Authors: Leopoldo Alas Clarin
La suavidad, la dulzura, la elocuencia, las caricias fueron los medios, lícitos todos, que empleó con arte de maestro. Quintanar tardó en conocer que su Anita, su querida Anita quería convertirle a la piedad verdadera. Al principio sólo notó que su mujer se hacía más comunicativa, cariñosa a todas horas, como antes lo era después de los ataques nerviosos y en ausencias o enfermedades. «¿Quería discutir por pasar el rato? Enhorabuena; él amaba la discusión». Y sostenía la tesis contraria para mantener animado el debate. Pero, amigo, la Regenta había ido haciendo la cuestión personal; ya no se trataba de si Cristo había redimido a todas las
Humanidades
repartidas por los planetas, de una sola vez, o yendo de estrella en estrella a sufrir en todas muerte de cruz; ahora se trataba ya de si don Víctor confesaba muy de tarde en tarde, si perdía o no muchas misas, (y sí que las perdía). «Además, los libros en que apacentaba el espíritu eran vanos; comedias, mentiras fútiles y peligrosas».
—¿Tú nunca has leído vida de santos, verdad?
—Sí, hija, sí, y autos sacramentales....
—No es eso.... Quintanar; hablo de
La Leyenda de Oro
y del
Año Cristiano
de Croiset, por ejemplo.
—¿Sabes, hija mía?... Yo prefiero los libros de meditación....
—Pues toma el
Kempis
, la
Imitación de Cristo
... lee y medita.
Y se lo hizo leer. Y entre
Kempis
y la Regenta, y el calor que empezaba a molestarle, y la prohibición de los baños le quitaron el humor al digno magistrado. Ya no leía, al dormirse, a Calderón, sino a Job y al dichoso Kempis. «¡Vaya unas cosas que decía aquel demonche de fraile o lo que fuese! No, y lo que es razón tenía, es claro; el mundo, bien mirado, era un montón de escorias. Él no podía quejarse, en su vida no había habido desengaños terribles, grandes contrariedades, aparte de la muy considerable de no haber sido cómico; pero en tesis general, el mundo estaba perdido. Y además, esto de hacerse viejo, que le tocaba a él como a cada cual, era un gravísimo inconveniente. En la muerte no quería pensar, porque eso le ponía malo, y Dios no manda que enfermemos. La muerte... la muerte... él tenía así... una vaga y disparatada esperanza de no morirse.... ¡La medicina progresa tanto! Y además, se podía morir sin grandes dolores, por más que Frígilis lo negaba». En fin, no quería pensar en la muerte. Pero poco a poco Kempis fue tiznándole el alma de negro y don Víctor llegó a despreciar las cosas por efímeras. Una tarde, en su
Parque
, contemplaba a Frígilis que estaba a sus pies agachado plantando cebolletas, embebecido en su operación.
«¡Valiente filósofo era Frígilis!». Don Víctor le miraba desde la altura de su pesimismo prestado, y le despreciaba y compadecía. «¡Plantar cebolletas! ¿No prohibía San Alfonso Ligorio plantar árboles en general y edificar casas, que al cabo de los años mil se caen? Pues entonces, ¿para qué plantar cebolletas, si todo era un soplo, nada?...».
«Corriente, pero aquello de disgustarse de todo era poco divertido. ¿Qué iba él a hacer mano sobre mano un verano entero sin baños, ni bromas en las aguas de Termasaltas?».
«Y quedaba el rabo por desollar. La cuestión de salvarse o no salvarse. Aquello era serio. A él le daba el corazón que se salvaría; pero los santos escritores presentaban como tan difícil la cosa, que ya le inquietaban ciertas dudas.... ¿Si no habría sido él toda su vida bastante bueno? Había que pensar en esto; pero ¡Dios mío! ¡él no quería quebraderos de cabeza! Ya, cuando lo de la jubilación, fundada en una enfermedad que no tenía, le había costado gran trabajo arreglar sus papeles y pedir recomendaciones, y la jubilación era cosa temporal... con que la salvación del alma, la jubilación eterna como quien decía ¡apenas iba a exigir esfuerzos, expedientes, y también recomendaciones! Era preciso entregarse a su esposa para que le ayudase en tan arduo negocio».
