La Reina Isabel cantaba rancheras (5 page)

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Authors: Hernán Rivera Letelier

BOOK: La Reina Isabel cantaba rancheras
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Lo que sí nos llamó la atención y nos atemorizó un tanto fue que aquí se dieran, fatalmente, las tres señales al hilo, una detrás de la otra. Y, lo más inquietante, que se dieran de la manera francamente perversa como se dieron. Pues, según recordábamos los más viejos, en todas las demás oficinas en donde habíamos trabajado —y la mayoría lo había hecho en más de media docena—, siempre se había dado sólo una; en muy pocos casos se llegaron a dar dos; y en ninguna de ellas, según hacíamos memoria, llegaron a darse las tres juntas. Y les voy a decir que en los últimos días, cuando ya el campamento era poco menos que un cementerio y en los buques los poquísimos viejos que quedábamos más parecíamos ánimas en pena, discutíamos a diario y largamente sobre este asunto. Mientras jugábamos a las damas en algún escaño de la plaza desierta, o nos apanteonábamos a conversar en algún recoveco soleado de los buques, nos contábamos unos a otros nuestros propios casos vividos en tal o cual Oficina de tal o cual cantón. Me acuerdo que en esos tiempos finales, en el polvoriento local de la rayuela, en donde silenciosos y taciturnos, fúnebres casi, tirábamos los tejos con la misma languidez que si hubiésemos estado tirando puñados de tierra sobre el cadáver de la Oficina —el mismo local en donde en los buenos tiempos se jugaron los campeonatos más sonados de la provincia, en donde el vino corría con más caudal que el río Loa y los tejos, pulidos como zapatos de mujer llorando, silbaban su parábola certera rasgando el aire yodado de la pampa, en donde en medio de las rancheras que estremecían la acústica de calaminas, el
cortador
debía sacar un pie de metro y alumbrar con una vela la lienza para dirimir las diferencias de milésimas en cada punto disputado en la borra de las canchas—, allí, paisitas, en ese mismo local, el Hombre de Fierro relataba sus experiencias pampinas entrecortado por la emoción. Decía el hombronazo que en la oficina Flor de Chile se habían dado las dos primeras señales, la de la pintada y la de los camiones de lata. Y que él había sido testigo ocular, pues lo había alcanzado a ver antes de tener que partir de allí mal herido por una pena de amor. (Y la historia de esa pena de amor, les voy a decir, paisitas, todos en la Oficina la conocíamos mejor que el
cuento del sapo Sarapo cotón al revés te lo cuento otra vez.
Porque el hambrón la contaba en cada ocasión que podía, donde podía y a quien podía, una y otra vez). Y ahí mismo también, el Salvaje y el Cabeza con Agua-¡un par de cataplasmas que si los hubieran conocido ustedes!—, nacidos ambos en la pampa, contaban que cuando cabros chicos ellos habían participado en las cuadrillas de camiones de lata que recorrieron, uno las calles de la oficina Ricaventura y el otro las de la oficina Cecilia. Que los camiones, nos contaban con senil entusiasmo, los construían a pura lata y alambre: un tarro de manteca cortado a lo largo hacía de carrocería, las ruedas traseras eran tarros de cholgas en aceite y las delanteras (más pequeñas) de tarros de paté marca Pajaritos. Los ejes y el manubrio los hacían con fie— rritos delgados, y que todo eso iba unido con puro alambre de tronadura. Y otro viejo contaba que su padre solía relatarle algo que podría tomarse como una de las terceras señales. Que en la oficina La Patria, un gigantesco remolino había cruzado una tarde el poblado llevándose furiosamente por los aires las aportilladas calaminas de las techumbres y elevando una carpa de circo completita recién levantada. La fuerza descomunal del remolino arrancó de cuajo las estacas clavadas a macho en el duro suelo calichoso y, como si hubiese sido un liviano cambucho de papel, lo elevó por los altos cielos de la tarde. Inflado, sin deshacerse, como un prodigioso espejismo de niño pobre, el circo se fue elevando y perdiéndose como un paracaídas cayendo hacia arriba, hasta desaparecer por completo tras un empañado horizonte de cerros pelados. Que los magros payasos jilibiosos, las esqueléticas bailarinas de zapatillas rotas y los aceitados acróbatas reverenciales, lacios como yuyos, con lo puro puesto como se quedaron, y con la mueca de su sonrisa de comediantes vuelta para abajo, hubieron de mendigar un obólo casa por casa para volver cada uno a su pueblo de origen.

