La Regenta (85 page)

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Authors: Leopoldo Alas Clarin

BOOK: La Regenta
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Y en casa, doña Paula ceñuda, silenciosa, desconfiada, preparándose para una tormenta, recogiendo velas, es decir, dinero, realizando cuanto podía, cobrando deudas, con fiebre de deshacerse de los géneros de la
Cruz Roja
. «No parecía sino que se preparaba una liquidación. ¿A qué venía aquello?». Doña Paula no daba explicaciones. «Sabía a qué atenerse: su hijo, su Fermo, estaba perdido; aquella
pájara
, aquella Regenta, santurrona en pecado mortal, le tenía ciego, loco; ¡sabía Dios lo que pasaría en aquel caserón de los Ozores! ¡Qué escándalo! Todo se lo iba a llevar la trampa. Había que prepararse. Oh, podrían arrojarla de Vetusta, pero ella no se iría sin llevarse medio pueblo entre los dientes».

Por eso mordía con aquel furor que asustaba a su hijo.

Fermo, el
señorito
, pensaba a solas, en su despacho de Fausto eclesiástico. «¡Solo, estoy solo, ni mi madre me consuela! ¿Qué he de hacer? Entregarme con toda el alma a esta pasión noble, fuerte.... ¡Ana, Ana y nada más en el mundo! Ella también está sola, ella también me necesita.... Los dos juntos bastamos para vencer a todos estos necios y malvados».

Pálido, casi amarillo, agitado, muy nervioso, llegaba De Pas al lado de su amiga mística, cada vez más hermosa, de nuevo fresca y rozagante, de formas llenas, fuertes y armoniosas. La dulzura parecía una aureola de Anita. La salud había vuelto, purificada con cierta unción de idealidad, al cuerpo de arrogante transtiberina de aquel modelo de
madona
.

Don Víctor Quintanar se había restituido a su amistad íntima con don Álvaro Mesía, en cuanto regresó este de Palomares, y al poco tiempo notó el Magistral que el converso se le rebelaba. Si bien seguía creyéndose profundamente piadoso, don Víctor hacía distinciones sospechosas entre la religión y el clero, entre el catolicismo y el ultramontanismo. «Yo soy tan católico como el primero», esta era su frase cada vez que decía alguna herejía o algo parecido; pero se metía a interpretar a su modo los textos del Antiguo y Nuevo Testamento y hasta se atrevía a decir delante de curas y señoras, que el hombre virtuoso es siempre un sacerdote, y que un bosque secular es el templo más propio de la religión pura, y que Jesucristo había sido liberal, con otros disparates. No era esto lo peor, sino que la Regenta y don Fermín notaban en Quintanar cierta frialdad cada vez que los veía juntos y el Magistral tuvo que fingirse distraído ante algunos desaires disimulados.

Don Álvaro no iba a casa de los Ozores sino muy de tarde en tarde y sólo hacía visitas de cumplido, muy breves. ¿Por qué así? preguntaba don Víctor. Y con medias palabras, su amigo le daba a entender que la Regenta le recibía con mala voluntad y que a él no le gustaba estorbar. Además, no era él solo el que se retraía. El mismo Paco, el Marquesito, que en otro tiempo no hacía más que entrar y salir, ahora apenas parecía por aquella casa. Visitación también iba de tarde en tarde, la Marquesa casi nunca, y así de todos los amigos y amigas; el Magistral y sólo el Magistral. Aquel buen señor «hacía el vacío» en derredor de la Regenta. Ella estaba contenta, no parecía echar de menos a nadie; pero él, don Víctor, no era de la misma opinión; quería trato, conversación, amena compañía.