La Regenta conoció bien pronto que don Víctor se entregaba. Aunque ella hubiera querido más acendrada piedad, tuvo que contentarse con el dolor de atrición que claramente manifestaba su marido. Y no tuvo escrúpulo en asustarle un poco más de lo que estaba, recordándole las penas del Infierno, aunque estos recursos de terror le repugnaban a ella. Quintanar mostraba gran empeño en sostener que el fuego de que se trataba no era material, era simbólico.
—No es de fe—repetía—en mi opinión, creer que ese fuego es físico, material; es un símbolo, el símbolo del remordimiento.
Algo le tranquilizaba la idea de que le tostasen con símbolos en el caso desesperado de no salvarse, como deseaba seriamente.
El primer esfuerzo que hizo Anita para salir de casa, tuvo por objeto llevar a su don Víctor a la Iglesia. Confesaron los dos con el Magistral.
A don Víctor al comulgar le atormentaba la idea de que no había confesado un pecadillo considerable: tenía sus dudas respecto de la infalibilidad pontificia.
El canónigo Döllinger, de quien no sabía más sino que existía y que se había separado de la Iglesia, le seducía por su tenacidad, que le recordaba la de su tierra, Aragón, el reino más noble y testarudo del Universo.
Los días para la Regenta se deslizaban suavemente.
El Magistral, su maestro, y don Víctor, su discípulo, eran los compañeros de su vida al parecer sosa, monótona, pero
por dentro
llena de emociones. Seguía encontrando en la oración mental delicias inefables. Dios era no menos amable como Padre de las criaturas, como Director de la gran «fábrica de la inmensa arquitectura», que en la pura contemplación de su Idea. Además, pensaba Anita, fuera orgullo aspirar ahora a la visión de la Divinidad directamente; me faltan muchos pasos, muchas
moradas
. Ya llegaré si el Señor lo tiene así dispuesto. Ahora debo hacer lo que dice el Magistral; ya que las fuerzas vuelven a mi cuerpo, aprovecharlas en una actividad piadosa, que es lo que él llama higiene del espíritu. La ociosidad me volvería al pecado, como volvía a la misma Santa Teresa. Si para ella tenía tan grave peligro ¡qué será para mí!».
Anita recibía las pocas visitas que don Álvaro se atrevía a hacerle, sin alterarse, tranquila en su presencia, y tranquila después que se marchaba. Procuraba apartar de él su pensamiento, con la conciencia de que era aquel recuerdo una llaga del espíritu que tocándola dolería. Tuvo valor para mostrarse fría con él, para cortar el paso a la confianza, para negarle la mano, para todo, hasta para verle despedirse.... Pero en cuanto le vio salir tropezando, «ciego de amor y pena», creía ella, una lástima infinita le inundó el alma, y tembló de miedo; su seno se hinchó con un suspiro... y la carne flaca tropezó con el Cristo amarillento de marfil que el Magistral había regalado a su amiga para que lo llevase sobre el pecho.
Ana besó la imagen y volvió los ojos al cielo.
—Jesús, Jesús, tú no puedes tener un rival. Sería infame, sería asqueroso....
Y recordó la ira de Jesús cuando se aparecía a Teresa que le olvidaba.
—Sería engañar a Dios, engañar al Magistral pensar en ese hombre ni un solo instante, ni siquiera para compadecerle.... ¡Oh! ¡qué hipócrita, qué gazmoña miserable sería yo si tal hiciera! ¡Qué romanticismo del género más ridículo y repugnante sería el mío, si después de tanta piedad que yo creí profunda, vocación de mi vida en adelante, volviera una pasión prohibida a enroscarse en el corazón, o en la carne, o donde sea!... ¡No, no! ¡Ridículo, villano, infame, vergonzoso, además de criminal! ¡Mil veces no! Quiero morir, morir, Señor, antes que caer otra vez en aquellos pensamientos que manchan el alma y le clavan las alas al suelo, entre lodo....