Pero ninguno de nosotros tenía noticias de alguna Oficina en la cual se hubiesen dado las tres señales como estaba ocurriendo aquí. Después caímos en la cuenta y pegándonos en la frente nos dijimos que por cierto, que claro, que no podía ser de otra manera. Y el que nos alumbró esto fue el cabrón del Poeta Mesana. Una noche, después de tirar los tejos, nos quedamos tomando unas botellas y conversando como siempre del mismo tema. Y me acuerdo clarito que el Poeta Mesana, de pronto, emparafinado como piojo, se encaramó en una banca y, solemnísimo, con ese vozarrón de capataz de carrilano que se gastaba, nos dijo que todo lo que habíamos pasado y estábamos pasando era simplemente porque nosotros estábamos asistiendo a la muerte y desaparición de la última Oficina salitrera. Y la última Oficina salitrera no de la pampa, la última Oficina salitrera no del país, la última Oficina salitrera no del continente, dijo, sino que estábamos asistiendo a la desaparición de la última Oficina salitrera que iba quedando sobre la faz de la tierra, hermanito por la concha, como decía él. Que nos grabáramos bien eso en la mollera. La última Oficina sobreviviente de las centenares que llegaron a poblar estas infernales peladeras del carajo. Así que no era ningún moco de pavo lo que nosotros estábamos viviendo; no era ninguna agüita de borraja, puesto que nosotros habíamos sido elegidos para ser testigos protagónicos
“de la pasión y muerte del último bastión de una epopeya sin par en los anales del esfuerzo y el valor humano, hermanito, por la concha”,
clamaba con su retórica rimbombante y llorando como un Cristo viejo el pobre Poeta Mesana.

5

L
a Flor Grande y la Malanoche hallaron esa mañana a la Reina Isabel en su antiguo catre de fierro forjado, repintado una y cien veces de un penitente café moro. Tendida naturalmente sobre la colcha de hilo color yema de huevo, entretejida de florecillas del mismo tono, la anciana matrona lucía su muerte sobria y oficiosamente apercibida, tal si hubiese sabido desde siempre el día y el minuto exacto de su partida.

El cerrado y formal traje de dos piezas que había elegido como su postrer ajuar, muy pocas de sus amigas se lo conocían. Se lo había probado sólo en un par de ocasiones y nada más para reírse un rato de sí misma y para que le dijeran cómo se veía vestida de señora. “Estás como para asistir a un tecito de esos de meñique tieso y lengua floja”, le había dicho la última vez la Ambulancia, mientras ella, ensayando cómicos ademanes aristocráticos, hacía posiciones tratando de verse reflejada entera en su espejo de medio cuerpo.

El traje, de un flemático azul oscuro, de cuello y puños orlados de seda en un tono un poco menos estricto, había sido el regalo espontáneo de un comerciante de puerta en puerta. El foráneo vendedor de ropa de mujer, arrastrando lastimosamente un pie equino y una gran maleta de panza hinchada, había caído por los buques en una de aquellas desoladas tardes pampinas, borroneadas de remolinos y vagorosas nubes grises. Y había pasado por su camarote conmovedoramente urgido de amor y falto de tiempo. Al irse, le había dejado el traje delicadamente doblado sobre la mesita del velador y, sobre él, el dinero exacto de la tarifa. “Por los cuatro minutos mejor empleados de mi vida”, le dijo el rengo al despedirse. Y amortajada de este traje la hallaron sus amigas. Ni un asomo de afeite coloreaba sus mejillas de cera. No lucía aretes ni collares. Su único perifollo era uno de sus indefectibles pañuelos de seda en la cabeza, cuyos exóticos estampados, como siempre, no combinaban en nada con nada. Un descolorido poncho boliviano de lana de llamo, doblado en cuatro, se echaba mansamente sobre sus pies.

