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Authors: Hernán Rivera Letelier

La Reina Isabel cantaba rancheras (10 page)

BOOK: La Reina Isabel cantaba rancheras
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Un jubiloso jirón de brisa tibia, que sacudió con amabilidad el follaje polvoriento de los pimientos y algarrobos del frontis del hospital, acarició su rostro pintarrajeado y le hizo ondear el acampanado ruedo de su falda. Una deleitosa sensación de felicidad le trepó por las polleras, se le arremolinó un instante en el vientre, subió cosquilleándole ásperamente hacia el pecho, le alborotó las hojas secas del corazón y se le asomó, dulce y resplandeciente, por el color de cerro de arena de sus húmedos ojos buenos.

Como traída también por la brisa, se le vino a la mente la escena de un instante de parecida sensación, una sensación de felicidad gratuita y rebosante que casi la sofocaba. También aquella vez, recordó, esa extraña sensación la había invadido a través de la brisa; como si su rostro lacónico, de lámpara a media llama, fuera inflamado de súbito por una oxigenante oleada de gracia. Había sido en el campamento Esmeralda, en una tarde de cielo empavonado igual al de ahora. Al llegar a una esquina, una brisa semejante le lamió de pronto su sucia cara de niña, hinchándole de golpe todas las velas de su frágil espíritu alborozado. Con un grupo de niños de la oficina Algorta, había ido aquella vez al campamento a repartir el programa de propaganda de la exhibición del cine sonoro. La película se llamaba
Melodía del corazón
y, según anunciaba el volante que embelesada se hacía leer a cada momento por su hermano menor —ella jamás aprendió a leer—, se trataba del romance de un arrogante y simpático militar que se enamoraba locamente de una muchachita humilde y sentimental aporreada por la fatalidad. Un idilio que se transformaba en drama pasional y luego en dolorosa tragedia. Una obra, rezaba el folleto, en que el alma simple de la gente del pueblo tenía su más emocionante y sonoro cántico. Más adelante prometía pintorescas descripciones de la vida animada de los parques de Viena y de sus plazas de diversión; que en el curso de la obra se oirían coros, cánticos marciales, melodías arrobadoras y toda clase de efectos musicales no explotados hasta ese momento por el cine sonoro. Que además se sentiría el ruido del tren, las campanas, los pitos, los silbidos, el canto del gallo y hasta el golpe de las bofetadas. Y como corolario ofrecía una descripción estupenda de un amanecer en el campo. Todo eso lo recordó en un solo segundo. Suspiró hondamente y, feliz, alzó la cabeza hacia el cielo.

Arriba, nubes pequeñas como peces, lo mismo que en aquella tarde lejanísima, filtraban la ardua luz del día pampino, dándole ese vago aspecto de festividad que en otras latitudes menos ardientes lo da el sol. Se sintió exultante. Se sintió liviana y pura como una de esas ligeras nubes que adoquinaban el alto cielo del desierto. “Son como pescaditos de aluminio”, se dijo en voz alta. Y sonriendo en un íntimo gesto de rebeldía, pensó que volver enseguida al encierro asfixiante de su camarote en los buques sería una burrada de las reverendas. No lo pensó dos veces: aprovecharía esa frescura como de carpa grande que le ofrecía el día para darse una vueltecita por la calle del Comercio.

En verdad, todo le parecía glorioso. El mundo era un enorme globo de cumpleaños y ella era la puta más candorosa del mundo; la más pura, la más inocente. Se acomodó su regio pañuelito de motivos caribeños, retocó atolondradamente el encendido colorete de sus mejillas ardientes, y echó a caminar feliz de la vida hacia el otro lado, hacia la animada calle de las tiendas de ropa. Contoneándose con fruición, jugando a balancear su carterita de hule que no pegaba ni juntaba con el color verde reja de sus toscos zapatones tiernísimos, se dejó ir irresponsablemente por el lado de la iglesia. Hasta a las geométricas piedras blanqueadas a la cal que bordeaban en hilera la huella de tierra les encontraba ahora una rara y súbita hermosura.