Pero al día siguiente de la despedida de don Álvaro, Ana despertó pensando en él. «Ya no estaba en Vetusta. Mejor. La terrible tentación le volvía la espalda, huía derrotada.... Mejor... era un favor especial de Dios».
Aquella tarde bajó al parque, a la hora en que don Álvaro se había despedido el día anterior.
«Veinticuatro horas hacía ya». Otras veces había estado días y días sin verle, y le parecía muy tolerable la ausencia y corta. Pero estas veinticuatro horas eran de otra manera, se contaban por minutos... que es como se cuentan las horas. «Y bien, lo normal, lo constante, lo que debía ser ya siempre, era aquello... el no verle.... Veinticuatro horas y después otras tantas... y así... toda la vida».
Hacía mucho calor. Ni debajo del toldo espeso de los castaños de Indias, ahora cargados de anchas hojas y penachos blancos, podía Ana respirar una ráfaga de aire fresco. Su pensamiento quería elevarse, volar al cielo, pero el calor, de unos 30 grados, que en Vetusta es mucho, le derretía las alas al pensamiento y caía en la tierra, que ardía, en concepto de Ana.
Y para que no se le antojase volar más en toda la tarde, se presentó en el parque Visitación Olías de Cuervo, a quien el verano
sentaba
bien, y dejaba lucir trajes de percal fantásticos y baratos. Venía alegre, vaporosa, y con las apariencias de un torbellino; daba gana de cerrar los ojos al verla acercarse. En la calle la había querido abrazar un mozo de cordel. La aventura, ridícula y todo, la había rejuvenecido, había encendido chispas en sus ojuelos, y «¡ea! venía con afán de abrazar ella también». Abrazó a la Regenta, se la comió a besos... y después de contarla el
paso de comedia
del mozo de cordel, gritó de repente:
—A propósito, ¿no te ha contado Víctor lo de Álvaro?
Visita tenía cogida por las muñecas a su amiga. Estaba tomándola el pulso a su modo.
Clavó con sus ojos menudos los de Ana y repitió:
—¿No sabes lo de Álvaro?
El pulso se alteró, lo sintió ella con gran satisfacción. «A mí con santidades, pensó;
pulvisés
, como dijo el otro».
—¿Qué le pasa? ¿qué se ha marchado? Ya lo sé.
—No, no es eso.—¿Qué? ¿No se ha marchado?
Nueva alteración del pulso, según Visita.
—Sí, hija, sí, se ha marchado, pero verás cómo. Ya sabes que tenía relaciones con la señora de ese que es o fue ministro, no recuerdo, en fin ya sabes quién es, ese que viene a baños a Palomares.
—Sí, sí, bien...—Pues bueno; esta mañana, lo ha visto medio Vetusta, al ir Mesía a tomar el tren de Madrid, el correo, el que sube... ¿estás? se encontró con esa ministra, que es muy guapa por cierto, en medio del andén. ¡Figúrate! Total, que ella bajaba para Palomares, donde ha comprado una especie de chalet o demonios; bueno, pues, cátate que nuestro Alvarito, en vez de tomar el tren que subía, el de Madrid, toma el que baja, da órdenes a su criado, para que recoja corriendo el equipaje y se meta en el reservado que traía la ministra, un coche salón con cama y demás. Y el marido no venía, por supuesto; ella, dos criados y los
bebés
como dice Obdulia. ¡Figúrate! Todo Vetusta, que estaba en la estación esta mañana por casualidad, se ha hecho cruces. Es mucho Álvaro. ¿Pero ella? ¿qué te parece de ella? A eso vamos; a lo escandalosas que son esas señoronas de Madrid. Y eso que esta tiene fama de virtuosa, ¡uf! ¡yo lo creo!... La virtuosísima señora ministra de Gracia y salero... ¡pero, señor, cómo demonches se llama ese tipo de ministro!...