Obnubiladas aún de la borrachera reciente, a las dos niñas les costó un buen rato convencerse de que su compañera no dormía. Su rostro de muñeca vieja mostraba esa apacible expresión de conformidad que da la muerte en el instante final a los que nada tienen que perder, excepto la impuesta tarea de respirar; ese aire de placidez que les estampa en la cara a los que tiene la benignidad de llevarse mientras duermen. Y en el rostro de la Reina Isabel ese aire sólo era empañado por el finísimo polvo de caliche que, por la ventana entreabierta de su camarote, se cernió sobre ella durante toda la noche.

Y a todas las demás niñas de los buques que más tarde, sin poderlo creer aún, fueron llegando para verla, les ocurrió lo mismo. Pasado el primer momento de estupor y de condolidos llantos espasmódicos, se quedaban contemplando largamente la beatífica expresión plasmada en el rostro viejo de la meretriz. La fina capa de polvillo que la cubría le prestaba ese desolado aspecto de desamparo que mostraban las figuras de yeso en los nichos de la iglesia. Atónitas y arrobadas, con la misma dulzura y compunción con que en las procesiones de Semana Santa se asomaban a las puertas de los buques a ver pasar la imagen de la Santísima Virgen; con la misma expresión de respeto en sus ojos intrigados, miraban ahora el cuerpo inerte de la que en vida había sido sin duda la mejor de sus compañeras. Una de las mujeres del ambiente más buenas que hubieran conocido jamás. Y secándose el llanto con el dorso de las manos, y sorbiéndose sonoramente las narices, encontraban que la pobrecita daba la impresión cierta de haberse ido de este mundo soñando con ángeles vestidos de mariachis o mariachis tocando como ángeles esas sentidas rancheras de amor que a ella tanto le gustaba cantar.

Aficionada desde siempre a la música mexicana, la Reina Isabel en su trashumante vida de fondas y camarotes de solteros, era capaz de interpretar cualquier canción ranchera que le solicitaran. Desde esos revolucionarios corridos cucarachentos de los tiempos de Pancho Villa, pasando por los temas de las películas en blanco y negro de Jorge Negrete y Pedro Infante, hasta los más recientes éxitos del disco y la radiofonía mexicanos. Como, por ejemplo.
La Cruz de palo,
de Antonio Aguilar. Sin embargo, como todo el mundo en los buques lo sabía, su intérprete preferida era sin dudas la chilenísima Guadalupe del Carmen. Y no porque Guadalupe del Carmen cantara mejor las mexicanas que los meros mexicanos (cuestión que para muchos de sus fanáticos era un hecho indiscutible), sino por el simple y sentimental argumento de haberla visto y oído una vez en persona allá por sus años de infancia. Si hasta se había dado el gusto lindo de cruzar un par de palabras con ella, como gustaba de contarles a las niñas con un orgullo que enternecía hasta el contagio y le iluminaba intensamente el desvalido color de arena de sus ojos gastados. Por esa época, la cantante Guadalupe del Carmen —entonces una muchachita de largas trenzas rubias, achaparrada y tímida—, luciendo dos pistolas al cinto, y casi escondida debajo de su enorme sombrero charro, recorría las ardientes oficinas salitreras presentándose en teatros y sindicatos de obreros especialmente engalanados para ella. Su paso causaba sensación y verdadero delirio entre los hombrones de aquella época. En los más perdidos y miserables campamentos desperdigados por la alucinante extensión del desierto grande, construidos a puro palo y calamina, esperaban a la popular cantante como a una verdadera aparición milagrosa. Y para verla de cerca, para oír en persona a Santa Guadalupe, como la llamaban entonces sus admiradores más tenaces, llevaban sus propios banquitos de madera a los atestados locales en donde hacía sus presentaciones. Los solteros no tenían ningún empacho en extender sus pañuelos blancos y sentarse en el piso de tierra o de tablas baldeadas a petróleo para poder verla más de cerca. Y espeluznados de emoción, llegaban a bramar de gusto con el repertorio de sus bien gritadas canciones que hablaban de caballos alazanes, de cartas marcadas o de amores malos como castigos de Dios. El paroxismo del entusiasmo devenía cuando Guadalupe del Carmen cerraba su actuación interpretando
El hijo desobediente,
por esos tiempos el más sentimental y solicitado de sus corridos.