Al pasar ante la arquitectura de la iglesia, también blanqueada a la cal, algo la hizo detenerse. Las puertas se hallaban abiertas y en el interior de la nave no se veía un alma. Ella nunca en su vida había visto una iglesia por dentro. Según le contaba de niña su neurasténica tía la Flores de Pravia, que los había criado a ella y a su hermano, luego de que su madre los abandonara para irse con un patizorro (la tía haría lo mismo tiempo después, dejándolos solos), ni ella ni su hermano habían recibido los óleos del bautismo. Por lo tanto, ni siquiera de guagua había estado ella en una casa de Dios.

Desde el lugar donde se detuvo a mirar no era mucho lo que se apreciaba del interior del templo. Una penumbra apenas suavizada por la esmerilada luz verde de los vitrales le impedía observar con detalles. Obnubilada de aquella audacia que lleva consigo esa especie de felicidad inconsciente que de pronto nos embarga, subió los tres escalones de losa del pequeño atrio y entró. Un repentino hálito de placidez le lamió inmediatamente el alma. Animosa, con las manos aferradas al arcial de su cartera, y pisando blandamente en puntillas, avanzó unos cuantos pasos por el pasillo central. El silencio sagrado y algo así como una ingravidez cósmica en el clima apostólico de la nave, le hicieron sentir una efervescencia de burbujitas y alfileres helados en el vientre. Tuvo la idea asombrosamente real de haberse asomado de pronto al pretil de otro mundo, a una dimensión diferente. Arrobada, ensayó una leve genuflexión de respeto; mas no supo cómo persignarse. Jamás había aprendido. Al fondo de la pequeña nave, detrás del sencillo altar mayor, entre dos santos polvorientos, como suspendida en el aire, la figura del crucificado atrajo su mirada. Siempre en puntillas, cuidando de no producir el menor crujido en el piso de madera, avanzó dos corridas más de asientos. La luz verde de los vitrales le prestaba al martirio de Cristo un dramatismo que a ella le pareció humanamente insufrible. Excitada, con los ojos brillantes de lágrimas, se quedó contemplándolo largo rato: esa agonía terrible, ultraterrena, no tenía nada que ver con la de los crucifijos de níquel que la mayoría de sus compañeras se colgaban frívolamente al cuello y que besuqueaban a cada nada jurando
por Diosito lindo
ante cualquier banalidad. En un rapto de vértigo piadoso, pensó arrodillarse y rezar, pero se contuvo. Aparte de no saber qué decir, seguramente Dios no se acordaba de ella para nada; como no había sido bautizada, tal vez allá arriba no supieran ni su nombre. “Dios no debe haber oído hablar de mí ni en peleas de perros”, pensó. Además, el solo hecho de hallarse parada ahí, ya le estaba pareciendo de un atrevimiento casi profano. Sentía la sensación como de encontrarse en un camposanto parada sobre el montículo de tierra sagrada de una sepultura de angelito. O de estar cometiendo el desacato irremisible de tener puestos los pies sobre el aristocrático césped recién recortado de un chalet del Americano. Casi como levitando, como moviéndose en cámara lenta, sin soltarse del tirante de su cartera, aferrado a él como un cosmonauta en caminata espacial al cordón umbilical de su nave, retrocedió un par de pasos disponiéndose a salir. Su mirada se fijó, entonces, en los cuadros colgados en las paredes laterales del templo, reproducciones de pinturas sacras que representaban, en escenas sucesivas, la vida, pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo. Sintió deseos de acercarse para verlas mejor. Pero esa angustia de ladrón sacrílego que ya le borboteaba en la boca del estómago, y la gran pureza del silencio zumbándole insoportable en sus oídos gentiles, la hicieron desistir de su propósito. Pensó que ya era suficiente. Se dijo que ya se había
sacado el empacho
de conocer una iglesia por dentro. Giró entonces para salir y fue ahí que la vio. Y no pudo ser más gráfica cuando me dijo que había sentido como si el corazón le hubiese dado una vuelta de carnero en la caverna del pecho cuando, a un costado de la puerta de entrada, se halló de repente con la imagen de una Virgen que la miraba plácida y directamente a los ojos. Me juró por su madrecita que nunca conoció pero que igual quiso siempre, porque
madre hay una sola,
que era la misma Virgencita que la atormentó tanto allá en la desaparecida oficina Algorta. El mismo color del vestido; idéntica la capa; igualitos los adornos y los bordados de hilo dorado en la mantilla. Que la corona, un poquito ladeada sobre su cabeza, tenía los mismos arabescos. Que sentado en sus brazos era el mismo niñito Dios con cara de niñita que sostenía aquella otra Virgen de su infancia. Y lo más grande de todo, me dijo llorando, era que en el fondo de sus ojos azules había reconocido ese mismo dejo de pena con que la otra imagen, la de la oficina Algorta, la miraba desde el fondo de una animita levantada a orillas de la línea del tren. Esa animita milagrosa en donde ella, cuando niña, a la hora de la caída del sol, se iba a jugar con una pandilla de niños descachalandrados, todos ellos varones, y en donde luego de la acostumbrada cacería de lagartos y del tecito preparado en tachos de lata, con panes
franceses
robados a su tía la Flores de Pravia, ella tenía invariablemente que subirse las polleras para que los niños, como una torpe leva de perros nuevos, se restregaran uno por uno en su escuálido culito de nueve años. Y debía hacerlo a cambio de las dos bolitas de vidrio —o su equivalente en bolitas de barro— que rigurosamente cobraba por ello su hermano menor, convertido de ese modo en el primer cafiche de su vida. Y eran pues, me dijo, los mismos ojos de esa Virgen que más de una vez le pareció verlos llorar dentro de su casucha de lata, mientras ella era cabalgada por ese tropel de rapaces, los que la miraban ahora ahí, en el interior de la iglesia. Esos mismos ojos —testigos inmensos de sus primeros escarceos de puta— que siguió viendo por largo tiempo en sus pesadillas de niña, los que la miraban “como reconociéndome”, me dijo. “Como acusándome, Ambulancia linda. Te lo juro por Dios”, me repetía llorando. No sabía la pobrecita que todas las Vírgenes se parecen. Y salió de la iglesia corriendo como una loca, entrecortada por un llanto penitencial que la tuvo en receso durante los siete días de la semana, incluido el mismo jueves, día de la plata. Imagínense. Y desde esa vez, me dijo, nunca más volvió en su vida a asomar la nariz por una iglesia. Figúrense ustedes cómo son las cosas: ahora vamos nosotras y la metemos a la fuerza en la misma iglesia. Y para terminar de rematarla, obligamos al cura a cambiar de libreto y a hacerle toda una misa completa para ella solita. Designios de Dios no más, digo yo. ¿No les parece?

