, se iba a arreglar sus cuentas o lo que fuese.
Vetusta era de ellos: la soledad del verano parecía darles posesión del pueblo; hablaban en el pórtico de la catedral mucho tiempo para despedirse, sin miedo de ser vistos; como si aquella soledad de la iglesia se extendiera a todo el pueblo. Anita encontraba la vida de Vetusta más tolerable que en invierno. En este particular no se entendían ella y su marido.
Don Fermín hubiera deseado que la estación no pasara, que los ausentes se quedaran por allá. Su madre había ido a Matalerejo a cobrar rentas y preparar la recolección; a recoger intereses de mucho dinero esparcido por aquellas montañas. Teresina era el ama de casa. Alegre todo el día, activa, solícita, llenaba el hogar del Magistral de cantares religiosos a los que daba, sin saber cómo, sentido profano, aire de la calle. Aquel tono alegre era más picante por el contraste con el rostro de Dolorosa de la joven. Teresina había tomado un poco de color, y los ojos, rodeados de ligeras sombras, eran más profundos, más hermosos que nunca en aquella obscuridad dulce y misteriosa de las pupilas. Amo y criada estaban contentos. La libertad les sabía a gloria. Cada cual hacía lo que quería. No estaba doña Paula, no había que dar cuentas a nadie. Y no faltaba nada. El señorito lo tenía todo a su tiempo y en su sitio como siempre. Ya podía vivir sin la señora.
El Magistral salía y entraba sin temor de interrogatorios insidiosos; si volvía tarde, no importaba. Todo, todo le sonreía. ¡Ojalá fuera eterno el verano! Hasta sus enemigos habían cedido en la calumnia; ya no se murmuraba tanto; muchos de los calumniadores veraneaban; a los que quedaban les faltaba auditorio. Don Santos Barinaga no salía de casa, estaba enfermo. Sólo Foja, que no veraneaba, por economía, procuraba mantener el fuego sagrado de la murmuración en el Casino, entre cuatro o cinco socios aburridos, que iban allí media hora a tomar café. En fin, parecía aquello una suspensión de hostilidades. «Bien venido fuera; don Fermín aceptaba la lucha, si se ofrecía, pero prefería la paz. Sobre todo ahora, que tenía más que hacer, algo mejor y más dulce que odiar y perseguir a miserables, dignos de desprecio y de lástima».
Aquella felicidad que saboreaba De Pas como un gastrónomo los bocados, aquella libertad, aquella pereza moral que el verano hacía más voluptuosa para su cuerpo robusto, los sueños vagos de amor sin nombre, la deliciosa realidad de ver a la Regenta a todas horas y mirarse en sus ojos y oírla dulcísimas palabras de una amistad misteriosa, casi mística, hacían desear a don Fermín que el sol se detuviera otra vez, que el tiempo no pasara. Aquel agosto, tan triste para don Víctor, era para el Magistral el tiempo más dichoso de su vida.