Seguía confesando y comulgando cada dos meses, pero
Kempis
seguía cubierto de polvo entre libros profanos; conservaba el miedo al infierno Quintanar, «pero no quería prescindir por completo de las ventajas positivas que le ofrecía su breve existencia sobre el haz de la tierra». «Y sobre todo no quería que el fanatismo se enseñorease de su casa». Los consejos que para excitarlo le daba Mesía, allá en el Casino, los tomaba muy en cuenta don Víctor, y siempre se estaba preparando para ponerlos por obra, pero no se atrevía. No llegaba a más su audacia que a poner un gesto de vinagre de cuando en cuando, muy de tarde en tarde, al enemigo, al Magistral; pero como este fingía no comprender aquellas indirectas mímicas, no se adelantaba nada.

Don Víctor llegó a reconocer, pero sin confesarlo a nadie, que él era menos enérgico de lo que había creído; «no, no tenía fuerza para oponerse al
jesuitismo
que había invadido su hogar». ¡Oh, por algo él vacilaba antes de consentir a De Pas apoderarse del ánimo de su esposa! Sí... al fin había sido jesuita...». Quintanar acabó por comparar el poder del Provisor en el caserón de los Ozores, con el que tuvieron los jesuitas en el Paraguay. «Sí, mi casa es otro Paraguay». Y cada día se encontraba más incapaz de oponerse a la
perniciosa influencia
. No sabía más que poner mala cara y parar poco en casa.

Con esto sólo consiguió que la Regenta y el Magistral conviniesen en verse más a menudo fuera del caserón y menos veces en él. «Mejor era hablarse en casa de doña Petronila. ¿Para qué molestar al pobre don Víctor? Ya que amistades nocivas le apartaban otra vez del buen camino y le envenenaban el alma con insinuaciones malévolas, con sospechas torpes e impías, más valía dejarle en paz, apartar de su vista el espectáculo inocente, mas para él poco agradable, de dos almas hermanas que viven unidas, con lazo fuerte, en la piedad y el idealismo más poético».

En casa de doña Petronila, en el salón de balcones discretamente entornados, de alfombra de fieltro gris, era donde pasaban horas y horas los dos amigos del alma, hablando de intereses espirituales, como decía el gran Constantino, sin más testigo que el gato blanco, cada vez más gordo, que iba y venía sin ruido, y se frotaba el lomo contra las faldas de la Regenta y el manteo del Magistral, cada día más familiarmente.

Anita notaba en don Fermín una palidez interesante, grandes cercos amoratados junto a los ojos, y una fatiga en la voz y en el aliento que la ponía en cuidado.

Le suplicaba que se cuidase, se lo pedía con voz de madre cariñosa que ruega al hijo de sus entrañas que tome una medicina. Él respondía sonriendo, echando fuego por los ojos, «que no tenía nada, que era aprensión, que no había que pensar en su cuerpo miserable».

Algunos días había en sus diálogos pausas embarazosas; el silencio se prolongaba molestándoles como un hablador importuno.

Los dos guardaban un secreto. Cuando creían conocerse uno a otro hasta el último rincón del alma, estaba pensando cada cual en la mala acción que cometía callando lo que callaba.

El Magistral padecía mucho siempre que Ana le hablaba de la salud que él perdía. «¡Si ella supiera!».

Resuelto a que su amistad «con aquel ángel hermoso» no acabase de mala manera, en una aventura de grosero materialismo llena de remordimientos y dejos repugnantes; seguro de que aquella mujer ponía en aquel lazo piadoso toda la sinceridad de un alma pura, y que degradarla, caso de que se pudiera, sería hacerle perder su mayor encanto; el Magistral que vivía ya nada más de esta refinada pasión que según él no tenía nombre, luchaba con tentaciones formidables, y sólo conseguía contrarrestar las rebeliones súbitas y furiosas de la carne con armisticios vergonzosos que le parecían una especie de infidelidad. En vano pensaba: ¿qué le importa a mi doña Ana que mi corpachón de cazador montañés viva como quiera cuando me aparto de ella? Nada de mi cuerpo me pide ella; el alma es toda suya, y nada del alma pongo al saciar, lejos de su presencia, apetitos que ella misma sin saberlo excita; en vano pensaba esto, porque agudos remordimientos le pinchaban cada vez que Ana, solícita, dulce y sonriente le pedía con las manos en cruz que se cuidara, que no entregase todas sus horas al trabajo y a la penitencia. «¿Qué sería de ella sin él?».