Y ostentosa y rebosante, descomunal en su trono de fierro, consciente de ser el centro de la situación en ese instante, la Ambulancia se puso a contar algunos pormenores del episodio en la iglesia. De cómo, por ejemplo, algunos feligreses, sobre todo varias de esas viejas camanduleras, esa clase de beatas fruncidas y comesantos, habían hecho abandono de la misa escandalizadas por la profanación inconcebible, según ellas, que se le estaba haciendo a la casa de Dios. Y se habían retirado sin siquiera santiguarse las muy cagadiablos. Pero, como que era la puta más gorda del mundo, declaraba enfática que mañana le iban a realizar un funeral con todas las de la ley a su compañera. Como que era la puta más gorda, “pero no la gorda más puta”, como sin duda le acotaría oportuno, de estar presente, el Poeta Mesana (que, entre paréntesis, secreteó misteriosa, ya estaba escribiendo algo para leer mañana en el cementerio); como que era la puta más obesa del globo terráqueo, repitió, que entre todas las niñas de los buques le iban a hacer un funeral, si no de verdadera reina como la Reina Isabel se merecía, por lo menos un entierro como la gente, unas exequias dignas de un cristiano. Y excitada por la emoción declaró sentenciosamente que las honras fúnebres de la Reina Isabel de cualquier modo habrían de hacer historia en esta porquería de pampa. Que de eso podían estar seguros todos los guarisapos babosos de la Oficina que alguna vez la miraron en menos, porque ella misma se iba a encargar en persona de que así fuera. Y solemne como una abadesa, estiró su cetácea mano blanca para dejar el vaso vacío sobre la bandeja que una de las niñas le acercó solícita. Todas las meretrices ya vestían ropa más apropiada para la ocasión, sin la pintura de guerra ni el arsenal de chacharachas con que habían llevado a cabo la operación comando en la iglesia. Unas servían el ponche, otras ofrecían cigarrillos o galletitas de monos, y entre todas atendían diligentemente a las personas que ya ocupaban la mayoría de las sillas y bancas arrimadas a las paredes del estrecho camarote.