Ana recordaba perfectamente cómo se llamaba aquel «tipo de ministro», pero no quiso decirlo; sintió que palidecía, por un frío de muerte que le subió al rostro; dio media vuelta, y disimulando cuanto pudo, se recostó en un árbol. Fingió entretenerse en rayar la corteza del tronco, y mudando de conversación, preguntó a Visita por un niño que tenía enfermo.
Pero Visita era tambor de marina, como decían ella y la Marquesa; de otro modo, que nadie se la pegaba; conoció la turbación de Ana, y con gran júbilo, confirmó para sus adentros la teoría del
pulvisés
o sea de la ceniza universal.
«Ana tenía celos; luego, tenía amor; no hay humo sin fuego».
Se despidió al poco rato; ya había dado su noticia, ya sabía lo que quería; no era cosa de perder el tiempo; necesitaba hacer en otra parte otra buena obra por el estilo. Se marchó, como la marejada que se retira. Dejó los senderos blancos como si los hubiesen peinado. La escoba almidonada de enaguas y percal engomado dejó su rastro de rayas sinuosas y paralelas grabado en la arena.
Ana tuvo miedo. La tentación, la vieja tentación de don Álvaro, le había sabido a cosa nueva; se le figuró un momento que aquel dolor que sintiera al saber lo de la ministra, era más de las entrañas que sus demás penas; era un dolor que la aturdía, que pedía remedio a gritos desde dentro.... Por la primera vez, después de su enfermedad, sintió la rebelión en el alma.
«Oh, no; no quería volver a empezar. Ella era de Jesús, lo había jurado. Pero el enemigo era fuerte, mucho más de lo que ella había creído. Otras veces había desafiado el peligro; ahora temblaba delante de él. Antes la tentación era bella por el contraste, por la hermosura dramática de la lucha, por el placer de la victoria; ahora no era más que formidable; detrás de la tentación no estaba ya sólo el placer prohibido, desconocido, seductor a su modo para la imaginación; estaban además el castigo, la cólera de Dios, el infierno. Todo había cambiado; su vocación religiosa, su pacto serio con Jesús la obligaban de otro modo más fuerte que los lazos demasiado sutiles del deber vagamente admitido por la conciencia, sin pensar en sanción divina. Antes no quería pecar por dignidad, por gratitud, porque... no. Ahora el pecado era algo más que el adulterio repugnante, era la burla, la blasfemia, el escarnio de Jesús... y era el infierno. Si caía en los lazos de la tentación, ¿quién la consolaría cuando viniese el remordimiento tardío? ¿cómo llamar a Jesús otra vez? ¿cómo pensar en Teresa, que jamás había caído? No, no la llamaría, preferiría morir desesperada y sola. ¿Pero después? El infierno, aquella verdad tremenda, sublime en su mal sin término».
—«Tú vencerás, Dios mío, tú vencerás—exclamó en voz alta, hablando con las nubecillas rosadas que imitaban en el cielo las olas del mar en calma».
Aquella noche lloró la Regenta lágrimas que salían de lo más profundo de sus entrañas, de rodillas sobre la piel de tigre, con la cabeza hundida en el lecho, los brazos tendidos más allá de la cabeza, las manos en cruz.
Desde el día siguiente el Magistral notó con mucha alegría, que Ana volvía su piedad del lado por donde él quería llevarla. «Menos contemplación y más devociones, obras piadosas y culto externo, que entretiene la imaginación».
Con un entusiasmo que tenía sus remolinos que atraían las voluntades, Ana se consagró a la piedad activa, a las obras de caridad, a la enseñanza, a la propaganda, a las prácticas de la devoción complicada y bizantina, que era la que predominaba en Vetusta. Aquellas exageraciones, que tal le habían parecido en otro tiempo, ahora las encontraba justificables, como los amantes se explican las mil tonterías ridículas que se dicen a solas.