—«Figurémonos que usted se me muere: ¿qué va a ser de mí?».

«Es horroroso, es horroroso, pensaba el Magistral, pasar plaza de santo a sus ojos, y ser un pobre cuerpo de barro que vive como el barro ha de vivir. Engañar a los demás no me duele; ¡pero a ella! Y no hay más remedio». Quería que le consolase el reflexionar que
por ella
era todo aquello, que por ella había él vuelto a sentir con vigor las pasiones de la juventud que creyera muertas, y que por ella, por respetar su pureza, se encenagaba él en antiguos charcos; pero esta idea no le consolaba, no apagaba el remordimiento.

Algunas semanas pasaba Teresina triste, temerosa de haber perdido su dominio sobre el
señorito
; entonces era cuando el Magistral vivía al lado de Ana libre de congojas, tranquilo en su conciencia; pero poco a poco el tormento de la tentación reaparecía; sus ataques eran más terribles, sobre todo más peligrosos, que los del remordimiento; la castidad de Ana, su inocencia de mujer virtuosa, su piedad sincera, la fe con que creía en aquella amistad espiritual, sin mezcla de pecado, eran incentivo para la pasión de don Fermín y hacían mayor el peligro; por que ella que no temía nada malo, vivía descuidada sin ver que su confianza, su cariñosa solicitud, aquella dulce intimidad, todo lo que decía y hacía era leña que echaba en una hoguera. Y volvía De Pas, para evitar mayores males, a sus precauciones, que eran el contento de Teresina, lo que ella creía con orgullo su victoria.

Ana también tenía su secreto. Su piedad era sincera, su deseo de salvarse firme, su propósito de ascender de morada en morada, como decía la santa de Ávila, serio; pero la tentación cada día más formidable. Cuanto más horroroso le parecía el pecado de pensar en don Álvaro, más placer encontraba en él. Ya no dudaba que aquel hombre representaba para ella la perdición, pero tampoco que estaba enamorada de él cuanto en ella había de mundano, carnal, frágil y perecedero. Ya no se hubiera atrevido, como en otro tiempo, a mirarle cara a cara, a verle a su lado horas y horas, a probarle que su presencia la dejaba impasible: no, ahora huir de él, de su sombra, de su recuerdo; era el demonio, era el poderoso enemigo de Jesús. No había más remedio que huir de él; esto era humildad, lo de antes orgullo loco. A la gracia y sólo a la gracia debía el vivir pura todavía; abandonada a sí misma, Ana se confesaba que sucumbiría; si el Señor aflojara la mano un momento, don Álvaro podría extender la suya y tomar su presa. Por todo lo cual no quería ni verle. Pero, sin querer, pensaba en él. Desechaba aquellos pensamientos con todas sus fuerzas, pero volvían. ¡Qué horrible remordimiento! ¿Qué pensaría Jesús? y también ¿qué pensaría el Magistral... si lo supiera? A la Regenta le repugnaba, como una villanía, como una bajeza aquella predilección con que sus sentidos se recreaban en el recuerdo de Mesía apenas se les dejaba suelta la rienda un momento. ¿Por qué Mesía? El remordimiento que la infidelidad a Jesús despertaba en ella, era de terror, de tristeza profunda, pero se envolvía en una vaguedad ideal que lo atenuaba; el remordimiento de su infidelidad al amigo del alma, al hermano mayor, a don Fermín era punzante, era el que traía aquel asco de sí misma, el tormento incomparable de tener que despreciarse. Además, Anita no se atrevía a confesar aquello con el Magistral. Hubiera sido hacerle mucho daño, destrozar el encanto de sus relaciones de pura idealidad. Volvía a valerse de sofismas para callar en la confesión aquella flaqueza: «ella no quería» en cuanto mandaba en su pensamiento, lo apartaba de las imágenes pecaminosas; huía de don Álvaro, no pecaba voluntariamente. ¿Habría pecado involuntario? De esto habló un día con el Magistral, sin decirle que la consulta le importaba por ella misma. Don Fermín contestó que la cuestión era compleja... y le citó autores. Entre ellos recordó Ana que estaba Pascal en sus
Provinciales
; ella tenía aquel libro, lo leyó... y creyó volverse loca. «Oh, el ser bueno era además cuestión de talento. Tantos distingos, tantas sutilezas la aturdían». Pero siguió callando el tormento de la tentación. Arma poderosa para combatirla fue la ardiente caridad con que la Regenta se consagró a defender y consolar a De Pas cuando sus enemigos desataron contra él los huracanes de la injuria, que Ana creía de todo en todo calumniosa.