“Yo también canto” fueron en verdad las tres únicas palabras que aquella niña mal vestida, apodada la “Gallina” (primer sambenito que tuvo la Reina Isabel), alcanzó a decirle a Guadalupe del Carmen aquella vez a las puertas del teatro de la oficina Algorta. La artista apenas alcanzó a obsequiarle la mueca de una sonrisa de lástima, antes de que sus músicos disfrazados de mariachis la rescataran del tumulto de admiradores frenéticos que forcejeaban por lograr el trofeo de un autógrafo garabateado en la carátula de uno de sus discos, o simplemente por llegar a tocarle las cachas plateadas de sus grandes pistolones de utilería.

Por entonces la Reina Isabel era conocida por la mayoría de los vecinos del campamento como la sobrina de la Flores de Pravia, la mocosa que cantaba los corridos mexicanos igualito a Guadalupe del Carmen. Desde siempre había sido número puesto en los escenarios improvisados que con ocasión de las grandes huelgas de aquellas épocas se levantaban en torno a las fogatas de las ollas comunes. Y entre los numerosos artistas del hambre que en tales ocasiones cantaban, bailaban o recitaban
Al pie de la bandera,
o hacían reír de pura pena con sus conmovedores trucos de magos pobres, a ella le pareció siempre que sus canciones eran las más esperadas. Los huelguistas siempre hacían repetir su número y la aplaudían con grandes hurras y gritos de entusiasmo.

Pero su sueño de niña era cantar alguna vez en las fiestas de la primavera. Pararse en los iluminados escenarios decorados con profusión de aquellas magníficas veladas con que en la pampa celebraban las fiestas cada año. Un sueño que nunca pudo realizar y que recordaba siempre cuando, ya mayorcita y dedicada profesionalmente a la prostitución, los borrachos le pedían que cantara algo en las regadas parrandas de los días de pago. En esos atardeceres se podía oír entonces, emergiendo por la ventana abierta de algún camarote de soltero, su melancólica voz de calandria sentimental entonando sus canciones como si estuviera sobre el escenario de la más hermosa fiesta de la primavera jamás celebrada en salitrera alguna.

Con el correr de los años su voz plañidera, que le venía como pintada a sus facciones de pajarita retraída, no había sufrido ningún cambio en lo elegíaco de su registro. Y esa universal desolación de su vocecita triste le había servido de fuente de inspiración al Poeta Mesana para escribir una de las más largas y tiernas endechas de amor jamás dedicadas a prostituta alguna. Sólo por oírla cantar a ella, el Poeta Mesana había permitido todas esas jaranas en su camarote y que le habían hecho ganar una apócrifa fama de trapisondista. Y había sido justamente en su camarote en donde la Reina Isabel, sólo tres días atrás, el jueves del pago para ser más exacto, había pedido una guitarra y había cantado por última vez en su vida.

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