Aparte del Caballo de los Indios, que permanecía sentado en un rincón mirando fijamente el ataúd y fumando un cigarrillo tras otro, los viejos que escuchaban a la Ambulancia eran casi todos conocidos sólo de vista. Los más de confianza aún no hacían acto de presencia en el velorio o se mantenían charlando en corrillos en la penumbra del patio. Luciendo oscuros ternos de corte antiguo sacados para la ocasión desde el fondo de sus maletas de madera, los ancianos escuchaban a la matrona con sus sombreros entre las piernas y un aire como de ausencia en sus tristes caras de desierto; como si el velorio fuese en verdad una antesala y ellos estuviesen aguardando su turno con un numerito de cartón arrugado en el bolsillo. Sentadas entre ellos, siúticas y circunflejas, arrebozadas en sendos chales negros, calados, estaban dos niñas llegadas recién desde la ciudad de Calama. Cursilonas, fruncidamente compungidas, las prostitutas afuerinas contaban que habían conocido a la pobrecita de la finada una vez en que, por apuros económicos, ambas vinieron a trabajar un día de pago a los buques de la Oficina. Que en aquella ocasión una de ellas había sufrido un patatús al corazón, y que la Reina Isabel prácticamente la resucitó al prepararle una de sus prodigiosas agüitas de aliento.

En el centro de la habitación, en el ámbito abstruso de la muerte, el ataúd se recortaba negro y sólido entre las llamas amarillas y oscilantes de los cirios. Las coronas y las flores de papel circundaban el féretro en un muelle oleaje de crepé y seda. Algunas de las ofrendas florales resplandecían bellamente fúnebres pendidas en las paredes, sobre las cabezas de los acompañantes. Pero más que adornar las paredes, lo que hacían estas coronas era cubrir algunos recortes de mujeres desnudas que no habían podido ser despegados. Dos ramos de claveles rojos traídos por las niñas de la ciudad de Calama habían sido puestos a los pies del féretro, acomodados y arreglados por ellas mismas en sendos tarros de leche Nido. Como la tapa del ataúd carecía de vidrio, éste se mantenía abierto para las personas que quisieran mirar a la difunta por última vez.

El Caballo de los Indios, que desde su rincón no había dejado de mirar por un solo segundo el féretro, se paró y se asomó a la ventana. Como pensando en voz alta dijo que menos mal aún no se había dejado caer el polvo de los Molinos. Que en cuanto eso ocurriera habría que cerrar rápidamente el ataúd. Y dirigiéndose a la Ambulancia dijo que habría que servirles una pasadita de gloriado a las personas que se encontraban en el patio. La Pan con Queso se ofreció al instante y, a su vez, le pidió al Caballo de los Indios que mientras tanto él podría apersonarse a la pieza del Astronauta y conseguirse un par de sillas. Que éstas se iban a hacer pocas. Uno de los viejos que conversaban con las calameñas dijo que, ahora que lo mencionaban, le parecía raro que al Astronauta no se le hubiera visto cosiendo en su banca en medio del patio como acostumbraba hacerlo. Que ni siquiera había salido a cocinarse sus cascaritas.

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