La idea de sacrificarse por salvar a aquel hombre a quien debía la redención de su espíritu, se apoderó de la devota. Fue como una pasión poderosa, de las que avasallan, y Ana la acogió con placer, porque así alimentaba el hambre de amor que sentía, de amor, que tuviese objeto sensible, algo finito, una criatura. «Sí, sí, pensaba, yo combatiré la inclinación al mal, enamorándome de este bien, de este sacrificio, de esta abnegación. Estoy dispuesta a morir por este hombre, si es preciso...». Pero no había modo de poner por obra tales propósitos. Ana buscaba y no encontraba manera de sacrificarse por el Magistral. ¿Qué podía ella hacer para contrarrestar la violencia de la calumnia? Nada. Nada por ahora. Pero tenía esperanza; tal vez se presentaría un modo de utilizar en beneficio del
pobre mártir
aquella abnegación a que estaba resuelta.... Mientras llegaba el momento, no podía más que consolarle, y esto sabía hacerlo de modo que el Magistral tenía que emplear esfuerzos de titán para contenerse y no demostrarle su agradecimiento puesto de rodillas y besándole los pies menudos, elegantes y siempre muy bien calzados.

Y en tanto Foja, Mourelo, don Custodio, Guimarán,
El Alerta
y, entre bastidores, don Álvaro y Visitación Olías de Cuervo, trabajaban como titanes por derrumbar aquella montaña que tenían encima; el poder del Magistral.

Si la muerte de sor Teresa fue un golpe que hizo temblar al Provisor en aquel alto asiento en que se le figuraban sus enemigos, y si pudo por algún tiempo dejar en la sombra al pobre don Santos Barinaga, al cabo de algunas semanas este volvió a brillar dentro de su aureola de víctima y la compasión fementida del público marrullero se volvió a él, solícita, con cuidados de madrastra que representa la comedia de la
segunda madre
. A los vetustenses, en general, les importaba poco la vida o la muerte de don Santos; nadie había extendido una mano para sacarle de su miseria; hasta seguían llamándole borracho; pero en cambio todos se indignaban contra el Provisor, todos maldecían al autor de tanta desgracia, y quedaban muy satisfechos, creyendo, o fingiendo creer, que así la caridad quedaría contenta.

«Oh, en este siglo, gritaba Foja en el Casino, en este siglo calumniado por los enemigos de todo progreso, en este siglo
materialista
y
corrompido
, no se puede ya impunemente insultar los sentimientos filantrópicos del pueblo, sin que una voz unánime se levante a protestar en nombre de la humanidad ultrajada. El pobre don Santos Barinaga, víctima del monopolio escandaloso de la
Cruz Roja
, muere de hambre en los desiertos almacenes donde un tiempo brillaban los vasos sagrados, patenas y copones, lámparas y candeleros con otros cien objetos del culto; muere en aquel rincón y muere de inanición, señores, por culpa del simoniaco que todos conocemos: muere, sí, morirá; pero el que se burla con artificios de nuestro código mercantil y de las leyes de la Iglesia, comerciando a pesar de ser sacerdote; el que mata de hambre al pobre ciudadano señor Barinaga, ¡ese no se gozará en su obra mucho tiempo, porque la indignación pública sube, sube, como la marea... y acabará por tragarse al tirano!...

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